El año de los amuletos

895 de la hégira

(25 de noviembre de 1489-13 de noviembre de 1490)

Aquel año, por culpa de una sonrisa, mi tío materno tomó el camino del exilio. Por lo menos, así fue como me explicó su decisión muchos años después, cuando nuestra caravana iba por el vasto Sáhara, al sur de Segeimesse, una noche fresca y serena que más que turbar acunaban los lejanos lamentos de los chacales. El vientecillo obligaba a Jali a narrar muy alto su relato y tenía una voz tan tranquilizadora que me hacía respirar los olores de mi Granada natal y una prosa tan hechicera que mi camello no parecía caminar sino a su ritmo.

Hubiera querido repetir cada una de sus palabras pero mi memoria es limitada y mi elocuencia asmática y muchas de las ilustraciones de su historia no volverán a aparecer nunca más, por desgracia, en ningún libro.

«El primer día de aquel año había subido por la mañana temprano a la Alhambra, no para ir, como de costumbre, al pequeño escritorio del diwan donde redactaba las cartas del príncipe, sino para presentar, junto con algunos notables de mi familia, mis felicitaciones del Ras-es-Sana. El maylis, la corte del sultán, que se hallaba con tal motivo en el Salón de Embajadores, rebosaba de cadíes con sus turbantes, de dignatarios con altos gorros de fieltro, verdes o rojos, de ricos negociantes con los cabellos teñidos de alheña y partidos, como los míos, por una raya hecha con primor.

»Tras haberse inclinado ante Boabdil, la mayoría de los visitantes se retiraban hacia el patio de los Arrayanes, por donde deambulaban un rato alrededor de la piscina, deshaciéndose en zalemas. Los principales notables se sentaban en los divanes cubiertos de tapices adosados a las paredes de la inmensa estancia, contoneándose torpemente para acercarse, en la medida de lo posible, al sultán o a los visires, con intención de hablar con ellos de alguna petición o de mostrar, simplemente, que gozaban del favor del sultán.

Como redactor y calígrafo de la secretaría de Estado, de lo que daban fe los rastros de tinta roja que tenía en los dedos, gozaba yo de algunos pequeños privilegios, como el de circular a mi antojo entre el maylis y la piscina y dar, así, unos cuantos pasos en compañía de los personajes que me parecían interesantes para volver a sentarme a continuación, al acecho de una nueva presa. Excelente sistema de recoger noticias y opiniones sobre los asuntos del momento, tanto más cuanto que la gente hablaba con entera libertad durante el reinado de Boabdil, mientras que en tiempos de su padre miraba siete veces a su alrededor antes de formular la menor crítica, se expresaba en términos ambiguos, a golpe de versículos y de refranes, para poder desdecirse en caso de denuncia. Al sentirse más libres, menos espiados, los granadinos se habían vuelto más duros que el sultán, aun cuando se encontraban bajo su techo, aun cuando habían venido a desearle larga vida, salud y victoria. Nuestro pueblo es despiadado con los soberanos que no lo son.

»En aquel día otoñal, las hojas amarillas estaban más fielmente unidas a su árbol que los notables de Granada a su monarca. La ciudad se encontraba dividida, como desde hacía años, entre el partido de la paz y el partido de la guerra, ninguno de los cuales era partidario del sultán.

»Los que querían la paz con Castilla decían: somos débiles y los rum son poderosos; nos han abandonado nuestros hermanos de Egipto y del Magreb, mientras que nuestros enemigos tienen el apoyo de Roma y de todos los cristianos; hemos perdido Gibraltar, Alhama, Ronda, Marbella, Málaga y otras muchas plazas y, mientras no se restablezca la paz, la lista no dejará de aumentar; las tropas devastan las huertas y los campesinos se lamentan, los caminos no son ya seguros, los negociantes no pueden ya abastecerse, la Alcaicería y los zocos se están quedando vacíos y los precios de los productos suben a excepción de la carne que se vende a un dirhem la libra porque ha habido que sacrificar miles de reses para sustraerlas a las razzias; Boabdil debería poner todos los medios para acallar a los belicistas y llegar a una tregua duradera con los castellanos, antes de que le pongan sitio a la propia Granada.

