El año del jerife cojo
917 de la hégira
(31 de marzo de 1511-18 de marzo de 1512)
Aquel año, como estaba previsto, el sultán de Fez y el jerife cojo lanzaron, cada uno por su lado, sendos ataques contra los portugueses; el primero quería recuperar Tánger, el segundo intentaba liberar Agadir, ambos fueron rechazados y sufrieron grandes pérdidas, hecho del cual no se halla traza en los poemas compuestos en su honor.
Yo me las había ingeniado para estar presente durante esos combates, imponiéndome la tarea de poner cada noche mis impresiones por escrito. Al volver a leerlas en Roma años después, me asombró ver que no había dedicado ni una línea al desarrollo de las batallas. Únicamente había retenido mi atención el comportamiento de los príncipes y de sus allegados ante la derrota, comportamiento que no dejó de sorprenderme aunque el frecuentar la corte me hubiera librado de ciertas ingenuidades. Citaré nada más un breve extracto de mis notas a título de ilustración:
Hechos consignados en el día de hoy, anteúltimo del mes de rabí al-awwal del año 917, que corresponde al miércoles 26 de junio del año de Cristo de 1511.
Traen al campo los cadáveres de los trescientos mártires caldos ante Tánger. Para huir de tal espectáculo que me destroza el corazón, me dirijo a la tienda del soberano, al que encuentro conferenciando con el guardián del real sello. Al verme, el monarca me hace señas de que me aproxime. «¡Oye, me dice, lo que nuestro canciller piensa del día de hoy!». Éste explica en mi honor: «Decía a nuestro señor que lo que acaba de acontecer no es tan mala cosa, pues hemos mostrado a los musulmanes nuestro ardor en la guerra santa, sin que los portugueses se sientan lo bastante dañados para buscar venganza». Muevo la cabeza como si aceptara su punto de vista, antes de preguntar: «¿Y los muertos, es cierto que se cuentan por cientos?». Notando una entonación crítica o irónica, el canciller calla, pero es el propio soberano el que toma el relevo: «¡No hay entre los muertos más que un pequeño número de soldados de caballería. Los demás sólo son soldados de infantería, pelagatos, rústicos, inútiles de los que hay cientos de miles en mi reino, muchos más de los que nunca podré poner en pie de guerra!». Su tono vacila entre la despreocupación y la jovialidad. Con un pretexto cualquiera, me despido y salgo de la tienda. Fuera, al resplandor de una antorcha, están reunidos unos soldados en torno a un cadáver que acaban de traer. Al verme salir, se me acerca un viejo combatiente de barba rojiza: «Dile al sultán que no llore a los muertos pues tienen asegurada la recompensa en el día del Juicio». Le corren las lágrimas, se le quiebra la voz de repente: «¡Mi hijo mayor acaba de morir y yo estoy dispuesto a seguirlo al Paraíso en cuanto mi señor me lo ordene!». Se aferra a mis mangas y sus manos crispadas por la desesperación dicen algo muy diferente de lo que dicen sus labios. Un guardia viene a advertir al soldado de que no inoportune al consejero del sultán; el anciano se eclipsa entre gemidos. Vuelvo a mi tienda.
Días después, debía partir hacia El Sus, para encontrarme con Ahmed. Habíamos tenido ya un encuentro a principios de año para transmitirle el mensaje de paz del sultán; esta vez, el señor de Fez quería informar al Cojo de que los portugueses habían tenido más muertos que nosotros y de que el soberano estaba sano y salvo por la gracia del Altísimo. Cuando me reuní con él, el Cojo acababa de poner sitio a Agadir y sus hombres rebosaban entusiasmo. Muchos eran estudiantes procedentes de todos los rincones del Magreb que anhelaban el martirio como hubieran languidecido por una misteriosa prometida.
Transcurridos tres días, la batalla seguía en todo su apogeo y las mentes estaban acaloradas por la embriaguez de la sangre, de la venganza, del sacrificio. Repentinamente, ante la estupefacción de todos, Ahmed ordenó levantar el sitio. A un joven oranés que criticaba en voz alta la orden de retirada lo decapitaron en el acto. Al asombrarme yo de ver al Cojo fácilmente desanimado, tan pronto en abandonar la empresa, se encogió de hombros:
—Si quieres meterte en política, negociar con los príncipes, tienes que aprender a despreciar la apariencia de las cosas.
