A San Buenaventura[30]

¿UN “DESPOTA” ÉL TAMBIÉN?

Doctísimo santo:

Tus hermanos de religión preparan una brillante celebración del séptimo centenario de tu muerte (1274-1974).

¿Qué aspecto de tu personalidad es el que piensan destacar?

Primero fuiste estudiante y luego profesor, en la Universidad de París; general de la Orden franciscana, obispo y cardenal; orador autorizadísimo en el concilio ecuménico de Lyón y escritor de materias teológicas y místicas, con amplísimo eco incluso en siglos posteriores al tuyo.

¿Qué subrayarán o acentuarán tus hermanos? No lo sé. Si de mí dependiese; de entre todas tus obras escogería la Vida de San Francisco y la daría a conocer a diestro y siniestro. Se trata de una obra maestra, incluso desde el punto de vista literario. La escribiste con el alma estremecida y con un estilo a la vez elevado y pintorescamente imaginativo. Cuando la estabas preparando, tu amigo Santo Tomás: presagiaba ya sus bellezas, diciendo: «¡Dejemos: que un santo escriba acerca de otro santo!» Presagiaba, me gusta también pensarlo, sus grandes frutos espirituales.

Doy, sin embargo, por descontado que ni tú ni él presagiabais lo más mínimo la interpretación que el otro día hizo un estudiante universitario que hablaba conmigo. «Nosotros, los jóvenes de hoy —dijo—, estamos con San Francisco». «Estupendo», le respondí. «¡Sí —añadió—, del mismo modo que San Francisco se enfrentó con su padre, arrojándole a la cara sus vestidos, también nosotros le arrojamos a la cara a esta sociedad de sucio consumo todo lo que nos ha dado, o mejor dicho, impuesto!»

En la época en la que estudiabas, como simple seglar, había en París diez mil estudiantes universitarios, que discutían, alborotaban, se manifestaban tumultuosamente y frecuentemente también se rebelaban, pero de otra manera.

El estilo y los problemas de nuestros jóvenes contestatarios son distintos. Permíteme que te diga algo de ellos.

* * *

También en tus tiempos los jóvenes querían, con ánimo innovador, desentenderse del pasado. Hoy ellos —o mejor, muchos de ellos— predican la ruptura total con el pasado, desechando en bloque sociedad, familia, matrimonio, escuela, moral y religión.

«Pretendéis echar abajo todo —dije a mi interlocutor—, pero ¿y después? ¿Qué vais a poner en el sitio de las instituciones que queréis derribar?»

Me respondió: «¡Esa es una pregunta burguesa!»

Así, pues, nuestros jóvenes plantean la protesta, pero no formulan la propuesta.

Dirás: «Se trata tal vez de jóvenes pobres, desheredados; ¡por eso la tienen tomada con los burgueses!» ¡Nada de eso! Se trata precisamente de los hijos de la burguesía, de jóvenes a los que frecuentemente no les falta nada. Tienen medios para vivir, pero carecen de ideales por los que vivir.

Insistirás: «Por lo menos, habrá razones, habrá excusas para explicar esta situación». Ciertamente, y voy a tratar de señalar algunas.

Hoy las puertas de las Escuelas Superiores y de las Universidades han sido abiertas de par en par y en ellas entran, en Italia, los jóvenes a cientos de miles todos los años. No se encuentran allí, sin embargo, todos los que deberían encontrarse y, encima, no existe proporción entre accesos a los estudios y accesos a los puestos de trabajo.

Jóvenes provistos de licenciaturas y diplomas no encuentran ocupaciones adecuadas y el número de intelectuales en paro aumentará mucho en los próximos años. La sociedad no ha sabido prever este gravísimo inconveniente, y los jóvenes arremeten contra la sociedad.

No acaba ahí la cosa. En esta sociedad se ha creado un tremendo vacío moral y religioso. Todos parecen espasmódicamente lanzados hacia conquistas materiales: ganar, invertir, rodearse de nuevas comodidades, pasarlo bien. Pocos son los que se acuerdan de «hacer el bien».

Dios —que debería invadir nuestra vida— se ha convertido, en cambio, en una estrella lejanísima, a la que sólo se mira en determinados momentos. Creemos ser religiosos, porque vamos a la iglesia, tratando después de llevar fuera de la iglesia una vida semejante a la de tantos otros, entretejida de pequeñas o grandes trampas, de injusticias, de ataques a la caridad, con una falta absoluta de coherencia.

