Tres

Ya habrá advertido el lector que no suscribo la común opinión, tan extendida en Occidente, que ve cómodamente en la religión musulmana el origen de todos los males que padecen las sociedades de esa confesión. No creo tampoco, como ya he tenido ocasión de decir, que se pueda disociar una fe de la suerte de sus fieles. Pero me parece que con demasiada frecuencia se exagera la influencia de las religiones sobre los pueblos, mientras que por el contrario se subestima la influencia de los pueblos sobre las religiones.

Y esto sucede, por otra parte, con todas las doctrinas. Si es lícito que nos preguntemos por lo que ha hecho de Rusia el comunismo, no menos instructivo es que nos preguntemos por lo que Rusia ha hecho del comunismo, cómo la evolución de esta doctrina, su lugar en la Historia y su repercusión en diversas zonas del planeta habrían sido diferentes si hubiera triunfado en Alemania, en Inglaterra o en Francia en vez de en Rusia y en China. Nos podemos imaginar, sin duda, a un Stalin natural de Heidelberg, de Leeds o de Burdeos, pero también podemos imaginar que no hubiera existido ningún Stalin.

Del mismo modo, podemos preguntarnos qué habría sido del cristianismo si no hubiera triunfado en Roma, si no se hubiera implantado en un territorio impregnado de derecho romano y de filosofía griega, elementos en los que vemos hoy los pilares de la civilización occidental cristiana aunque ambos tuvieron su apogeo mucho antes de la aparición del cristianismo.

Al recordar estas verdades evidentes no trato en modo alguno de negar los méritos de mis correligionarios de Occidente, sino de decir simplemente que si el cristianismo dio forma a Europa, también Europa dio forma al cristianismo. El cristianismo es hoy lo que las sociedades europeas han hecho de él. Éstas se transformaron, en lo material y en lo espiritual, y al hacerlo transformaron también el cristianismo. ¡Cuántas veces la Iglesia católica se ha sentido atropellada, traicionada, maltratada! ¡Cuántas veces se ha puesto firme tratando de posponer unos cambios que le parecían contrarios a la fe, a las buenas costumbres y a la voluntad divina! Muchas veces perdió; pero, sin saberlo, estaba ganando. Obligada a hacer autocrítica cada día, enfrentándose a una ciencia ganadora que parecía desafiar a las Escrituras, enfrentándose a las ideas republicanas y laicas, a la democracia, a la emancipación de la mujer, a la legitimación social de las relaciones sexuales prematrimoniales, de los hijos habidos fuera del matrimonio, de la anticoncepción, enfrentándose a miles de «diabólicas innovaciones», la Iglesia empezaba siempre por mantener la firmeza para después avenirse, adaptarse.

¿Se ha traicionado a sí misma? Así se ha creído a menudo, e incluso el día de mañana seguirá habiendo oportunidades para pensarlo. Lo cierto es, sin embargo, que la sociedad occidental ha dado así forma, mediante cientos de pequeños golpes de cincel, a una Iglesia y a una religión capaces de acompañar a los hombres en la extraordinaria aventura que hoy están viviendo.

La sociedad occidental inventó la Iglesia y la religión que necesitaba. Y digo que las «necesitaba» en el sentido más completo de la palabra, es decir, incluyendo por supuesto la necesidad de espiritualidad. Toda la sociedad participó en ello, creyentes y no creyentes, y todos los que contribuyeron a la evolución de las mentalidades contribuyeron también a la evolución del cristianismo. Y seguirán haciéndolo, pues la Historia continúa.

También en el mundo musulmán la sociedad ha elaborado siempre una religión a su imagen. Que por otra parte no fue nunca la misma en todas las épocas ni en todos los países. En los tiempos en los que los árabes triunfaban, cuando tenían la sensación de que el mundo les pertenecía, interpretaban su fe con un espíritu de tolerancia y de apertura. Emprendieron por ejemplo una vasta empresa de traducción del legado griego, así como del persa y del indio, que hizo posible un gran desarrollo de la ciencia y la filosofía; al principio se limitaron a imitar, a copiar, y después se atrevieron a innovar, en astronomía, en agronomía, en química, en medicina, en matemáticas. Y también en la vida cotidiana, en el arte de comer, de vestirse y de peinarse, o en el arte de cantar, había incluso «gurús» de la moda, el más célebre de los cuales se llamaba Ziryab.