Su risa burlona me recordó nuestras largas conversaciones en la madrasa. Como estábamos solos en una tienda de campaña, lo interrogué sin rodeos. Se tomó el tiempo de explicarme:
—Los habitantes de esta región querían librarse de los portugueses que ocupan Agadir e infestan toda la llanura de alrededor entorpeciendo la labranza de los campos. Puesto que el señor de Fez está lejos y el de Marrakech no sale nunca de su palacio si no es para su caza semanal, decidieron recurrir a mí; reunieron la suma necesaria para permitirme equipar a quinientos soldados de caballería así como a varios miles de infantería. Me veía, pues, obligado a realizar una intentona contra Agadir, pero no tenía ningún deseo de apoderarme de ella, pues habría perdido la mitad de mis tropas en la batalla y, algo aún más grave, me habría visto obligado a fijar allí el resto de mi ejército durante años para defenderla de los sucesivos asaltos de los portugueses. Tengo ahora algo mejor que hacer. Lo que tengo que movilizar, volver a unificar por la astucia o por la fuerza de mi sable, para la lucha contra el invasor, es todo el Magreb.
Apreté los puños con toda mi fuerza, repitiéndome que no debía contestar; pero ya no era tan dócil a mis veinte años.
—¡Así que —dije separando las palabras como si nada más intentase comprender— quieres combatir a los portugueses, pero no es contra ellos contra quienes vas a lanzar tus tropas: esos hombres que han acudido a tu llamada para la guerra santa, los necesitas para conquistar Fez, Mequínez y Marrakech!
Sin hacer caso de mis sarcasmos, Ahmed me cogió por los hombros:
—¡Por Dios, Hasan, parece que no te das cuenta de lo que está pasando! Todo el Magreb está en ebullición. Van a desaparecer dinastías, provincias enteras van a quedar devastadas, de algunas ciudades no quedará piedra sobre piedra. Obsérvame, contémplame, tócame los brazos, la barba, el turbante pues mañana ya no podrás fijar la mirada en mí ni rozarme el rostro con los dedos. En esta provincia soy yo quien corta las cabezas y es mi nombre el que hace estremecer a los campesinos y a la gente de las ciudades. Pronto, toda esta región se inclinará a mi paso y algún día les contarás a tus hijos que el jerife cojo era amigo tuyo, que vino a tu casa y que se preocupó por la suerte de tu hermana. Yo ya ni me acordaré.
Ambos temblábamos, él de impaciente rabia, yo de miedo. Me sentía amenazado, pues, al haberlo conocido antes de su gloria, era como si le perteneciera un poco; me quería, me despreciaba, me aborrecía tanto como yo a mi viejo y remendado manto blanco el día en que conseguí la fortuna.
Decidí, por tanto, que había llegado el día de alejarme de aquel hombre, puesto que nunca más podría hablarle de igual a igual, puesto que, en lo sucesivo, tendría que despojarme de mi amor propio en su antesala.
A finales de aquel año se produjo un acontecimiento cuyos detalles no supe hasta mucho más adelante, pero que iba a influir gravemente en la existencia de los míos. Lo cuento tal y como he podido reconstruirlo, sin omitir detalle alguno y dejando que sea el Altísimo quien marque la línea divisoria entre el crimen y el justo castigo.
Sucedía, pues, que el Zerualí había hecho una peregrinación a La Meca como se le había ordenado y se había dirigido luego a su tierra natal, la montaña de los Beni Zerual, en el Rif, para concluir allí sus dos años de destierro. Volvía, no sin aprensión, a aquella provincia donde tantas injustas recaudaciones había llevado a cabo antaño, pero había establecido algunos contactos con los principales jefes de los clanes, había repartido algunas bolsas y había hecho que lo acompañaran durante el viaje cuarenta guardias armados así como un primo del soberano de Fez, un príncipe alcohólico y bastante carente de recursos al que invitó a vivir consigo algún tiempo, con la esperanza de hacer creer así a los montañeses que seguía bien situado en la corte.
