A Alvise Cornaro[28]
¿SOMOS VIEJOS, ESTAMOS PARA EL ARRASTRE?
Querido veneciano supernonagenario:
¿Por qué le escribo? Porque fue usted un simpático veneciano de hace cuatrocientos años. Porque a través de un librito —leidísimo en virtud de su deliciosa ingenuidad— hizo usted propaganda de la vida sobria. Y, sobre todo, porque fue usted un modelo de ancianito tranquilo.
Hasta los cuarenta años sufrió usted de estómago «frigidísimo y humidísimo», de «dolor de costado», de «principio de gota» y otros mil males. Pero un buen día tiró por la borda todas las medicinas. Había descubierto que «quien quiere comer bastante, debe comer poco», y se entregó a la sobriedad.
Recuperada la salud, pudo entonces usted dedicarse al estudio, a la «santa agricultura», a la hidráulica, a la mejora del suelo, al mecenazgo, a la arquitectura, siempre haciendo gala de buen humor, siempre poniendo buena cara y escribiendo, entre los ochenta y noventa años, sus Discorsi intorno alla vita sobria, dedicados a animar y convencer de que nosotros, los ancianos, podemos sacarle jugo a la vida serena y útilmente empleada.
En su tiempo no eran muchos los que podían alcanzar la vejez. No se conocían muchas normas higiénicas; no existían los adelantos y comodidades modernas; no estaban, como lo están hoy, casi vencidas determinadas enfermedades; la cirugía no contaba con los medios tan efectivos y de tan prodigiosos resultados con que cuenta hoy; las gentes no alcanzaban la media de setenta años de vida, como hoy sucede en algunos Estados.
Hoy, nosotros, los viejos, estamos avanzando numéricamente en toda la línea.
En Italia, los de sesenta años para arriba somos casi la quinta parte de toda la población. Nos llaman la «tercera edad». Sólo con contar cuántos somos, tendríamos que animarnos.
Y, sin embargo, ¿qué pasa? Lo que sucede es que a veces nos dejamos invadir por el decaimiento. Nos da la impresión de estar arrinconados, como tornillos viejos, como ciclistas abandonados por el pelotón. Cuando nos jubilamos o cuando los hijos se casan y se van a vivir a otra parte, sentimos bajo nuestros pies el vacío afectivo y no sabemos dónde agarrarnos. Cuando llegan los achaques y los signos de decadencia física, ponemos cara de pocos amigos. En lugar de acordarnos, sobre todo, de las alegrías que Dios nos sigue concediendo, cedemos a la melancolía del dicho veneciano, que usted nunca quiso hacer suyo: Somos viejos, estamos «para el arrastre», esto es lo malo.
El fenómeno se agrava si, traspasados los sesenta, tenemos que dejar la casa, que fue la nuestra y con la que ya estábamos identificados, para convertirnos en huéspedes de una «Casa de reposo». Muchos se adaptan a ella y están a gusto, pero algunos, en cambio, se sienten como pez fuera del agua. «No dejan que me falte nada —me decía uno—, esto podría ser muy bien la antesala del paraíso, ¡pero para mí es un purgatorio anticipado!»
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Los problemas de los ancianos son hoy más complicados que en la época de usted y, tal vez, humanamente más profundos, pero el remedio clave, querido Cornaro, sigue siendo el de usted: reaccionar contra todo pesimismo o egoísmo. «Me pueden quedar todavía decenas de años de vida; he de utilizarlos para recuperar el tiempo perdido, para ayudar a los demás; quiero hacer de la vida que me queda una llamarada de amor a Dios y al prójimo.
»¿Que tengo pocas fuerzas? Puedo, al menos, rezar. Soy cristiano, creo en la eficacia de las oraciones que las monjas de clausura elevan a Dios en sus conventos, creo también con Donoso Cortés que el mundo necesita más oraciones que batallas. Además, nosotros, los ancianos, ofreciendo a Dios nuestras penas y esforzándonos por soportarlas serenamente, podemos también influir grandemente en los problemas de los hombres que luchan en el mundo».
