A Cristóbal Marlowe[32]
LA BURLA MÁS LOGRADA DEL DIABLO
Ilustre poeta:
Me encontré por vez primera contigo leyendo a Carducci.
Este se imagina que va en carroza, viajando a lo largo del Chiarone, riachuelo de la Marisma toscana. Las «macilentas mulas» trotan, la oscuridad aumenta, cae una lluvia tenue y el poeta va leyendo precisamente un libro tuyo. Alucinantes visiones debe de proporcionarle tu lectura, porque escribe:
Malvado verso torvo,
como el hombre que sueña
hundido en pesadilla,
beodo de cerveza…
vapor ácido exhalas
de una tristeza horrenda.
En un momento dado, no puede más y arroja de sí tu libro:
Y tú, Marlowe, ¡al agua!
Era yo entonces un muchacho; nada tiene de particular que me hiciera esta pregunta: «¿Qué tendrá de horrible ese libro? No puedo rescatarlo de las aguas del Chiarone, pero ¿y si doy con él en una biblioteca?»
Di con él, era la Trágica historia del doctor Fausto.
Ya lo creo que es trágica y sombría. En las primeras páginas leemos los términos en que se formula el contrato entre Fausto y el diablo: «Primero: el doctor Fausto podrá hacerse espíritu en forma y sustancia. Segundo: el diablo Mefistófeles será su criado y se pondrá a sus órdenes. Tercero: Mefistófeles hará o proporcionará a Fausto lo que fuere. Cuarto: Mefistófeles permanecerá invisible en el aposento o en la casa de Fausto. Quinto: se le aparecerá al dicho Juan Fausto en cualquier momento y en la forma o bajo el aspecto que quiera».
«Yo, Juan Fausto, de Wittemberg, doctor, por la presente cedo mi alma y mi cuerpo a Lucifer, príncipe del Este, y a su ministro Mefistófeles, y además le otorgo pleno derecho, transcurridos veinticuatro años, a llevarse al supradicho Juan Fausto, en cuerpo y alma, carne, sangre y bienes, a su morada, esté donde estuviere. De mi puño y letra. Juan Fausto».
Llegado al final del drama, me pregunté: «Es genial este Marlowe como poeta tremendista, pero ¿no es una estupidez la del diablo y una locura la del doctor llevando adelante semejante contrato?» Hoy estoy en disposición de contestar: «¡Sí, desde luego, el diablo, un estúpido, y el doctor, un loco! ¡Menos mal que no existió tal contrato!» Pero, mira por dónde, sale otro y dice: «¡No, menos mal que quien no existe es el diablo!»
Pienso que a ti, Marlowe, esta moderna negación del diablo te interesa muy poco; ya hace cuatrocientos cincuenta años que tú, si te he entendido bien, te inclinabas por ella. En cambio, a mí no me hace ninguna gracia.
Pienso con Carlos Baudelaire, poeta, como tú, y que, como tú, no era ningún angelito, que «la burla más lograda del diablo es la siguiente: hacer creer a los hombres que él no existe». Él, el diablo, uno de los protagonistas de la historia, trata de pasar de incógnito en el mundo y de que le nieguen los hombres para conseguir de ellos que promuevan contra Dios la rebelión que un día él emprendió. Y, en parte, lo ha logrado.
Prueba de ello ha sido lo que ocurrió hace unos meses, cuando el papa hizo una severa advertencia sobre el diablo, diciendo que existe no sólo como mal impersonal, sino como auténtica persona, invisible, sí, pero incansablemente activa en perjuicio del hombre.
Hubo enérgicas reacciones. Algunos, desde lo alto de los periódicos y revistas, como improvisados teólogos, sentenciaron con aplomo que aquélla no era forma de hablar de un papa, resucitando mitos medievales e interrumpiendo el «progreso» de una teología que estaba ya confinando al diablo en un mínimo reducto impuesto por la «cultura».
Salió incluso un libro titulado El papa y el diablo. Tú, Marlowe, lo habrías definido como malígnantis naturae. En ese libro, en efecto, el diablo es un mero pretexto, pues el servicio de Pablo VI a la Iglesia y al mundo es el tema verdadero, tratado con la apariencia de un riguroso aparato de datos de investigación objetiva, mientras que, en realidad, en el trasfondo lo que hay es o una congénita incapacidad de entender lo que es la Iglesia, o la ingenuidad del que habla de oídas, o una desagradable tendenciosidad.
