El año de Fortuna
915 de la hégira
(21 de abril de 1509-9 de abril de 1510)
Fátima me dio una hija en los últimos días del verano; la llamé Sarwat, Fortuna, pues aquel año vio eh principio de mi prosperidad. Si fue efímera, no seré yo quien se queje, pues se me quitó como me había sido dada, por voluntad soberana del Altísimo; yo no había aportado más que mi ignorancia, mi arrogancia y mi pasión por la aventura.
Antes de meterme en negocios, fui a ver al señor Tommaso de Marino, el viejo genovés que conocí camino de Tombuctú y que era, de todos los comerciantes extranjeros instalados en Fez, el más respetado por su sabiduría y su honradez. Quería pedirle consejo y, quizá trabajar algún tiempo a su lado, acompañarlo en algunos viajes. Aunque se hallaba en cama, me recibió con grandes muestras de amistad, evocando conmigo la memoria de mi tío, así como recuerdos más risueños de nuestra caravana.
El motivo de mi visita lo sumió en una prolongada reflexión; parecía medirme con la vista, yendo de mi gorro de fieltro verde a mi barba cuidadosamente recortada, luego, a mi chaqueta bordada de amplias y majestuosas mangas; sus blancas cejas parecían una balanza que pesase los pros y los contras; luego, habiendo superado, al parecer, sus vacilaciones, me hizo un ofrecimiento inesperado.
—Es el Cielo quien te envía, noble amigo mío, pues acabo de recibir de Italia y España dos importantes encargos de albornoces negros, uno de mil piezas, el otro de ochocientas, que hay que entregar a principios del otoño. Como sabes, los más apreciados en Europa son los albornoces de Tefza, que yo mismo habría ido a buscar si tuviera mejor salud.
Me explicó el negocio; yo recibiría dos mil dinares, mil ochocientos por comprar la mercancía, a razón de un dinar por albornoz a precio de mayorista, el resto para mis gastos y por mi trabajo. Si conseguía obtener de los fabricantes mejor precio, mi parte sería mayor; si me veía obligado a comprar más caro, tendría que pagar de mi bolsillo.
Sin saber muy bien si hacía un buen o un mal negocio, acepté con entusiasmo. Me dio, pues, la suma en monedas de oro, me prestó para el viaje un caballo, dos sirvientes y nueve mulas y me recomendó rapidez y circunspección.
Para no partir con las monturas de vacío, había reunido todo el dinero que podía disponer, mis ahorros, los de mi madre, parte del legado que le había dejado Jali a Fátima, en total cuatrocientos dinares con los que compré cuatrocientos sables de los más corrientes, de aquellos, precisamente, que los fesíes solían vender a los habitantes de Tefza. Cuando, al volver del zoco, le conté con orgullo a mi padre mi voluminosa compra, a punto estuvo de rasgarse la túnica de consternación y desconsuelo:
—¡Necesitarás al menos un año para dar salida a tantos sables en una ciudad pequeña! ¡Y como la gente sabrá que tienes prisa por volver, te los comprarán a precio de saldo!
Sus palabras eran sensatas, pero era demasiado tarde para dar marcha atrás, puesto que ya había recorrido los comercios de todos los artesanos para reunir mi carga y la había pagado al contado. Tuve que resignarme a volver con pérdidas de este primer viaje de negocios, diciéndome que nadie puede aprender un oficio sin lastimarse las manos o el bolsillo.
La víspera de la partida, mi madre vino a contarme, asustadísima, unos rumores que había oído en el hammam: en Tefza se estaban desarrollando graves acontecimientos, se hablaba de una expedición dirigida por el ejército de Fez para restablecer el orden. Pero, en vez de desanimarme, sus palabras avivaron mi curiosidad, tanto que a la mañana siguiente, antes de la salida del sol, ya estaba en camino sin haber intentado siquiera informarme. Diez días después, había llegado a mi destino sin tropiezos. Para dar con un lugar presa de la mayor agitación.
