A Pablo Diácono[14]

LA MANIA DE LAS VACACIONES

Ilustre escritor e historiador:

El inminente Congreso Eucarístico Nacional que va a celebrarse en Friuli (agosto de 1972) me ha hecho acordarme de ti, que, aunque de origen longobardo, naciste en Friuli y escribiste de tu gente con afecto filial.

Los longobardos que vienen a Italia —han pasado ya doce siglos— ascienden a algunos cientos de miles. Tú los describes avanzando por la vía Postumia y te parecen un hormiguero en marcha.

¿Si volvieras ahora? ¿Si un sábado o un domingo de julio o agosto te sentaras en el paso de Faldato y te pusieras a contar los coches, extranjeros e italianos, que bajan hacia Caorle, Jesolo y Venecia, o que suben hacia el Cadore? ¿Si te sentases en el Brénnero o junto a otros pasos alpinos aún más congestionados de turistas?

¿Si yo te dijera que, sólo en los días del «ferragosto», serán un millón los milaneses que abandonan Milán, un millón los romanos que salen de Roma, una procesión interminable los coches que circulan en todas las direcciones, a todas las horas, por todas las carreteras de Italia?

Me imagino tu asombro y tu pregunta: «Pero ¿adónde va toda esta gente?»

«Va al mar, a la montaña, a visitar monumentos y curiosidades naturales; va en busca de fresco, de verde, de arena, de aire yódico o resinoso, de evasión».

«¿Y dónde podrán acomodarse?»

«En todas partes: en hoteles, en pensiones, en aldeas turísticas, en ‘casas de vacaciones’, en moteles, en campings. ¿Ves esa cosa de cuatro ruedas, remolcada por un coche? Es una roulotte, una casita móvil».

En tu tiempo, deteníais el caballo y lo atabais a un árbol; en el nuestro, paran el coche o la roulotte donde haya un grupo de árboles y corra un arroyo, sacan una bombona de gas, un hornillo y un frigorífico portátil, preparan la comida y se la comen sentados en la hierba, gozando del rumor de las hojas movidas por el viento, del zumbido de las abejas y de los abejorros, del perfume de la hierba y de las flores, del color del cielo, del contacto directo con la naturaleza, que les embriaga y les relaja al mismo tiempo. En la roulotte, entre otras muchas cosas, están ya preparadas las literas plegables, con colchones de espuma. Al anochecer, las sacan y duermen en ellas toda la noche, esperando que los despierte el canto de los pájaros. En una palabra, quieren darse un baño, aunque sea corto, en medio de la naturaleza, ahogar sus habituales penas y olvidarse de la ciudad de cemento y ladrillo, que los ha tragado y los volverá a tragar durante largos meses.

Me parece verte, con las manos en la cabeza, diciendo: «Aquí cambia todo. Hay más alboroto que en las antiguas invasiones. Los hombres se han vuelto como caracoles y se llevan la casa a cuestas: unas veces es la casa de ruedas; otras, una pequeña tela blanca, enrollada tras el asiento de la moto, desplegada luego y plantada a modo de habitación; otras, esa otra tienda azul, enorme, panorámica, iluminada con luz eléctrica, provista de radio y televisión, y alineada con otras tiendas, habitadas por gentes de todas las razas y lenguas. Es una segunda Babel. No escribo más».

¡Dichoso de ti! Yo, en cambio, pastor de almas, no puedo renunciar a escribir. Debo decir al menos una palabra sobre alguno de los problemas de conciencia que plantea este moverse, vagabundear o viajar, que llamamos, según los casos, fin de semana, vacaciones, turismo, veraneo. Ten la bondad de seguirme con el rabillo del ojo mientras me dirijo a los lectores.

* * *

Para nosotros, los italianos, un caso antiguo y clásico de turismo es Petrarca, que fue también alpinista y viajó todo lo viajable en aquellos tiempos, dentro y fuera de Italia, «en busca de lugares queridos, amigos queridos y libros queridos». Viajar le iba bien a su curiosidad y sed de conocimientos, aunque no tanto a sus finanzas. Su administrador Monte, solía refunfuñar a menudo y le decía: «Tú no haces más que andar por el mundo, pero tendrás siempre los bolsillos vacíos».

Ya tenemos la primera reflexión: ¿no se da, a veces, un despilfarro injustificado de dinero al viajar de un determinado modo, sin los debidos límites? No se trata de casos raros. La «manía del veraneo», que obliga a la gente a un «quiero y no puedo», tiene hoy características semejantes a las del tiempo de Goldoni. Con frecuencia, las pagan los deberes de conciencia y las virtudes familiares, así como el sentido de la economía, el saber controlarse, el ahorro.

