Uno

Ni en las páginas anteriores de este ensayo ni en las que siguen pretendo abarcar todos los fenómenos —económicos, tecnológicos, geopolíticos…— que están comprendidos en la idea de mundialización, como tampoco procuré, en los primeros capítulos, agotar el amplio concepto de identidad. Ahora también mi meta es mucho más modesta, y mucho más concreta: tratar de entender de qué manera esa mundialización exacerba los comportamientos relacionados con la identidad, y de qué manera podría un día reducir su potencial de muerte.

Mi reflexión parte de una constatación: cuando una sociedad ve en la modernidad «la mano del extranjero», tiende a rechazarla y a protegerse de ella. Ya me he referido largamente al mundo árabe-musulmán y a sus complicadas relaciones con todo lo que le viene de Occidente. Hoy podemos observar un fenómeno análogo en diversos rincones de la Tierra con respecto a la mundialización. Y si queremos evitar que ésta desencadene, en millones y millones de seres humanos, una reacción de rechazo sistemático, colérica y suicida, es esencial que la civilización global que está construyendo no parezca exclusivamente americana; es necesario que todos puedan reconocerse un poco en ella, identificarse un poco con ella, que nadie se vea inducido a pensar que le es irremediablemente ajena y, por tanto, hostil.

También en este caso me parece útil la referencia al principio clave que es la «reciprocidad»: hoy todos y cada uno de nosotros hemos de adoptar, necesariamente, innumerables elementos procedentes de las culturas más fuertes; pero es esencial que podamos comprobar que determinados elementos de nuestra propia cultura —personajes, modas, objetos artísticos, objetos cotidianos, músicas, platos, palabras…— se adoptan en todos los continentes, incluida América del Norte, y que a partir de ahora forman parte del patrimonio universal, común a toda la humanidad.

La identidad es en primer lugar una cuestión de símbolos, e incluso de apariencias. Cuando en una asamblea veo a personas cuyo apellido suena parecido al mío, que tienen el mismo color de piel o iguales afinidades, aun iguales enfermedades, puedo sentirme representado por esa asamblea. Me une a ella un «hilo de pertenencia», un hilo que puede ser fino o grueso pero cuya existencia advierten enseguida quienes tienen la identidad a flor de piel.

Lo que vale para una asamblea vale también para un grupo social, para una comunidad nacional y para la comunidad mundial. Estemos donde estemos, necesitamos esos signos de identificación, esos puentes tendidos hacia el otro —y es además la manera más «civil» de satisfacer la necesidad de identidad.

Algunas sociedades, que están pendientes de este tipo de detalles cuando se trata de reducir sus tensiones internas, lo están mucho menos cuando se trata de las relaciones entre las diversas culturas en el plano mundial. Estoy pensando obviamente en Estados Unidos. Quien allí se sienta ante el televisor, ya sea de origen polaco, irlandés, italiano, africano o hispánico, ve desfilar por la pantalla, inevitablemente, apellidos y rostros polacos, irlandeses, italianos, africanos o hispánicos. A veces es tan sistemático, está tan «fabricado», tan convenido, que llega a ser irritante. En las series policíacas, nueve de cada diez veces el violador es rubio y de ojos azules, para que no se piense que se da una visión negativa de las minorías; y cuando el delincuente es negro, y blanco el detective que lo persigue, se las arreglan para que el jefe de policía sea también negro. ¿Irritante? Tal vez. Pero si recordamos las viejas películas del oeste, en las que los indios caían abatidos a montones bajo los aplausos frenéticos de la chiquillería, diríamos que la actitud de hoy es un mal menor.

Dicho esto, no querría tampoco conceder a esas prácticas de equilibrista más crédito del que merecen. Pues si en ocasiones ayudan a quitar fuerza a los prejuicios raciales, étnicos o de otro tipo, muchas veces contribuyen también a perpetuarlos. En nombre del mismo principio —«que ningún americano se sienta ofendido por lo que ve u oye»—, en la pantalla está casi prohibida cualquier unión entre un blanco y una negra, o entre una blanca y un negro, porque la opinión pública, se nos dice, no se siente cómoda con los mestizajes de ese tipo. Por eso todo se plantea de manera que cada uno «salga» con gente de su «tribu». Y también en este caso todo es tan sistemático, tan previsible, que resulta exasperante, insultante incluso.