»Los que querían la guerra decían: el enemigo ha decidido aniquilarnos de una vez por todas y no será sometiéndonos como lo haremos retroceder. ¡Mirad cómo, tras su rendición, han reducido a la esclavitud a todos los habitantes de Málaga! ¡Mirad cómo levanta hogueras para los judíos la Inquisición en Sevilla, en Zaragoza, en Valencia, en Teruel, en Toledo! ¡Mañana, las hogueras se alzarán aquí mismo, en Granada, no sólo para la gente del sabbat sino también para los musulmanes! ¿Cómo impedirlo sino con la resistencia, con la movilización, con el Yihad? Cada vez que hemos peleado con energía, hemos podido frenar el avance de los castellanos, pero después de cada una de nuestras victorias ha habido entre nosotros traidores que no pretendían más que conciliarse al enemigo de Dios, que le pagaban tributos, le abrían las puertas de nuestras ciudades. ¿No le ha prometido el propio Boabdil a Fernando entregarle un día Granada? Hace ya más de tres años que le firmó un papel en ese sentido en la Loja. Este sultán es un traidor. Hay que sustituirlo por un verdadero musulmán, dispuesto a dirigir la guerra santa y que devuelva la confianza a nuestro ejército.

»Hubiera sido difícil hallar un soldado, un oficial, comandante de diez, de cien o de mil, y más todavía un religioso, cadí, notario, ulema o predicador de la mezquita, que no compartiera este último punto de vista, mientras que los comerciantes y los agricultores se pronunciaban más por la paz. La propia corte de Boabdil estaba dividida. De haber seguido sus inclinaciones, el sultán hubiera concertado una tregua cualquiera, a cualquier precio, pues había nacido vasallo y sólo aspiraba a morir como tal; pero no podía ignorar la voluntad de su ejército que observaba con impaciencia mal reprimida los combates que otros príncipes de la familia real nazarita dirigían con heroísmo.

»En todas las conversaciones de los partidarios de la guerra se repetía un ejemplo elocuente: el de Baza, ciudad musulmana al este de Granada, cercada y cañoneada desde hacía más de cinco meses por los rum. Los reyes cristianos —¡qué el Altísimo destruya lo que han construido y construya lo que han destruido!— habían levantado torres de madera situadas frente a las murallas y habían cavado un foso para impedir comunicarse con el exterior a los sitiados. Sin embargo, a pesar de su superioridad aplastante en hombres y en material y, a pesar de la presencia en el lugar del propio Fernando, los castellanos no conseguían vencer y la guarnición efectuaba cada noche salidas mortíferas. Así, la resistencia encarnizada de los defensores de Baza, al mando del emir nazarita Yahya an-Nayyar, excitaba el ardor de los granadinos e inflamaba su imaginación.

»No era por ello grande el regocijo de Boabdil, pues Yahya, el héroe de Baza, era uno de sus más encarnizados enemigos. Hasta reivindicaba el trono de la Alhambra, en el que ya se había sentado su abuelo, y consideraba al sultán actual como un usurpador.

»La víspera misma del día de año nuevo llegó a oídos de los granadinos una nueva hazaña de los defensores de Baza. Los castellanos, decían, se habían enterado de que en Baza empezaban a escasear los víveres. Para convencerlos de lo contrario, a Yahya se le había ocurrido una estratagema: juntar todas las provisiones que quedaban, exponerlas de forma bien visible en los puestos del zoco e invitar, a continuación, a una delegación de cristianos a ir a negociar con él. Entrado que hubieron en la ciudad, los enviados de Femando se asombraron de ver tal profusión de productos de todas clases y no dejaron de contar el hecho a su rey, recomendándole que no siguiera intentando rendir a Baza por hambre sino que propusiera a sus defensores un arreglo honroso.

»Con unas cuantas horas de diferencia, por lo menos diez personas, en el hamman, en la mezquita y en los corredores de la Alhambra me contaron jubilosamente la misma historia; cada vez, fingí sorprenderme para no ofender a mi interlocutor, para permitirle el placer de añadir su propio grano de sal. Yo también sonreía, pero algo menos cada vez pues me reconcomía la inquietud. Me preguntaba por qué Yahya había dejado entrar en la ciudad sitiada a los representantes de Fernando y, sobre todo, cómo esperaba ocultar al enemigo la penuria que atenazaba a Baza si todo el mundo en Granada y, probablemente también en otros lugares, sabía la verdad y se guaseaba de la artimaña.