Mucho más positiva es la reacción de algunos teólogos de «manga ancha». Interpelados, respondieron a regañadientes que un católico no puede correctamente negar la existencia del diablo, dado lo abiertamente que de él habla la Biblia.
* * *
Aquí está el quid: la Biblia y la correcta lectura de la misma. Llama la atención una cosa y es que, mientras las religiones del antiguo Oriente contaban con una demonología desarrolladísima y pintoresca, el Antiguo Testamento concede al demonio un puesto restringido. El temor de lesionar el monoteísmo, de perjudicar al culto hebraico oficial o de falsear el problema del mal explican seguramente esta reserva de los escritores sagrados.
El Nuevo Testamento es mucho más explícito. Con frecuencia nos encontramos con nombres tales como «demonios», «espíritus», «espíritus malignos», «espíritus impuros», «el maligno», «el tentador».
Estos «espíritus» —según el Evangelio— tratan de oponerse a la venida del Reino y pueden tentar a los hombres, como tentaron a Jesús en el desierto.
Para San Juan, la pasión de Jesús es una lucha contra el demonio; en los Hechos se dice que la predicación de los apóstoles será la prosecución de la lucha entre el Reino de Dios y el reino del demonio.
Tanto Jesús como sus oyentes le echan muchas veces al demonio la culpa de las enfermedades: ceguera, mudez, sordera, convulsiones, trastornos mentales. Jesús curó aquellas enfermedades, pero nunca valiéndose de fórmulas mágicas o exorcismos, sino dando una orden o haciendo un simple gesto.
San Pablo habla a menudo de la potencia del diablo y de la tentación, a la que ve frecuente, variada y dañina: el diablo llega a transformarse en ángel de luz para mejor engañar a los cristianos. El propio Pablo se siente abofeteado por un «ángel de Satanás» con agresiones sin especificar. No obstante, no se arredra, pues el poder de las tinieblas no será capaz de apartarle de la caridad de Cristo. Jesús —dice— nos ha liberado de la potencia del demonio y son los cristianos los que, al final, juzgaremos a los ángeles.
Más colorido tiene el libro del Apocalipsis. A decir verdad, su demonología, con su trasfondo de luchas y victorias de ángeles sobre demonios, no es fácil de interpretar. La demonología de los primeros siglos cristianos estaba influenciada por el Apocalipsis. Allí aparece con frecuencia el «tema de la astucia». Dios habría escondido su divinidad bajo la naturaleza humana de Cristo, pero el diablo se habría echado encima, de improviso. Cogido como un pez atontado en el anzuelo, dice San Gregario papa. Preso como un ratón goloso en la trampa de la cruz, dice San Agustín. San Cirilo de Jerusalén habla, en cambio, de un veneno que, al ingerirlo, le obliga al diablo a escupir las almas que tenía prisioneras.
Este tema del diablo engañador engañado, abandonado en seguida por los teólogos, fue recogido por los artistas. No te agradó a ti, Marlowe, que hiciste que el pobre Fausto acabara para siempre bajo las garras de Mefistófeles; pero sí agradó a Dante y agradó a Goethe.
En Dante tenemos a Buonconte de Montefeltro excomulgado y víctima segura del diablo, que le está esperando como presa segura. Pero Buonconte, antes de morir, tiene la feliz idea de invocar a la Virgen. El ángel del Señor se hace con su alma y al diablo, corrido y burlado, no le queda más que salir detrás de él gritándole:
¡Oh tú, el del Cielo!, ¿por qué me lo quitas?
En Goethe, el pobre Mefistófeles, tras haberse fatigado largos años en satisfacer todos los deseos de Fausto joven y viejo, se queda con un palmo de narices. En el último momento bajan del cielo coros enteros de ángeles para neutralizar las malicias diabólicas y salvar a Fausto. Despechado, Mefistófeles grita:
El alma que me había prometido…
me la han quitado con engaños.