En cambio, los jóvenes que buscan la coherencia no perseveran. Hallan en seguida incoherencias, verdaderas o aparentes, en la propia Iglesia y se apartan también de ella. Y como de algo hay que hacerse, se adhieren a pésimas ideologías de moda y al culto espasmódico del sexo, que es el reverso de una religión, bajo el nombre de «liberación sexual o erótica».

Pero hay más todavía. Existe el culto a la libertad. Pero no de la libertad clásica de poder hacer lo que se debe hacer sin ser molestados o de poder elegir entre una cosa u otra. No, se trata de la independencia absoluta. «Yo soy el único que decide lo que está bien y lo que está mal. Quiero realizarme a mí mismo sin depender de ley alguna que venga de fuera. Quien se opone a mis deseos, atenta contra mi personalidad. Toda autoridad es represión. Toda estructura es prisión. Todo superior es un policía».

Tú, dulcísimo y doctísimo santo, enseñaste durante muchos años y el magisterio te parecía servicio a la verdad, a los estudiantes y a las familias.

¡Si vinieras hoy! Lo digo porque, siendo un maestro, te mirarían como un «dictador» o un «déspota»[31] que pretende imponer su cultura para encadenar a los alumnos al «sistema».

Oirías hablar de «desescolarización». «Si de escuela se trata, los alumnos no deben aprender materias, sino que deben acostumbrarse, a discutir problemas políticos de actualidad». Tendrías que aceptar una «gestión social» de la escuela y tendrías que vértelas no sólo con los alumnos y sus padres, sino también con los partidos políticos; el tiempo destinado a preparar las clases se lo llevarían, en parte, prolongadas asambleas y discusiones.

Nadie dice que todo esto sea: malo; el diálogo con los jóvenes está dentro de lo debido y es justo que las diversas componentes sociales se interesen por la escuela, y que ésta sea algo vivo; que huya de un exagerado y pasado teorismo y abstractismo. Son sólo las demasías lo que lo estropean todo.

* * *

¿Son entonces despiadados estos muchachos para con sus maestros? Yo diría que sí. Y, sin embargo, por otra parte, se muestran compasivos, y esto es bueno, hacia los pobres, los marginados, los excluidos. Y se declaran contrarios a todas las barreras sociales, a todas las discriminaciones de clase o de raza. Es ésta una maravillosa generosidad, pero, desgraciadamente, aquí también se encuentran ante gravísimas injusticias, contra las que se rebelan.

Oyen hablar de naciones que se dicen cristianas y que, sin embargo, toleran casos de tortura para la represión ideológica. Ven a familias de obreros obligadas a vivir con 100 000 liras al mes, mientras hay algunos que se enriquecen extraordinariamente, no sabemos cómo.

Una cantante gana en una sola velada dos millones de liras y se hace millonaria con la venta de los discos de sus canciones. Leen que se conceden ayudas al Tercer Mundo, pero luego se dan cuenta de que se trata de unas cuantas gotas. El dinero gastado en armamento es extraordinariamente mucho más y, mientras, en el Tercer Mundo se sigue la gente muriendo de hambre.

Hay verdaderamente motivos para indignarse, pero resulta también que este justo desencanto juvenil se explota intencionadamente, pintando con tintas más negras y más pesimistas todavía algunas de nuestras sociedades y callando las monstruosas enormidades de otras que se presentan como modelo y como «paraísos ideales».

* * *

No querría yo, por mi parte, haber cargado un poco las tintas. No todos nuestros jóvenes son así. Muchos se preocupan de trabajar duramente, son respetuosos y se preparan para la vida con toda seriedad; desgraciadamente, lo que pasa es que mientras los otros hablan y escriben, éstos callan. Los mismos que adoptan actitudes contestatarias, frecuentemente esperan mucho de los adultos contra quienes contestan y se desilusionan cuando se les responde vagamente diciendo «estamos tratando de encontrar arreglo».

Habría que hacerles propuestas concretas. ¿Libertad? Ciertamente, pero, sin Dios, ¿qué clase de libertad cabe? El progreso, las ciencias nos ayudan cada día a conocer mejor cómo se ha hecho este mundo, pero sólo la doctrina de Cristo nos dice por qué estáis en el mundo.

