Cuatro
El postulado básico de la universalidad es considerar que hay derechos que son inherentes a la dignidad del ser humano, y que nadie debería negárselos a sus semejantes por motivos de religión, color, nacionalidad, sexo o cualquier otra condición. Esto quiere decir, entre otras cosas, que toda violación de los derechos fundamentales de los hombres y las mujeres en nombre de tal o cual tradición particular —religiosa, por ejemplo— es contraria al espíritu de universalidad. No puede haber por un lado una carta universal de los derechos humanos y por otro cartas particulares: una musulmana, otra judía, otra cristiana, africana, asiática, etc.
Pocos discutirán el principio de fondo de esta afirmación; en la práctica, muchos se comportan como si apenas creyeran en él. Ningún gobierno occidental, por ejemplo, contempla la situación de los derechos humanos en África y en el mundo árabe con tanta exigencia como la que demuestra con Polonia o con Cuba. Es una actitud presuntamente respetuosa, pero que a mi juicio entraña un profundo desprecio. Respetar a alguien, respetar su historia, es considerar que pertenece al mismo género humano, y no a un género humano distinto, a un género de segunda categoría.
No quiero extenderme sobre esta cuestión que merecería por sí sola una larga y fundamentada argumentación. Pero tenía que traerla a colación porque es esencial para el concepto de universalidad. Pues ese concepto estaría vacío de contenido si no partiera del supuesto previo de que hay valores que conciernen a todos los seres humanos, sin distinción alguna. Esos valores priman sobre todas las demás cosas. Las tradiciones sólo merecen ser respetadas en la medida en que son respetables, es decir, en la medida exacta en que respetan los derechos fundamentales de los hombres y las mujeres. Respetar «tradiciones» o leyes discriminatorias es despreciar a sus víctimas. Todos los pueblos y todas las doctrinas han producido, en determinados momentos de su historia, comportamientos que han resultado después, con la evolución de las mentalidades, incompatibles con la dignidad humana; en ningún sitio se abolirán de un plumazo, pero ello no exime del deber de denunciarlos y de contribuir a su desaparición.
Todo lo que atañe a los derechos fundamentales de las personas —el derecho a residir como ciudadanos de pleno derecho en la tierra de sus padres sin sufrir persecución ni discriminación alguna; el derecho a vivir con dignidad allí donde se encuentren; el derecho a elegir libremente su vida, sus amores, sus creencias, respetando la libertad del prójimo; el derecho a acceder sin obstáculos al saber, a la salud, a una vida digna y honorable—, todo esto, y la lista no es restrictiva, no se le puede negar a nadie con el pretexto de preservar una fe, una práctica ancestral o una tradición. En este ámbito hemos de tender hacia la universalización e incluso, si es necesario, hacia la uniformidad, porque la humanidad, aun siendo múltiple, es en primer lugar una.
¿Y la especificidad de cada civilización? Hay que respetarla, desde luego, pero de otra manera, y sin perder jamás la lucidez.
En paralelo con la lucha por la universalidad de los valores, es imperativo combatir la uniformización empobrecedora, la hegemonía ideológica, política, económica o mediática, la unanimidad embrutecedora, todo lo que es una mordaza para la multiplicidad de expresiones lingüísticas, artísticas, intelectuales. Todo lo que nos llevaría a un mundo monocorde e infantilizante. Una lucha en defensa de determinadas prácticas, de determinadas tradiciones culturales, pero una lucha inteligente, exigente, selectiva, sin pusilanimidad, sin excesivos temores y abierta siempre al futuro.
Una marea de imágenes, de sonidos, de ideas y de productos varios inunda todo el planeta, modificando día a día nuestros gustos, nuestras aspiraciones, nuestros comportamientos, nuestros modos de vida, nuestra visión del mundo y también a nosotros mismos. De esa extraordinaria proliferación se desprenden a menudo realidades contradictorias. Es verdad, por ejemplo, que en las grandes arterias de París, Moscú, Shanghái o Praga vemos hoy los reconocibles letreros de los fast food. Pero también lo es que encontramos cada vez más, en todos los continentes, las cocinas más diversas, no sólo la italiana y la francesa, la china y la india, que hace mucho que salen al exterior, sino también la japonesa, la indonesia, la coreana, la mexicana, la marroquí o la libanesa.
Para algunos, esto no pasará de ser un detalle anecdótico. Para mí, es un fenómeno revelador. Revelador de lo que puede significar para la vida cotidiana la mezcla de culturas. Revelador asimismo de lo que pueden ser las reacciones de unos y otros. Cuánta gente, en efecto, no ve en toda esa evolución más que uno de sus aspectos: el entusiasmo de algunos jóvenes por la comida rápida a la americana. No soy partidario del laisser-faire, y sólo siento estima por los que justamente no se dejan llevar. Luchar para conservar el carácter tradicional de una calle, de un barrio o de un determinado estilo de vida es una lucha legítima y a menudo necesaria. Pero no debe impedirnos ver el cuadro en su conjunto.
Que en cualquier parte del mundo, si se quiere, se pueda comer al estilo del país pero también probar otras tradiciones culinarias, incluida la de Estados Unidos; que los británicos prefieran el curry a la salsa de menta, que los franceses pidan a veces un cuscús en vez de un potaje tradicionalmente francés y que un habitante de Minsk, tras decenios de monotonía, se permita la fantasía de una hamburguesa con kétchup… nada de todo esto me irrita, lo confieso, ni me entristece. Por el contrario, me gustaría que esa situación se extendiera aún más, que todas las tradiciones culinarias, procedan de Szechuan, Alepo, Champaña, Apulia, Hannover o Milwaukee, pudieran apreciarse en el mundo entero.
Lo que digo de la cocina podría extenderlo a muchos otros aspectos de la cultura cotidiana. A la música, por ejemplo. También en ella hay una riqueza extraordinaria. De Argelia suelen llegarnos las noticias más indignantes, pero también músicas innovadoras, difundidas por todos esos jóvenes que se expresan en árabe, en francés o en bereber; algunos se han quedado pese a todo en el país; otros se han ido, pero llevando consigo, dentro de sí, en ellos, la verdad de un pueblo, el alma de una cultura, y dando testimonio de ellas.
Su itinerario no puede dejar de recordarnos otro más antiguo y más amplio, el de los africanos que antaño fueron llevados como esclavos a las Américas. Desde Luisiana o desde el Caribe, su música se ha extendido hoy por todo el mundo y forma ya parte de nuestro patrimonio musical y afectivo. También es eso la mundialización. Jamás en el pasado habían tenido los hombres los medios técnicos necesarios para escuchar tantas músicas a discreción, todas esas voces llegadas de Camerún, de España, de Egipto, de Argentina, Brasil o Cabo Verde, e igualmente de Liverpool, de Memphis, de Bruselas o de Nápoles. Nunca tantas personas habían tenido la posibilidad de interpretar, de componer, de cantar y de hacerse oír.