El año de las plañideras
902 de la hégira
(9 de septiembre de 1496-29 de agosto de 1497)
Aquel año vino a nuestra casa Boabdil en persona a dar el pésame. Quiero decir a casa de Jali, puesto que con él era con quien vivía yo desde que mi padre había repudiado a Salma. El sultán destronado entró en el salón, seguido de un chambelán, de un secretario y de seis guardias vestidos a la usanza de la Alhambra. Murmuró unas palabras de circunstancias al oído de mi tío, que le estrechó largamente la mano, antes de cederle el diván alto, el único de la casa. Los hombres de su séquito habían permanecido de pie.
Mi abuela había fallecido durante la noche y, desde por la mañana, habían empezado a afluir los granadinos de Fez. Boabdil había llegado sin anunciarse, mucho antes de la oración de mediodía. Ninguno de los presentes tenía buena opinión de él pero sus títulos, aunque ficticios, no dejaban de impresionar a sus antiguos súbditos. Además, la circunstancia no se prestaba ni poco ni mucho a los rencores ni a los arreglos de cuentas. Salvo para Astaghfirullah que, habiendo llegado poco después que el sultán, no lo gratificó ni con una mirada, se sentó en el primer almohadón libre y empezó a recitar muy alto, con su voz cascada, los versículos apropiados para el acontecimiento.
Algunos labios rezaban, otros permanecían inmóviles, con mueca soñadora, divertida a veces, otros más charlaban infatigablemente. En la sala de los hombres, sólo Jali tenía lágrimas en los ojos. Todavía lo estoy viendo, como si se materializara ante mí. También me estoy viendo, sentado a ras del suelo, no alegre, es cierto, pero tampoco demasiado triste, paseando ávidamente los secos y despreocupados ojos por la concurrencia. De Boabdil, que había engordado mucho, al jeque, al que los años y el exilio habían dejado esquelético y anguloso. El turbante que llevaba parecía más inmenso, más desmesurado que nunca. Cada vez que se callaba, se alzaban los desagradables alaridos de las plañideras, de rostro embadurnado de hollín, cabellos revueltos, mejillas arañadas hasta hacerse sangre, mientras que, en un rincón del patio, los plañideros, vestidos de mujer, maquillados y con el afeitado apurado, agitaban febrilmente las panderetas cuadradas. Para imponerles silencio, Astaghfirullah volvió a salmodiar más alto, desafinando más, con más fervor. De vez en cuando, un poeta callejero se levantaba para recitar en tono triunfal una elegía que ya había servido para otros cien fallecidos. Fuera, se alzó un ruido de pucheros: eran las vecinas que traían la comida, pues no se guisaba en casa de un difunto.
Una fiesta, la muerte. Un espectáculo.
Mi padre no llegó hasta mediodía, explicando de forma confusa que acababa de enterarse hacía muy poco de la triste nueva. Todos lo miraban de soslayo, de una manera muy particular, todos se creían obligados a saludarlo con frialdad o incluso a ignorarlo. Yo me sentía dolido. Hubiera querido que no estuviera allí, que no fuera mi padre. Avergonzado de mis pensamientos, fui hacia él, apoyé la cabeza en su hombro y no me volví a mover. Pero, mientras me acariciaba lentamente la nuca, me puse a pensar, no sé por qué, en el librero astrólogo y en su predicción.
Así pues, la muerte había pasado. Sin confesármelo, me sentía algo aliviado por el hecho de que la víctima no fuera ni mi madre ni mi padre. Salma había de decirme más adelante que temía que fuera yo. Lo que no podía decir, ni siquiera muy bajo, en lo hondo de su corazón, sólo el viejo Astaghfirullah iba atreverse a expresarlo, cierto es que por medio de una parábola.
Habiéndose levantado para pronunciar el elogio de la difunta, se dirigió en primer lugar a mi tío:
—Cuentan que un califa de tiempos pasados había perdido a su madre, a la que quería como tú querías a la tuya, y que se puso a gemir sin ningún comedimiento. Un sabio se acercó a él. «Príncipe de los Creyentes, le dijo, tienes que dar las gracias al Altísimo, pues ha honrado a tu madre haciéndote llorar sobre sus restos, en lugar de humillaría haciéndola llorar sobre los tuyos». Hay que dar las gracias a Dios cuando la muerte sobreviene dentro del orden natural de las cosas y remitirse a Su sabiduría cuando, por desgracia, ocurre de otro modo.
