El año de la brizna atada
909 de la hégira
(26 de junio de 1503-13 de junio de 1504)
Aquel año había comenzado resbaladizo, apacible y estudioso. El día de año nuevo, que cayó en pleno verano, se chapoteaba por las calles de tanto como las habían regado las noches anteriores, con motivo del Mihrayán. A cada tropezón, a cada charco de barro, me acordaba de mi padre que tanto odiaba esta fiesta y las costumbres que con ella se relacionaban.
No lo había vuelto a ver desde nuestra riña, ¡quiera Dios perdonarme un día!, pero preguntaba por él con regularidad a Warda y a Mariam. Sus respuestas nunca eran tranquilizadoras. Habiéndose arruinado para dotar espléndidamente a mi hermana y hallándose a un tiempo endeudado, frustrado en sus sueños y privado del afecto de los suyos, Mohamed buscaba el olvido en las tabernas.
Sin embargo, en las primeras semanas del año, parecía estar empezando a reponerse, lentamente, de la ruptura con el Zerualí. Había acabado por arrendar, en la cumbre de una montaña, a seis millas de Fez, una mansión antigua, algo deteriorada pero con una vista soberbia de la ciudad y amplias tierras donde juraba que iba a producir las mejores uvas y los mejores higos del reino: yo sospechaba que también iba a producir su propio vino, aunque la montaña perteneciese a las posesiones de la Mezquita Mayor. Proyectos, en verdad, más modestos que el cultivo de la seda; pero, por lo menos, no ponían a mi padre a sueldo de un bandido como el Zerualí.
De este último no había vuelto a saberse nada desde hacia meses. ¿Había olvidado su descalabro, había hecho borrón y cuenta nueva, él de quien se decía que grababa en mármol la menor injuria? Me hacía preguntas a mí mismo, de vez en cuando, inquietudes pasajeras que barrían mis muy absorbentes ocupaciones de estudiante.
Se me pasaba el tiempo en las aulas; en la mezquita de los kairuaníes, desde la medianoche hasta la una y media, de acuerdo con el horario de verano, el resto del día en el más célebre colegio de Fez, la madrasa Bu-Inania; dormía en los intervalos, un poco al amanecer, un poco por la tarde; la inactividad me resultaba insoportable, el reposo me parecía superfluo, tenía apenas quince años, un cuerpo rebosante de vitalidad, un mundo por conocer y pasión por la lectura.
Nuestros profesores nos hacían estudiar cada día comentarios del Corán o de la Tradición del Profeta y se entablaba una discusión. De las Escrituras, pasábamos a menudo a la medicina, a la geografía, a las matemáticas o a la poesía, a veces incluso a la filosofía o a la astrología, a pesar de la prohibición formal de estas disciplinas por parte del soberano. Teníamos la suerte de que nuestros maestros fueran hombres versados en todas las ramas del conocimiento. Para distinguirse del pueblo llano, algunos llevaban los turbantes enrollados en torno a unos gorros altos y puntiagudos, semejantes a los que iba a ver entre los médicos durante mi estancia en Roma. Los estudiantes llevábamos un gorro corriente.
A pesar de su ciencia y de su forma de vestir, nuestros profesores eran en su mayoría hombres amables, pacientes a la hora de explicar, atentos a los talentos de cada uno. A veces nos invitaban a su casa para enseñamos su biblioteca; uno tenía quinientas obras, otro mil, otro más de tres mil y nos animaban a que cuidáramos la caligrafía para poder copiar los libros más valiosos pues así es, insistían, como se difunde la ciencia.
Cuando tenía un rato entre dos clases, iba al punto de los mozos de cuerda. Si estaba Harún íbamos a tomar leche cuajada o a dar una vuelta por la plaza de los Prodigios y sus aledaños donde raramente quedaba decepcionada nuestra curiosidad. Si el Hurón estaba ausente, cruzaba el mercado de las flores para ir a ver a Mariam.
Ambos habíamos acordado que pondría una brizna de hierba atada en una rendija del muro exterior cada vez que mi padre estuviera pasando la semana en el campo. Un día, sería a finales de safar, el segundo mes del año, fui; estaba la brizna atada. Toqué la campanilla. Warda gritó desde dentro:
—No está mi marido. Estoy sola con mi hija. No puedo abrir.
—¡Soy yo, Hasan!
