El año de Tombuctú
911 de la hégira
(4 de junio de 1505-23 de mayo de 1506)
Mi tío parecía completamente restablecido cuando reanudamos la marcha aquel año, al comienzo de la estación fresca, en dirección a Tabelbala, situada en pleno desierto de Numidia, a trescientas millas del Atlas, a doscientas millas del sur de Segelmesse, en una región donde el agua escasea, así como la carne, salvo la de los avestruces y los antílopes, y donde sólo la sombra de una palmera atenúa a veces la tiranía del sol.
Habíamos previsto nueve días para esa etapa y, desde la primera velada, Jali se puso a hablarme de Granada, de forma algo parecida a como lo había hecho mi padre unos años antes. Quizá la enfermedad de uno y el abatimiento del otro habían surtido el mismo efecto, el de empujarlos a transmitir su testimonio y su sabiduría a una memoria más joven, menos amenazada, ¡qué el Altísimo preserve mis páginas del fuego y del olvido! De una noche para otra, esperaba yo la continuación de su relato, únicamente interrumpido a veces por los ladridos de un chacal demasiado cercano.
Al tercer día, sin embargo, nos salieron al encuentro dos soldados. Eran portadores de un mensaje del señor cuyas tierras se hallaban al oeste de nuestra ruta. Se había enterado de que el embajador del rey de Fez estaba de paso por la región y tenía muchísimo empeño en verlo. Jali se informó por un guía que le dijo que el rodeo nos retrasaría dos semanas por lo menos. Se excusó, pues, ante los soldados, diciéndoles que un enviado del soberano no podía visitar a los señores que se hallaban fuera de su ruta, tanto más cuanto que la enfermedad ya había retrasado considerablemente su misión. No obstante, para dejar bien patente en qué estima tenía a ese señor —del que más adelante me confesó que nunca había oído hablar—, enviaría a su sobrino a besarle la mano.
Súbitamente me veía, pues, convertido en embajador, yo que aún no había cumplido los dieciocho años. Mi tío hizo que me acompañaran dos soldados a caballo y me proveyó de algunos regalos que había de darle, en su nombre, a ese amable señor: un par de estribos decorados al estilo moruno, un par de soberbias espuelas, un par de cordones de seda trenzados con hilos de oro, uno violeta y otro azul celeste, un libro de nueva encuadernación que contaba la vida de los santos personajes de África, así como un poema de elogio. El viaje duró cuatro días que aproveché para escribir, a mi vez, unos cuantos versos en honor de mi anfitrión.
Llegado que hube a la ciudad, que se llamaba Uarzazat, creo, me avisaron de que el señor estaba cazando leones en las montañas de los alrededores y de que había dejado instrucciones para que fuera a reunirme con él. Le besé la mano y le transmití los saludos de mi tío. Puso a mi disposición un alojamiento en que pudiera descansar hasta su regreso. Volvió antes de la caída de la noche y me convocó a su palacio. Me presenté, pues, le volví a besar la mano, le di, uno a uno, los regalos, que fueron muy de su agrado, y, a continuación, le tendí el poema de Jali que mandó leer a su secretario, haciendo traducir cada palabra, pues no sabía mucho de árabe.
Llegó la hora de comer, que estaba esperando con impaciencia, pues no tenía nada en el estómago desde por la mañana, salvo unos cuantos dátiles. Nos trajeron carne de cordero asada y cocida, envuelta en una finísima pasta hojaldrada, algo parecido a la lasaña italiana pero con más cuerpo. Luego, trajeron el cuscús, el ftat, otra mezcla de carne y pasta, así como diversos platos que no recuerdo. Una vez que estuvimos todos ampliamente saciados, me levanté y recité mi propio poema. El señor hizo que le tradujeran algunas frases pero, el resto del tiempo, se limitó a observarme con mirada enternecida y protectora. En cuanto hube terminado, se retiró a dormir, pues la caza lo había agotado, pero al día siguiente por la mañana, muy temprano, me invitó a desayunar con él, mandó a su secretario que me diera cien monedas de oro para que se las entregara a mi tío, así como los dos esclavos para su servicio durante el viaje. Me encargó que le dijera que esos presentes sólo eran para agradecerle su poema y no la contrapartida de los regalos que aquél le había hecho. Me entregó también diez monedas de oro para cada uno de los soldados a caballo que me acompañaban.
A mí me reservaba una sorpresa. Empezó por darme cincuenta monedas de oro pero, cuando salí, el secretario me hizo señas de que lo siguiera. Recorrimos un pasillo hasta una puerta baja que nos condujo a un patinillo. En el centro, un caballo, hermoso pero pequeño, montado por una soberbia amazona morena con el rostro descubierto.
—Esta joven esclava es el regalo del señor por tu poema. Tiene catorce años, habla bien el árabe. La llamamos Hiba.