»Mis peores temores, proseguía mi tío, iban a confirmarse el día de año nuevo, en el transcurso de mis conversaciones con los visitantes de la Alhambra. Me enteré, en efecto, de que Yahya, “Combatiente de la Fe”, “Espada del Islam”, había decidido no sólo entregar Baza a los infieles sino también unirse a las tropas castellanas para abrirles el camino de las demás ciudades del reino, principalmente Guadix y Almería y, finalmente, Granada. La habilidad suprema de ese príncipe había consistido en distraer a los musulmanes por medio de una pretendida artimaña para ocultar el auténtico objeto de sus conversaciones con Fernando. Había tomado esa decisión, dijeron algunos, a cambio de una importante suma de dinero y de la promesa de que sus soldados y los habitantes de la ciudad salvarían la vida. Pero había conseguido algo más: al convertirse él mismo a la fe de Cristo, ese emir de la familia real, ese nieto de sultán iba a ser un alto personaje de Castilla. Te hablaré de él en alguna otra ocasión.

»A principios del año 895, no se sospechaba evidentemente que fuera posible tal metamorfosis. Pero, desde los primeros días del mes del muharram, nos empezaron a llegar noticias de lo más alarmante. Baza capituló, seguida de Purchena, de Almería y luego, de Guadix. Toda la parte oriental del reino, donde el partido de la guerra era el más poderoso, caía sin defenderse en manos de los castellanos.

»El partido de la guerra había perdido a su héroe y Boabdil se veía libre de un rival molesto; sin embargo, las victorias de los castellanos reducían su reino a bien poca cosa, Granada y sus inmediaciones, sometidas a su vez a repetidas incursiones. ¿Debería alegrarse el sultán o lamentarse?

»En momentos semejantes, decía mi tío, es cuando se revela la grandeza o la mezquindad. Y esta última fue ha que leí claramente en el rostro de Boabdil, el día de año nuevo, en el Salón de Embajadores. Acababa de enterarme de la cruel verdad sobre Baza por un joven oficial beréber de la guardia que tenía familia en la ciudad sitiada. Venía a menudo a verme a la secretaría de Estado y se había dirigido a mi porque no se atrevía a abordar directamente al sultán, sobre todo para anunciarle una desgracia. Lo conduje inmediatamente junto a Boabdil quien lo invitó a informarlo en voz baja. Inclinado hacia el monarca, le repitió balbuceando, al oído, las noticias que había recibido.

»Pero a medida que hablaba el oficial, se le dilataba el rostro al sultán en una sonrisa amplia, indecente, repulsiva. Todavía estoy viendo ante mis ojos aquellos labios carnosos que se abrían, aquellas mejillas velludas que subían hasta las orejas, aquellos dientes separados que creían hincarse en la victoria, aquellos ojos que se cerraban lentamente como para recibir el cálido beso de una amante y aquella cabeza que vacilaba con deleite, de delante atrás, de atrás adelante, como para escuchar la más lánguida canción. Mientras viva, estaré viendo aquella sonrisa, aquella horrorosa sonrisa de la mezquindad».

Jali se interrumpió. La oscuridad me ocultaba su rostro pero lo oí jadear, suspirar, murmurar luego alguna que otra fórmula de oración que repetí tras él. Los ladridos de los chacales parecían más próximos.

«La actitud de Boabdil no me sorprendía, prosiguió Jali con voz de nuevo serena. No ignoraba ni la ligereza del señor de la Alhambra, ni su debilidad de carácter, ni siquiera la ambigüedad de sus relaciones con los castellanos. Sabía que nuestros príncipes estaban corrompidos, que no pensaban en absoluto en defender el reino y que el exilio iba a ser pronto el destino de nuestro pueblo. Pero tuve que ver con mis propios ojos el corazón al desnudo del último sultán de Andalucía para sentirme obligado a reaccionar. ¡Dios muestra a quien quiere la senda recta y a los demás la vía de la perdición!».

Mi tío sólo se quedó en Granada tres meses más, el tiempo necesario para convertir discretamente algunos bienes en monedas de oro fácilmente transportables. Luego, una noche sin luna, provisto de un caballo y unas cuantas mulas, salió con su madre, su mujer, sus cuatro hijas y un criado, camino de Almería, donde consiguió de los castellanos autorización para embarcar, junto a otros emigrados, rumbo a Tremecén. Pero tenía la intención de instalarse en Fez y allí habíamos de reunirnos con él mis padres y yo tras la caída de Granada.

Si mi madre no dejaba de llorar aquel año la partida de Jali, Mohamed, mi padre, Dios perfume su memoria, no pensaba en absoluto en seguir el ejemplo de su cuñado. El ambiente de nuestra ciudad no tenía nada de desesperado. Circularon relatos particularmente alentadores a lo largo de todo el año, propalados con frecuencia, me decía mi madre, por la inefable Sara. «Cada vez que la Vistosa venía a visitarme, sabía que iba a poder referirle a tu padre conversaciones que habían de devolverle la alegría y la confianza para toda una semana. Ah final, era él quien me preguntaba impaciente si el aljaraz había tintineado en casa en ausencia suya».

