A Félix Dupanloup[38]

HAY TEXTOS, PERO ¿TENEMOS CATEQUISTAS?

Querido obispo y académico de Francia:

«Carbón encendido, sobre el cual sopla unas veces la naturaleza, y otras, la rada». Así le definieron a usted. Yo creo que sobre usted «sopló» mucho más la gracia que la naturaleza.

Cuando usted luchaba sus grandes batallas en la prensa diaria, en la Asamblea Nacional Francesa, en el Senado o en el concilio Vaticano I, le guiaba y animaba siempre un profundo sentido religioso, y también un corazón apasionado, pero recto y leal.

Dirigió usted un seminario, y el mismo Renan, que había sido alumno suyo, declaró que usted era «un educador inigualable».

Se llevó a cabo en Francia una campaña en favor de la libertad de enseñanza, y Lacordaire, Montalembert y Falloux le tuvieron a su lado en la lucha y en la victoria.

Salió el Syllabus de Pío IX, suscitando reacciones dolorosas en amplios sectores. Usted hizo un comentario del mismo tan moderado y juicioso, que aplacó en parte la tempestad, logrando el aplauso de más de seiscientos obispos y la aprobación del mismo Pío IX.

A Talleyrand, aquel gran pecador y gran apóstata, todos lo consideraban irrecuperable. Pero Dios lo volvió al redil de la salvación sirviéndose de usted: de su tacto, de su comprensión y de su paciencia.

En resumen: usted fue un gran obispo, un gran escritor y un luchador victorioso en todos los movimientos de ideas y opiniones de su siglo.

Pero, para mí, el aspecto más interesante de su persona y de su obra es la pasión por el catecismo.

Comenzó usted a enseñarlo a los niños siendo todavía simple clérigo en San Sulpicio. Continuó esta labor ya sacerdote, jovencísimo, en la Asunción y en la Magdalena. París entero acudía a escucharle. Ya obispo, el catecismo ocupó la cima de sus pensamientos y llenó la mayor parte de sus libros. Escribió en su diario: «Apenas me asignaron la clase de los pequeños, me sentí enardecido. Desde entonces, lo que no es catecismo, acción pura de la gracia en las almas, no es nada a mis ojos. El escritor en ciernes que había en mí, cedió el puesto al catequista y se puso completamente a su servicio». También escribió usted: «El ministerio más bello es el pastoral. Pero el catecismo es más bello todavía. Es el hermoso ideal del corazón de Dios. Nada se le puede comparar. Es el ministerio más puro, más desinteresado y más alejado de toda ambición».

* * *

Me he acordado de usted y de sus apasionadas convicciones catequéticas, porque tengo ante mis ojos el texto del Catecismo para niños que se experimentará en Italia a partir del próximo octubre. Me parece un buen texto. ¿Pero de qué sirve un texto, si después nos faltan los catequistas de mente firme y corazón enardecido?

A mí, cuando era todavía novel sacerdote, me enseñaron: «El texto es solamente una ayuda, un estímulo, pero nunca una cómoda poltrona donde el catequista se tumba para descansar». «El texto, por perfecto que sea, es siempre cosa muerta; al catequista toca infundirle vida». «¡La eficacia de la lección depende de su preparación!» «A los pequeños se les enseña, más que lo que se sabe, lo que se es. De poco sirven las hermosas palabras salidas de la boca del catequista si su conducta las desmiente».

Me contaron en cierta ocasión que San Ignacio se trajo de España a Roma a Pedro Ribadeneira, un muchacho que era un verdadero diablillo. «¡Haz mejor la señal de la cruz!», le dijo un día San Ignacio. «Padre Ignacio, ¡yo la hago lo mismo que vuestros jesuitas!» «¡Qué dices! ¡Mis jesuitas hacen la señal de la cruz como se debe!»

El muchacho no le replicó, pero tramó una de las suyas.

Los jesuitas se levantaban muy temprano y, puesta la blanca sobrepelliz sobre la negra sotana, se dirigían a la capilla por oscuros corredores. Pedro llenó la pila del agua bendita con tinta negra. Los jesuitas, al pasar junto a ella, mojan sus dedos, se santiguan y ocupan los bancos para practicar la meditación. Terminada ésta, se quitan la sobrepelliz en la sacristía. Pedro, veloz como un rayo, coge todas aquellas sobrepellices y se las lleva a San Ignacio:

«¡Venga, Padre, y compruebe las señales de la cruz de sus queridos jesuitas!» ¡Qué sorpresa! Las manchas de tinta revelan claramente que también los jesuitas hacen la señal de la cruz «como Dios quiere», mejor dicho; ¡como Dios no quiere que se haga!