Exposición razonada y razonable. Si luego nos quedan energías y disponibilidad de tiempo, podemos hacer otras cosas. En efecto, ¿por qué no ponernos a disposición de las obras buenas? En cierta parroquia, maestras jubiladas y empleados ancianos están constituyendo una ayuda preciosísima.
En Francia, para no dejarse marginar de la vida, los ancianos se han organizado decididamente. «Por todas partes —se dijeron— surgen grupos espontáneos de jóvenes. ¡Hagamos grupos espontáneos de ancianos!» Y se produjo un movimiento muy considerable, que cuenta con un obispo como consiliario, y promueve la amistad y la espiritualidad de los militantes y la asistencia y apostolado en favor de otros ancianos, que arranca a muchos de ellos del aislamiento y de la desesperanza y hace brotar energías dormidas e insospechadas.
No fue usted el único que escribió libros después de los ochenta años, querido Alvise Cornaro. Goethe acabó Fausto a los ochenta y un años. Tiziano pintó su Autorretrato después de los noventa. Por lo demás, somos viejos para los que vienen detrás de nosotros; en cambio, para aquellos que envejecen junto a nosotros somos siempre jóvenes. Luego, con una pizca de malicia, podemos decir que el cómputo de los años se hace un poco al tuntún. Cuando Gounod —a sus cuarenta años— compuso su Fausto, le preguntaron: «Exactamente, ¿qué edad debe tener Fausto en el primer acto?» «¡Pero, Dios santo —respondió Gounod—, la edad normal de la vejez: sesenta años!» Veinte años después era Gounod el que tenía sesenta años; entonces le volvieron a preguntar lo mismo, e ingenuamente respondió: «¡Pero, por Dios, Fausto debe tener la edad normal de la vejez: ochenta años!»
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Llegado a este punto, me es fácil hacer una profecía. Esta carta que le escribo a usted, pero para que la lean otros, no interesará a los lectores jóvenes, que dirán fastidiados: «¡Esto es para viejos!»
¿Pero acaso no llegarán ellos también a viejos? Y si de verdad existe un arte, una metodología para ser «buenos ancianos», ¿no será conveniente aprenderla a tiempo? Cuando yo era joven estudiante, me ocurrió que el profesor de Derecho canónico, al llegar a los cánones del Código que hablan de los deberes de los cardenales, de los metropolitanos y de los obispos, dijo: «Estas cosas son poco corrientes, las saltamos; si alguno de ustedes, por casualidad, llega a esos cargos, ¡ya las estudiará por su cuenta!» Y por eso cuando me vi convertido en obispo y metropolitano, tuve que partir de cero.
Ahora bien, si entre los jóvenes teólogos son pocos los que llegan a cardenales, casi todos los jóvenes de hoy, en cambio, llegarán mañana a la vejez con el deber de aprender sobre la marcha ese arte y de aplicarlo después. A la edad primaveral de los veinte años uno es gruñón al 20 por 100; ¡pues a los sesenta años lo somos al 60 por 100, si no nos corregimos! Así que es mejor suavizar nuestro carácter lo antes posible.
Aparte de esto, no es malo que los jóvenes sepan que, además de los suyos, están los problemas delicados y complicados de aquellos con quienes se codean. Un joven obispo, San Pablo, recomendaba a Timoteo: «No reprendas con aspereza a un viejo, sino exhórtalo como se exhorta a un padre».
Es cierto, sin embargo, que, al escribirle a usted, he pensado, sobre todo, en nosotros, los ancianos, que tenemos necesidad de comprensión y aliento. Siempre en línea —querido y noble Cornaro— con cuanto escribió usted. En línea también con lo que el director de un diario solía recomendar a sus colaboradores: «Escribid con frecuencia cosas para los ancianos. Si dais con algún caso de longevidad (por ejemplo, un hombre que se acerca a los cien años en plena lucidez y con fuerzas todavía vigorosas y frescas), que no se os escape la noticia; que no deje de entrar, ponedla en la sección de notas de sociedad. Hay un público de ancianos a los que les gustará leerla, y exclamarán: ¡Este es un periódico bien informado!»
¡Qué contento me pondría yo si se dijera: «¡Qué bien informado está el Messaggero di San Antonio!»
Octubre 1973.