A Carlos Goldoni[41]

LAS FEMINISTAS Y LA BARBA DE SANTA VILGEFORTIS

Querido Goldoni:

He tenido ocasión de ver a finales de agosto del presente año (1974) tu obra Los rústicos y, poco después La fierecilla domada, de Shakespeare. Sin pretenderlo ni advertirlo, se me ha impuesto espontáneamente el contraste: «antifeminista» Shakespeare, «feminista» tú.

La «fierecilla» es Catalina, hija de un ricachón de Padua. Iracunda, arisca, intolerante de todo y con todos, lanza por el aire los muebles de la habitación, ahuyenta de su casa a toda la gente e incluso tiene la gentil costumbre de morder; nadie se atreve a pretender su mano.

Pero llega de Verona Petrucho, a quien atrae la riquísima dote de Catalina. Y decide ser su pretendiente. Ella lo desprecia, pero él, astuto e imperturbable, la corteja inteligentemente: cuanto más lo maltrata, tanto más le declara que la encuentra dulce y gentil.

Se celebra el matrimonio y Petrucho se lleva a su esposa a Verona. Aquí los papeles se invierten.

Con el pretexto de que los alimentos y la cama no son dignos de ella, Petrucho, en medio de mil caricias y protestas de amor, no le permite que coma ni que duerma.

El hambre y el sueño consiguen «domar» a Catalina. Desde entonces, si su marido lo quiere, ella está dispuesta a llamar sol a la luna y viceversa, a decir que el cielo está despejado cuando llueve y viceversa. A su padre, a su hermana, a su cuñado y al público les dice que los deberes de una esposa son obedecer a su marido, servirle y mostrarse siempre de su misma opinión.

En Los rústicos, el procedimiento es inverso: cuatro maridos inician su vida conyugal como «domadores» y acaban «domados».

¿Sus esposas? «¡Que estén encerradas en casa, que no las vea ninguno, que no las conozca nadie!»

La hija de Leonardo, uno de los cuatro, el mismo día de su boda, no sabe todavía que tiene un pretendiente, ni lo ha visto nunca. Los padres de los contrayentes han arreglado el matrimonio con el mayor secreto. La joven se lamenta a su madrastra:

«¡Pobre de mí, que nunca he salido de casa! ¡Mí padre no me dejaba ni siquiera asomarme un momento al balcón!»

Pero he aquí que las esposas inician la insurrección, teniendo al frente a la intrépida «señora Felicia», la cual, después de haber descubierto y divulgado el secreto del inminente matrimonio, y de haber dado a los «rústicos» una sorpresa mayúscula, vence sus últimas resistencias con una arenga digna de un abogado, que los deja aturdidos.

Los cuatro, vencidos más que convencidos, tienen que confesar que sus esposas e hijas no están «domadas». Cuando desean alguna cosa, si sus maridos no les dan su autorización, se la toman ellas mismas.

* * *

Entre la tesis de Shakespeare y la tuya, estimado Goldoni, prefiero la tuya. Es más humana y más justa, y está más cerca de la realidad de tu tiempo y del nuestro, aunque tu «feminismo» resulta hoy un tanto pálido. Porque desde tu época hasta la actual, la mujer ha logrado numerosas conquistas.

En Las mujeres puntillosas te has reído de los salones, «donde hay mujeres acompañadas de caballeros dispuestos a servirlas, ante quienes se mantienen altivas y distantes para hacerse adorar: Hay quien suspira en torno a una, quien dobla su rodilla ante otra, quien ofrece humildemente la copa, quien recoge del suelo un pañuelo, quien besa la mano, quien ofrece galantemente su brazo, quien hace de secretario y quien sirve incluso de camarero…». En nuestros días, todo esto ha desaparecido, y ha desaparecido también casi totalmente la diferencia entre las «señoras» y las «plebeyas».

El paso del tiempo y, sobre todo, dos guerras espantosas, con la formidable «mezcla de cartas» que provocaron, han cambiado la mentalidad y la posición social de las mujeres. Las jóvenes no viven ya encerradas en casa. Son muchas las que estudian incluso una carrera, y casi todas se preparan con vistas a un trabajo que les permita ganarse la vida. Reciben también ahora muestras de adoración y cariño, pero a toda prisa. Saben que, en general, deben contar solamente consigo mismas, bastarse a sí mismas como los hombres y aportar a la familia la propia contribución de trabajo y de dinero.

Como las mujeres de tu tiempo, también las de hoy poseen tesoros enormes de intuición y de sentimiento, pero actualmente deben emplearlos, en parte, para crearse una familia y, en parte, para conseguir una posición social y mantenerla.