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Otra reflexión. Se dice que se viaja para aprender, para ampliar la propia cultura, para poder mantener a su tiempo una conversación culta, para ensanchar el alma con las bellezas artísticas y naturales del extranjero. Todo verdad, con tal que se haga el viaje con calma, con paradas oportunas, con la necesaria preparación, con los ojos abiertos para descubrir los elementos útiles y esenciales. Puede servir incluso para mejorar moralmente, para sentirse más pequeños en un mundo tan grande y bello, para estar más agradecidos a Dios, más unidos a nuestros hermanos los hombres.

Pero hay quien en los viajes se entusiasma por cosas de nada, como aquellos que, vueltos de Roma, sólo saben hablar de cierto vino de los Castelli y de los platos de la cocina del Trastévere…

Hay quien parece estar negado para la historia local, como el guía que acompañó a Fucini a visitar Sorrento: «Y ahora —dijo el escritor—, mientras como algo, vete a enterarte dónde está la casa de Tasso». El guía marchó, volvió y relató: «Señor, ese señor no vive aquí». Está también el turista fanfarrón, que aumenta, exagera y asombra, describiendo incidentes y maravillas, como si fuera otro Marco Polo, Pigafetta o Caboto…

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Vacación quiere decir descanso, relajación. Pero hay algunos que no saben descansar. Es como quitar el polvo: algunas amas de casa creen estar quitando el polvo, cuando en realidad no hacen sino cambiarlo de lugar.

La familia que —para seguir la moda— llega a un sitio de vacaciones muy frecuentado en pleno agosto, cuando los hoteles están hasta los topes, y tiene que alojarse en una habitación con camas improvisadas que pueden ser un billar o una tumbona, no descansa en absoluto, sino que cambia un cansancio por otro, un aburrimiento por otro.

Uno recorre el domingo ciento cincuenta kilómetros para llegar a Cortina o a Jesolo, a lo largo de una carretera embotellada; después de la misa, un paseo, la comida y un rato de charla; luego, vuelta a casa, al volante, metiéndose en una fila interminable de coches, intentando o realizando continuamente adelantamientos difíciles, esquivando parachoques, tomando curvas peligrosas; si llega a casa sano y salvo, ya puede dar gracias a Dios y decir que ha hecho algo distinto de lo habitual, pero que no ha descansado.

¡Cuántos vuelven de vacaciones cansados y aburridos, porque han elegido un sitio demasiado mundano o ruidoso, o no han sabido controlarse en las excursiones, o han entrado en el «ambiente», dejándose arrastrar por la gente a diversiones, conversaciones y discusiones excitantes y agotadoras!

He aludido a carreteras embotelladas, a coches, a curvas y a adelantamientos. También éste es un gran problema de conciencia. No deja de ser curioso que ningún conductor diga en el confesonario: «Padre, me acuso de haber puesto en peligro mi vida y la de los demás». Nadie que diga: «He sido imprudente, alocado, al conducir».

Y, sin embargo, son muchos los que, apenas ven un coche de lejos, se dicen inmediatamente y casi se juran a sí mismos: «Lo voy a adelantan». ¡Incluso si conducen un seiscientos y cuesta arriba! Tienen que adelantar siempre, a todos, pasar a la historia por sus adelantamientos. O, si no, se ponen al volante tras haber bebido demasiado, o cansados, deprimidos y con graves preocupaciones familiares o personales. Está en juego el quinto mandamiento. Nunca se insistirá demasiado en la grave responsabilidad de quienes conducen los potentes coches de hoy por las pobres, estrechas, tortuosas y atascadas carreteras de ayer.

El quinto mandamiento no sólo contempla los daños que se hace al cuerpo, sino también los que se cometen contra el alma con el mal ejemplo. Al veraneante y al turista le miran todos con ojos asombrados o, al menos, curiosos, especialmente los más pobres y los más jóvenes. Por lo general, el turista se hace el siguiente razonamiento: «Ahora que estoy fuera de mi ambiente, me tomaré mayores libertades morales».

En realidad, el razonamiento debería ser el contrario: «Fuera de mi ambiente, me observan más y, por ello, me comportaré mejor que en casa».

Que los ojos de la gente se fijan en los turistas lo pudo comprobar Renato Fucini cuando visitó Sorrento. El guía, de quien ya hemos hablado, alardeaba con él de poder identificar el lugar de origen de los forasteros: «Usted, por ejemplo, en seguida he visto que es piamontés». «Pues no, soy toscano. ¿Cómo no te habías dado cuenta?» «Pero, excelencia, usted no dice palabrotas ni blasfemias contra el santo nombre de Dios. ¿Cómo podía pensar que usted fuera toscano?»

