Dos

¿He querido decir, a través de esos ejemplos, que cada vez que la civilización actual nos enfrenta a un problema nos facilita, providencialmente, los medios para resolverlo? No creo que haya materia suficiente para formular ley alguna. No obstante, es cierto que el formidable poder que la ciencia y la tecnología modernas ofrece al ser humano puede utilizarse con fines opuestos, devastadores unos, reparadores otros. Así, nunca ha estado la naturaleza tan maltratada; pero estamos mucho mejor preparados que antes para protegerla, pues disponemos de medios para intervenir mucho más importantes, y también porque estamos mucho más sensibilizados que antes hacia ese problema.

Ello no quiere decir que nuestra acción reparadora esté siempre a la altura de nuestra capacidad de hacer daño, como por desgracia ponen de manifiesto muchos ejemplos —la capa de ozono o las muchas especies que aún corren peligro de extinción.

Habría podido referirme a muchos otros campos además del medioambiental. Si he elegido éste es porque algunos de los riesgos que en él existen son análogos a los de la mundialización. En ambos casos, la diversidad está amenazada; a semejanza de esas especies que han vivido millones de años y hoy vemos extinguirse, muchas culturas que han logrado mantenerse durante cientos o miles de años podrían igualmente desaparecer ante nuestros ojos si no tomamos medidas para evitarlo.

Algunas ya están desapareciendo. Hay lenguas que se dejan de utilizar con la muerte de sus últimos hablantes. Comunidades humanas que en el transcurso de la Historia habían forjado una cultura original, hecha de mil y un felices descubrimientos —formas de vestir, medicamentos, imágenes, músicas, gestos, artesanías, fórmulas culinarias, narraciones…—, corren hoy el peligro de perder su tierra, su lengua, su memoria, sus saberes, su identidad específica, su dignidad.

No me refiero únicamente a las sociedades que están desde siempre muy apartadas de las grandes corrientes de la Historia, sino a innumerables comunidades humanas de Occidente y de Oriente, del Norte como del Sur, en la medida en que todas tienen sus singularidades. A mi modo de ver, no se trata de fijarlas en un momento dado de su desarrollo, y aún menos de convertirlas en atracciones de feria; se trata de conservar nuestro patrimonio común de conocimientos y actividades, en toda su diversidad y en todas las latitudes, desde Provenza hasta Borneo, desde Luisiana hasta la Amazonía; se trata de dar a todos los seres humanos la posibilidad de vivir plenamente en el mundo de hoy, de sacar provecho plenamente de todos los avances técnicos, sociales e intelectuales sin que pierdan por ello su memoria específica ni su dignidad.

¿Por qué habríamos de preocuparnos menos por la diversidad de culturas humanas que por la diversidad de especies animales o vegetales? Ese deseo nuestro, tan legítimo, de conservar el entorno natural, ¿no deberíamos extenderlo también al entorno humano? Desde el punto de vista tanto de la naturaleza como de la cultura, nuestro planeta sería muy triste si sólo hubiera en él especies «útiles», más otras cuantas que nos parecieran «decorativas» o que hubieran adquirido un valor simbólico.

Al evocar todos esos aspectos de la cultura humana se pone claramente de manifiesto que ésta obedece simultáneamente a dos lógicas distintas: la de la economía, que cada vez tiende más a una competencia sin obstáculos, y la de la ecología, que es de vocación protectora. La primera, obviamente, es propia de los tiempos que corren, pero la segunda tendrá siempre su razón de ser. Hasta en los países más partidarios de la libertad económica absoluta se promulgan leyes protectoras para evitar, por ejemplo, que un enclave natural sea destrozado por los promotores inmobiliarios. En el caso de la cultura hay que recurrir a veces a esos mismos procedimientos para tomar precauciones, para evitar lo irreparable.

Pero esas medidas no pueden ser más que una solución provisional. A largo plazo será necesario que tomemos el relevo nosotros, los ciudadanos; la batalla por la diversidad cultural se ganará cuando estemos dispuestos a movilizarnos intelectual, afectiva y materialmente para defender una lengua en peligro de desaparición con tanta convicción como para impedir la extinción del panda o del rinoceronte.

Entre los diversos elementos que definen una cultura, y una identidad, he citado siempre la lengua, aunque no he insistido en que no se trata de un elemento más. Llegados a la última parte del libro, es quizás el momento adecuado para separarla de los demás y concederle el lugar que merece.

De todas las pertenencias que atesoramos, la lengua es casi siempre una de las más determinantes. Al menos tanto como la religión, de la que ha sido una especie de rival a lo largo de la Historia aunque a veces ha sido también su aliada. Cuando dos comunidades hablan lenguas distintas, su religión común no es suficiente para unirlas —católicos flamencos y valones, musulmanes turcos, kurdos o árabes, etc.—; tampoco la unidad lingüística, por otra parte, garantiza hoy en Bosnia la coexistencia entre ortodoxos serbios, católicos croatas y musulmanes. En todas las partes del mundo, muchos estados que se forjaron en torno a una lengua común se desintegraron después por causa de querellas religiosas, y muchos otros, forjados en torno a una religión común, fueron despedazados por querellas lingüísticas.