No fue un breve paréntesis. Desde el siglo VII hasta el XV hubo en Bagdad y Damasco, en El Cairo, Córdoba y Túnez, grandes eruditos, grandes pensadores, artistas de talento; y hasta el siglo XVII y a veces después se siguieron haciendo grandes y hermosas obras de Ispahan, en Samarcanda, en Estambul. Los árabes no fueron los únicos que contribuyeron a ese movimiento. Desde sus primeros pasos, el islam estaba abierto, sin barreras, a los iraníes, a los turcos, a los indios, a los bereberes; imprudentemente según algunos, pues los árabes se vieron desbordados y perdieron enseguida el poder en el seno del imperio que ellos habían conquistado. Tal era el precio de la universalidad que preconizaba el islam. De vez en cuando un clan de guerreros turcomanos atravesaba veloz las estepas de Asia central; llegados a las puertas de Bagdad, pronunciaban la fórmula de conversión —«no hay más que un Dios, y Mahoma es su profeta»— y ya nadie podía discutir que pertenecían al islam, y al día siguiente exigían su parte del poder, incluso con el exceso de celo que es típico de los conversos. Desde el punto de vista de la estabilidad política, esta actitud resultará a veces desastrosa; pero desde el punto de vista cultural, ¡qué extraordinario enriquecimiento! Desde las orillas del Indo hasta el Atlántico, las mentes mejor formadas pudieron alcanzar su plenitud en el seno de la civilización árabe. No solamente entre los seguidores de la nueva religión; para las traducciones se recurría con frecuencia a cristianos, que conocían mejor el griego; y es significativo que Maimónides prefiera escribir en árabe su Guía de perplejos, que es uno de los monumentos del pensamiento judío.

No trato de decir que este islam cuya imagen acabo de bosquejar fuera el único islam auténtico. Ni que sea más representativo de la doctrina que el de los talibanes, por ejemplo. Por otra parte, no he pretendido describir un islam concreto, sino que en unas cuantas líneas he observado una serie de siglos y de zonas geográficas en donde se manifestaron imágenes muy numerosas del islam. En el siglo IX, Bagdad aún era un hervidero de vida; en el X, era una ciudad amargada, beata y triste. Córdoba, en cambio, estaba en el siglo X en su apogeo; a comienzos del XIII se había convertido ya en un bastión del fanatismo: ante el avance de los ejércitos cristianos, que no tardarían en apoderarse de la ciudad, sus últimos defensores ya no querían seguir tolerando las voces disonantes.

Este comportamiento se ha podido observar también en otras épocas, la nuestra entre ellas. Cada vez que se ha sentido confiada, la sociedad musulmana ha sabido ser una sociedad abierta. La imagen del islam que trasluce de esos períodos no se parece en nada a las criaturas de hoy. No pretendo decir que la de antaño refleje mejor la inspiración original del islam, sino simplemente que esta religión, como cualquier otra, como cualquier otra doctrina, lleva en cada época la impronta de su tiempo y de su lugar. Las sociedades seguras de sí mismas se reflejan en una religión confiada, serena, abierta; las sociedades inseguras se reflejan en una religión pusilánime, beata, altanera. Las sociedades dinámicas se reflejan en un islam dinámico, innovador, creativo; las sociedades inmóviles se reflejan en un islam inmóvil, rebelde al más mínimo cambio.

Pero dejemos de momento estas oposiciones, en definitiva simplistas, entre la religión «buena» y la «mala» para entrar en definiciones más precisas. Cuando me refiero a la influencia de las sociedades sobre las religiones estoy pensando por ejemplo en el hecho de que, cuando los musulmanes del Tercer Mundo arremeten con violencia contra Occidente, no es sólo porque sean musulmanes y porque Occidente sea cristiano, sino también porque son pobres, porque están dominados y agraviados y porque Occidente es rico y poderoso. He escrito «también», pero estaba pensando «sobre todo». Porque al observar los movimientos islamistas militantes de hoy es fácil adivinar, tanto en el discurso como en los métodos, la influencia del tercermundismo de los años sesenta; en cambio, por más que busco en la historia del islam, no encuentro ningún precedente claro a esos movimientos. Éstos no son un producto puro de la historia musulmana, son un producto de nuestra época, de sus tensiones, de sus distorsiones, de sus prácticas, de sus desesperanzas.

No discuto aquí su doctrina, no me planteo si es conforme o no con el islam, pues ya he dicho lo que pensaba de este tipo de preguntas. Sólo digo que veo con bastante claridad en qué son esos movimientos un producto de nuestra época convulsa, y no tanto en qué serían el producto de la historia musulmana. Cuando observaba al ayatolá Jomeini, rodeado de sus Guardias de la Revolución, pidiendo a su pueblo que confiara en sus propias fuerzas, denunciando al «gran Satán» y prometiéndose borrar toda huella de la cultura occidental, no podía evitar pensar en el viejo Mao Zedong de la Revolución Cultural, rodeado de sus Guardias Rojos, denunciando al «gran tigre de papel» y prometiendo borrar toda huella de la cultura capitalista. No llegaré desde luego a afirmar que fueron idénticos, pero encuentro numerosas similitudes entre ambos, mientras que en la historia del islam no veo a ninguna figura que me recuerde a Jomeini. Además, por mucho que busco no veo tampoco, en la historia del mundo musulmán, la menor referencia a la instauración de una «república islámica» ni al advenimiento de una «revolución islámica»…

Contra lo que me sublevo aquí es contra esa costumbre que se ha adquirido —tanto en el Norte como en el Sur, tanto entre los espectadores lejanos como entre los celosos guardianes de la fe— de clasificar bajo el epígrafe «islam» todo lo que ocurre en cualquier país musulmán aunque entren en juego muchos otros factores que lo explican mejor. Podemos leer diez voluminosos tomos sobre la historia del islam desde sus orígenes y seguiremos sin entender en absoluto lo que está sucediendo en Argelia. Pero si leemos treinta páginas sobre la colonización y la descolonización, lo entenderemos mucho mejor.