Cinco

Mis palabras son, sin duda, las de un migrante, y las de un minoritario. Pero me parece que reflejan una sensibilidad cada vez más compartida por nuestros contemporáneos. ¿No es característico de nuestra época haber convertido a todos los seres humanos, de algún modo, en migrantes y minoritarios? Todos estamos obligados a vivir en un mundo que se parece muy poco al terruño del que venimos; todos hemos de aprender otros idiomas, otros lenguajes, otros códigos; y todos tenemos la impresión de que nuestra identidad, tal como nos la venimos imaginando desde la infancia, se encuentra amenazada.

Muchos se han ido de su tierra natal, y muchos otros, sin irse, ya no la reconocen. Ello se debe sin duda, en parte, a una característica permanente del espíritu humano, que tiene una inclinación natural a la nostalgia; pero se debe también a que al acelerarse la evolución hemos recorrido en treinta años lo que antaño sólo se recorría en muchas generaciones.

Asimismo, la condición de migrante ya no es únicamente la de una categoría de personas separadas de su medio nutricio, sino que además ha adquirido un valor ejemplar. El migrante es la víctima primera de la concepción «tribal» de la identidad. Si sólo cuenta con una pertenencia, si es absolutamente necesario elegir, entonces el migrante se encuentra escindido, enfrentado a dos caminos opuestos, condenado a traicionar a su patria de origen o a su patria de acogida, traición que inevitablemente vivirá con amargura, con rabia.

Antes de ser inmigrante, se es emigrante, antes de llegar a un país se ha tenido que abandonar otro, y los sentimientos de una persona hacia la tierra que abandona no son nunca simples. Si se va porque hay cosas que rechaza: la represión, la inseguridad, la pobreza, la falta de horizontes. Pero muchas veces ese rechazo está acompañado por un sentimiento de culpabilidad. Hay personas cercanas a las que siente haber abandonado, una casa en la que ha crecido, tantos y tantos recuerdos agradables. Hay asimismo lazos que persisten, los de la lengua o la religión, y también la música, los compañeros de exilio, las fiestas, la cocina.

Paralelamente, no son menos ambiguos sus sentimientos hacia el país de acogida. Si se ha ido a vivir a él es porque espera hallar allí una vida mejor, para sí mismo y para los suyos; pero junto a esa esperanza ve con recelo lo desconocido porque la relación de fuerzas es desfavorable para él; teme verse rechazado, humillado, está muy pendiente de toda actitud que denote desprecio, ironía o compasión.

El primer reflejo no es pregonar su diferencia, sino pasar inadvertido. El sueño secreto de la mayoría de los migrantes es imitar a sus anfitriones, cosa que algunos consiguen. Pero la mayoría no. Al no tener el acento correcto, ni el tono adecuado en la piel, ni el nombre y apellido ni los papeles que necesitarían, su estratagema queda pronto al descubierto. Muchos saben que no merece la pena ni siquiera intentarlo, y se muestran, por orgullo, como bravata, más distinto de lo que son. Hay incluso quienes —¿hace falta recordarlo?— van aún más lejos, y su frustración desemboca en una contestación brutal.

No me detengo así en los estados de ánimo del migrante sólo porque ese dilema me resulte personalmente familiar. También porque es en ese ámbito más que en otros donde las tensiones por causa de la identidad pueden conducir a las desviaciones más criminales.

En los muchos países en que hoy conviven una población autóctona, portadora de la cultura local, y otra llegada en tiempos más recientes con otras tradiciones distintas, se manifiestan tensiones que influyen en los comportamientos individuales, en el clima social, en el debate político. Es por eso aún más imprescindible que esas cuestiones tan pasionales se contemplen con cordura y serenidad.

La cordura es una estrecha senda que discurre por la cresta de una montaña entre dos precipicios, entre dos concepciones extremas. En el caso de la inmigración, la primera de esas dos concepciones extremas es que la ve el país de acogida como una página en blanco en la que cada cual puede escribir lo que quiera, o, peor aún, como un solar desocupado en el que cada cual puede instalarse con armas y bagajes, sin cambiar lo más mínimo sus gestos ni sus costumbres. En la otra concepción extrema, el país de acogida es una página ya escrita e impresa, una tierra cuyas leyes, valores, creencias y características culturales y humanas ya se habrían fijado para siempre, de manera que los inmigrantes no tienen más remedio que ajustarse a ellas.

A mi juicio, estas dos concepciones son por igual carentes de realismo, estériles y nocivas. Podría decírseme que las he presentado como una caricatura. No lo creo, por desgracia. Además, aun suponiendo que efectivamente así fuera, las caricaturas no son inútiles, pues nos permiten calibrar lo absurdo de nuestras posiciones si las lleváramos hasta sus últimas consecuencias; habrá quienes seguirán obstinándose, pero los que tienen sentido común darán un paso adelante hacia el evidente terreno del punto me dio, es decir, que el país de acogida no es ni una página en blanco ni una página acabada, sino una página que se está escribiendo.

Su historia debe respetarse; y cuando digo historia lo digo como apasionado de la Historia, palabra que para mí no es sinónima de vana nostalgia ni de retrógrado apego al pasado, sino que muy al contrario comprende todo lo que se ha construido a lo largo de los siglos, la memoria, los símbolos, las instituciones, la lengua, las obras artísticas, cosas a las que legítimamente nos podemos sentir unidos. Al mismo tiempo, todo el mundo admitirá que el futuro de un país no puede ser una mera prolongación de su historia; sería incluso desolador que un pueblo, cualquiera, venerara más su historia que su futuro; un futuro que se construirá con cierto espíritu de continuidad pero con profundas transformaciones, y con importantes aportaciones del exterior, como ocurrió en los grandes momentos del pasado.

