A Pavel Ivánovic Cicikov[19]
EL TIEMPO DE LOS IMPOSTORES
Señor Cicikov:
La tarjeta de visita que, al entrar en el hotel, dejaste a la recepcionista te califica como «Consejero», rango parecido al de coronel del ejército zarista.
No guapo, dice de ti Gogol, pero tampoco feo; ni demasiado gordo ni demasiado flaco; no viejo, pero tampoco muy joven.
En cambio, eso sí, te anda dando vueltas por la cabeza un negocio magnífico que te dispones a poner en práctica. Te has dicho: «El gobierno concede tierras colonizables allá en Cherson, a todo el que demuestre poseer un buen número de siervos de la gleba o ‘almas’. Hace poco ha habido una epidemia y los siervos han muerto, gracias a Dios, en buen número, pero siguen figurando como vivos en los registros. Aprovecharé esta circunstancia: los compraré a sus amos como ‘almas vivas’, aunque en realidad estén ‘muertas’, y presentaré su lista al gobierno. Así conseguiré las tierras y me haré rico».
Dejas las maletas en el hotel y comienzas en seguida a hacer las visitas pertinentes en la ciudad. Al gobernador le insinúas —de pasada, claro— que entrar en su provincia es como entrar en el paraíso, que las calles de la ciudad parecen de terciopelo, que a los gobiernos que nombran funcionarios tan inteligentes habría que levantarles un monumento.
Al jefe de policía le dices algo muy halagador a propósito de los guardias urbanos.
Al hablar con el vicegobernador y con el presidente del tribunal, dejas caer el título de Excelencia. Sabes que es un error, pero a los dos les vuelve locos.
Conclusión: el gobernador te invita hoy mismo a una soirée en familia, mientras los demás funcionarios te esperan mañana o pasado, uno a comer, otro para una partida de cartas, otro para una taza de té. Has caído bien, Cicikov, tu mayúscula mentira promete, estás a punto de comenzar un gran negocio a expensas-naturalmente-de los demás.
Y aquí está tu punto flaco. Eres, no cabe duda, un tipo simpático, tu invento es original, pero… eres un bribón. Y, lo que es peor, como eres un ladrón de guante blanco y tus mentiras son graciosas, la sociedad se inclina ante ti y te rinde pleitesía.
¡Si fueras el único! Pero se cuentan por millares. Ahí está Talleyrand, que define la palabra como un don de Dios para «ocultar el propio pensamiento»; o Byron, que llama a la mentira nada menos que «verdad enmascarada»; o Ibsen, que en su Pato salvaje defiende la «mentira vital», afirmando que los hombres comunes necesitan la mentira para vivir; o Andreev, que en su Mentira afirma con dolor que no existe ya la verdad, y llegamos así a la conclusión práctica de tanta gente que piensa que el fraude y el engaño son pruebas de inteligencia y de astucia en los negocios.
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Hoy día llegamos, ¡ay!, a casos todavía más macroscópicos, hechos posibles por nuevas técnicas de comunicación, que tú, Cicikov, ni siquiera podías imaginar y que actualmente aprovechan a unos pocos en perjuicio de muchos.
Gilbert Cesbron acaba de sacar una nueva novela psicológica. Podría interesarte, gran impostor, saber que la ha titulado: Llega el tiempo de los impostores. Impostores serían —según Cesbron— los hombres de la gran prensa, que, divulgando indiscreciones sensacionalistas e insinuaciones calumniosas, se aprovechan de los más bajos instintos de la gente y van destruyendo poco a poco el sentido moral.
A la «gran prensa» Cesbron podría añadir el cine, la radio, la televisión. Estos nuevos instrumentos, en sí mismos muy útiles, si los manipula gente astuta, a fuerza de bombardear los receptores con colores sonorizados y de una persuasión tanto más eficaz cuanto más oculta, son capaces de hacer que los hijos acaben odiando al mejor de los padres y que la gente vea blanco lo que es negro.
Tus mentiras, Cicikov, adobadas con sutiles sonrisas y cumplidos seductores, pueden elevarse hoy a la milésima potencia y convertirse en mentiras corales, nacionales, internacionales y cósmicas, haciendo del nuestro «el tiempo por excelencia de los impostores». Justo lo que ha escrito Cesbron.
Pero hay más. A través de la prensa, la radio y la televisión, no se entra en contacto con los hechos en sí, sino con una versión de los hechos, que cada uno interpreta a su modo. Y así va penetrando en las mentes la perniciosa idea de que nunca se puede llegar a la verdad, sino sólo a la opinión. «En un tiempo había certezas —se dice—; hoy no estamos ya en la era de las creencias, sino de lo opinable».
Los filósofos echan leña al fuego: «El lenguaje —dicen— no es capaz de reflejar fielmente el pensamiento. La verdad es relativa, es decir, cambia a tenor de los tiempos y de los hombres». De aquí la desconfianza que muchos abrigan hacia la verdad, la razón humana, la fuerza de la lógica. De aquí el darse por satisfechos y abandonarse a las solas impresiones alógicas y acríticas.
Lo que es falso para uno es verdadero para otro. La mentira y la verdad se aceptan con igual derecho de ciudadanía. ¡Una auténtica bofetada a la dignidad del hombre y a la bondad de Dios, que creó al hombre capaz de certezas!
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Y no estaría del todo mal si nos detuviéramos en el campo de lo natural. Pero no, se pasa también al campo religioso-divino.