Tales son los descarríos de esa búsqueda infantilizante de la unanimidad… Pero no impiden, a mi juicio, que sea justa esa sencilla idea, hoy vigente en Estados Unidos, según la cual todo ciudadano, y en especial todo ciudadano «minoritario», debe poder reconocerse, cuando ve la televisión, en los apellidos y los rostros que aparecen en la pantalla, y debe verse representado positivamente, para que no se sienta excluido de la comunidad nacional.

Ésa es una idea que merecería retomarse en un marco más amplio: como todo el planeta puede hoy tener acceso a las mismas imágenes, a los mismos sonidos, a los mismos productos, ¿no debería ser normal que esas imágenes, esos sonidos, esos productos fueran representativos de todas las culturas, que cada persona pudiera reconocerse en ellos y que nadie se sintiera excluido? En el plano mundial, al igual que en el seno de cada sociedad, nadie debería sentirse ridiculizado, minusvalorado, objeto de burla, «demonizado», hasta el extremo de verse obligado, para poder vivir en su entorno social, a disimular con vergüenza su religión, su color, su lengua, su apellido o cualquier otro componente de su identidad. Todos los seres humanos deberían poder asumir, con la cabeza alta, sin miedo y sin resentimiento, todas y cada una de sus pertenencias.

Sería un desastre que la mundialización que se está produciendo funcionara en una dirección única: por un lado, los «emisores universales», y por otro los «receptores»; por un lado «la norma», y por otro «las excepciones»; por un lado los que están convencidos de que el resto del mundo no puede enseñarles nada, y por el otro los que están seguros de que el mundo no va a querer escucharlos jamás.

Al escribir estas líneas no estoy pensando únicamente en la tentación hegemónica, sino también en esa otra tentación que se manifiesta en varias partes del mundo y que es en cierto modo la otra cara de la primera, o su imagen en negativo, y que me parece igualmente nefasta: la tentación del desprecio.

Cuánta gente, presa del vértigo, renuncia a comprender lo que está pasando. Cuánta gente renuncia a aportar su contribución a la emergente cultura universal porque han decidido definitivamente que el mundo que los rodea es impenetrable, hostil, depredador, demencial, demoníaco. Cuánta gente siente la tentación de encastillarse en su papel de víctimas —víctimas de Estados Unidos, víctimas de Occidente, víctimas del capitalismo o del liberalismo, víctimas de las nuevas tecnologías, de los medios de comunicación, del cambio…—. No puede negarse que esas personas se sienten efectivamente expoliadas, y que sufren por ello; es su reacción lo que me parece un error. Encerrarse en una mentalidad de agredido es para la víctima aún más devastador que la propia agresión. Y por otra parte esto es tan aplicable a las sociedades como a los individuos. Se hacen un ovillo, levantan barricadas, se defienden de todo, se cierran, dan vueltas y vueltas a la situación, dejan de buscar, de explorar, de avanzar, le tienen miedo al futuro, y al presente, y a los demás.

A los que así reaccionan siempre me gustaría decirles: ¡el mundo de hoy no es como la imagen que os habéis hecho de él! ¡No es verdad que esté dirigido por fuerzas oscuras y todopoderosas! ¡No es verdad que les pertenezca a los «otros»! Es indudable que la magnitud de la mundialización y la vertiginosa rapidez de los cambios nos producen a todos la sensación de que cuanto está pasando nos desborda, y de que somos incapaces de modificar el curso de las cosas. Pero es esencial recordar constantemente que ésa es una sensación muy compartida, también por aquellos a quienes estamos acostumbrados a ver en los puestos más altos de la escala.

En un capítulo anterior decía que, en nuestros días, todo el mundo se siente un poco minoría, un poco exiliado. Y es porque todas las comunidades, todas las culturas, tienen la sensación de que se miden con otras más fuertes que ellas, de que ya no pueden conservar intacto su legado cultural. Visto desde el Sur y el Este, es Occidente quien domina; visto desde París, quien domina es Estados Unidos; pero ¿qué se ve en Estados Unidos? Unas minorías que reflejan toda la diversidad del mundo, unas minorías que sienten la necesidad de afirmar su pertenencia de origen. Y cuando hemos repasado la situación de esas minorías, cuando hemos oído decir mil veces que el poder está en manos de los varones de raza blanca, de los protestantes anglosajones, se escucha de repente una tremenda explosión en Oklahoma City. ¿Quiénes han sido? Justamente unos varones de raza blanca, anglosajones y protestantes, que también están convencidos de que son la más olvidada y agraviada de las minorías, de que la mundialización dobla las campanas por «su» América. Vistos desde el resto del mundo, Timothy McVeigh y sus acólitos tienen exactamente el perfil étnico de los que se supone que dominan el planeta y tienen nuestro futuro en sus manos; tal como ellos se ven, no son más que una especie en vías de extinción a la que sólo le queda el arma del terrorismo más asesino.

