A Casella, músico[27]
LA MUSICA DE LA RECONCILIACION
Querido músico y amigo de Dante:
Aquello que le contaste a Dante en la falda de la montaña del purgatorio está a punto de repetirse. Dante te vio desembarcar en la playa del antepurgatorio, en la Pascua de 1300, y se quedó de una pieza: «Mi buen Casella, hace ya tiempo que has muerto, ¿cómo es que sigues aquí, sin admitirte aún en el purgatorio, pese a que allí habías sido destinado?»
Y tú: «Es una larga historia. Has de saber que las almas en pena, apenas abandonan el cuerpo, se estacionan reunidas en un «prepurgatorio», exactamente en Ostia, en la desembocadura del Tíber. Allí arriba con su bote un ángel barquero y sube a bordo a los que quiere y cuando quiere, cumpliendo los decretos de Dios. Muchas veces me he presentado a él, pero como si no. Gracias a Dios, desde hace tres meses —es decir, desde que el papa Bonifacio VIII anunció el jubileo—, el ángel admite a cuantos quieren embarcarse. Es ésta una oportunidad, un tiempo de largueza y de misericordia grande y, como yo me he aprovechado de ella, aquí me tienes».
* * *
En el puesto del papa Bonifacio está hoy el papa Pablo.
Él también, querido Casella, ha convocado un jubileo, aunque en circunstancias algo diferentes de las del de 1300. Tu papa Bonifacio tenía sobre sus espaldas una tradición no muy definida; había oído hablar, sí, de otros jubileos anteriores, pero las investigaciones que encargó hacer no fueron muy lejos.
Un viejo saboyano de ciento siete años contaba que, siendo muchacho, había venido a Roma en 1200 con su padre, quien hizo prometer a su hijo que volvería a la Ciudad Eterna, para lucrar las indulgencias extraordinarias, si cien años después (!) viviera todavía. Otros dos viejecitos de Beauvms dijeron que un siglo antes se había otorgado una indulgencia plenaria.
Fuera o no fuera una tradición, el papa Bonifacio, accediendo a los deseos de muchos, firmó su célebre bula y se celebró un jubileo espléndido: la Europa entera del 1300 parecía haberse dado cita en Roma.
Se acudía en masa; a pie, a caballo; llevando en carros a enfermos y a ancianos. Las basílicas de los santos Pedro y Pablo permanecían abiertas día y noche. Los propios cardenales, muy de mañana, hacían las treinta visitas prescritas para los romanos de Roma. Las muchachas —que en aquellos tiempos estaban siempre encerradas en casa— cumplimentaban las visitas de noche, escoltadas por personas de confianza.
Entre los peregrinos ilustres, querido Casella, se encontraban tus paisanos toscanos Dante, Giotto y Giovanni Villani. A este último en la peregrinación le vino la idea —él mismo lo dice— de escribir la historia de su Florencia y volvió a casa con la imaginación poblada de las cosas que había visto en Roma. «Fue —escribe— lo más maravilloso que verse pueda; continuamente, durante todo el año, había en Roma doscientos mil peregrinos, además del pueblo romano, y sin contar los que iban y venían por los caminos, y todos estaban abastecidos a satisfacción de vituallas, tanto caballos como personas, haciendo todos gala de paciencia, sin ruidos ni peleas. Y yo puedo testimoniarlo, porque estuve allí y lo vi. La Iglesia vio acrecentarse mucho sus tesoros con las ofrendas de los peregrinos, y los romanos, con los productos del campo, se hicieron ricos» (Cronaca VIII, 36).
A diferencia de Bonifacio VIII, Pablo VI tiene sobre sus espaldas toda una ya dilatada «tradición jubilar». El ciclo establecido por el papa Bonifacio y plasmado en el dicho «Annus centenus-Romae semper est iubilenus» (en Roma el año centésimo es siempre jubilar), fue rectificado en seguida: Jubileo cada cincuenta años y después cada veinticinco, a fin de que el que lo quisiera, pudiera al menos una vez en la vida disfrutar de esta inmensa gracia.
A medida que avanzaron los siglos, se hicieron progresos en los medios de transporte y en el número de romeros: trenes, automóviles y aviones han podido traer hasta Roma bastante más de los dos millones de peregrinos de 1300.
No sé si lo creerás, pero en el jubileo de 1950 fueron más de 10 000 los peregrinos sueltos, venidos a Roma a pie, en bicicleta, a caballo, en canoa, en sillas de inválidos o remolcados por perros, en camillas de enfermos provistas de ruedas.
Silvia Nero cita al joven Kurt Herming Drake, estudiante finlandés, que salió de Helsinki en julio y llegó a Roma en noviembre. El barón Tritz von Gumpenberg, de veintinueve años, medio ciego, vino solo, a pie, desde su castillo de Poltmes, cerca de Munich, y se volvió también a pie, pasando esta vez por Padua, por ser devoto de San Antonio.
Al referido jubileo Pío XII le asignó un lema: «Gran perdón-gran retorno». Pablo VI, por su parte, lanza el jubileo con esta consigna: «¡Reconciliación!» Reconciliación con Dios; entre nosotros y nuestros hermanos; en el plano personal y en d plano social.
Un lema, una consigna, que es todo música; una música que tú, Casella, de haber estado, hubieras cantado dulcemente como cantaste a Dante, quien guardó de tu canto un recuerdo nostálgico; tanto que decía: «sigue en mí resonando esa dulzura».