Esto en cuanto a la rivalidad. Al mismo tiempo, no cabe duda de que se han tejido «alianzas» seculares, por ejemplo entre el islam y la lengua árabe, entre la Iglesia católica y el latín, entre la Biblia de Lutero y el alemán. Y si los israelíes son hoy una nación, no es sólo por el vínculo religioso que los une, por muy fuerte que sea, sino también porque han conseguido dotarse, con el hebreo moderno, de una auténtica lengua nacional; una persona que viviera cuarenta años en Israel sin entrar ni una sola vez en una sinagoga no se encontraría, de entrada, al margen de la comunidad nacional; no podríamos decir lo mismo de alguien que viviera cuarenta años en el país sin querer aprender hebreo. Y sucede lo mismo en muchos otros países, en todas las zonas del mundo, y no hacen falta largos argumentos para constatar que un hombre puede vivir sin tener ninguna religión, pero no, evidentemente, sin tener ninguna lengua.

Otra observación igualmente obvia pero que conviene recordar cuando comparamos estos dos grandes componentes de la identidad es que la religión tiene vocación de exclusividad, y la lengua no. Es posible hablar simultáneamente el hebreo, el árabe, el italiano y el sueco, pero no es posible ser al mismo tiempo judío, musulmán, católico y luterano; además, aun cuando una persona se considerara creyente de dos religiones a la vez, esa actitud no sería aceptable para los demás.

Con esta lapidaria comparación entre religión y lengua no pretendo establecer una primacía, ni una preferencia. Quiero solamente llamar la atención sobre el hecho de que la lengua tiene la maravillosa particularidad de que es a un tiempo factor de identidad e instrumento de comunicación. Por eso, y contrariamente al deseo que formulaba en el caso de la religión, extraer lo lingüístico del ámbito de la identidad no me parece ni factible ni conveniente. Es vocación de la lengua seguir siendo el eje de la identidad cultural, y la diversidad lingüística el eje de toda diversidad.

Aunque no es mi intención estudiar con detalle un fenómeno tan complejo como las relaciones entre los seres humanos y las lenguas, sí me parece importante mencionar, en el marco tan delimitado de este ensayo, algunos aspectos que atañen concretamente al concepto de identidad.

Para constatar, en primer lugar, que todo ser humano siente la necesidad de tener una lengua como parte de su identidad; esa lengua es unas veces común a cientos de millones de personas, otras solo a algunos miles, y poco importa; a este nivel, lo único que cuenta es el sentimiento de pertenencia. Todos necesitamos ese vínculo poderoso y tranquilizador.

Nada hay más peligroso que tratar de cortar el maternal cordón que une a un hombre con su lengua. Cuando se corta, o se perturba gravemente, ello afecta de manera desastrosa a su personalidad entera. El fanatismo que ensangrienta Argelia se explica por una frustración que está aún más ligada a la lengua que a la religión; Francia apenas intentó convertir al cristianismo a los musulmanes argelinos, pero sí quiso sustituir su lengua por el francés, de manera expeditiva, y sin concederles a cambio una auténtica ciudadanía; por cierto, nunca he entendido cómo un Estado que se decía laico podía designar a algunos de sus nacionales como «franceses musulmanes» y privarlos de parte de sus derechos por la única razón de que eran de otra religión…

Pero cierro rápidamente el paréntesis, pues no era más que un trágico ejemplo como hay muchos; no tendría espacio suficiente para describir con pormenores todo lo que han de soportar los seres humanos, aún hoy y en todos los países, por el solo hecho de que se expresan en una lengua que suscita a su alrededor desconfianza, hostilidad, desprecio o burla.

Es esencial que se establezca claramente, sin la menor ambigüedad, y que se vigile sin descanso el derecho de todo ser humano a conservar su lengua propia y a utilizarla con plena libertad. Esa libertad me parece aún más importante que la libertad religiosa; ésta ampara a veces doctrinas que son hostiles a la libertad y contrarias a los derechos fundamentales de las mujeres y los hombres; yo personalmente tendría escrúpulos en defender el derecho de expresión de quienes abogan por la supresión de las libertades y por diversas doctrinas de odio y sometimiento; a la inversa, proclamar el derecho de toda persona a hablar su lengua no debería suscitar ninguna vacilación de esa naturaleza.

Lo que no quiere decir que ese derecho sea siempre fácil de llevar a la práctica. Una vez enunciado el principio, queda por hacer lo más importante. ¿Puede todo el mundo reivindicar el derecho de ir a una administración y hablar su lengua propia con la seguridad de que lo va a entender el funcionario que está en la ventanilla? Una lengua que ha estado mucho tiempo oprimida, o al menos desatendida, ¿puede legítimamente reafirmar su presencia a costa de las otras, y con el riesgo de instaurar otro tipo de discriminación? Evidentemente, no se trata aquí de examinar los diferentes casos particulares, que se cuentan por centenares, de Pakistán a Quebec, de Nigeria a Cataluña; se trata de entrar con sentido común en una época de libertad y de serena diversidad, dejando atrás las injusticias que se han cometido sin sustituirlas por otras, por otras exclusiones, por otras intolerancias, y reconociendo a todos el derecho de hacer coexistir, en su identidad, la pertenencia a varias lenguas.

Claro está que no todas las lenguas nacieron iguales. Pero diré de ellas lo que digo de las personas, y es que todas tienen el mismo derecho a que se respete su dignidad. Desde el punto de vista de la necesidad de identidad, el inglés y el islandés desempeñan exactamente el mismo papel; y es cuando contemplamos la otra función de la lengua, la de instrumento de relación entre las personas, cuando dejan de ser iguales.