Prosiguió con una oración que la concurrencia murmuró a la vez que él. Luego, volvió a coger, sin transición, el hilo del sermón:
—Demasiadas veces oigo en los funerales a creyentes, hombres y mujeres, maldecir de la muerte. Sin embargo, la muerte es un regalo del Altísimo y no se puede maldecir lo que viene del Él. ¿Os parece una provocación la palabra «regalo»? Es, sin embargo, la exacta verdad. Si la muerte no fuera inevitable, el hombre habría perdido su vida entera evitándola. No habría arriesgado, ni intentado, ni emprendido, ni inventado, ni construido nada. La vida habría sido una perpetua convalecencia. Sí, hermanos, demos gracias a Dios por habernos dado el regalo de la muerte para que la vida tenga un sentido; la noche, para que el día tenga un sentido; el silencio, para que la palabra tenga un sentido; la enfermedad, para que la salud tenga un sentido; la guerra, para que la paz tenga un sentido. Agradezcámosle que nos haya dado el cansancio y las penas, para que el descanso y las alegrías tengan un sentido. Démosle gracias, Su sabiduría es infinita.
La concurrencia pronunció a coro las gracias: ¡Alhamdulillah! ¡Alhamdulillah! Observé que un hombre, al menos, había permanecido en silencio, con los labios agrietados y las manos crispadas. Era Jali.
«Tenía miedo, me explicó más adelante. Me decía a mí mismo: “¡Con tal de que no se extralimite!” Desgraciadamente, conocía demasiado a Astaghfirullah para abrigar la menor ilusión al respecto».
De hecho, el discurso empezó a tomar otros derroteros.
—Si Dios me hubiera dado de regalo la muerte, si me hubiera llamado a Si en lugar de hacerme vivir la agonía de mi ciudad, ¿habría sido cruel conmigo? Si Dios me hubiera evitado ver con mis propios ojos a Granada cautiva y a los creyentes deshonrados, ¿habría sido cruel conmigo?
El jeque alzó bruscamente la voz, sobresaltando a todos los presentes:
—¿Soy yo el único aquí que piensa que vale más la muerte que la deshonra? ¿Soy el único que grita?: «Oh, Dios, si he fallado en mi misión con la comunidad de los Creyentes, aplástame con Tu poderosa mano, bárreme de la superficie de la tierra como a una plaga dañina. Oh, Dios, júzgame hoy mismo pues la conciencia me pesa demasiado, me confiaste la más bella de Tus ciudades, pusiste entre mis manos la vida y el honor de los musulmanes, ¿por qué no me llamas para pedirme cuentas?».
Jali estaba bañado en sudor, así como cuantos se hallaban cerca de Boabdil. Este último se había puesto más blanco que una espiga de cúrcuma. Hubiérase dicho que su sangre real lo había abandonado para no compartir su vergüenza. Si había venido, por indicación de uno de sus consejeros, para estrechar los lazos con sus antiguos súbditos y poder pedirles pronto que contribuyeran a los gastos de su corte, la empresa acababa en derrota. Una más. Los ojos se le iban desesperadamente hacia la puerta pero su cuerpo, torpe en exceso, permanecía hundido en el asiento.
¿Fue la misericordia, el cansancio o, simplemente, la casualidad lo que movió a Astaghfirullah a interrumpir el requisitorio para seguir las oraciones? Para mi tío, fue una intervención del Cielo. Y no bien hubo pronunciado el jeque «Doy testimonio de que no hay más divinidad que Dios y de que Mahoma es Su Mensajero», Jali aprovechó para saltar, literalmente, de su sitio y dar la señal de partida hacia el cementerio. Las mujeres acompañaron al sudario hasta el umbral de la puerta, agitando pañuelos blancos en señal de desconsuelo y despedida. Boabdil desapareció por una puerta excusada. A partir de ese momento, los granadinos de Fez podían morir tranquilos: la deformada silueta del sultán derrocado ya no volvería a turbarlos en el último viaje.