En este punto me gustaría que los turistas fueran todos «piamonteses». Y, a la inversa, me agradaría que los turistas eligieran los pueblo de veraneo tan cristianos —en espíritu, tradiciones y costumbres— que pudieran decir de ellos lo que escribió la primera santa norteamericana, Isabel Seton, de una aldea toscana en la que había pasado algún tiempo:

«Os aseguro que mi conversión al catolicismo (antes era protestante) fue una simple consecuencia de haber pasado un tiempo en una aldea católica».

Además del quinto, está también en juego el sexto mandamiento del Señor. Me refiero al modo de vestir, al turismo juvenil mixto, a las diversiones inconvenientes de bastantes centros de veraneo, a las largas excursiones en coche en parejas, sean o no, novios.

Dicen, refiriéndose al vestido: «Ahora todos van así». No es verdad, no todos van así, aunque hemos de admitir, con amargura, que familias en apariencia buenas están cediendo inexplicablemente en este punto. Y aun cuando fuera verdad que muchos o todos hacen lo mismo, una cosa mala sigue siendo mala aunque la hagan todos.

Dicen también: «Hace calor». Pero existen en el mercado telas tan ligeras que permiten defenderse muy bien del calor, aunque haya que añadir un par de palmos al vestido. En cuanto a las compañías y a las excursiones solitarias en coche, a nadie se le oculta que son una ocasión de mal. «Mi hija es buena, sabe comportarse», me decía una señora. «Su hija, señora, es débil, como todos, y hay que defenderla de su propia debilidad e inexperiencia manteniéndola alejada del peligro. El pecado original, por desgracia, no es un mito, sino una dolorosa realidad».

Después del sexto, viene el séptimo mandamiento. Hace algunos años, un obispo alemán recomendaba a sus fieles no explotar a los turistas. La recomendación no está fuera de lugar. Me han dicho que una oficina de turismo de un paraje de montaña completó el paisaje con una vaca de goma hinchada. Vista de lejos, blanca sobre un prado verde, con un gran cencerro —también falso— colgado del cuello, la vaca ponía una nota de colorido y servía de reclamo.

El hecho, si de verdad ocurrió, sería más ingenioso que fraudulento. Lo que sí es verdad, en cambio, es que los precios se ponen por las nubes en la «temporada alta». Y también es verdad que algunos consideran a los veraneantes como huéspedes sólo bajo el aspecto comercial: son los que «traen dinero», los que «tienen cuartos» o «pueden dejar pasta». No siempre se tiene en cuenta, en cambio, que son gente que ha trabajado todo el año en fábricas y oficinas, en ciudades húmedas y frías; gente que apenas dispone de quince o veinte días de descanso, con verdadera necesidad de reposo, de aire, de sol. No siempre se tiene suficientemente en cuenta que son hermanos nuestros, hacia los que tenemos la obligación de una caridad sentida y de una hospitalidad cordial.

A nosotros, cristianos, San Pedro nos recomienda con insistencia ser hospitales invicem, y añade: sine murmuratione: «Sed hospitalarios unos con otros, sin refunfuñar». Podríamos completar la recomendación, en este caso, diciendo: «Sin refunfuñar y sin… tímar».

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Un último pensamiento: si nosotros vamos de vacaciones, el Señor no se las toma.

Su día, el domingo, lo quiere íntegro, no profanado, tanto por su propio honor externo como por nuestro interés. Cuando digo «su día», no me refiero sólo a ese trocito de día que corresponde a la misa. El domingo cristiano es un día entero, que entraña un conjunto de cosas: es misa o sacrificio divino activamente participado (no sólo oído pasivamente); es atención a la propia alma en el reposo, en la reflexión, en la frecuencia de los sacramentos; es instrucción religiosa, que se hace escuchando la palabra del sacerdote o leyendo el Evangelio u otro libro piadoso; es toma de contacto con toda la familia parroquial; es ejercicio de caridad hacia los pobres, enfermos y niños; es buen ejemplo, dado y recibido; es el premio y la garantía de nuestra buena vida.

Si somos capaces de vivir bien el domingo, podemos estar casi seguros de que viviremos bien durante el resto de la semana. Por eso le importa tanto al Señor, y por eso debemos nosotros hacer todo lo posible porque el domingo no nos pase inadvertido. Turismo o no turismo, en vacaciones o fuera de ellas, lo primero y por encima de todo, nuestra alma.

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Vuelvo de nuevo a ti, Pablo Diácono. ¿Qué te parece mi conclusión? ¿Vieja?

Sí, es vieja, pero verdadera y sabia; nos ayuda a ser y a permanecer buenos. Y esto es lo que importa.

Agosto 1972.