En vuestras comedias bastan los dedos de una mano para enumerar las categorías femeninas: señoras nobles, amas burguesas, campesinas, mesoneras y camareras. Hoy no basta un vocabulario entero: estudiantes, obreras, dependientas de comercio, maestras, gobernantas de hotel, profesoras, enfermeras, oficinistas, médicas, policías, asistentes sociales, abogadas y una lista interminable hasta llegar a las diputadas de Parlamento y las ministros del Gobierno.

«Sabe hacer de todo», hacías decir a Leonardo refiriéndose con aquello a su hija Lucita. Y entendías por «todo» lo siguiente: calcetar, remendar la ropa, bordar, cocinar y tocar algún instrumento.

Actualmente, la mujer trabaja en todos los campos, incluidos aquellos que en tu tiempo estaban reservados a los hombres. Hoy encuentras a las mujeres en las luchas políticas y en las competiciones deportivas, con un aire arrogante y serio, que desdeña, o finge desdeñar, toda manifestación externa de sentimiento. Sin embargo, su corazón sueña Y llora como el de vuestras Rosauras, Marinas, Lucitas y Colombinas. Su máscara de indiferencia sólo afecta al exterior.

* * *

Llegados a este punto, me preguntarás seguramente: «Y todo esto, ¿lo consideras un bien o un mal?».

En sí es un bien, querido Goldoni. El mal, cuando existe, se halla en el empeoramiento del ambiente en que se mueven hoy las mujeres, y que constituye una grave amenaza para sus sanas convicciones y para su vida religiosa y moral. El 26 de julio, por ejemplo, los periódicos italianos daban la siguiente noticia: Ayer, en una rueda de prensa la diputada N., defendiendo la liberalización del aborto, declaró: «El derecho a vivir la propia sexualidad está actualmente limitado por el sentido del pecado… La mujer tiene derecho a vivir la propia sexualidad no solamente en el ámbito de la familia y para la creación de una familia».

Querido Goldoni, tú no fuiste lo que suele llamarse un «beato». Hablaste poco de Dios e incluso te permitiste ironizar a ciertos sacerdotes. Abogado y dramaturgo, conocías el mundo y la vida.

¡Y qué vida! La de los comediantes, la de la Venecia del siglo XVIII y la de la corte de Luis XVI. Tuviste, sin embargo, en alta estima la familia, el amor y la fidelidad conyugal, la dignidad de la mujer, a pesar de tu innata galantería y la atracción confesada hacia el «bello sexo». Las mujeres de tus comedias: la «muchacha honrada», la «buena madre», la «hija obediente» y la misma «viuda atrevida» (atrevida, sí, pero con vistas a un honesto segundo matrimonio), se hubieran puesto completamente coloradas si hubieran escuchado a la referida diputada.

En tu tiempo hubiera resultado inaudito que alguien reclamara la libertad sexual femenina fuera de la familia como un derecho, en nombre de todas las mujeres, a la vista de todo el mundo y sin eufemismos ni reticencias. Inaudito también que el pecado fuera considerado como una pura invención del «poder» para llevar a la gente por el camino que le interesa y quitarle la libertad.

Las mujeres de tu tiempo, aunque tamb1en pecaban, admitían casi todas que un Dios, situado por encima de nosotros, podía imponer normas a las acciones humanas, en beneficio nuestro y no suyo. ¿Qué pasa hoy? Me pregunto cuántas mujeres estarán de acuerdo con la tesis de la diputada. Deseo que no sean muchas, pero no lo sé. Si fueran numerosas, entonces, más que ante un progreso del «feminismo» nos encontraríamos ante un hundimiento de la feminidad y de la humanidad.

* * *

Habéis escuchado las palabras de la diputada: liberalización y reglamentación del aborto para impulsar la promoción de la mujer.

¿Pero es esto verdadera promoción de la mujer? Encuestas realizadas por médicos Japoneses, ingleses y húngaros sobre abortos realizados bajo la protección de la ley y en clínicas especializadas, revelan que tales abortos crean siempre un trauma que repercute en la salud de la mujer y en los partos e hijos posteriores. A su vez, psicólogos y psiquíatras señalan otras perniciosas consecuencias. Estas —afirman ellos— pueden quedar habitualmente adormecidas en el subconsciente de la mujer que ha abortado, pero surgen inmediatamente en los momentos de crisis.

No hablamos del aspecto moral: el aborto, además de violar las leyes de Dios, va contra las aspiraciones más profundas de la mujer, perturbándola profundamente.

En muchos casos, el aborto libera, más que a la mujer, al varón responsable del embarazo —marido o no—, evitando a éste molestias y gastos, y permitiéndole dar rienda suelta a sus apetitos sexuales sin tener que asumir las obligaciones consiguientes. Es un retroceder, más que un avanzar de la mujer, en relación con el varón.

* * *

En materia de aborto, querido Goldoni, la diputada y las feministas cuentan actualmente con poderosos aliados.