Eh duelo duró otros seis días. ¿Qué mejor remedio para la pena que causa la muerte de un ser querido que el agotamiento? Al alba, llegaban las primeras visitas; las últimas se iban entrada la noche. La tercera tarde, a los allegados no les quedaban ya lágrimas; a veces, faltaban a las conveniencias sonriendo o riendo, lo que no dejaban de criticar los presentes. Sólo resistían las plañideras que creían incrementar su paga llorando a más y mejor. A los cuarenta días del fallecimiento, el duelo volvió a empezar, con el mismo ceremonial, durante otros tres días.
Esas semanas de luto dieron ocasión a mi padre y a mi tío para mantener alguna que otra conversación conciliadora. No se trataba aún de una reconciliación, ni mucho menos, y mi madre evitó cruzarse con el que la había repudiado. Pero, desde la perspectiva de mis ocho años, creí descubrir una esperanza en el horizonte.
Entre otros temas, mi padre y mi tío habían tratado de mi porvenir. Coincidían en que ya era hora de que empezara a ir a la escuela. Otros niños iban más tarde, pero yo daba, al parecer, muestras de inteligencia precoz y era inútil dejarme todo el día en casa en compañía de las mujeres. Podría ablandarse mi carácter y resentirse mi virilidad. Vinieron a explicármelo uno tras otro y, solemnemente, me acompañaron ambos una mañana a la mezquita del barrio.
El maestro, un joven jeque con turbante y una barba casi rubia, me pidió que le recitara la Fatiha, primer sura del Libro. Lo hice sin una falta, sin la menor vacilación. Se mostró satisfecho:
—Tiene buena elocución y una memoria exacta; no necesitará más de cuatro a cinco años para aprenderse el Corán de memoria.
Yo no cabía en mí de orgullo pues sabía que muchos alumnos estaban seis años en la escuela y, a veces, siete. Tras memorizar el Libro de Dios podría ingresar en el colegio donde se enseñan las distintas ciencias.
—También le enseñaré unos rudimentos de ortografía, de gramática y de caligrafía —precisó el maestro.
Cuando le preguntaron qué retribución quería, dio un paso atrás:
—Mi retribución sólo la espero del Altísimo.
No sin añadir, sin embargo, que el padre de cada alumno daba lo que podía a la escuela en las fiestas y un presente más sustancioso al final del último año, el día de la Gran Recitación.
Prometiéndome aprender cuanto antes los ciento catorce suras, empecé enseguida con asiduidad, cinco días a la semana, las clases del jeque. No había menos de ochenta niños en mi clase, entre siete y catorce años. Cada alumno venía a la escuela vestido a su antojo pero a ninguno se le hubiera ocurrido llevar trajes suntuosos, de seda o con bordados, salvo en ciertas ocasiones. De todos modos, los hijos de los príncipes o de los grandes del reino no iban a las escuelas de las mezquitas. Recibían en sus casas la enseñanza de un jeque. Salvo esta excepción, había en la escuela niños de muy diversa condición, hijos de cadíes, de notarios, de oficiales, de funcionados reales o municipales, de comerciantes y de artesanos; hasta algunos hijos de esclavos, enviados por sus amos.
El aula era grande, en anfiteatro. Los mayores se sentaban detrás, los más pequeños delante, cada cual con su tablilla en la que escribía los versículos del día al dictado del maestro. Éste tenía a menudo en la mano una caña que no dudaba en utilizar cuando a uno de nosotros se le escapaba un juramento o cometía alguna falta grave. Pero ningún alumno dejaba de perdonárselo y a él nunca le duraba el rencor hasta el día siguiente.
El primer día que fui a la escuela me senté en la primera fila, creo. Lo bastante cerca para ver al maestro y oírlo, lo bastante lejos para estar al abrigo de sus preguntas y de sus inevitables enfados. A mi lado, estaba el más endiablado de todos los niños del barrio: Harún, el Hurón de mote. Era de mi edad, tenía la tez muy morena, la ropa usada y remendada pero siempre limpia. Desde la primera pelea, éramos amigos unidos en la vida y en la muerte. Nadie lo veía sin preguntarle por mí, nadie me veía a mí sin asombrarse de que no estuviera conmigo. En su compañía, exploré Fez y mi adolescencia. Yo me sentía extranjero, él sabía que la ciudad le pertenecía, que la habían creado para él, sólo para sus ojos, para sus piernas, sólo para su corazón. Y me proponía que la compartiéramos.
Cierto es que pertenecía, por nacimiento, al más generoso de los gremios.