Confusa, me explicó que minutos antes habían venido unos hombres, habían llamado a la puerta con insistencia, exigiendo que los dejara pasar. Estaba asustada. Mariam, que me pareció pálida y frágil, también.
—¿Qué pasa en esta casa? Tenéis cara de haber llorado las dos.
Les volvieron a correr las lágrimas, pero Warda se rehízo al momento.
—Desde hace tres días, esto es un infierno. No nos atrevemos ni a salir a la calle. Los vecinos vienen continuamente a preguntarnos si es cierto que…
Se le quebró la voz y fue Mariam quien siguió diciendo, con aire ausente:
—Preguntan si no padezco el mal.
Cuando en Fez se dice «el mal», se alude a la lepra y cuando se dice «el barrio», sin más, es el de los leprosos.
Aún no me había percatado de lo que acababan de decirme cuando oí repiquetear en la puerta.
—¡En nombre del sultán, policía! ¡Ahora ya no estáis solas! Acaba de entrar un hombre. Puede hablar con nosotros.
Abrí. No había menos de diez personas, un oficial, cuatro mujeres con velos blancos y los demás, soldados.
—¿Es aquí donde vive Mariam, hija de Mohamed al-Wazzan el Granadino?
El oficial desenrolló un papel.
—Esto es una orden del jeque de los leprosos. Tenemos que llevamos a la llamada Mariam al barrio.
En la mente, un único pensamiento me daba vueltas: «¡Si esto pudiera no ser más que una vulgar pesadilla!». Me oí a mí mismo decir:
—¡Eso no son más que calumnias! ¡Jamás ha tenido una mancha en el cuerpo! ¡Es pura como un versículo revelado!
—Ya lo veremos. Estas cuatro mujeres están comisionadas para examinarla en el acto.
Se metieron con ella en una habitación. Warda intentó seguirlas pero se lo impidieron. Yo me quedé fuera también, con la mente confusa pero intentando, a pesar de todo, que el oficial se aviniera a razones. Éste me contestaba con calma, haciendo como si se adhiriera a mis puntos de vista pero acababa diciendo, al final de cada una de mis parrafadas, que era funcionario, que tenía que cumplir órdenes, que había que dirigirse al jeque de los leprosos.
Al cabo de diez minutos, las mujeres salieron de la habitación; dos de ellas sujetaban a Mariam por debajo de los brazos y la arrastraban. Tenía los ojos abiertos pero el cuerpo desmadejado; no le salía ni un sonido de la garganta; parecía incapaz de darse cuenta de lo que le pasaba. Una de las mujeres le cuchicheó dos palabras al oído al oficial; éste hizo una seña a uno de sus hombres que le echó por encima a Mariam una tela burda de color terroso.
—Tu hermana está enferma. Tenemos que llevárnosla.
Intenté interponerme; me apartaron con rudeza. Y el siniestro cortejo echó a andar. Al fondo del callejón se habían juntado unos curiosos. Grité, amenacé, gesticulé. Pero Warda me siguió, suplicante.
—¡Vuelve dentro, por el Cielo! No hay que amotinar a todo el vecindario. Tu hermana podría no casarse ya nunca.
Volví hacia la casa, cerré de un portazo y me puse a dar puñetazos a las paredes, insensible al dolor. Warda se acercó a mí, sollozaba pero conservaba la mente lúcida.
—Espera que se alejen y luego irás a hablar con tu tío. Tiene conocidos en palacio. Podrá hacer que vuelva.
Me agarró por la manga y tiró de mí hacia atrás.
—Cálmate, tienes las manos desolladas.
Los brazos se me derrumbaron pesadamente en los hombros de Warda a la que estreché, lleno de rabia, sin aflojar, sin embargo, los puños como si siguiera aporreando la pared. Se desplomó, apoyándose en mí. Sus lágrimas me corrían por el cuello; su cabello me velaba los ojos, ya sólo respiraba su aliento abrasador, húmedo y perfumado. Ni yo pensaba en ella ni ella pensaba en mí. Para nosotros no existían nuestros cuerpos. Pero, de pronto, existían por su cuenta, acalorados por la furia. Nunca, antes, me había sentido hombre, nunca la había sentido a ella mujer. A pesar de sus treinta y dos años, la edad de ser abuela, tenía el rostro sin una arruga y el cabello negro azabache. No me atrevía ya a moverme por miedo a traicionarme, ni a hablar por miedo a alejarla, ni siquiera a abrir los ojos por miedo a tener que reconocer que estaba abrazado a la única mujer que me estaba rigurosamente prohibida, la de mi padre.