En este momento pasa ante mi imaginación la inmensa fila de los catequistas seglares.

Los primeros, los padres. Ellos son «los primeros predicadores de la palabra», ha dicho el concilio. Por las imágenes sagradas que se tienen en el hogar, por las oraciones comunes que se rezan en el mismo, por las conversaciones entre padres e hijos y por el respeto mostrado hacia los sacerdotes y las cosas sagradas, los hijos pueden hallarse inmersos en un cálido y natural ambiente de religiosidad. Pero se debe hacer algo más.

Una señora preguntó una vez a Windhorst, político alemán, cómo debía ponerse ante la cámara para obtener una fotografía que constituyera un grato recuerdo. Windhorst le contestó: «Señora, ¡con el catecismo en la mano y en actitud de estar enseñándolo a vuestros hijos!»

En realidad, el primer libro de religión que los hijos leen son sus padres. Es bueno que un padre le diga a su hijo: «Ahora hay en la iglesia un confesor. ¿No crees que podrías aprovechar la oportunidad?» Pero es mucho mejor si se le habla de este otro modo: «Voy a la iglesia a confesarme. ¿Quieres venir conmigo?»

* * *

En este punto tropiezo hoy con ciertos objetores: padres que se dicen cristianos y que dejan de bautizar a sus hijos. «¡Nada de presiones sobre mi hijo! ¡Cuando tenga veinte años, ya escogerá él mismo!»

Usted, colega Dupanloup, respondió ya a esta objeción del siguiente modo: ¡A los veinte años! ¡La edad de todas las pasiones! ¡La edad en que un joven necesita que la fe haya penetrado hasta lo más íntimo de su ser para que le sirva de ayuda! ¿Y cómo escogerá vuestro hijo a los veinte años entre tantas religiones existentes, si antes no las ha estudiado todas? ¿Y cómo podrá estudiarlas todas, si no le dejan tiempo los estudios, los deportes, las diversiones y las amistades? Para poder heredar una cuantiosa fortuna sólo se requiere haber nacido. En efecto, heredar riquezas constituye una gran suerte y se piensa, se considera, que, aunque el recién nacido no es capaz de enterarse y dar su consentimiento, cuando alcance el uso de razón se sentirá archicontento y aceptará plenamente la fortuna heredada que sus padres aceptaron en su nombre. Si un padre es seriamente cristiano, debe pensar que el hacerse por el bautismo hijo de Dios y hermano de Cristo, constituye una inmensa fortuna. ¿Por qué, pues, empeñarse en privar de ella a su hijo?

«¡Está bien! —puede contestar el objetor—. ¡Pero esta fortuna lleva consigo graves obligaciones morales! ¡Y éstas no deben imponerse a mi hijo sin su consentimiento!»

También usted, Dupanloup, contestó a este reparo: ¡Cuántas cosas se imponen a los hijos sin su consentimiento! ¡Sin pedir su consentimiento, los habéis hecho venir a este mundo! Sin pedirles su consentimiento, los hijos reciben de los padres el nombre, la familia, el ambiente y la situación social, los vestidos, la escuela primaria, etc. ¿Es que hemos de considerar como una desgracia el que el hijo tenga que cumplir las sabias leyes cristianas? ¿Acaso Dios las ha impuesto a los hombres por un capricho triunfalista o para su propio provecho? ¿No es moralmente grande y feliz el hombre que acepta el tener deberes y respetar los límites? ¿Que el hombre tiene libertad? Es cierto. Pero la libertad no consiste en hacer lo que a uno le viene en gana, sino en poder hacer lo que se debe hacer.

* * *

Después de los padres, son catequistas los maestros de primera enseñanza. Usted escribió cosas finísimas de sus primeros maestros.

Yo recuerdo también con ternura a los que tuve en mi infancia y hago mías las palabras de Otto Ernst: «Para mí no hay nada más grande que un maestro de primera enseñanza».

Me veo de nuevo niño, sentado en los bancos de mi escuela de Canale, con los mismos sentimientos de los escolares de que habla Goldsmith en su obra Aldea abandonada: Asombrados, con la boca abierta, mirando fijamente al maestro y preguntándose todos cómo podía sacar de una cabeza tan pequeña cosas tan grandes y maravillosas.

