Cuatro
Cierro ahora este breve paréntesis para volver a mi idea inicial: suele concederse demasiado valor a la influencia de las religiones sobre los pueblos y su historia, y demasiado poco a la influencia de los pueblos y su historia sobre las religiones. La influencia es recíproca, lo sé; la sociedad da forma a la religión, la cual a su vez da forma a la sociedad; observo no obstante que un cierto hábito mental nos lleva a ver sólo un aspecto de esa dialéctica, y ello falsea singularmente la perspectiva.
En el caso del islam, hay quienes no vacilan nunca en hacerlo responsable de todos los dramas que han vivido y siguen viviendo aún las sociedades musulmanas. El reproche que le hago a esta visión no es sólo que es injusta, sino también que hace que los hechos que se producen en el mundo sean totalmente ininteligibles.
Se han dicho ya cosas similares a propósito del cristianismo durante siglos para luego descubrir que finalmente era capaz de modernizarse. Estoy convencido de que con el islam ocurrirá lo mismo. Dicho esto, comprendo perfectamente que se dude de que así sea. Y creo que todavía tendrá que pasar tiempo, mucho tiempo, varias generaciones tal vez, para que se demuestre que ese espectáculo que se nos ofrece en Argelia, en Afganistán, un poco por todas partes, hecho de violencia, de arcaísmo, de despotismo, de represión, es tan inherente al islam como inseparables eran del cristianismo las hogueras de los inquisidores o la monarquía de derecho divino.
La idea según la cual el islam ha sido siempre un factor de inmovilismo está tan arraigada que apenas me atrevo a discutirla. Pero hay que hacerlo. Porque si partimos de ese axioma ya no podremos llegar a ningún sitio: si nos resignamos a la idea de que el islam condena irremediablemente a sus fieles al inmovilismo, y como esos fieles —que constituyen cerca de una cuarta parte de la humanidad— no van a renunciar nunca a su religión, el futuro de nuestro planeta se presenta muy triste. Yo personalmente no acepto ni el axioma de partida ni la conclusión.
Por supuesto que ha habido inmovilismo. Entre los siglos XV y XIX, mientras Occidente avanzaba a gran velocidad, el mundo árabe se estancaba. Es indudable que la religión estaba allí para algo, pero a mi juicio fue sobre todo la víctima de esa situación. En Occidente, la sociedad modernizó su religión; en el mundo musulmán las cosas no sucedieron del mismo modo. No porque su religión no fuera «modernizable» —no se ha hecho la prueba—, sino porque no se modernizó la propia sociedad. Por culpa del islam, se me dirá, pero es una afirmación precipitada. ¿Fue el cristianismo lo que modernizó a Europa? Sin llegar a sostener que la modernización se llevó a cabo contra la religión, parece razonable afirmar que ésta no fue la «locomotora» de ese proceso, que por el contrario opuso a lo largo de él una resistencia muchas veces feroz, y que hizo falta que el impulso de cambio fuera profundo y potente, y constante, para que esa resistencia se atenuara y la religión se adaptara.
Ese impulso desestabilizador y saludable no ha existido nunca en el seno del mundo musulmán. Esa formidable primavera de la humanidad creadora, esa revolución total, científica, tecnológica, industrial, intelectual y moral, ese largo trabajo «a cincel» realizado por unos pueblos en plena transformación que inventaban e innovaban un día tras otro, que zarandeaban continuamente las certezas y sacudían las mentalidades, no es un fenómeno más, es único en la Historia, es el acontecimiento fundador del mundo que conocemos hoy, y se produjo en Occidente —y sólo en Occidente.
¿Por qué en Occidente y no en China, no en Japón, en Rusia o en el mundo árabe? ¿Se produjo esa mutación gracias al cristianismo o a pesar del cristianismo? Los historiadores seguirán aún durante mucho tiempo confrontando sus teorías al respecto, así que lo único que es difícilmente discutible es el hecho en sí: el surgimiento en Occidente, a lo largo de los últimos siglos, de una civilización que se convertiría, tanto en el plano material como en el intelectual, en la civilización de referencia para el mundo entero, de modo que todas las demás se han visto marginadas, reducidas a la condición de culturas periféricas, amenazadas de desaparición.