¿Por dónde bogaba su pensamiento en aquellos instantes? ¿Se sentía resbalar, como yo, hacia el engranaje del placer? No lo creo. ¿Estaba sólo entumecida, embotada en cuerpo y alma? ¿Necesitaba aferrarse al único ser que compartía su angustia? Nunca lo sabré, pues nunca hemos hablado de ello, nunca nada, en nuestros gestos ni en nuestras palabras, quiso recordar que hubo un momento en que éramos hombre y mujer unidos por la mano despiadada del Destino.
Le correspondía a ella deshacer el abrazo. Lo hizo imperceptiblemente, con estas palabras de tierno alejamiento:
—Vete, Hasan, hijo mío. Dios nos ayudará. ¡Eres el mejor hermano que Mariam puede tener!
Corrí, contando a media voz los pasos para no poner la mente en ninguna otra cosa. Hasta casa de Jali.
Mi tío me escuchó sin pestañear pero lo noté afectado, más de lo que hubiera creído dada la total ausencia de relaciones entre mi hermana y él. Cuando hube acabado mi relato, me explicó:
—El jeque de los leprosos es un hombre con gran poder en esta comarca. Sólo él está habilitado para sacar de Fez a las personas contagiadas, sólo él tiene autoridad sobre los habitantes del barrio. Pocos cadíes se atreven a oponerse a sus decisiones y al propio sultán rara vez se le ocurre inmiscuirse en su macabro dominio. Además, es un hombre riquísimo, pues muchos creyentes, al morir, dejan propiedades a beneficio del barrio, bien porque el mal haya afectado a su familia, bien porque se hayan apiadado al ver a esos desdichados. Y el jeque es quien administra todas esas rentas. Una parte la utiliza para procurar a los enfermos alojamiento, alimentos y atenciones, pero le quedan sumas importantes que emplea en toda clase de transacciones para aumentar su fortuna personal. Es muy probable que esté asociado con el Zerualí en algún negocio y que haya accedido a hacerle un favor para permitirle vengarse de nosotros.
¡Había oído claramente a mi tío decir «nosotros»! Mi sorpresa no le pasó inadvertida.
—Sabes desde hace mucho lo que pienso de la pasión de tu padre por esa rumiyya. Un día perdió la cabeza porque ella estuvo a punto de abandonarle, porque a él le había parecido que estaba en juego su honor, porque quería, a su manera, tomarse una revancha sobre los castellanos. Desde entonces no ha vuelto a recuperar el juicio. Pero lo que acaba de ocurrir no atañe ni a Mohamed ni a Warda ni siquiera a esa infortunada Mariam; el Zerualí ha escarnecido a toda la comunidad granadina de Fez. Tenemos que luchar, aunque sólo se trate de la hija de la rumiyya. Una comunidad se desintegra en cuanto consiente en abandonar al más débil de sus miembros.
Sus argumentos eran lo de menos; su actitud me devolvía la esperanza.
—¿Crees que podremos salvar a mi hermana?
—¡Pídele al Altísimo que te dé esperanza y paciencia! Tendremos que luchar contra personajes poderosos y diabólicos. Ya sabes que el Zerualí es amigo del sultán.
—Pero si Mariam ha de vivir mucho tiempo en el barrio, acabará siendo leprosa de verdad.
—Hay que ir a verla, decirle que no se mezcle con los demás, llevarle de comer carne de tortuga que ayuda a combatir el mal. Y, sobre todo, que se cubra el rostro continuamente con un velo empapado en vinagre.
Le conté esa conversación a Warda. Ésta se hizo con los productos indicados y cuando mi padre regresó a la ciudad, días después, fue con él a los confines del barrio. Un vigilante llamó a Mariam que vino a verlos. Parecía agobiada, abrumada, despavorida, con los ojos inyectados en sangre en el rostro lívido. Un río la separaba de sus padres, que pudieron hablar con ella, prometerle una pronta liberación, darle consejos. Lo que querían entregarle, se lo confiaron al guarda, poniéndole unos cuantos dirhems en la mano.