Tomó las riendas y me las puso en la mano. Tiré de ellas, mirando hacia arriba, sin dar crédito a mis ojos. Mi regalo sonrió.
Plenamente satisfecho de haber conocido a un señor tan generoso y cortés, volví directamente a Tabalbala, donde me estaba esperando la caravana. Le anuncié a mi tío que había cumplido perfectamente mi misión y le conté detalladamente cada palabra, cada gesto. Le entregué los presentes a él destinados, le transmití las palabras que los acompañaban y, para acabar, le conté mi deliciosa sorpresa. En ese punto de mi historia, el rostro se le ensombreció.
—¿Seguro que te han dicho que esa esclava hablaba árabe?
—Claro, y he podido comprobarlo durante el camino de regreso.
—No lo dudo, pero si tuvieras más edad y más seso, hubieras interpretado de otra forma las palabras del secretario. Regalarte esa esclava puede ser una manera de honrarte pero, también de insultarte, de hacerte patente el envilecimiento de quienes hablan tu lengua.
—¿Hubiera debido rechazarla?
Mi tío se echó a reír de buena gana:
—Ya veo que te vas a desmayar sólo de pensar que hubieras podido dejar a esa muchacha en el patio en que la encontraste.
—Entonces, ¿puedo quedarme con ella?
Me salía el tono de un niño que no quiere soltar un juguete. Jali se encogió de hombros e hizo señas a los camelleros de que se dispusieran a marchar. Cuando me estaba alejando, me volvió a llamar:
—¿Has tocado ya a esa muchacha?
—No —le contesté con la mirada baja—. Durante el camino, hemos dormido al aire libre y tenía a los guardias cerca.
Había malicia en el rictus que puso:
—Tampoco la tocarás ahora, pues antes de que volvamos a dormir bajo techado habrá pasado el mes de ramadán. Como viajero, no estás obligado a ayunar pero debes mostrar de alguna otra manera tu sumisión al Creador. Mandarás a tu esclava que se cubra de pies a cabeza, le prohibirás que se perfume, que se pinte, que se peine y hasta que se lave.
No protesté, pues comprendí inmediatamente que el celo religioso no era el único motivo de esta recomendación. Con frecuencia se han visto en las caravanas disputas, ataques de locura e incluso crímenes debido a la presencia de una sirvienta hermosa y mi tío quería evitar a toda costa cualquier tentación, cualquier actitud provocadora.
Nuestra siguiente etapa nos condujo hacia los oasis del Tuat y del Ghurara, cabeza de línea de las caravanas saharianas. Es allí, en efecto, donde los mercaderes y los demás viajeros se esperan para partir juntos.
Muchos comerciantes judíos estaban establecidos en estos oasis pero habían sido víctimas de una curiosa persecución. El mismo año de la caída de Granada, que era también el año de la expulsión de los judíos españoles, había venido a Fez un predicador de Tremecén que incitaba a los musulmanes a exterminar a los judíos de la ciudad. En cuanto se enteró, el sultán mandó expulsar a aquel agitador que fue a refugiarse a los oasis del Tuat y del Ghurara y consiguió sublevar a la población contra los judíos; los asesinaron a casi todos y se incautaron de sus bienes.
En esa comarca hay muchas tierras cultivadas, pero son áridas, pues no se las puede regar más que con agua de los pozos; son también tierras pobres y para enriquecerlas los habitantes utilizan un método poco común. Cuando llega un visitante, lo invitan a alojarse en sus casas, sin pedirle nada a cambio, pero recogen el estiércol de las monturas y hacen comprender a las personas que los ofenderían si hicieran sus necesidades fuera de sus casas. Por eso se ven los viajeros obligados a taparse la nariz cuando pasan junto a un campo cultivado.
Esos oasis son la última estación en que hay la posibilidad de aprovisionarse como es debido antes de cruzar el Sáhara. Las aguadas se van espaciando cada vez más y se precisan más de dos semanas para llegar al primer lugar habitado. Hay que precisar también que en ese lugar, llamado Teghaza, no hay más que minas de las que se extrae sal. La guardan hasta que viene a comprarla una caravana para venderla en Tombuctú, donde siempre escasea. Cada camello puede llevar hasta cuatro barras de sal. Los mineros de Teghaza no tienen más víveres que los que les llegan de Tombuctú, situada a veinte días de camino, o de alguna ciudad igualmente alejada. A veces se ha dado el caso de que, al haberse retrasado alguna caravana, se haya encontrado a algunos de esos hombres muertos de hambre en sus cabañas.
Pero pasada esa localidad es cuando el desierto llega a ser un auténtico infierno. Ya sólo se encuentran osamentas blanqueadas de hombres y de camellos muertos de sed, los únicos animales vivos que se ven con profusión son las serpientes.