Un día, llegó Sara con los ojos llenos de noticias. Antes incluso de sentarse empezó a parlotear con mil gesticulaciones. Se acababa de enterar por un primo afincado en Sevilla de que el rey Femando había recibido con gran sigilo a los mensajeros del sultán de Egipto, dos monjes de Jerusalén, encargados, se decía, de transmitirle una advertencia formal del señor de El Cairo: ¡si no cesaban los ataques contra Granada, la ira del sultán mameluco sería terrible!

La noticia recorrió la ciudad en pocas horas, aumentando de forma desmesurada y enriqueciéndose constantemente con detalles, de forma tal que, al día siguiente, desde la Alhambra hasta Maurora y desde el Albaicín hasta el barrio de los Alfareros, a cualquiera que se atreviese a poner en duda la llegada inminente y masiva de las tropas egipcias lo miraban con gran desprecio y profunda suspicacia. Había quienes llegaban a asegurar que había aparecido una inmensa flota musulmana a la altura de La Rábida, al sur de Granada, y que a los egipcios se les habían unido turcos y magrebíes. Si estas noticias no eran ciertas, les decían a los últimos escépticos, ¿cómo explicar que los castellanos hubieran suspendido de repente desde hacia semanas sus ataques en todo el reino, mientras que Boabdil, tan timorato antaño, lanzaba ahora razzia tras razzia contra el territorio controlado por los cristianos sin exponerse a represalias? Una extraña embriaguez de victoria se había apoderado de la ciudad agonizante.

Yo no era más que un niño de pecho que no poseía la sabiduría de los hombres pero tampoco su locura, lo que me evitó ser partícipe de la credulidad general. Mucho después, hombre ya y llevando con orgullo el sobrenombre del Granadino para recordar a todos la prestigiosa ciudad de la que me habían desterrado, no podía por menos de pensar con frecuencia en la ceguera de mis paisanos, empezando por mis propios padres, que habían sido capaces de creer en la llegada inminente de un ejército salvador, cuando sólo la muerte, la derrota y la vergüenza estaban al acecho.

Aquel año era igualmente para mí uno de los más peligrosos de cuantos iba a vivir. No sólo en razón de las amenazas que pesaban sobre mi ciudad y los míos, sino también porque para todo hijo de Adán el primer año es aquel en que las enfermedades son más mortíferas, en el que muchos hombres desaparecen sin dejar huella de lo que habrían podido ser o hacer. Cuántos grandes reyes, cuántos inspirados poetas, cuántos intrépidos viajeros no han podido realizar jamás el destino al que parecían prometidos al no haber podido llevar a cabo esta primera y difícil travesía, tan sencilla, tan mortífera. Cuántas madres no se atreven a encariñarse con su hijo por miedo a tener que acariciar, un día, una sombra.

La muerte, dijo el poeta, tiene nuestra vida cogida por los dos extremos. La vejez no está más cerca del óbito que la infancia.

¿No se decía acaso en Granada que el momento más peligroso de la vida de un niño de pecho es el período que sigue inmediatamente al destete, cuando está a punto de cumplir el primer año? Privados de ha leche materna, gran número de niños no logran sobrevivir por mucho tiempo; por eso, se acostumbra a colgarles, a modo de protección, amuletos de azabache y talismanes, envueltos en saquitos de cuero que contienen, a veces, escritos misteriosos que se supone que protegen al portador del mal de ojo y de las enfermedades; cierto talismán llamado «piedra de lobo» debía incluso permitir domesticar a los animales salvajes sobre cuya cabeza se colocaba. En una época en que no era raro encontrar leones feroces en la región de Fez, lamenté en alguna ocasión no tener esta «piedra» a mano, pero no creo que me hubiera atrevido a acercarme a esos animales lo bastante para ponerles el talismán en la melena.

A la gente piadosa esas creencias y esas prácticas le parecen contrarias a la religión, sin embargo es frecuente que sus propios hijos lleven amuletos pues esos hombres de bien rara vez logran hacer entrar en razón a sus mujeres o a su madre.

Yo mismo, ¿a qué negarlo?, no me he separado nunca del trocito de azabache que le vendió Sara a Salma la víspera de mi primer cumpleaños, que tiene grabados unos signos cabalísticos que no he podido descifrar. No creo que este amuleto posea ningún poder mágico pero el hombre es tan vulnerable frente al Destino que no puede sino encariñarse con objetos rodeados de misterio.

¿Me reprochará algún día mi debilidad Dios, que me creó débil?