Cuando regresaron, los estaba esperando en la puerta. Mi padre hizo como si no me viera. Puse una rodilla en tierra y le tomé la mano que me llevé a los labios. Al cabo de unos prolongados segundos, la apartó, me la pasó por el rostro y luego por la nuca, dándome unas palmaditas. Me incorporé y me arrojé en sus brazos.
—Danos algo de comer —le dijo a Warda con voz cansada—. Tenemos que hablar.
Warda se afanó.
En cuanto a la conversación, ni él ni yo dijimos gran cosa. En aquel momento, lo importante era seguir así, juntos, de hombre a hombre por vez primera, sentados en la misma esterilla, hundiendo la mano del mismo modo en el mismo plato de cuscús. El compromiso matrimonial de Mariam nos había malquistado; su suplicio había apresurado nuestra reconciliación. También iba a contribuir al acercamiento entre Mohamed y la familia de mi madre.
Aquella tarde, Jali vino a casa de mi padre cuyo umbral no había traspasado nunca desde nuestra llegada a Fez, diez años antes. Warda le sirvió como a un invitado de categoría, le ofreció horchata y puso ante él una inmensa cesta llena de uvas, de albaricoques, de peras y de ciruelas. A cambio recibió benévolas sonrisas y palabras de aliento. Luego se retiró tras una puerta para dejamos hablar.
El resto del año transcurrió en su totalidad en infatigables gestiones y en interminables conciliábulos. A veces, algunas personas ajenas a la familia se unían a nosotros, aportando sus consejos y compartiendo nuestras decepciones. Eran granadinos en su mayoría, pero también había dos amigos míos. Uno era Harún, por descontado, que pronto iba a hacer suyo el problema, hasta el punto de desposeerme de él. El otro se llamaba Ahmed. En el colegio tenía el sobrenombre de «el Cojo». Cuando evoco su recuerdo, no puedo evitar permanecer unos instantes pensativo, perplejo, en tanto la pluma suspende su sinuoso rasgueo. Hasta en Túnez, hasta en El Cairo, hasta en La Meca y hasta en Nápoles he oído hablar del Cojo y nunca he de preguntarme si este antiguo amigo dejará alguna huella en la Historia o si pasará por la memoria de los hombres como un nadador audaz cruza el Nilo, sin modificar su curso ni su crecida. Como cronista, sin embargo, tengo el deber de olvidar mis resentimientos para contar lo más fielmente posible lo que he sabido de Ahmed desde el día en que entró, por primera vez aquel año, en clase donde lo recibieron las risas y los sarcasmos de los estudiantes. Los jóvenes fesíes son despiadados con los forasteros, sobre todo si dan la impresión de llegar en derechura de su provincia de origen y, más aún, si arrastran alguna tara.
El Cojo había recorrido el aula con la mirada, como para quedarse con cada sonrisa, con cada rictus; luego, había venido a sentarse a mi lado, bien porque aquel fuera para él el sitio de más fácil acceso, bien porque hubiera visto que yo lo miraba de otra manera. Me había estrechado vigorosamente la mano, pero lo que dijo no era un simple saludo.
—Tú eres, como yo, forastero en esta maldita ciudad.
Ni preguntaba ni hablaba en voz baja. Miré a mi alrededor, violento. Insistió:
—No tengas miedo de los fesíes. Están demasiado atiborrados de ciencia para que les quede el menor valor.
Casi gritaba. Yo me sentía embarcado en contra de mi voluntad en un rencor que no sentía. Intenté zafarme, adoptando un tono de broma:
—¿Cómo dices eso tú que vienes a buscar la ciencia a una madrasa de Fez?
Sonrió con condescendencia:
—No busco la ciencia pues es seguro que entorpece las manos más que una cadena. ¿Has visto alguna vez a un doctor de la Ley mandar un ejército o fundar un reino?
Mientras hablaba, entró el profesor con paso lento y majestuosa silueta. Por respeto, toda la clase se levantó.
—¿Cómo quieres que un hombre luche con esa cosa que le oscila en la cabeza?
Yo estaba ya lamentando que Ahmed se hubiera puesto a mi hado. Lo miré horrorizado.
—Baja la voz, te lo ruego, va a oírte el maestro.
Me dio en la espalda una palmada paternal.
—¡No seas tan medroso! Cuando eras niño, ¿no decías en voz alta verdades que los adultos ocultaban? Bueno, pues tú eras quien tenía razón en aquel momento Tienes que volver a hallar en ti el tiempo de la ignorancia pues también era el tiempo del valor.