Dios, sin embargo, no engaña a nadie, diga lo que diga Mefistófeles. Este, con todos los suyos, sí que es un tramposo.
* * *
Tal es el tema predominante en la demonología de los Padres que se refugiaron en el desierto en los primeros siglos de la Iglesia. Este desierto no lo conciben como un refugio opuesto a la corrupción del mundo, lugar donde en la soledad habla Dios privilegiadamente al corazón del hombre. Al revés, es el campo de batalla donde los solitarios van a medirse con el diablo y a derrotarlo, como ya hizo Jesús. Los diablos —según aquellos Padres— consideran al desierto terreno propio. «¡Fuera de nuestra casa!», le gritaban a San Antonio, poniendo en el camino de éste mil obstáculos con el fin de que no pudiera pasar y no viniera a estropear su último refugio llenándolo de monjes.
Son famosas las malas pasadas que los demonios le jugaron, convertidas luego en el pan cotidiano de todos los anacoretas y que los piadosos peregrinos que van a visitar a los Padres del desierto les oyen contar con estupor. San Pacomio dobla las rodillas para rezar y el diablo va y le cava un hoyo; está trabajando y el diablo se pone de repente enfrente de él en forma de gallo gritándole en la nariz; se pone a rezar, y un lobo y una zorra saltan sobre él, aullando. San Macario, yendo de viaje a un templo idólatra, fue clavando a lo largo del camino en la arena una serie de palitos para poder volver a encontrar, de regreso, el camino; pero se quedó dormido y el diablo arrancó entonces todas las señales, y Macario se las encontró a guisa de almohada bajó la cabeza.
En resumen: diablos tentadores, despechados, enredadores, envidiosos, sobre los cuales, si el monje ora y vigila, alcanzará completa victoria. Por supuesto que, más que ante verdaderas historias, nos encontramos ante libros didácticos o moralizantes.
Sin embargo, se leyeron y creyeron como historias, impresionando a los fieles sencillos y dando origen a otros libros y otras creencias.
En la Edad Media creían todavía que el diablo venía a atormentar especialmente a los mejores bajo disfraces ora terroríficos, ora conturbadores. ¿La pobre monjita quiere una fuente de ensalada? En esa fuente está Satanás. ¿Que un fraile se complace en un pajarito que canta en su celda solitaria? En aquel canto está Satanás. Incluso puede anidar Satanás en las miniaturas del libro de oraciones, en las imágenes pintadas sobre el altar y hasta en el estrecho cordón que ciñe el sayal del fraile.
Peor aún: Satanás, íncubo, viola a las vírgenes y procrea en su seno hijos nefandos. ¡Ay de mí! La religiosidad medieval cae con frecuencia en esta materia en el ámbito de la superstición.
Roberto, duque de Normandía, llevó el sobrenombre de el Diablo, porque creían que había sido engendrado por el diablo.
A la demonología se unió y alió frecuentemente y pese a los esfuerzos de la Iglesia, la magia. L bruja, la mujer maléfica, la envenenadora, halla crédito hasta los siglos XVI y XVII. Se cree que podía utilizar fuerzas infernales contra un enemigo y se pretende que mujeres obsesas volaban de noche para ir a tomar parte en los festines sabáticos de Satanás.
¿Cómo explicar todo esto? No se trata solamente de maldad, porque frecuentemente ha habido ignorancia y buena fe. Digamos entonces: ingenuidad de escritores que han aceptado hechos sin verificarlos debidamente; credulidad facilona que mezcló imprudentemente palabra de Dios y manifestaciones supersticiosas; fenómenos psicológicos y patológicos observados con ojos superficialmente religiosos en vez de con mirada científica.
Rechazar estas exageraciones y estos errores no quiere decir rechazarlo todo.
Que existe el diablo, espíritu puro invisible, no es ya problema para la existencia de Dios y de los ángeles. Admitir su poder sobre la humanidad no tiene por qué asustarnos, si creemos en la victoria alcanzada por Cristo. En la cruz el Señor parecía vencido. Pero era él el vencedor y así se vio en la resurrección.
Nos encontramos en la misma situación: sujetos a tantas tentaciones, pruebas y dolores, parecemos vencidos, ¡pero con la gracia del Señor seremos vencedores!
Enero 1974.