Uno

Todos los que se sienten fascinados, seducidos, inquietos, horrorizados o intrigados por el mundo árabe no tienen más remedio que plantearse de vez en cuando determinadas preguntas.

¿Por qué esos velos, esos chadores, esas barbas sombrías, esos llamamientos a la muerte? ¿Por qué tantas manifestaciones del arcaísmo, de violencia? ¿Es todo ello inherente a esas sociedades, a su cultura, a su religión? ¿Es el islam incompatible con la libertad, con la democracia, con los derechos del hombre y de la mujer, con la modernidad?

Es normal que esas preguntas se formulen, y merecen algo más que las simplistas respuestas que obtienen con demasiada frecuencia. Que obtienen de ambas partes, quiero añadir —expresión que me gusta, como el lector ya habrá advertido—. Sí, de ambas partes. No puedo seguir a los que repiten machaconamente, ayer como hoy, los mismos viejos prejuicios contra el islam, y que se creen facultados, cada vez que se produce un hecho indignante, para extraer conclusiones definitivas sobre la naturaleza de determinados pueblos y de su religión. Al mismo tiempo, no me siento cómodo ante las laboriosas justificaciones de los que repiten sin pestañear que todo lo que ocurre es el resultado de un lamentable malentendido, y que la religión no es sino tolerancia; sus motivaciones los honran, y no los pongo en el mismo plano que a los que destilan odio, pero su discurso no me convence.

Cuando se hace algo condenable en nombre de una doctrina, cualquiera que sea, ésta no es por ello culpable, aun cuando no se la pueda considerar totalmente ajena a lo que se ha hecho. ¿Con qué razón podría yo afirmar, por ejemplo, que los talibanes de Afganistán no tienen nada que ver con el islam, Pol Pot nada con el marxismo o el régimen de Pinochet con el cristianismo? Como observador, no tengo más remedio que constatar que en todos esos casos se trata de una utilización posible de la doctrina correspondiente, sin duda no la única ni la más extendida, pero que no puede descartarse precipitadamente. Cuando se produce una desviación, es en cierto modo muy fácil decidir que era inevitable; igual que es perfectamente absurdo querer demostrar que no se debería haber producido nunca, que se trata de un mero accidente. Si se ha producido, es que había una cierta probabilidad de que se produjera.

Quien se sitúa dentro de un sistema religioso tiene pleno derecho a afirmar que se reconoce en una determinada interpretación de esa doctrina y no en otra. Un creyente musulmán puede pensar que el comportamiento de los talibanes está en contradicción —o no lo está— con la letra y el espíritu de su fe. Yo, que no soy musulmán, y que me sitúo además, deliberadamente, fuera de cualquier sistema religioso, no me creo en absoluto capacitado para distinguir lo que es conforme al islam de lo que no lo es. Por supuesto que tengo mis deseos, mis preferencias, mi punto de vista. Incluso tengo continuamente la tentación de decir que tal o cual comportamiento extremado —poner bombas, prohibir la música o legalizar la ablación— no cuadra con mi visión del islam. Pero mi visión del islam no tiene ninguna importancia. Y aun si hubiera sido un doctor de la Ley, el más piadoso y el más erudito, mi opinión no habría puesto fin a ninguna controversia.

Por más que nos sumerjamos en libros sagrados, consultemos a los exégetas y acopiemos argumentos, habrá siempre interpretaciones distintas, contradictorias. Apoyándonos en los mismos libros podemos aceptar la esclavitud o condenarla, rendir culto a las imágenes o echarlas a la hoguera, prohibir el vino o tolerarlo, defender la democracia o la teocracia; todas las sociedades humanas han sabido encontrar, en el transcurso de los siglos, las citas sagradas que aparentemente justificaban sus prácticas del momento. Han tenido que pasar dos o tres milenios para que las sociedades cristianas y judías, que se confiesan seguidoras de la Biblia, empiecen a decirse que el «no matarás» podría aplicarse también a la pena de muerte; dentro de cien años se nos explicará que es obvio que ha de ser así. No cambian los textos, lo que cambia es nuestra mirada. Pero los textos no actúan sobre las realidades del mundo más que a través de nuestra mirada, que en cada época se fija en determinadas frases y pasa por otras sin verlas.