Aún no había cruzado la puerta de la ciudad cuando el populacho se aglomeró a mi alrededor, unos interpelándome con aspereza, otros haciéndome preguntas sin descanso. Intenté conservar la calma: no, no he visto las tropas de Fez venir hacia aquí; si, he oído rumores, pero no he hecho caso de ellos. Mientras me esforzaba en vano por abrirme camino, un hombre de gran estatura, vestido como un príncipe, se acercó; la muchedumbre se apartó en silencio para dejarlo pasar. Me saludó haciendo un elegante gesto con la cabeza y se presentó como jefe electo de la ciudad. Me explicó que Tefza había vivido hasta entonces en república, gobernada por un consejo de notables, sin la protección de ningún sultán ni de ninguna tribu nómada, que no pagaba impuestos ni tallas y se aseguraba la prosperidad gracias a la venta de sus albornoces de lana, apreciados en el mundo entero. Pero desde que había estallado un sangriento conflicto entre dos clases rivales, se habían multiplicado combates y arreglos de cuentas mortíferos, hasta tal punto que para hacer cesar la carnicería el consejo había decidido desterrar de la ciudad a los miembros del clan que había abierto las hostilidades. Para vengarse, los expulsados habían recurrido al soberano de Fez, prometiendo entregarle la plaza. Los habitantes de la ciudad temían, pues, un ataque inminente. Agradecí a aquel hombre sus explicaciones, lo informé de mi nombre y de la razón de mi visita, le repetí lo poco que había oído acerca de los acontecimientos de Tefza, añadí que no permanecería mucho tiempo allí; sólo el necesario para vender los sables, comprar los albornoces y volverme a marchar.
El personaje me pidió que excusara el nerviosismo de sus compatriotas y ordenó a la muchedumbre que me dejara pasar, explicando en beréber que yo no era ni un espía ni un mensajero de Fez, sino un simple comerciante andaluz que trabajaba por cuenta de los genoveses. Pude, pues, entrar en la ciudad y dirigirme hacia la hospedería. Sin embargo, antes de llegar a ella, divisé en medio de mi camino a dos hombres ricamente ataviados que discutían en voz alta mirándome. Cuando llegué hasta ellos, hablaron a un tiempo: cada cual me rogaba que le hiciera el honor de residir en su domicilio y prometía también hacerse cargo de los servidores y las bestias. No queriendo ofender a ninguno de los dos, rechacé ambas invitaciones agradeciendo a aquellos hombres su hospitalidad y me instalé en la hospedería, harto poco confortable si se comparaba con la de Fez; pero no me quejaba, pues desde hacia varias noches no había conocido más techo que la estrellada bóveda celeste.
Apenas me hube instalado, empezaron a desfilar por mi cuarto las mayores fortunas de la ciudad. Un rico comerciante vino a proponerme que le cambiara mis cuatrocientos sables por ochocientos albornoces. Iba a aceptar cuando otro comerciante, abalanzándose hacia mi oído, me propuso a media voz mil albornoces. Al no tener experiencia alguna, necesité algún tiempo para comprender la razón de tanta solicitud: como el ejército enemigo estaba cerca, los habitantes no pensaban ya más que en librarse de la totalidad de sus productos para ponerlos a salvo del inevitable saqueo que vendría tras la toma de la ciudad. Además, las armas que transportaba no podían llegar en mejor momento, cuando toda la población estaba movilizándose para hacer frente al atacante. Era yo, pues, quien dictaba las condiciones: exigía a cambio de mis sables mil ochocientos albornoces, ni uno menos; tras algunos dimes y diretes, uno de los comerciantes, un judío, acabó por aceptar. De esta forma, el mismo día de mi llegada tenía en mi posesión toda la mercancía requerida por el señor de Marino sin haber tocado el dinero que me había confiado.
No teniendo ya nada que vender, me dispuse a partir a la mañana siguiente. Pero, como una amante en medio de la noche, la fortuna había decidido abandonarme. Hete aquí que, de nuevo, los ricos comerciantes de Tefza venían a visitarme; unos me proponían índigo o almizcle, otros, esclavos, cuero o cordobán, y cada producto reducido a la décima parte de su valor. Lo que me obligó a conseguir cuarenta mulas para transportarlo todo. Los números me brincaban en la cabeza; en mi primer viaje de negocios ya era rico.
Llevaba tres días negociando, cuando unos pregoneros anunciaron la llegada del ejército de Fez. Se componía de dos mil soldados de caballería ligera, quinientos ballesteros, doscientos espingarderos a caballo. Al verlos llegar, atemorizados, decidieron negociar. Y como yo era el único fesí presente en la ciudad, me suplicaron que actuara como intermediario, cosa que, lo confieso, me pareció muy divertida. Ya en la primera entrevista, el oficial que mandaba el ejército real trabo amistad conmigo. Era un hombre instruido, refinado, que tenía, sin embargo, el cometido de llevar a cabo la más espantosa de las misiones: entregar la ciudad y sus notables a la venganza del clan enemigo. Intenté disuadirlo de ello.
