A Francisco Petrarca[39]
LA CONFESIÓN SEISCIENTOS AÑOS DESPUÉS
Ilustre poeta:
En Italia, y fuera de ella, se celebra este año (1974) el sexto centenario de tu muerte (1374). Congresos, estudios, publicaciones, ponen de relieve tu figura, este o aquel aspecto de tu figura, este o aquel aspecto de tu personalidad o de tu in mensa obra literaria.
Aunque muerto hace ya seis siglos, apareces hoy más vivo que nunca, despertando la curiosidad y atrayendo la atención de los hombres de nuestro tiempo sobre el escritor, el psicólogo finísimo, el político sagaz, el turista apasionado, el cristiano sincero y, al mismo tiempo, crítico que fuiste tú, y sobre cien aspectos más.
¿Hablará alguien este año de ti como pecador arrepentido, pero reincidente, como cristiano sediento tantas veces de santidad, pero incapaz de romper de un golpe con el pecado y de renunciar a las pasiones y a las pasioncillas que dominaban tu corazón? No lo sé. Mas si se hablara, convendría hablar también de tu actitud respecto a la confesión.
¡Porque tú te confesabas, ilustre Petrarca!
Escribiendo desde Roma a tu amigo Juan Boccaccio, le contaste la desgracia que te había ocurrido: Un caballo sin herrar te dio una enorme coz en tu preciosa rodilla, lo cual te ocasionó durante quince días agudísimos dolores. Y añadías: «Pero lo acepto todo en descuento de mis pecados y en sustitución de la penitencia que el confesor, demasiado bueno conmigo, no me ha impuesto».
Tus libros revelan el intenso empeño que pusiste en examinar tu alma hasta en sus pliegues más recónditos.
Cuando escribiste que sentías demasiada complacencia en tu ingenio y elocuencia, en la cultura adquirida y hasta en la prestancia corporal. Y cuando te reprochaste que estabas sediento de honores, comodidades y riquezas, y que habías cedido con demasiada frecuencia a la lujuria. Tú gemías por las ataduras de la pasión, que no lograste romper, por la tiranía de la «mala costumbre» y por el «amarguísimo gusto» de las recaídas.
Escribiendo a tu hermano monje, deplorabas tu «afán por los vestidos elegantísimos» y el «temor de que un solo cabello se saliera de su puesto y que un ligero viento descomp11siera el laborioso peinado». El hierro usado para peinar los cabellos te despertaba varias veces durante la noche y te causaba dolores más atroces que los que inflige «un cruel pirata»; sin embargo, no te decidías a abandonarlo. Y planteabas a San Agustín —interlocutor imaginario— problemas inquietantes: «La caída es cosa mía, pero la postración, el no levantarme, no depende de mí». «Depende también de ti», te respondía San Agustín. Tú le replicabas: «¡Ved cómo lloro mis miserias!» Y San Agustín añadía: «¡No se trata de llorar, sino de querer!»
Por fortuna, en tu mente jamás se ofuscó el verdadero principio de que «Dios puede salvarme» a pesar de mi debilidad. La misericordia de Dios ahuyenta los temores, resuelve muchos problemas.
* * *
Seiscientos años después de tu muerte, nosotros, los penitentes de hoy, ¿somos mejores o peores que tú? Esta es una cuestión que despierta mi curiosidad.
Me parece que nosotros estamos menos dispuestos a reconocer los pecados cometidos. Repetimos con mucha frecuencia: «Santa María… ruega por nosotros pecadores», «Padre nuestro… perdónanos nuestras deudas», «Cordero de Dios… ten piedad de nosotros»; pero solemos decirlo de manera muy superficial. En la práctica, nos justificamos con los pretextos más extraños («somos libres, autónomos, personas maduras») y aducimos las «exigencias de la naturaleza, del instinto, de la cultura, de la moda».
La Biblia, en el libro de los Proverbios, presenta así el caso de una mujer adúltera: «Come y se limpia la boca, y dice: ‘¡No he hecho nada malo!’» Esta mujer, querido Petrarca, es una figura simbólica: representa fielmente a una gran parte de nuestra cristiana civilización permisiva.
Como a ti, no nos faltan las lágrimas; es el querer el que nos falta. O más exactamente: con frecuencia llegamos a odiar lo que habíamos querido con el pecado, a desaprobar lo que habíamos aprobado; pero no logramos hacer lo que es más práctico: huir de las ocasiones. Tú que, incluso al subir al monte Ventoux, llevabas el libro de las Confesiones de San Agustín, tenías presente el caso de Alipio.
Hombre valeroso, capaz de hacer frente a senadores poderosísimos, había venido a Roma desde África y sentía «disgusto y odio» hacia los combates de gladiadores, los cuales tenían que matarse entre sí para divertir al pueblo. Algunos amigos le propusieron asistir, al menos una sola vez, a este espectáculo. Al principio, Alipio se negó. Pero luego, ante los insistentes ruegos, dijo: «Iré, pero estaré allí como un ausente y lograré así una victoria sobre vosotros y sobre el brutal espectáculo».