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Música de la buena es el reconciliarse con Dios y abandonar el camino torcido, ancho y espacioso, que conduce a la perdición. Por este camino galopan todas las pasiones humanas a la grupa de aquellos caballos del Apocalipsis, que tienen su nombre: ansia y avidez extrema, insaciable de placeres, de riquezas y de honores. El que va por ahí no puede sentirse bien.
El gran Tolstoi habla de un caballo que, en una cuesta abajo, se planta y se rebela, diciendo: «¡Ya estoy harto de tirar del coche y obedecer al cochero; no doy un paso más!» Es muy dueño de hacerlo, pero lo va a pagar caro. Desde ese instante todos están contra él: el cochero, que lo fustiga; el coche, que se le viene encima; los pasajeros, que, dentro del coche, protestan y le insultan.
Así son las cosas. Cuando tomamos el camino torcido y enfilamos contra Dios, subvertimos el orden, rompemos el pacto de alianza con el Señor, renunciamos a su amor y nos enfadamos con nosotros mismos, defraudados de lo que hemos tramado y roídos por los remordimientos.
Mi querido Casella, es verdad que hay quien dice que la música se canta y se toca muy bien incluso en los caminos torcidos, desprecia la anécdota de Tolstoi y asegura que él en el pecado se siente más libre que nunca. Me permito llevarle la contraria con estas solas dos palabras: «amo» y «enfermedad».
Sí; quiérase o no, el pecado se convierte en el amo del Pecador. Puede que, en un primer momento, le haga reverencias y caricias, pero el pecador sigue siendo su esclavo y tarde o temprano probará su látigo.
En cuanto a «enfermedad», hay dos clases: oculta y patente. Una herida viva y lacerante hace daño, pero sabemos que existe y tratamos de curarla. Piensa, en cambio, en un tumor escondido: se desarrolla, se propaga; tú no lo sabes y te diviertes y aseguras a tus amigos que estás estupendamente; pero, de pronto, la metástasis, y ya no hay remedio. Es el caso de quien, cargado de pecados, afirma que no los tiene ni los siente. En cambio, tener un montón de pecados, pero sentir su peso, decidir cambiar seriamente de camino, convertirse seriamente, echarse seriamente en brazos de Cristo, ¡qué música tan maravillosa, mi buen Casella!
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Buena música es también la reconciliación con nuestros hermanos.
En tu época había luchas entre güelfos y gibelinos, entre blancos y negros, entre montescos y capuletos, monaldos y filipescos y no sé cuántas facciones más. Desconsolado y amargado, tu amigo Dante escribe:
¡Ven a ver a montescos y capuletos,
a monaldos y filipescos…,
ven a ver cuánto se ama la gente!…
Que las ciudades de Italia llenas todas están
de tiranos y se convierte en un Marcelo
cualquier villano que entra en un partido.
Hoy, querido Casella, ocurre otro tanto: tiranos aparte, vemos bloques contra bloques, naciones contra naciones, partidos contra partidos, corrientes contra corrientes, particulares contra particulares.
Leemos todos los días noticias de atentados de aviones secuestrados, de bancos asaltados, de bombas lanzadas intencionadamente para hacer estragos entre gentes inermes o inocentes. Focos de desorden surgen un poco por doquier; se proclama la revolución como único remedio de los males de la sociedad y se educa a la juventud en la violencia.
En medio de toda esta confusión anarcoide y alocada, no cabe duda de que la reconciliación reinstaurada entre los hombres sería la música más apetecida y necesaria. A ella quiere contribuir intensamente el jubileo con esta dinámica: «Reconciliaos primero con Dios, renovando vuestro corazón, poniendo amor donde haya odio, serenidad donde haya ira, moderación y honestidad donde haya desenfreno. Una vez renovados y transformados por dentro, mirad fuera con otros ojos y hallaréis un mundo distinto».
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Es curioso, querido Casella, cómo el propio mundo, con sus mismísimas cosas, con sus mismos ambientes y sus mismos habitantes, puede aparecer totalmente distinto sólo con que, gracias a la reconciliación, se le agreguen el amor y la paz, que antes faltaban.
Lo dice el caso de aquel general coreano que, tú, experto en armonías, entenderás muy bien. Muerto y juzgado, fue destinado al paraíso, pero cuando llega ante San Pedro, le viene un deseo y lo expone: meter antes la nariz en la puerta del infierno sólo para hacerse una idea de aquel lugar de tristeza. «De acuerdo, concedido», responde San Pedro.
Se asomó entonces a la puerta del infierno y vio una sala inmensa, llena de largas mesas. Había en ellas muchas escudillas con arroz cocido, bien condimentado, aromático y apetitoso. Los comensales estaban sentados, hambrientos, dos para cada escudilla, uno enfrente del otro. ¿Y qué? Pues que para llevarse el arroz a la boca disponían —al estilo chino— de dos palillos, pero tan largos que, por muchos esfuerzos que hicieran, no llegaba ni un grano a la boca. Este era su suplicio, éste su infierno. «¡Me basta con lo que he visto!», exclamó el general; regresó a la puerta del paraíso y entró.
La misma sala, las mismas mesas, el mismo arroz, los mismos palillos largos. Pero esta vez los comensales estaban alegres, sonriendo y comiendo. ¿Por qué? Porque cada uno, tomando la comida con los palillos, la llevaba a la boca del compañero de enfrente y todo salía a la perfección.
Pensar en los demás, en vez de en sí mismo, resolvía el problema, transformando el infierno en paraíso.
Fábula verdadera, querido Casella. Más que en pasarlo bien —decía Manzoni—, habría que pensar en hacer el bien. ¡Cuánto mejor íbamos a estar todos entonces!
Septiembre 1973.