—Los desterrados son traidores. Hoy le han entregado la ciudad al sultán, mañana se la entregarán a sus enemigos. Más vale tratar con hombres de coraje, que conozcan el precio de la abnegación, del sacrificio y de la fidelidad.
Podía leer en sus ojos que se rendía a mis razones, pero las órdenes que llevaba eran claras: apoderarse de la ciudad, castigar a los que levantaban las armas contra el soberano y entregar el gobierno al jefe del clan desterrado, con una guarnición para asistirlo. Existía, sin embargo, un argumento que no podía dejar de lado:
—¿Cuánto espera obtener el sultán a cambio de su protección?
—El clan desterrado ha prometido veinte mil anuales.
Hice unas breves cuentas mentales.
—El consejo de la ciudad cuenta con treinta notables, a los que hay que añadir doce ricos comerciantes judíos. Si cada uno de ellos pagara dos mil dinares, serían ochenta y cuatro mil…
El oficial me interrumpió:
—La renta anual de todo el reino no llega a trescientos mil dinares. ¿Cómo quieres que una ciudad pequeña como ésta pueda reunir semejante suma?
—Existen en este país riquezas insospechadas, pero la gente las esconde y no intenta hacerlas fructificar, teme que la despojen de ellas los gobernantes. ¿Por qué crees que se acusa de avaricia a los judíos en este país? Porque el menor gasto, la menor ostentación pondría su fortuna y su vida en peligro. Por esa misma razón, tantas de nuestras ciudades mueren y se empobrece nuestro reino.
Como representante del soberano, mi interlocutor no podía dejarme hablar de ese modo en su presencia. Me pidió que fuera al grano:
—Si les promete a los notables de Tefza que salvarán sus vidas y que respetarán las costumbres de su ciudad, los convenceré de que paguen esa suma.
Cuando tuve la palabra del oficial, me fui a ver a los notables y les comuniqué el acuerdo. Viéndolos reticentes, les dije que acababa de llegar de Fez una carta con el sello del sultán que exigía que se ejecutará de inmediato a todas las personalidades de la ciudad. Comenzaron a llorar y a lamentarse, pero, como he narrado en mi Descripción de África, en dos días quedaron depositados a los pies del oficial los ochenta y cuatro mil dinares. Nunca había visto yo semejante cantidad de oro y habría de enterarme más adelante por boca del sultán de que ni él ni su padre habían poseído antes suma tal en sus arcas.
Al abandonar Tefza, recibí ricos presentes de los notables, felices por haber salvado la vida y la ciudad, así como una suma de dinero del oficial que me prometió contarle al soberano el papel que yo había desempeñado en este curioso asunto; me dio también un destacamento de doce soldados que acompañaron mi caravana hasta Fez.
Antes incluso de ir a mi casa, fui a ver al señor de Marino. Le entregué su encargo y le devolví sus servidores, su caballo y sus mulas; le hice igualmente regalos por valor de doscientos dinares y le narré mi aventura sin omitir detalle alguno, enseñándole todas las mercancías que había podido adquirir por mi cuenta; las tasó en quince mil dinares por lo menos.
—He necesitado treinta años para reunir tal cantidad —me dijo sin asomo alguno de celos o envidia.
A mi me parecía que el mundo entero era mío, que ya no necesitaba nada de nadie, que en lo sucesivo la fortuna iba a obedecerme dócilmente. No caminaba, volaba. En el momento de despedirme del genovés, éste me estrechó largamente la mano inclinándose levemente hacia adelante; yo permanecí tieso, con la cabeza alta y la nariz apuntando al cielo. El anciano conservó con firmeza mi mano en la suya, mucho más tiempo de lo acostumbrado, luego sin enderezarse, me miró a los ojos:
—La fortuna te ha sonreído, joven amigo mío, y me regocijo por ti tanto como si fueras hijo mío. Pero ten cuidado, pues la riqueza y el poder son enemigos del recto juicio. Cuando observamos un campo de trigo, ¿no ves que algunas espigas están enhiestas y otras inclinadas? ¡Es porque las primeras están hueras! Preserva, pues, aquella humanidad que te trajo a mí y de esta forma te ha abierto, por voluntad del Altísimo, los caminos de la fortuna.
Aquel año fue testigo de la más violenta ofensiva jamás lanzada por los castellanos contra el Magreb. Tomaron dos de las principales ciudades de la costa. Orán en el mes de muharram, Bugía durante el de ramadán, Trípoli de Berbería había de caer al año siguiente.
Los musulmanes no han vuelto a recuperar ninguna de las tres ciudades.