¿A partir de cuándo ese predominio de la civilización occidental se hizo prácticamente irreversible? ¿A partir del siglo XV? No antes del XVIII. Desde el punto de vista que hoy me interesa, poco importa. Lo que es seguro, y capital, es que un día una civilización decidida tomó en sus manos las riendas del carro del planeta. Su ciencia se convirtió en la ciencia, su medicina en la medicina, su filosofía en la filosofía, y desde entonces ese movimiento de concentración y «estandarización» no se ha detenido; muy al contrario, no ha hecho sino acelerarse, extendiéndose por todos los ámbitos y por todos los continentes al mismo tiempo.
Insisto una vez más: es un hecho que no tiene precedentes, en la Historia. Hubo en el pasado, claro, diversos momentos en los que tal o cual civilización —egipcia, mesopotámica, china, griega, romana, árabe o bizantina— parecía ir por delante de todas las demás. Pero el fenómeno que se desencadenó en Europa hace unos siglos es totalmente distinto. Yo me lo imagino como una especie de fecundación. Es la única comparación que me viene a la cabeza: numerosos espermatozoides se dirigen hacia el óvulo, y uno de ellos consigue atravesar la membrana; al instante, todos los demás «pretendientes» son rechazados; ya hay un «padre», uno solo, y es a él a quien se parecerá el hijo. ¿Por qué él y no otro? ¿Era ese «pretendiente» superior a sus vecinos, a sus rivales? ¿Era el más sano, el más prometedor? No necesariamente, no de manera concluyente. Intervinieron toda suerte de factores, algunos relacionados con el rendimiento del ganador, otros con las circunstancias, o con el azar…
Pero lo que me parece más significativo en la comparación no es esto, sino lo que viene después. La cuestión no está tanto en saber por qué la civilización azteca, la islámica o la china no consiguieron erigirse en civilización dominante —cada una de ellas tenía sus lastres, sus enfermedades, sus desventuras—. Está más bien en saber por qué, cuando la civilización de la Europa cristiana cobró ventaja, todas las demás empezaron su declive, por qué todas ellas quedaron marginadas, de un modo que hoy parece irreversible. Sin duda —y no es más que un comienzo de respuesta porque la humanidad había descubierto ya los medios técnicos necesarios para una dominación a escala mundial. Pero dejemos de lado ese término, «dominación», y digámoslo mejor de esta manera: la humanidad estaba madura para la eclosión de una civilización mundial; el huevo estaba listo para ser fecundado, y fue la Europa occidental la que lo fecundó.
De modo que hoy —¡miremos a nuestro alrededor!— Occidente está en todas partes. En Vladivostok y en Singapur, en Boston, Dakar, Tashkent, Sao Paulo, Numea, Jerusalén y Argel. Desde hace quinientos años, todo lo que influye de un modo duradero en las ideas de los hombres, en su salud, su paisaje o su vida cotidiana es obra de Occidente. El capitalismo, el comunismo, el fascismo, el psicoanálisis, la ecología, la electricidad, el avión, el automóvil, la bomba atómica, el teléfono, la televisión, la informática, la penicilina, la píldora, los derechos humanos, y también las cámaras de gas… Sí, todo eso, la dicha del mundo y su desdicha, todo eso ha venido de Occidente.
Para los habitantes de cualquier zona del planeta, toda modernización significa hoy occidentalización, tendencia que los avances técnicos no hacen sino acentuar y acelerar. Es verdad que aquí y allá encontramos monumentos y obras que llevan el sello de civilizaciones específicas. Pero todo lo nuevo que se crea —ya sean edificios, instituciones, herramientas del conocimiento o formas de vida— se crea a imagen de Occidente.
Esta realidad no la viven del mismo modo quienes han nacido en el seno de la civilización dominante y quienes han nacido fuera de ella. Los primeros pueden transformarse, avanzar en la vida, adaptarse, sin dejar de ser ellos mismos; se podría decir incluso que, en el caso de los occidentales, cuanto más se modernizan más en armonía se sienten con su cultura, y sólo se quedan desfasados los que rechazan la modernidad.
Para el resto del mundo, para todos los que han nacido en el seno de las culturas derrotadas, la capacidad de recibir el cambio y la modernidad se plantea en otros términos. Para los chinos, los africanos, los japoneses, los indios de Asia o los de América, tanto para los griegos y los rusos como para los iraníes, los árabes, los judíos o los turcos, la modernización ha significado siempre abandonar una parte de sí mismos. Aun cuando en ocasiones ha provocado entusiasmo, el proceso no se ha desarrollado nunca sin una cierta amargura, sin un sentimiento de humillación y de negación. Sin una dolorosa interrogación sobre los riesgos de la asimilación. Sin una profunda crisis de identidad.