¿A quién pertenece el mundo? A ninguna raza en particular, a ninguna nación en particular. Pertenece, más que en otros momentos de la Historia, a todos los que quieren hacerse un sitio en él. Pertenece a todos los que tratan de aprenderse las nuevas reglas del juego —por desconcertantes que sean— para utilizarlas en su provecho.

Que no se me entienda mal: no trato de cubrir con un púdico velo las vergüenzas del mundo en que vivimos; desde el principio de este libro no he hecho sino denunciar sus disfunciones, sus excesos, sus desigualdades, sus criminales descarríos; contra lo que me rebelo aquí, no sin pasión, es contra la tentación de la desesperanza, contra esa actitud tan frecuente entre los defensores de las culturas «periféricas» que consiste en instalar en la amargura, la resignación, la pasividad —para no salir de ahí más que mediante la violencia suicida.

Estoy convencido de que la mundialización es una amenaza para la diversidad cultural, en especial para la diversidad de lenguas y formas de vida; e incluso de que esa amenaza es infinitamente mayor que en el pasado, como tendré ocasión de reiterar en las páginas que siguen; pero el mundo actual les da también, a quienes quieren preservar las culturas amenazadas, los medios para defenderse. En vez de proseguir su declive y desaparecer después en la indiferencia como viene sucediendo desde hace siglos, esas culturas tienen hoy la posibilidad de luchar por su supervivencia; y ¿no sería absurdo no aprovechar esa posibilidad?

Los radicales cambios tecnológicos y sociales que se están produciendo a nuestro alrededor constituyen un fenómeno histórico de gran complejidad y amplitud, un fenómeno del que todo el mundo puede sacar provecho y que nadie es capaz de controlar —¡ni siquiera Estados Unidos!—. La mundialización no es el instrumento de un «orden nuevo» que «algunos» tratarían de imponer al mundo; prefiero compararlo con un enorme campo de torneos, abierto por todos los lados, en el que se están celebrando simultáneamente gran número de justas, de combates, y en el que todos podemos entrar con nuestra propia cantinela, con nuestra propia armadura, en una irreductible cacofonía.

Internet por ejemplo, visto desde fuera y con un a priori de desconfianza, es un ectoplásmico monstruo planetario por medio del cual los poderosos de este mundo extienden sus tentáculos sobre toda la Tierra; visto desde dentro, es una formidable herramienta de libertad, un espacio razonablemente igualitario del que todos podemos servirnos a nuestro antojo y en el que cuatro astutos estudiantes pueden ejercer tanta influencia como un jefe de Estado o una compañía petrolífera. Y aunque en él predomina de manera aplastante el inglés, la diversidad lingüística va ganando terreno día a día, favorecida por algunos avances de la traducción automática —avances aún tímidos, aún pobres, y que producen a veces un efecto hilarante, pero no por ello menos prometedores para el futuro.

Más en general, los nuevos medios de comunicación ofrecen a muchísimos de nuestros contemporáneos, a personas que viven en todos los países y representan todas las tradiciones culturales, la posibilidad de contribuir a la elaboración de lo que el día de mañana será nuestro futuro común.

Si queremos evitar la muerte de nuestra lengua, si queremos que se conozca en el mundo, que la cultura en la que nos hemos criado sea respetada y querida, si deseamos que la comunidad a la que pertenecemos conozca la libertad, la democracia, la dignidad y el bienestar, la batalla no está perdida de antemano. Ejemplos de todos los continentes demuestran que los que luchan con habilidad contra la tiranía, contra el oscurantismo, contra la segregación, contra el desprecio, contra el olvido, consiguen muchas veces salirse con la suya. Y también los que luchan contra el hambre, la ignorancia o las epidemias. Vivimos en una época asombrosa en la que todo el que tiene una idea, sea genial, perversa o innecesaria, puede hacerla llegar, en el mismo día, a decenas de millones de personas.

Si creemos en algo, si tenemos en nuestro interior suficiente energía, suficiente pasión y ganas de vivir, podemos encontrar en los recursos que nos ofrece el mundo actual los medios necesarios para hacer realidad algunos de nuestros sueños.