Por esta razón, a mi juicio no sirve de nada que nos preguntemos por «lo que realmente dice» el cristianismo, el islam o el marxismo. Si buscamos respuestas, y no sólo la confirmación de unos prejuicios, positivos o negativos, que ya están en nosotros, no es a la esencia de la doctrina a lo que hemos de atender, sino a los comportamientos de quienes a lo largo de la Historia se han considerado sus seguidores.

En su esencia, ¿es el cristianismo tolerante, respeta las libertades, se inclina hacia la democracia? Si formulamos así la pregunta, necesariamente tendremos que contestar «no». Porque basta con consultar algunos libros de historia para comprobar que a lo largo de estos veinte siglos se ha torturado, se ha perseguido y se ha matado mucho en nombre de la religión, y que las más altas autoridades de la Iglesia, así como la aplastante mayoría de los creyentes, aceptaron el comercio de esclavos, el sometimiento de la mujer, las peores dictaduras o la Inquisición. ¿Quiere ello decir que, en su esencia, el cristianismo es despótico, racista, retrógrado e intolerante? En absoluto, y basta con echar una mirada a nuestro alrededor para constatar que hoy sintoniza con la libertad de expresión, los derechos humanos y la democracia. ¿Hemos de sacar entonces la conclusión de que la esencia del cristianismo ha cambiado? ¿O, por el contrario, que el «espíritu democrático» que hoy lo anima estuvo oculto durante diecinueve siglos y no salió a la luz hasta mediados del siglo XX?

Para entenderlo bien, es evidente que tendríamos que formularnos las preguntas de otra manera: ¿ha sido la democracia, a lo largo de la historia del mundo cristiano, una exigencia permanente? La respuesta es claramente «no». Pero, pese a todo, ¿ha podido instaurarse la democracia en sociedades de tradición cristiana? En esta pregunta —que tenemos derecho a hacernos, con una formulación similar, con respecto al islam—, la respuesta no puede ser tan sucinta como en las anteriores, pero sí es de las que podemos tratar razonablemente de encontrar; me limitaré a decir en este punto que la instauración de una sociedad que respeta las libertades ha sido progresiva e incompleta, y, si pensamos en la Historia progresiva e incompleta, y, si pensamos en la Historia en su conjunto, extraordinariamente tardía; que aunque las Iglesias han tomado nota de esa evolución, en general, más que provocar el cambio, lo han acompañado con más o menos reticencias; y que muchas veces el impulso de liberación ha venido de personas que se situaban fuera del marco del pensamiento religioso.

Es posible que estas últimas palabras les hayan gustado a quienes no llevan la religión en su corazón. Sin embargo, me siento obligado a recordarles que las peores calamidades del siglo XX en materia de despotismo, persecución, anulación de toda libertad y de toda la dignidad humana no son imputables al fanatismo religioso, sino a otros fanatismos muy distintos que se las daban de enemigos acérrimos de la religión —caso de estalinismo— o que le daban la espalda —caso del nazismo y de algunas otras doctrinas nacionalistas—. Es verdad que a partir de los años setenta parece que el fanatismo religioso ha hecho lo indecible para acabar con ese déficit de horrores —y perdóneme el lector la expresión—; pero sigue teniendo un saldo negativo.

El siglo XX nos habrá enseñado que ninguna doctrina es por sí misma necesariamente liberadora: todas pueden caer en desviaciones, todas pueden pervertirse, todas tienen las manos manchadas de sangre: el comunismo, el liberalismo, el nacionalismo, todas las grandes religiones y hasta el laicismo. Nadie tiene el monopolio del fanatismo, y, a la inversa, nadie tiene tampoco el monopolio de lo humano.

Para ver tan delicadas cuestiones bajo una luz nueva y provechosa, hemos de ser, en todas las etapas de la investigación, muy escrupulosos con la equidad. Ni la hostilidad ni indulgencia, ni, sobre todo, la insufrible condescendencia que en Occidente y en otras partes del mundo parece haberse convertido para algunos en una segunda naturaleza.