La caravana, para llegar a la región de los Beni Zerual, tenía que cruzar el territorio de los Beni Walid. En un rocoso camino entre dos aldeas de pastores, esperaba una silueta de anciana, bulto negro y terroso del que sólo asomaba una mano abierta, descuidadamente tendida a la caridad de los transeúntes. Cuando se acercó el Zerualí, subido en un caballo enjaezado, seguido de un esclavo que lo tapaba con una inmensa sombrilla, la mendiga dio un paso hacia él y comenzó a balbucear palabras piadosas, implorantes, que apenas se oían. Un guardia le gritó que se alejara, pero su amo le mandó callar. Necesitaba crearse una nueva reputación en aquel país que había saqueado. Sacó de la bolsa unas cuantas monedas de oro y las tendió ostensiblemente, esperando que la vieja abriera las manos como un cuenco para recibirlas. En un abrir y cerrar de ojos, la mendiga asió al Zerualí por la muñeca y tiró de él con violencia. Cayó del caballo y sólo el pie derecho se le quedó enganchado en el estribo, de forma tal que tenía el cuerpo caído hacia atrás, el turbante barría el suelo y la punta de un puñal se le apoyaba en el cuello.
—¡Di a tus hombres que no se muevan! —aulló la supuesta mendiga con voz viril.
El Zerualí obedeció.
—¡Ordénales que se alejen hasta la primera aldea!
Minutos después, no había ya en el camino de montaña más que un caballo impaciente, dos hombres inmóviles y un puñal curvo. Despacio, muy despacio, empezaron a moverse. El salteador de caminos ayudó al Zerualí a incorporarse, luego, lo condujo a pie lejos del camino, entre las rocas, como una fiera que arrastra a su presa en las fauces, y desapareció con él. Sólo entonces se dio a conocer el agresor a su víctima temblorosa.
Harún el Hurón vivía desde hacía más de tres años en la montaña de los Beni Walid, que lo protegían como si fuera uno de los suyos. ¿Fue únicamente el deseo de venganza lo que le empujó a actuar como un bandido o el temor de ver a su enemigo, instalado en las proximidades, ensañarse de nuevo con él, con Mariam y con los dos hijos que ya le había dado? El método, sea como fuere, era el de un vengador.
Harún arrastró a su víctima hasta la casa. Al verlos llegar, mi hermana se quedó más aterrorizada que el Zerualí. Su marido no le había dicho nada de su proyecto ni de la llegada de su antiguo prometido al Rif. Por otra parte, nunca había visto al anciano y no podía comprender lo que estaba sucediendo.
—Deja aquí a los niños y sígueme —ordenó Harún.
Entró con su prisionero en el dormitorio. Mariam se reunió con ellos y echó la cortina de lana que servía para cerrar la habitación.
—¡Mira a esta mujer, Zerualí!
Al oír este nombre, a mi hermana se le escapó una imprecación. El anciano sintió que la hoja del puñal se le apoyaba en la mandíbula. Se apartó imperceptiblemente, sin abrir la boca.
—¡Desnúdate, Mariam!
Ella miró al Hurón con ojos incrédulos, horrorizados. Él gritó de nuevo:
—¡Te lo ordeno yo, Harún, tu marido! ¡Obedece!
La pobre criatura se descubrió las mejillas y los labios, luego, el cabello con gestos torpes, entrecortados. El Zerualí cerró los ojos y agachó la cabeza de forma ostensible. Si veía el cuerpo desnudo de aquella mujer, sabía qué suerte le esperaba.
—¡Levántate y abre los ojos!
La orden de Harún vino acompañada de un movimiento brusco del puñal. El Zerualí levantó la cabeza, pero siguió con los ojos herméticamente cerrados.
—Mira —insistió Harún, mientras Mariam se soltaba las ropas con una mano, secándose las lágrimas con la otra.
El vestido cayó.
—¡Mira ese cuerpo desnudo! ¿Ves algún rastro de lepra? ¡Examínalo más de cerca!
Harún se puso a zarandear al Zerualí, empujándolo hacia Mariam, echándolo luego hacia atrás antes de volverlo a empujar con violencia, soltándolo. El anciano se desplomó a los pies de mi hermana que lanzó un grito.
—¡Basta, Harún, te lo suplico!
Miraba con tanta compasión como terror a aquel maléfico pingajo que yacía a sus pies. El Zerualí tenía los ojos entreabiertos pero ya no se movía. Harún se le acercó, desconfiado, le tomó el pulso, le tocó los párpados, luego, se enderezó sin turbación alguna.
—Este hombre merecía morir como un perro a los pies de la más inocente de sus víctimas.
Antes de caer la tarde, Harún había enterrado al Zerualí bajo una higuera, sin quitarle la ropa, ni los zuecos, ni las joyas.