En la zona más árida de ese desierto se hallan dos tumbas coronadas por una piedra que tiene grabadas unas inscripciones. En ellas puede leerse que en ese lugar se hallan sepultados dos hombres. Uno era un rico mercader que, de paso por allí y torturado por la sed, le había comprado al otro, un caravanero, una taza de agua por diez mil monedas de oro. Pero tras haber dado unos cuantos pasos, vendedor y comprador se habían desplomado juntos, muertos de sed. ¡Sólo Dios dispensa vida y bienes!
Aunque fuera yo más elocuente y mi pluma más dócil, hubiera sido incapaz de describir lo que se siente cuando, tras semanas de agotadora travesía, con los ojos lacerados por los vientos de arena, la boca tumefacta por agua salada y tibia, el cuerpo abrasado, sucio, dolorido de mil agujetas, se ven aparecer por fin los muros de Tombuctú. Es cierto que, al salir del desierto, todas las ciudades son bellas, todos los oasis se asemejan al jardín del Edén. Pero en ningún otro lugar me ha parecido la vida tan sonriente como en Tombuctú.
Habíamos llegado a la puesta de sol; nos esperaba un destacamento de soldados enviados por el señor de la ciudad. Como era demasiado tarde para que nos recibiera en palacio, nos condujeron a unos alojamientos previstos para nosotros, según el rango de cada cual. Mi tío se instaló en una casa próxima a la mezquita; a mí me correspondió una amplia habitación que daba a una plaza bulliciosa pero que estaba empezando a vaciarse. Por la noche, tras un baño y una cena ligera, mandé llamar a Hiba, con permiso de Jali. Debían de ser las diez de la noche. Nos llegó un tumulto desde la calle: se había reunido un grupo de jóvenes que tocaban música, cantaban y bailaban en la plaza. Pronto había de acostumbrarme a esos paseantes que iban a volver durante toda mi estancia. Aquella noche, el espectáculo me resultaba tan desacostumbrado que me aposté en la ventana y no me volví a mover. Quizá me sentía, además, intimidado por estar por vez primera en una habitación con una mujer que me pertenecía.
Ésta había reparado los estragos del camino y se encontraba descansada, sonriente y sin velo como el día que me la habían regalado. Se acercó a la ventana y se puso a mirar, como yo, a los bailarines, con el hombro imperceptiblemente pegado al mío. La noche era fresca, fría incluso, pero a mí me ardía el rostro.
—¿Quieres que haga lo que hacen ellos?
Y, sin esperar mi respuesta, empezó a bailar con todo el cuerpo, despacio primero y luego cada vez más deprisa, pero sin perder un ápice de su gracia; sus manos, su cabello, sus velos, revoloteaban por la habitación, llevados por su propio viento, sus caderas se movían al ritmo de la música negra, sus pies descalzos trazaban arabescos en el suelo. Me aparté de la ventana para dejar que entrara el claro de luna.
Hasta eso de la una de la mañana, quizás incluso hasta más tarde, no volvió el silencio a la calle. Mi bailarina se tendió en el suelo, agotada, jadeante. Corrí la cortina de la ventana, buscando un poco de coraje en la oscuridad.
Hiba. Aunque la tierra de África no me hubiera hecho más que ese regalo, hubiera merecido para siempre mi nostalgia.
Por la mañana, mientras dormía, mi amante tenía la misma sonrisa que había adivinado yo toda la noche y ese mismo olor a ámbar gris. Inclinado sobre su frente tersa y serena, la cubría de emocionadas y silenciosas promesas. Desde la ventana me llegaban de nuevo ruidos, pregones de vendedores, crujidos de paja, tintineos de cobre, gritos de animales, así como olores traídos por un viento suave pero fresco que alzaba tímidamente la cortina. Lo amaba todo, lo bendecía todo, al Cielo, al desierto, al camino, a Tombuctú, al señor de Uarzazat y hasta a aquel discreto dolor que sentía por todo el cuerpo, privilegio de mi primer viaje, ardiente y torpe, hasta el fondo de una desconocida.
Abrió los ojos y los volvió a cerrar al instante, como si temiera interrumpir mi ensoñación. Murmuré:
—¡Nunca nos separaremos!
En la duda, sonrió. Posé mis labios en los suyos. Le deslicé de nuevo la mano por la piel para avivar los recuerdos de la noche. Pero ya llamaban a la puerta. Contesté sin abrir. Era un sirviente enviado por mi tío para recordarme que nos esperaban en palacio. Había de asistir, con traje de gala, a la presentación de credenciales.