Como para ilustrar lo que acababa de afirmar, se levantó, avanzó cojeando hasta el elevado asiento del profesor y se dirigió a él sin reverencia, lo que acalló al instante todo ruido en el aula.
—Me llamo Ahmed, hijo del jerife Saadi, descendiente de la Casa del Profeta, ¡oración y salvación para él! Si cojeo, es porque me hirieron el año pasado cuando combatía contra los portugueses que invadieron los territorios de El Sus.
Ignoro si estaría más emparentado que yo con el Mensajero de Dios; en cuanto a la cojera, era de nacimiento como supe después por uno de sus parientes. Dos mentiras, pues, pero que intimidaron a cuantos estaban presentes, empezando por el profesor.
Ahmed volvió a su sitio con la cabeza muy alta. Desde el primer día de colegio se había convertido en el más respetado y admirado de los estudiantes. Ya no caminaba sino rodeado de una bandada de condiscípulos sumisos que reían cuando reía, temblaban cuando se enfadaba y compartían todas sus enemistades.
Que eran de lo más tenaz. Un día, uno de nuestros maestros, fesí de rancio abolengo, se había atrevido a emitir dudas acerca de la ascendencia que reivindicaba el Cojo. Una opinión que no podía tomarse a la ligera, pues aquel profesor era el más célebre del colegio ya que había conseguido, hacía poco, el privilegio de pronunciar el sermón semanal en la Mezquita Mayor. En el primer momento, Ahmed no contestó, conformándose con lanzarles una sonrisa enigmática a los estudiantes que lo interrogaban con la mirada. El viernes siguiente, la clase entera se desplazo para escuchar al predicador. Apenas hubo dicho éste las primeras palabras, al Cojo le dio un interminable ataque de tos. Poco a poco, empezaron a toser otros, tomando el relevo y, al cabo de un minuto, miles de gargantas sonaban y carraspeaban al unísono, curioso contagio que se prolongó hasta el final del sermón, de modo que los fieles volvieron a sus casas sin haber oído ni una palabra. A partir de entonces aquel profesor se guardó muy mucho de volver a hablar de Ahmed y de su noble pero dudosa ascendencia.
Yo nunca seguí las huellas del Cojo y, seguramente, era por eso por lo que me respetaba. Únicamente nos veíamos a solas, a veces en mi casa, a veces en la suya, es decir, en la propia madrasa donde había habitaciones destinadas a los estudiantes cuya familia no vivía en Fez; los suyos vivían en los confines del reino de Marrakech.
He de reconocer que, hasta cuando estábamos solos los dos, algunas de sus actitudes me repelían, me inquietaban e incluso a veces me asustaban. Pero también se mostraba, en ocasiones, generoso y abnegado. Así fue, en todo caso, como se me manifestó aquel año, pendiente de mis menores momentos de abatimiento, atinando en cada ocasión con el tono necesario para devolverme los ánimos.
De su presencia, así como de la de Harún, tenía yo gran necesidad, aun cuando ambos parecían incapaces de salvar a Mariam. Sólo mi tío parecía estar en condiciones de efectuar las gestiones que se imponían. Veía a hombres de ley, a emires del ejército, a dignatarios del reino; unos se mostraban tranquilizadores, otros, apurados, otros prometían una solución antes de la próxima fiesta. Nosotros no soltábamos una esperanza más que para aferrarnos a otra, igualmente yana.
Hasta que Jali consiguió, al cabo de mil intercesiones, llegar al hijo mayor del soberano, el príncipe Mohamed el Portugués, así apodado porque lo habían capturado a la edad de siete años en la ciudad de Arcila y conducido a Portugal donde estuvo muchos años cautivo. Ahora tenía cuarenta años, la edad de mi tío, y permanecieron un buen rato juntos hablando de poesía y recordando los infortunios de Andalucía. Cuando, al cabo de dos horas, Jali mencionó el problema de Mariam, el príncipe se mostró indignadísimo y se comprometió a hacer llegar el caso a oídos de su padre.
No tuvo tiempo, pues el sultán murió, curiosa coincidencia, al día siguiente mismo de la visita de mi tío a palacio.
Decir que los míos lloraron mucho tiempo al anciano monarca sería una pura mentira, no sólo porque era amigo del Zerualí sino también porque los lazos recientemente creados entre su hijo y Jali nos permitían augurar lo mejor.