Fue, pues, al anfiteatro para mantener su desafío. Tomó asiento y cerró inmediatamente los ojos para no ver nada. Por desgracia, no cerró sus oídos. En un momento determinado, un inmenso aullido del pueblo le hizo sobresaltarse. Abrió los ojos por simple curiosidad, pero «ver la sangre y llenarse de crueldad, fue todo uno. No solamente no apartó su mirada de la sanguinaria lucha, sino que la clavó fijamente en ella para no perderse ningún detalle. Sin advertirlo siquiera, respiraba furor y experimentaba un desconocido deleite, ebrio ya de sanguinario placer. Ya no era el mismo: miraba, gritaba, se entusiasmaba». Salió del anfiteatro dominado por una fiebre secreta, que lo empujó a volver con frecuencia, arrastrando consigo a otros. Logró corregirse, pero sólo después de mucho tiempo (Confesiones, c. 8).
En la línea de la extraordinaria debilidad de Alipio (más tarde, obispo y santo) nos encontramos, por desgracia, todos un poco. Por esta razón, en toda confesión se nos exhorta a renovar este propósito: «propongo… huir de las ocasiones próximas de pecado», pero…
Me temo también que nosotros quedamos por debajo de ti en lo que se refiere a la confianza en Dios. Dios —lo sabemos— es el padre del hijo pródigo. Jesús es el buen pastor, que trae al redil a la oveja descarriada y perdona a la mujer adúltera, a Zaqueo y al buen ladrón. Hasta aquí llegamos todos o casi todos.
Algunos, sin embargo, concluyen: «Yo me las entenderé directamente con Dios». Y se niegan a acercarse para ver al confesor, el cual media entre Dios y el pecador en virtud de estas palabras de Jesús a los apóstoles: A quienes perdonareis los pecados, le serán perdonados.
Estos tales no admiten que la misión del confesor no es solamente la de declarar el perdón de los pecados ya producido, sino la de conceder el perdón mediante una sentencia.
Y esta sentencia no puede quedar a merced del simple capricho («Tú me resultas simpático, ¡te absuelvo!»), sino que debe fundarse en elementos ciertos y bien precisados, los cuales sólo el penitente puede proporcionar por medio de la propia confesión.
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Tú considerabas «demasiado bueno» a tu confesor. En nuestros días, quien se confiesa bien, busca confesores buenos, pero no «demasiado buenos».
Augusto Conti, ilustre filósofo, en su libro Los despertadores del alma, dedica un capítulo entero, lleno de afectuoso reconocimiento, a sus confesores.
Santa Juana de Chantal y otros penitentes declararon estar contentísimos con San Francisco de Sales, quien, en la confesión, era un verdadero padre y un hábil médico, sobre todo para infundir ánimos. «La santidad —decía— consiste en combatir los defectos. Pero ¿cómo podremos combatirlos, si no los buscamos? ¿Cómo podremos vencerlos, si no los encontramos? Ser heridos alguna vez en esta batalla no significa estar vencidos. Sólo está vencido el que pierde la vida o el valor. Resulta vencedor quien decide continuar combatiendo».
Es el tipo de confesor que desea la gente de nuestro tiempo: Firme, pero delicado; amante de Dios, pero conocedor también de los problemas de los hombres.
Es cierto que actualmente, por deseo de la Iglesia, el acento se pone, más que en la acusación de los pecados, en la sincera conversión personal, presentada bíblicamente como alejamiento del pecado o, mejor todavía, como acercamiento a Dios y abrazo amoroso con Él. Dejaos reconciliar con Dios, decía San Pablo. Actualmente se les repiten a los cristianos estas palabras y se desea que la reconciliación vaya precedida por la lectura y meditación de la palabra de Dios. En efecto, nosotros vamos hacia Dios, si El antes nos llama y habla. La Iglesia aspira también a que, si es posible, la palabra de Dios no llegue a cada uno individualmente, sino a varios al mismo tiempo, reunidos en comunidad.
Tú, querido Petrarca, como hombre de la Edad Media, considerabas la confesión como algo muy personal y secreto. Hoy, en cambio, se recuerdan con nostalgia los tiempos antiguos, cuando, terminada la Cuaresma, el obispo daba la mano al primero de los penitentes, y éste, a la larga fila de los demás, los cuales eran introducidos de este modo en el templo para la reconciliación solemne.
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No sé con qué frecuencia acudías al sacramento de la penitencia.
Durante la Edad Media, que te tocó vivir, los cristianos solían confesarse con mucha frecuencia, pero recibían la comunión pocas veces. Actualmente ocurre lo contrario. Incluso almas piadosas se muestran alérgicas a la confesión frecuente y de mera devoción.
Estas me recuerdan al criado de Jonatán Swift. Amo y criado pernoctaron en una hostería. Al día siguiente, Jonatán pidió a su sirviente que le trajera las botas de montar. Este se las presentó llenas de polvo. «¿Por qué no las limpiaste?», le preguntó Jonatán. «Pensé que no serviría de nada: a los pocos kilómetros de camino estarán otra vez llenas de polvo», respondió el criado. «Es cierto. Ve y prepara los caballos para partir». Momentos después, los caballos pataleaban inquietos fuera de la cuadra y también Swift estaba completamente dispuesto para emprender el viaje. «¡Pero no podemos marcharnos sin desayunar!», observó el criado. Swift le contestó: «Pienso que no serviría de nada: a los pocos kilómetros de camino tendrás hambre otra vez».
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Querido Petrarca, ni tú ni yo, creo, seguimos la lógica del criado de Swift. ¿Que el alma se manchará de nuevo después de la confesión? Es lo más probable. Pero esto no quita que sea útil y bueno limpiarla ahora. Además, la confesión no solamente quita el polvo de los pecados, sino que infunde también una fuerza especial para evitarlos y consolida la amistad con Dios.
Septiembre 1974.