Se dice: «Todos estamos tarados frente a la verdad. Antes existía en la Iglesia el magisterio normativo ahora todos nos encontramos en un proceso de búsqueda. Es la era del pluralismo en la fe».
Sólo que la fe no es pluralista: se puede admitir un sano pluralismo en la teología, en la liturgia, en otras cosas, pero nunca en la fe. En cuanto nos consta que Dios ha revelado una verdad, la única respuesta posible es sí. Para todos y en todos los tiempos: sí con convicción y valentía, sin dudas ni vacilaciones.
Y hemos de rechazar con toda energía la idea de que las verdades de la fe no son sino la expresión de un momento de la conciencia y de la vida de la Iglesia. Las verdades de la fe valen siempre, aunque es posible comprenderlas cada vez mejor y expresarlas con fórmulas nuevas, más acertadas y más adecuadas a los tiempos modernos.
En cuanto al magisterio normativo —siempre dentro de los debidos límites—, existía ayer y existe hoy. De otro modo, la Iglesia dejaría de ser «apostólica» y no sería ya verdad que «Cristo es el mismo ayer, hoy y por los siglos» (Heb. 13,8).
En contraste con estos inseguros y escépticos, tú, Cicikov, te mantienes firme en la conducción de tu negocio. Sin pestañear, disparas cifras, ofreces garantías, eliminas obstáculos. Pero también hay quienes se te asemejan en tu impertérrita seguridad: los que, creyéndose investidos por el viento de la profecía, señalan con el dedo y denuncian continuamente a hombres e instituciones.
La «denuncia profética» es el género literario propagado por algunos en la Iglesia católica de hoy. No niego que quien lo emplea tenga a menudo buena intención y amor a la Iglesia. El escándalo que provoca la denuncia es con frecuencia pretendido e intencionado: «Hace falta un trueno, un cañonazo, para despertar a cierta gente», se dice. San Pablo prefería decir: «Si un alimento escandaliza a mi hermano, no comeré carne el resto de mi vida».
Los santos, también los venerados en tu Rusia, como San Nicolás, solían proceder de otro modo: se «contestaban» a sí mismos, más bien que a los demás, siempre temerosos de ofender a la caridad.
Magdalena de Lamoignon, noble y culta Hermana de la Caridad del siglo XVII, leyó las sátiras del poeta Boileau, las encontró demasiado hirientes y se lo dijo abiertamente al autor. «Intentaré tenerlo en cuenta en otra ocasión —respondió Boileau—, pero permitidme, al menos, escribir contra el Turco, enemigo acérrimo de la Iglesia». «De ningún modo —replicó la monja—, es un soberano y hay que respetarlo por la autoridad que reviste». «Me dejaréis, al menos, hacer una sátira contra el diablo —sonrió Boileau—, no negaréis que se la merece».
«El diablo ya está bastante castigado. Tratemos de no hablar mal de nadie; para no correr el riesgo de acabar como él».
¿Sería quizá para no correr tal riesgo por lo que todos te creyeron, Cicikov? Pero no todos tienen tu misma suerte: a algunos no les creen ni cuando dicen la verdad.
Un soldado herido en una pierna, rogó a su compañero que lo llevase a la enfermería. Pero sucedió que, en el camino, una bala de canon arrancó de raíz la cabeza del herido, sin que se diera cuenta el caritativo socorredor, que, llegado hasta el médico con la carga, se encontró con la pregunta: «¿Y qué quieres que haga con un hombre sin cabeza?» Sólo entonces se volvió a mirar el cuerpo de su compañero y exclamó: «¡Ah mentiroso! Y me había dicho que estaba herido en una pierna».
Es mejor elegir el término medio: ni la credulidad ciega e ilimitada hacia cada palabra y acción de la gente, ni la desconfianza exagerada, que, aun sin motivos, sospecha siempre mentiras en todos.
Evitó la credulidad ciega el policía que arrestó a dos jóvenes que, vestidos con monos, cargaban tubos de plomo en un camión: «¿Qué te ha hecho pensar que fueran ladrones y no obreros?», le preguntó el jefe. «Trabajaban demasiado de prisa para ser obreros».
No evitó, en cambio, la desconfianza exagerada el médico que dijo a su colega: «No te doy el préstamo, porque yo no me fío de nadie. Si viniera del cielo San Pedro a pedirme diez mil liras y presentándome como garantía la firma de la Santísima Trinidad no le daría ni un céntimo». Desconfiado también Mark Twain, que, apremiado por la molesta insistencia de una señorita, escribió en su álbum:
«No digas nunca mentiras», y añadió, tras reflexionar un poco: «… como no sea para mantenerte en forma».
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¡Consejero Cicikov! Dice Gogol que no comenzaste a poner en práctica tu macroscópico fraude sin antes hacer el signo de la cruz según la costumbre rusa. Antes de dar inicio a la mentira invocaste a aquel que «vino a dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37), que es la Verdad, que dijo: «Sea vuestro modo de hablar: sí, sí; no, no» (Mt 5,37). Pusiste juntas mentira y verdad, con una incongruencia inconcebible. Este es el aspecto más doloroso de tu engaño.
Como buscadores de un cristianismo auténtico, intentaremos hacer lo contrario de lo que tú hiciste. Nosotros estamos a favor de una vida sin fingimientos ni dobleces. ¡Lo decimos sin ningún rencor!
Enero 1973.