A los cuatro del Club Pickwick[12]

LAS METEDURAS DE PATA Y LA ESCALA DE MOHS

¡Siempre me habéis caído simpáticos, queridos señores!

Tú, presidente Pickwick, caballeresco como otro don Quijote, siempre acompañado de ese alegre y leal muchacho de Sam Weller, ocurrente y sabio como Sancho Panza. Y vosotros, Tupman, Snodgrass y Winkle, con vuestras simpáticas extravagancias. ¡Todos me habéis caído simpáticos!

Cuando os leía, vuestras figuras saltaban llenas de vida de las páginas de Dickens y me hacían sonreír. Casi, casi llegué a comprender por qué aquel lector agonizante pidió a Dios que le concediera diez días más de vida para poder así recibir y leer el último fascículo del libro que os ha hecho inmortales.

Pero ahí estás ahora, presidente Pickwick, de rodillas ante una piedra desgastada, que sobresale de la tierra junto al umbral de una casa.

—¡Santo cielo! —exclamas, mientras restregas la piedra con el pañuelo. Vislumbras en la superficie unas letras, tienes la pronta y clara sensación de que se trata de una antiquísima pieza arqueológica, se la compras al dueño de la casa por diez chelines y te la llevas, como una reliquia, para mostrársela a tus tres amigos.

La pones sobre la mesa, y la «devoráis» entre todos con unos ojos brillantes de emoción. Transportada ceremoniosamente a la sede del club, ante la asamblea general convocada al efecto, diversos oráculos comienzan a abrir la boca sobre ella, avanzando las conjeturas más ingeniosas y sutiles.

Tú mismo, presidente, con la erudición que te distingue, escribes un opúsculo con veintisiete posibles interpretaciones. Trabajo que viene merecidamente recompensado: dieciséis asociaciones científicas, nacionales y extranjeras, te nombran miembro honorario en reconocimiento del hallazgo.

Pero en seguida surge un contradictor envidioso en la persona de Blotton, miembro también del club. Lleva a cabo una investigación, interroga al hombre que había vendido la piedra y expone los resultados de su trabajo: «La piedra es, sin duda, muy antigua, pero la inscripción es reciente, realizada por el mismo que la ha vendido. Este asegura que su intención sólo era escribir: BILL STUMP, MI FIRMA. Cualquiera puede verlo».

La reacción del club no se hace esperar: expulsión de Blotton por infamia y presunción; donación de unas gafas de oro, por unánime voto, al presidente Pickwick, en señal de reconocimiento y estima; moción de censura de Blotton por parte de las dieciséis asociaciones.

Pero ahora, entre nosotros, podemos confesarlo: no se trataba de una «pieza arqueológica», sino de una «piedra» común y corriente. Metiste la pata hasta el fondo, presidente. Y, con toda buena fe, se la hiciste meter también a tus tres amigos, a todo el club y a las dieciséis asociaciones.

Estas cosas ocurren. Y precisamente porque ocurren y para que ocurran lo menos posible, Santo Tomás, un doctor de la Iglesia, escribió una obrita sobre las «meteduras de pata» y la tituló De fallaciis. ¿Te importa que examinemos juntos algunos capítulos? ¿No? ¡Gracias!

* * *

Tu metedura de pata, presidente, sería para Santo Tomás un «paralogismo», es decir, una argumentación falsa, pero hecha de buena fe.

Las hay también hoy. Con frecuencia he tenido que escuchar, por ejemplo, los paralogismos de quienes atacan, de buena fe, a la Iglesia. Por una parte, me duelen, por amor a la verdad, pues la Iglesia es totalmente distinta de lo que esas gentes piensan. Pero, por otra, me sirven de consuelo: veo que, a menudo, más que a la Iglesia, se oponen a la idea que ellos mismos se han formado de ella.

Por lo general, estas meteduras de pata de buena fe o «paralogismos» son fruto de ciertos prejuicios que pululan en el ambiente y que la propaganda pone en circulación a base de slogans efectistas. Así, por ejemplo, «Iglesia de los pobres», «tesoros del Vaticano», «Iglesia aliada con el poder», son conceptos que actualmente enemistan con la Iglesia a no poca gente que hasta ayer la amaba y apreciaba sin reservas.

Si se pregunta a esa gente qué entiende por «Iglesia de los pobres», quizá no sepan responder. Si se les explica que los famosos «tesoros» no tienen un valor comercial, que una Santa Sede que debe hacer frente a mil problemas y necesidades, también y sobre todo de los pobres, necesita una renta anual incluso abundante, esa misma gente se rinde en parte y lo acepta.

Pero no importa: la propaganda continúa, los prejuicios penetran, las «meteduras de pata» no se evitan. Afortunadamente, Dios juzgará un día a los hombres tras sopesar sus cabezas y los salvará —así lo espero— a pesar de sus ideas involuntariamente equivocadas.

* * *

Pero no todos tienen la misma buena fe que tú, presidente, cuando se equivocan. Los hay que pretenden engañar intencionadamente con sus palabras. No se trata ya del paralogismo, sino del «sofisma», y aquí entran en juego bajas pasiones humanas. ¿Cuáles?

