A Walter Scott[21]

NOSTALGIA DE LO LIMPIO

Sir Walter:

¿Cuántas novelas escribiste? En tu tiempo tuvieron mucho éxito. Hoy no se leen tanto, aunque a mí me encantaban cuando era pequeño.

Tu manera sencilla y libre de escribir, tu capacidad para esculpir caracteres, tu arte para insertarlos en el contexto de la trama histórica, unas veces en la Edad Media, otras en los siglos XVI y XVII, tanto en Inglaterra como en el continente, me fascinaba.

¿Cuántos torneos y asedios de ciudades describiste? ¿A cuántos caballeros hiciste cabalgar por landas y bosques? ¿A cuántas damas hiciste defender, liberar y proteger por corazones generosos? ¿A cuántos buenos artesanos y hombres del pueblo ensalzaste junto a los nobles? ¿Cuántas cosas extravagantes y maravillosas mezclaste con las triviales y comunes, enanos y horóscopos, brujas y hechiceros, pitonisas y gitanos? ¡Y cuántos sortilegios, misteriosos mensajes, horóscopos, cuántas tramas complicadas y cuántas soluciones inesperadas!

Y todo limpio. Libros que exaltan siempre el valor y la lealtad y pueden dejarse sin peligro en manos de los niños. En medio del actual aluvión de «mala prensa», esto es lo que más me asombra y me hace exclamar: «¡Gloria al escocés, al padre de la novela histórica y limpia!»

* * *

Me han entrado ganas de volver a leer tu Carlos el Temerario, y mira por qué página lo he abierto.

Uno de los protagonistas, el joven y valeroso Arturo, cabalga hacia las costas de Provenza, en compañía de Tebaldo. Este, descendiente de trovadores y muy aficionado a las baladas, le canta una con gran gracia y maestría a su compañero de viaje.

He aquí el argumento: el trovador Guillermo Cabestaing ama a Margarita, esposa del barón Raimundo de Rosellón. El marido descubre el affaire, mata a Cabestaing, le arranca el corazón y, cocinado como si fuera el de un animal, lo hace servir a la mesa de su esposa. Cuando ésta termina de comer el plato, el barón le revela cuáles eran sus ingredientes. Ella, flemáticamente trágica, le dice: «La comida me ha parecido tan deliciosa, que mi paladar no volverá jamás a gustar otro alimento». Persiste en la decisión y se deja morir de hambre.

En torno a este argumento, el autor de la balada elabora un compasivo comentario, en el que lamenta poéticamente la suerte de los dos amantes, descarga, terribles insultos sólo sobre el cruel marido y concluye con vengativo placer: «Todos los amantes 1 caballeros de la Francia meridional, unidos, atacaron el castillo del barón, lo expugnaron, lo arrasaron y sometieron al tirano a una muerte ignominiosa».

Tu héroe Arturo escucha la historia e interviene con severidad:

«Tebaldo, deja de cantarme esos lamentos. Nada corrompe tanto el corazón cristiano como otorgar al vicio la piedad y los elogios que sólo la virtud merece. Tu barón es un monstruo de crueldad, es cierto, pero tus desdichados amantes no son por ello menos culpables. Poniendo bellos nmbres a las malas acciones, incluso quienes se asustarían ante el vicio desnudo aprenden a poner en práctica sus lecciones si lo ven bajo la máscara de la virtud».

«Pero la balada es una obra maestra de la gaya ciencia —insiste Tebaldo—; y, si ya de joven sois rígido, no sé cómo seréis de viejo».

«Una cabeza que escucha las locuras de la juventud —responde Arturo— difícilmente será respetable en edad avanzada».

Parecen palabras de un santo padre, pero es que tú fuiste, en cierto sentido, más eficaz que los santos padres.

Primero, porque los santos padres son predicadores, y los predicadores parecen casi siempre estar, con razón o sin ella, contra el auditorio.

Luego, porque tuviste la gran astucia de poner la «moraleja» en boca del héroe, hacia quien se dirige toda la simpatía y el entusiasmo incondicional de los lectores.

Es la vieja táctica de Horado: mezclar lo útil con lo agradable.

* * *

Pero, hoy, la táctica de Horado y tuya no parece surtir tanto efecto. En los «tebeos» que leen nuestros niños, así como en las fotonovelas de los mayores, raramente se encuentran héroes que, a pesar de repartir a diestro y siniestro mandobles, puñetazos y bofetadas, porque no tienen otro remedio, acuden volando a ayudar a los débiles y oprimidos, como suele ocurrir con tus protagonistas. Es más corriente lo contrario, el héroe del mal que siempre queda bien y alcanza la victoria definitiva.

En los libros de hoy cuesta trabajo encontrar gentiles doncellas, alegres y sentimentales, pero pudorosas y reservadas, a cuyos pies corren a deponer los caballeros, con corazón palpitante, todo su ser y poseer. Tus heroínas tienen sentimientos delicados y se sonrojan con facilidad; los protagonistas de hoy no se sonrojan jamás: fuman, beben, ríen a carcajadas y no son más que un fenómeno biológico o una diversión. El matrimonio no es nunca el desenlace normal de una novela. Con mucha frecuencia, además de corrompidas, son cínicas y sanguinarias.