¿Un modelo? Cristo es una alternativa válida, para siempre y para todos. Él ha recorrido un camino trazado y ha dicho: ¡seguidme! Camino, sí, un poco estrecho, pero camino de lealtad, de amor a todos, con pequeños y pobres privilegiados, que desemboca en la «gloria del Padre». En la cruz Él se ofrece al Padre; resucitándolo, el Padre manifiesta que acepta la ofrenda, glorifica la humanidad de Él y de cuantos son de Él y anuncia jubilosamente que el mundo entero será un día transformado en «cielos nuevos y tierra nueva».

¿Un mundo que mejorar, luchando por la justicia, por evitar las causas del mal? De acuerdo, pero que cada uno empiece por mejorarse a sí mismo. Y tratemos de no caer en ingenuas utopías. Imperfecciones las habrá siempre en cualquier sistema; no juzguemos a los hombres sin apelación; no hagamos divisiones tajantes: aquí, los buenos; allí, los malos; aquí, sólo lealtad; allí, sólo abuso; éste es progresista; aquél, conservador. La vida es siempre mucho más compleja; los buenos tienen también sus faltas, y los malos, sus virtudes.

¿Iglesia infiel? Así la han llamado también los Santos Padres, quienes, no obstante, especificaban: la santa Iglesia infiel. Constituida por pecadores, forzosamente también la Iglesia es pecadora, pero sigue suministrando ayudas válidas y ejemplos de santidad a cuantos se fían de ella. Además hay que ver también si son verdaderas todas las infidelidades que se le achacan. Una cosa es la Iglesia que se imagina determinado escritor (seguramente de buena fe), y otra, la Iglesia real, tal cual es, fuera de la imaginación de ese escritor.

* * *

¡Dulcísimo San Buenaventura! Tus contemporáneos, que tuvieron la dicha de escucharte, quedaron embriagados con tu palabra. Escribieron, «hablaba con lenguaje angélico». Desearía que siguieras hablando como un ángel, sobre todo a los padres, a los educadores, a los políticos, a cuantos son responsables de los jóvenes. Y querría que dijeras: «No temáis ni a la fatiga, ni a las justas reformas, ni a los sacrificios, ni al diálogo, con tal de ayudar a estas criaturas. Y esto, por su bien y también por el vuestro. El que hoy teme a las fatigas y a los sacrificios, lo puede pagar caro mañana».

Tolstoi estaría dispuesto a subrayar tus últimas palabras con uno de sus ejemplos.

En el pequeño principado de Mónaco los jueces hacía muchos años que habían condenado a la guillotina a un malhechor, pero se dieron cuenta de que no había ni guillotina ni verdugo. ¡Tan pequeño era el principado de Mónaco! Pidieron ambas cosas prestadas a la vecina Francia, pero, enterados del precio, se asustaron: «¡Cuesta demasiado!» Dieron un paso análogo junto al rey de Cerdeña. Pero también allí «costaba demasiado».

Mantuvieron entonces al malhechor en la cárcel, pero el carcelero, el cocinero y la comida del preso también costaban lo suyo, con lo que dijeron los jueces: «¡Dejemos abierta la puerta de la cárcel y que se vaya por su cuenta!»

En cuanto vio la puerta abierta, el preso salió a dar un paseo por la orilla del mar. Pero a mediodía acudió a la cocina del príncipe a exigir su comida. Así uno, dos, tres, muchos días…, de forma que aquello amenazaba con pesar lo suyo sobre el presupuesto del principado. Así es que los magnates decidieron llamar a aquel hombre: «¿Es que no te has dado cuenta de que te tienes que ir?» Y él:

«Sí, sí, me voy, pero ¡pagadme!» Tuvieron que pagarle. Y así, con el pretexto de que «Costaba demasiado» y con el aplazamiento indefinido, un bribón más se fue por esos mundos tramando fechorías.

No digamos nunca «¡cuesta demasiado!», si no queremos que el bribón de la contestación salvaje y revolucionaria siga viajando por el mundo. No le demos largas a la solución de los problemas, a los sacrificios y al diálogo. Hablemos con estos jóvenes y tratemos de ayudarles con ayudas y métodos nuevos, adaptados a los tiempos, pero con el mismo apasionado amor con que en tu tiempo, querido santo, les ayudaste tú.

Diciembre 1973.