Pongo en primer lugar el espíritu de contradicción, típico del testarudo. Si tú afirmas, él siente la necesidad de negar. Que niegas, él tiene que afirmar. Dialogas con él; pues bien, mientras hablas, él sólo piensa en cómo contradecirte, refutarte, afirmarse.

En un puente estrecho, colgado entre las dos orillas de un torrente, se paró una vez un mulo, afincándose firmemente en sus cascos. Intentaron arrastrarlo por la cabeza, molerle a palos las costillas: no había modo de moverlo. A uno y otro extremo del puente la gente esperaba impaciente.

—¡Dejádmelo a mí! —dijo uno, que merecía ser miembro del club Pickwick. Se acercó, cogió al mulo por el rabo y le dio un estirón. Al sentir que lo querían arrastrar hacia atrás, el animal salió como una flecha hacia adelante, dejando libre el paso.

Así somos nosotros a veces, querido presidente. Hacemos lo que los demás no quieren; no hacemos lo que los demás esperan de nosotros. Y, al comportarnos así, no somos ni serenos ni rectos al pensar y al hablar.

* * *

¿Has oído hablar alguna vez de Mohs, presidente? Era un científico que murió en 1839, justo dos años después de la publicación de las «actas» de vuestro club. Es el inventor de la «escala de Mohs», que indica, mediante diez peldaños ascendentes, la dureza de los minerales: del talco y del yeso va subiendo, de dureza en dureza, hasta el diamante. Pues bien, presidente, deberías decirle a Mohs que algunas cabezas parecen ser más duras que el diamante: no ceden jamás, se obstinan en una opinión equivocada, y ya puedes darles todas las pruebas en contra que quieras. «Dale un clavo al testarudo —dice el refrán— y lo clavará con la cabeza». En otras cabezas, en cambio, ha entrado la hipercrítica. Hombres que cortan pelos en el aire, que examinan los dientes a todos, que no se dan por satisfechos con nada ni con nadie.

Otros son dogmáticos: como han leído una revista, han viajado o han tenido una cierta experiencia, creen que pueden dar lecciones a todos y meter las narices en el centro del universo. Uno de éstos decía:

¿El municipio? Yo le di principio.

¿El Parlamento? Yo lo fundamento.

¿El Señor Dios? ¡A ése lo hice yo!

Es evidente: los testarudos, los hipercríticos y los dogmáticos están más que expuestos e inclinados al sofisma. Y, a la inversa, la opinión modesta de sí mismo, el deseo de escuchar también a los demás, inclina a decir la verdad.

En esta buena disposición de ánimo se encontraba Machi, nuestro etnólogo florentino y tu contemporáneo, presidente, un hombre muy viajero, que solía decir: «¿París? Sí, ya lo he visto: es como Florencia, pero en grande. Cuando se acaba Florencia, comienza otra Florencia, y luego otra… Unas cuantas Florencias juntas hacen París. ¿Massaua? Sí, también lo he visto: es como una Florencia en pequeño, sin monumentos, sin el Viale dei Colli y sin el ‘Nuovo Giornale’». Muy modesto, como ves, y con razón, pues cuanto menos soberbio se es, mejor defendido está uno contra la falsedad y el error.

* * *

Sólo que, además de la soberbia personal, interviene también la soberbia de grupo, que provoca otros sofismas. Piensa, por ejemplo, en el partido, la clase, la ciudad natal: se corre el riesgo de abrazar una idea, no porque se la tenga por verdadera, sino porque es la idea del grupo, del partido. Los errores del racismo, del nacionalismo, del patrioterismo, del imperialismo, abrazados por millones de hombres, se deben precisamente a esto.

De aquí vienen también los sofismas producidos por el oportunismo. Por pereza, por interés, se va, sin reaccionar, adonde van los demás, plumas llevadas por el viento, troncos arrastrados por la corriente. También tú caíste, presidente, cuando asististe a los famosos mítines electorales en que se enfrentaban los candidatos y electores «azules» y «amarillos» de la ciudad de «Come y bebe».

Al apearte de la diligencia con tus amigos, te viste rodeado de un excitado grupo de «azules», que en seguida te pidieron que simpatizaras con su candidato Slumkey. Transcribo de las «Actas del club»:

—¡Viva Slumkey! —rugieron los «azules».

—¡Viva Slumkey! —repitió el señor Pickwick, quitándose el sombrero.

—¡Abajo Fizkin! —rugieron los «azules».

—¡Abajo! —repitió el señor Pickwick.

—¡Viva! —y 9.quí se oyó un griterío semejante al de un campamento cuando se toca la campana para el rancho.

—¿Quién es Slumkey? —susurró Tupman.

—No sé —respondió Pickwick en el mismo tono—. Pero calla y no interrumpas. Hay momentos en que es mejor hacer lo que hace la multitud.

—Pero ¿y si hay dos multitudes? —sugirió el señor Snodgrass.

—Entonces, hay que gritar con la más numerosa —replicó Pickwick.

¡Ay, presidente! Has dicho más con esta frase que con todo un volumen. ¡Ay! Cuando se llega al extremo de gritar con quien grita más fuerte, todos los errores son posibles. Y no siempre fácilmente reparables. Tú lo sabes: basta un loco para tirar al pozo una joya; quizá no basten veinte sabios para sacarla.

¡Tú lo sabes, y quiera Dios que todos lo sepan y que nadie haga el «loco»!

Mayo 1972.