Entiéndase bien: no soy tan ingenuo como para llegar al extremo de mitificar a los niños y a los maestros. Existe también el reverso de la medalla, lo sé. Los niños son inocentes como ángeles; pero, con frecuencia, son también orgullosos como príncipes, temerarios como héroes, rebeldes como potros, testarudos como borriquillos, volubles como flores de girasol, con una garganta larga como el cuello de las grullas. Sin embargo, están en una edad maravillosa, sincera y plasmable.

En cuanto a los maestros, algunos saben adueñarse de la voluntad de sus alumnos, aprovechando la necesidad que éstos sienten de tener un jefe que se les imponga por su valor y simpatía. Otros, en cambio, están domados y dominados, en vez de ser domadores y dominadores.

«Domada» parecía estar la maestra de primera enseñanza que recuerda nuestro escritor Mosca. Al pasar por el corredor —escribe—, se oía su voz:

—¿Los caba1los tienen quince patas?

—¡No! —contestaban a coro sus alumnos.

—¿Tienen tal vez doce?

—¡Tampoco!

Y reduciendo progresivamente el número de patas, llegaba al número verdadero:

—¿Tienen cuatro?

—¡No! —respondían con entusiasmo los escolares. ¡Pobre maestra!

El citado Mosca era de pasta muy distinta. ¿Cómo llegó a «conquistar» al terrible grupo que formaban la «Quinta C»? Sencillamente, ganándose la simpatía de sus cuarenta muchachos. ¿Pero cómo se ganó la simpatía? Nos lo cuenta él mismo:

«Un moscardón fue mi salvación». Había entrado en el aula un moscardón y su zumbido atraía la atención de los muchachos. «¡Atended a lo que os digo y no al moscardón!» En ese momento, Mosca tiene la ocurrencia de preguntar a un alumno: «¿Serías capaz de abatir el moscardón con tu tirachinas?»

«¡Eso está hecho!», contesta el muchacho, saliendo rápidamente de su banco. Toma el tirachinas, apunta, dispara, pero falla. «¡Dame el tirachinas!», le dice Mosca. Apunta con cuidado, dispara y el moscardón cae muerto a sus pies. Fue un afortunado golpe de extraordinario valor, que le aseguró la inmediata admiración de los chicos, que hasta entonces se mantenían en actitud de amenaza y desconfianza.

«¡Si usted tuviera, al menos, bigote!», le había dicho el director, desconfiando de la edad demasiado joven del maestro. Pero, por lo visto, ¡más que el bigote cuentan otras cualidades! Es incalculable el bien que, con su ascendiente, pueden hacer los maestros a los niños enseñándoles religión.

Pero a condición de que expongan con fidelidad la auténtica palabra de Dios y no las propias opiniones personales. A veces sucede que se cambia la verdad por el progresismo: se desprecia lo que enseña el magisterio de la Iglesia, porque se quiere poner lo nuevo en el lugar de lo antiguo. Pero esta sustitución, que es legítima, oportuna e incluso necesaria, cuando se trata de aspectos secundarios y ya superados de la Iglesia, resulta peligrosísima en otros casos.

Los maestros refieren a sus alumnos el cuento de Aladino y de la lámpara maravillosa que había quitado al mago. En un determinado momento, éste se propone recuperarla. Marcha por las calles gritando: «¡Cambio lámparas viejas por lámparas nuevas!» Parece un magnífico negocio, y es un puro engaño. La inocentona mujer de Aladino cae en la trampa. Ausente su marido, sube al desván, toma la lámpara, cuya prodigiosa virtud desconoce, y la entrega al mago. El bribón se la lleva, dejándole todas sus lámparas de hojalata reluciente, pero sin virtud alguna.

El truco se repite. De cuando en cuando pasa un mago, místico, filósofo o político, lo que sea, y ofrece ventas como auténticas gangas. ¡Cuidado! Las ideas que ciertos «magos» ofrecen, aunque relumbren, ¡son hojalata, cosa humana, de un día! Las que ellos llaman ideas viejas y superadas son con frecuencia ideas de Dios, de las cuales está escrito que no perderá su vigor ni siquiera una coma.

¡Ay, querido Dupanloup, casi le he olvidado escribiendo de catequistas y maestros!

Pero precisamente a estos catequistas y maestros, usted tiene algo que decirles: Que unan, como hizo usted, la fidelidad a Dios con la confianza en los verdaderos valores de la civilización moderna y en la perpetua juventud de la Iglesia.

Agosto 1974.