En una novela «verde», el amante de una chica da una tremenda paliza al padre de esta última y lo arroja al suelo con la cara chorreando sangre, mientras ella no deja de incitar a su amante: «Dale fuerte, más fuerte aún».

En una fotonovela, otra chica sentencia: «Hay que robar, pero a los pobres, porque robar a los ricos es un aburrimiento».

Me preguntarás: pero ¿por qué escriben estas cosas? También yo me lo pregunto y no sé qué responder. ¿Tratan quizá de protestar, con tales actitudes paradójicamente inmorales, contra una sociedad que ellos creen, a veces no sin razón, hipócritamente moralista? Lo malo es que los jóvenes —en este caso— no son capaces de entender la ironía ni la caricatura y van absorbiendo poco a poco el mal y envenenándose moralmente.

¿O será quizá que la lectura les sirve de excitante evasión con que compensar la monotonía y vulgaridad de la vida cotidiana? El remedio sería peor que la enfermedad. Actuaría como una especie de droga, que empuja a buscar emociones cada vez más fuertes, placeres y ganancias cada vez más fáciles, a odiar el estudio y el trabajo.

¿No será quizá que los editores quieren ganar un dinero fácil especulando con la fragilidad de los jóvenes y con nuestros bajos instintos? Me temo que, por desgracia, éste sea el motivo principal. Pero, si es así, ¡qué absurdo dejarse manipular por gente tan vil! Decía un predicador: «Sois más tontos que los ratones. Estos caen en la trampa, pero, al menos, no pagan. Vosotros, al leer, caéis en otra trampa y encima pagáis a quien os la ha tendido».

¡Sir Walter! En Waverley, la primera novela que escribiste, se lee la siguiente descripción: «El correo sólo llegaba al castillo de Waverley una vez a la semana, y el único periódico iba a parar en seguida a manos del barón. Este se lo daba a su respetable hermana y, luego, a un viejo y venerable mayordomo. Llegaba así, de antecámara en antecámara a manos del portero, quien se lo pasaba al párroco. Después lo veían los caballeros y los ricos arrendatarios de los alrededores y, finalmente, manoseado, sobado y arrugado, terminaba el recorrido en manos del señor canciller».

¡Si vieras hoy! Los periódicos salen cada día a toneladas de las rotativas. Cada mañana, transportados en trenes y furgonetas, se reparten a los quioscos y a las reventas.

En el autobús, mientras van al trabajo o al colegio, muchos viajeros, sentados o de pie, llevan el periódico desplegado ante sus ojos y lo leen con avidez, sin darse cuenta de lo que sucede a su alrededor.

En las oficinas, los empleados se pasan el artículo interesante, lo comentan, se cuentan los chistes recién leídos. En el restaurante, muchos comen con el plato a la derecha y el periódico a la izquierda. En el colegio, los chicos lo leen y se lo pasan a escondidas durante la clase, y no suelen ser los periódicos más limpios.

El otro día, al apearme del tren en Roma, observé que subía a él un grupo de ferroviarios para arramblar con los periódicos abandonados en los asientos por los viajeros. Se los llevaban, gozando anticipadamente con la idea de leérselos luego en casa con mayor tranquilidad. La gente está ávida de prensa. Y mañana será aún peor, porque el periódico nos llegará a casa proyectado en una especie de telepantalla, de la que podremos copiarlo o arrancarlo para leerlo.

Añade a todo esto la radio y la televisión, y verás que problemas se les plantean a los padres, a los educadores, a los pastores de almas y a las autoridades públicas.

Problemas tanto más acuciantes cuanto que la gente se ha hecho más celosa de su libertad individual y es más difícil recurrir a la censura y a las prohibiciones. ¿Encontrará el Estado el modo de limitar la libertad individual cuando esté en evidente contraste con el bien común?

¿Aceptarán, al menos, los jóvenes las indicaciones y sugerencias de sus mayores? Los conductores de coches no se sienten en absoluto ofendidos porque exista una señalización viaria. Nadie protesta diciendo que él es una persona inteligente y madura y que no necesita de nadie que le dé lecciones. ¿Por qué, entonces, no aceptar también, humildemente, una señalización moral?

Un día tú también te sentiste un poco preocupado. Paseabas con tu señora por un prado en el que, en torno a un rebaño de ovejas, retozaban unos graciosos corderillos. «¡Qué hermosos!», comentaste. «Sí —respondió tu señora—, son de verdad deliciosos, sobre todo en salsa». En aquel momento no os entendíais.

* * *

¡Gloria al escocés! Lo repito sinceramente, aunque hago una pequeña salvedad con esas pullas que se encuentran salpicadas en tu obra contra la Iglesia católica. Cosa muy explicable en ti, por otra parte, presbiteriano de indudable buena fe. Pero esto no impidió que a mí, niño enamorado de mi Iglesia, esas pullas me causaran cierto malestar. Queda, con todo, el bien que has hecho; queda tu vida ejemplar; ¡queden, pues, también la alabanza y la gloria!

¡Sir Walter! Mi deseo sería que los cristianos, especialmente los jóvenes, te entiendan y te sigan a las regiones serenas del espíritu y de la fantasía en que quisiste vivir y hacer vivir a tus lectores.

Marzo 1973.