En la noche de Tombuctú el ritual es preciso y suntuoso. Cuando un embajador consigue una entrevista con el señor de la ciudad, debe arrodillarse ante él, rozando el suelo con el rostro, coger con la mano un poco de tierra, rociarse con ella la cabeza y los hombros. Los súbditos de este príncipe deben hacer lo mismo, pero sólo la primera vez que le dirigen la palabra; para las entrevistas sucesivas, se simplifica el ceremonial. El palacio no es grande pero sí de aspecto harto armonioso; lo construyó, hará unos dos siglos, un arquitecto andaluz conocido con el nombre de Ishak el Granadino.
Aunque vasallo del Asida Mohamed Turé, rey de Gao, de Malí y de otras muchas comarcas, el señor de Tombuctú es un personaje considerable, respetado en todo el territorio de los negros. Dispone de tres mil soldados a caballo y de una infinidad de soldados de infantería armados con arcos y flechas envenenadas. Cuando se desplaza de una ciudad a otra, monta en camello así como las personas de su corte y lleva consigo caballos conducidos a mano por lacayos. Si se topa con enemigos y tiene que luchar, el príncipe y sus soldados montan a toda prisa en los caballos, mientras que los lacayos traban a los camellos. Cuando el príncipe logra una victoria, captura y vende a toda la población que ha luchado contra él, adultos y niños; por eso hay en las casas de la ciudad, aunque sean modestas, gran cantidad de esclavos de ambos sexos. Algunos amos utilizan a las esclavas para vender diversos productos en los zocos. Se las reconoce con facilidad, pues son las únicas mujeres de Tombuctú que no llevan velo. Buena parte del pequeño comercio está en sus manos, sobre todo la alimentación y todo lo que con ella se relaciona, actividad particularmente lucrativa, pues los habitantes de la ciudad se alimentan bien: granos y ganado abundan; el consumo de leche y mantequilla es considerable. Sólo escasea la sal y, más que echarla en los alimentos, los habitantes tienen en la mano trozos que lamen de vez en cuando entre dos bocados.
Los habitantes de la ciudad son, a menudo, ricos, sobre todo los mercaderes, numerosísimos en Tombuctú. El príncipe los trata con mucho miramiento aun cuando no sean de allí —incluso ha dado a dos de sus hijas en matrimonio a dos comerciantes extranjeros debido a su fortuna—. Se importan en Tombuctú toda clase de productos, sobre todo telas de Europa que se venden mucho más caras que en Fez. Para las transacciones no se utiliza moneda acuñada sino trozos de oro puro; los pagos pequeños se efectúan con cauris, que son unas conchas que proceden de Persia y de las Indias.
Mis días transcurrían deambulando por los zocos, visitando las mezquitas, intentando hablar con cualquier persona que supiera algo de árabe y anotando, a veces, por la noche, en mi habitación, lo que había observado, ante la mirada administrativa de Hiba. Nuestra caravana debía permanecer una semana en Tombuctú, antes de dirigirse hacia Gao, residencia de Asida, última etapa de nuestro viaje. Pero una vez más, sin duda debido a las fatigas del camino, mi tío cayó enfermo. Le volvieron a dar las cuartanas la víspera de la partida. De nuevo estaba yo noche y día a su cabecera y debo confesar que, en más de una ocasión, perdí toda esperanza de que se curara. El señor de la ciudad le mandó a su médico, un negro muy viejo con una sotabarba blanca, que había leído las obras de los orientales así como las de los andaluces. Prescribió una dieta severa y preparó unas decocciones que no sabría decir si fueron eficaces o sólo inofensivas, pues el estado de mi tío no conoció, durante tres semanas, ni mejoría duradera ni fatal deterioro.
Cuando el mes de shawwal tocaba a su fin, Jali decidió, a pesar de su extrema debilidad, volver sin tardanza a Fez; se avecinaban los grandes calores que nos habrían impedido la travesía del Sáhara antes del año siguiente. Como intentara disuadirlo, me explicó que no podía ausentarse dos años para cumplir una misión que hubiera debido concluir en cinco o seis meses, que ya había gastado todo el dinero que tenía asignado, así como el suyo propio, y que en cualquier caso, si el Altísimo había decidido llamarlo a Si, prefería morir rodeado de los suyos antes que en tierra extraña.
¿Eran acertadas sus razones? No me atrevería a hacer un juicio después de tantos años. No puedo ocultar, sin embargo, que el viaje de regreso fue un suplicio para toda la caravana, pues mi tío, a partir del séptimo día, no estuvo en condiciones de sostenerse sobre el lomo de su camello. Aún habríamos podido desandar lo andado, pero nos lo prohibió. No nos quedaba más solución que instalarlo en unas improvisadas parihuelas que guardias y sirvientes llevaron por turnos. Entregó el alma antes de que llegáramos a Teghaza y hubo que enterrarlo en la ardiente arena, al borde del camino, ¡qué Dios le reserve en Sus amplios jardines un refugio más umbrío!