¿No habré hecho hasta aquí más que enumerar evidencias con las que todos estamos de acuerdo? Es posible. Pero como las tensiones persisten, y se agravan, será entonces que esas verdades no son lo bastante evidentes ni están tan profundamente aceptadas. Lo que trato de extraer de esas brumas no es un consenso, sino un código de conducta, o al menos una serie de cautelas para unos y para otros.

Para unos y para otros, insisto. En el planteamiento que yo suscribo hay constantemente una exigencia de reciprocidad, que es a un tiempo deseo de equidad y deseo de eficacia. Es con ese espíritu con el que me gustaría decirles, primero a los «unos»: «cuanto más os impregnéis de la cultura del país de acogida, tanto más podréis impregnarlo de la vuestra»; y después a los «otros»: «cuanto más perciba un inmigrado que se respeta su cultura de origen, más se abrirá a la cultura del país de acogida».

Son dos «ecuaciones» que formulo de un tirón, pues «se sostienen entre sí», inseparablemente, como en un taburete de tres patas. O, en términos aún más prosaicos, como las cláusulas sucesivas de un contrato. Pues la cuestión tiene mucho de contrato, efectivamente, de un contrato moral cuyos elementos ganarían al precisarse en cada caso particular: ¿qué es lo que, en la cultura del país de acogida, constituye el bagaje mínimo que toda persona se supone que ha de asumir, y qué es lo que legítimamente se puede discutir o rechazar? Lo mismo vale decir de la cultura de origen de los inmigrados: ¿qué componentes de ella merecen ser transmitidos del país de adopción como una dote de gran valor, y qué otros —qué hábitos, qué prácticas— deberían dejarse «en el vestuario»?

Es necesario plantear estas preguntas, y que cada cual haga el esfuerzo de reflexionar sobre ellas, caso por caso, aun cuando las diferentes respuestas que se les puede dar no sean nunca totalmente satisfactorias. Yo mismo que vivo en Francia, no me atrevería a enumerar todo lo que, en la tradición de este país, debería ser aceptado por los que quieren tener en él su residencia; todas y cada una de las cosas que podría citar —un principio republicano, un aspecto del modo de vida, un personaje destacado, un lugar emblemático—, todas sin excepción, podrían legítimamente discutirse; pero sería un error sacar de ello la conclusión de que se puede rechazar todo a la vez. Que una realidad sea imprecisa, imperceptible y fluctuante no quiere decir que no exista.

Una vez más, la clave es «reciprocidad»: si acepto a mi país de adopción, si lo considero como mío, si estimo que en adelante forma parte de mí y yo formo parte de él, y si actúo en consecuencia, entonces tengo derecho a criticar todos sus aspectos; paralelamente, si ese país me respeta, si reconoce lo que yo le aporto, si a partir de ahora me considera, con mis singularidades, como parte de él, entonces tiene derecho a rechazar algunos aspectos de mi cultura que podrían ser incompatibles con su modo de vida o con el espíritu de sus instituciones.

El derecho a criticar al otro se gana, se merece. Si tratamos a alguien con hostilidad o desprecio, la menor observación que formulemos, esté justificada o no, le parecerá una agresión que lo empujará a resistir, a encerrarse en sí mismo, difícilmente a corregirse; y a la inversa, si le demostramos amistad, simpatía y consideración, no solamente en las apariencias sino con una actitud sincera y sentida como tal, entonces es lícito criticar en él lo que estimamos criticable, y tenemos alguna posibilidad de que nos escuche.

¿Pienso acaso, al escribir estas palabras, en controversias como la que se ha producido en varios países sobre el «velo islámico»? No es lo esencial, aunque sí estoy convencido de que los problemas de este tipo serían más fáciles de resolver si las relaciones con los inmigrados se abordaran con un espíritu distinto. Cuando sienten que su lengua es despreciada, que su religión es objeto de mofa, que se minusvalora su cultura, reaccionan exhibiendo con ostentación los signos de su diferencia; cuando por el contrario se sienten respetados, cuando perciben que tienen un sitio en el país que han elegido para vivir, entonces reaccionan de otra manera.

Para ir con decisión en busca del otro, hay que tener los brazos abiertos y la cabeza alta, y la única forma de tener los brazos abiertos es llevar la cabeza alta. Si a cada paso que da una persona siente que está traicionando a los suyos, está renegando de sí misma, el acercamiento al otro estará viciado; si aquel cuya lengua estoy estudiando no respeta la mía, hablar su lengua deja de ser un gesto de apertura y se convierte en un acto de vasallaje y sumisión.

Volviendo brevemente a la cuestión del «velo», estoy seguro de que se trata de un comportamiento nostálgico y retrógrado. Podría extenderme mucho para explicar por qué pienso así, a la luz de mis convicciones y recordando diversos episodios de la historia del mundo árabe musulmán y de la larga lucha de sus mujeres por la emancipación. Pero sería inútil, pues no está ahí el meollo de la cuestión. No está en saber si nos enfrentamos a un conflicto entre arcaísmo y modernidad, sino en pensar por qué, en la historia de los pueblos, la modernidad se ve a veces rechazada, por qué no se percibe siempre como un avance, como una evolución positiva.

En la reflexión sobre la identidad, esta pregunta es esencial, y lo es hoy más que nunca. Y el ejemplo del mundo árabe es a este respecto sumamente revelador.