«El aborto reglamentado —dicen algunos— es un mal menor. Impedirá los abortos clandestinos y la muerte de numerosas mujeres, víctimas hasta ahora de tantas inexpertas manipuladoras».

Pero la experiencia de otros países demuestra que los abortos clandestinos no disminuyen realmente con su legalización, a menos que la ley permita cualquier clase de aborto. Por otra parte, es evidente que con frecuencia se hincha, para fines propagandísticos, el número de víctimas causadas por los abortos clandestinos. «Otros países civilizados han legalizado el aborto. ¿Por qué no ha de hacerlo también Italia?» Respondo: Si legalizar el aborto es un error, ¿por qué debemos caer también nosotros en el mismo error? Una enfermedad importada a Italia desde el extranjero, por el hecho de haber sido importada, no se convierte en cosa saludable, sino que continúa siendo una infección o una epidemia.

* * *

En defensa del aborto comienza a difundirse un argumento aún más engañoso: «La duodécima semana del embarazo —dicen— es la decisiva. Sí, porque ése es el momento de las dos vidas del feto en el seno materno. La primera vida es humana, pero sólo vegetativo-animal. La segunda es humanizada, pero humanizada con una condición. Con la condición de que los padres, apenas conocida la presencia del nuevo ser, lo ‘llamen a nacer’, lo quieran, lo reconozcan y establezcan con él un vínculo de amor, concediéndole así el derecho a existir». Y añaden: «Comúnmente, los padres tienen la obligación de hacer esta llamada. Pero (maldito pero) si existe un motivo, los padres pueden, sin cometer pecado, rechazar al hijo y cortar su desarrollo. A lo sumo, para evitar abusos e impedir que la facultad de rechazar al hijo se convierta en ilimitada, se deberá consultar a médicos y magistrados antes de decidir».

¡Ay, querido Goldoni! Esas «dos vidas» existen solamente en la cabeza de algunos teólogos. Fuera de esas cabezas, en el seno de la madre, en concreto hay una sola vida, la cual lanza un implorante llamamiento a los padres y a la sociedad. Suponen que corresponde a los padres, después de la famosa semana duodécima, crear derechos en la criatura. La verdad es lo contrario: es la criatura la que, desde el momento del comienzo de su concepción, impone deberes en los padres.

Y, por encima de la criatura, está Dios, quien ha mandado: «No matarás». «La vida —enseña el concilio Vaticano II— debe ser protegida con el mayor cuidado desde el momento de la concepción: el aborto, como el infanticidio, son crímenes abominables» (GS. n. 51).

* * *

Querido Goldoni, habría que hablar ahora de otros «feminismos» poco delicados, pero dejémoslos. Espero que las mujeres puedan conseguir nuevas conquistas, más justas y dignificadoras, que desarrollen cuanto el Señor ha revelado sobre la verdadera grandeza de la mujer.

Una contribución importante, querido Goldoni, la podrían ofrecer tus comedias, tan llenas de buen sentido, pobladas de muchachas que se estremecen con la esperanza de la vida conyugal, de esposas que desean una vida más confortable y tienen sus defectos, pero que son honestas, cumplidoras de sus deberes y celosas de la propia virtud.

Algunas feministas encuentran, por el contrario, todo esto anticuado y superado, y tratan de presentar como «esclavitud impuesta por el macho» incluso algunas leyes de Dios. Esto significa que ellas prefieren modelos de vida no cristianos.

Si tuviéramos que proponerles el ejemplo de una santa, ésta podría ser Santa Vilgefortis, de extraño nombre y de hechos aún más extraños todavía.

Nació en Portugal de padres paganos y fue bautizada sin que ellos lo supieran. Según la leyenda, muy joven todavía, hizo voto de virginidad. Su padre acordó su matrimonio con un rey de Sicilia. Ella pidió y obtuvo del Señor un milagro que le permitiera mantener su voto: una espesa y horrible barba creció sobre su rostro virginal. Naturalmente, la boda no se celebró. La doncella conservó su virginidad consagrada a Dios. Su padre, al descubrir su condición cristiana, le infligió el martirio.

La referencia carece de malicia. Pero, en plan de broma, podría decirse que una santa barbuda y liberada de la servidumbre del marido, les vendría como anillo al dedo a muchas feministas que proponen planes feroces contra los hombres barbudos.

Después de La viuda atrevida, La mujer de garbo, Las campesinas, Las caprichosas, La muchacha honrada, El caballero y la dama, Las mujeres puntillosas, Los chismes de las mujeres, La esposa prudente, La administradora, La novia persa, Mujeres de su casa y tantas otras, La mujer barbuda daría el último personaje a la inmensa galería femenina de Goldoni.

Noviembre 1974.