A Aldo Manuzio[29]

AQUELLOS TIEMPOS DEL “GOBO DE RIALTO”

Ilustre humanista tipógrafo:

Regreso de una rápida visita a la exposición «Venecia, ciudad del libro». He visto cosas muy interesantes, pero donde he dejado correr el tiempo más a gusto ha sido ante la caseta dedicada a los libros salidos de tus celebérrimas prensas a comienzos del Cinquecento.

He admirado una vez más tus caracteres esbeltos, claros, inclinados hacia la derecha. He vuelto a ver tu escudo con el ancla y el delfín y el mote festina lente («daos prisa, pero lentamente»).

En la Venecia del Cinquecento, entre Rialto y San Marcos, había ciento cincuenta imprentas y librerías, pero la tuya superó a todas. Trabajando por amor a la cultura y por el bien del arte, moriste casi en la pobreza, mientras tus colegas amasaban fortunas, como aquel Nicolo Janson, del que Marin Sanudo escribe que «amasó una fortuna con su imprenta».

No me hizo gracia ver lomo con lomo un libro tuyo y un libro «pirata» del impresor florentino Giunta, que en Lyón te copiaba toscamente, perjudicándote con el plagio y la competencia desleal. Incluso examinando libros de hace cuatrocientos años, saltan a la vista negocios sucios y la maldita sed de oro.

Descubrimos también las tendencias de los lectores antiguos. Mientras estaba ocupado en los libros del Setecento de otro célebre tipógrafo, Remondini, la guía me explicó: éste imprimió una traducción del Gil Blas, novela de Lesage, que se la quitaron de las manos en un abrir y cerrar de ojos; en cambio, imprimió el Nuovo fior di virtù y la Giornata del cristiano y los libreros le escribieron diciendo: «no hay quien se lleve uno».

¡Ni que estuviéramos en el siglo XX! ¡Verdaderamente, cuánto les cuesta cambiar a los hombres y a los cristianos!

* * *

Querido Manuzio, daría cualquier cosa por verte hoy en una de nuestras imprentas.

Tus tórculos estampaban trescientos folios en una jornada; las rotativas de hoy tiran decenas de millares de diarios en una hora. En tu tiempo los libros eran cosa de tal precio, que había que fijarlos con cadenas en los estantes de las bibliotecas, pocos podían adquirirlos y los papas fulminaban excomuniones contra los que se atreviesen a robarlos.

Hoy, los periódicos, una vez leídos, se desechan a toneladas. En América los jóvenes lectores no se dignan conservar los libros, sino que los compran y, a medida que avanzan en su lectura, arrancan las páginas leídas y las tiran; llegados al final, sólo queda del libro la cubierta, que corre, a su vez, la misma suerte.

Dirás: «¡Lo que pasa es que se tratará de libros de poco valor!» Yo te respondo: Los hay con contenido, los hay vacíos y algunos tan nefastos que el Polifilo —el libro más hermoso del mundo, desde el punto de vista editorial—, impreso por ti, parecería a su lado un devocionario de monjas.

A fuer de humanista, recordarás, sin duda, el capítulo tercero del libro octavo de La república, de Platón, donde se enumeran los signos de la decadencia democrática: los gobernantes son aceptados por los súbditos sólo a condición de que autoricen los peores excesos; al que obedece a las leyes le llaman estúpido; los padres no se atreven a corregir a sus hijos; los hijos ultrajan a sus padres («para ser libres», escribe irónicamente Platón); el maestro teme al alumno, y el alumno desprecia al maestro; los jóvenes adoptan aire de ancianos, y los ancianos se hartan de gastar bromas para imitar a los jóvenes; las mujeres, en el vestir, se parecen a los hombres, etc.; ya conoces el capítulo.

Pues bien, resulta que lo que Platón escribía para reconvenido o ridiculizarlo, en algunos de nuestros libros se escribe en plan serio, a veces incluso como si fueran tesis de teología.

¿Que los muchachos están impacientes por desarrollar su vida sexual? Se afirma que la castidad es represión favorable al capitalismo, medievalismo desfasado, y que hay que hacer la «revolución sexual».

¿En el cuerpo de una mujer despunta «por mala suerte» una vida? Adelantando una curiosa distinción teológica entre «vida humana» y «vida humanizada», se afirma que la vida humana, todavía no humanizada, puede interrumpirse sin escrúpulo alguno.

¿Que los hijos no obedecen? ¡Pues que los padres dejen de dar órdenes y de torturar a sus queridos pequeños! ¿Que en clase los alumnos ya no se aprenden la lección? Muy sencillo: fuera lecciones; basta con la escuela que imparte la sociedad, sin la mediación de los maestros, porque ya no se trata tanto de hacer aprender las materias, cuanto de que los muchachos sepan discutir los problemas sociales,

¿Que los estudiantes están hartos de notas y calificaciones? Pues fuera las calificaciones, que son discriminantes e indignas de una sociedad igualitaria. ¿Alguien quiere ejercer la medicina? ¿Quién puede impedirlo habiéndose matriculado —se haya o no examinado, haya o no haya estudiado— durante seis años en la Universidad?

Y me callo otras preciosas afirmaciones que a un humanista como tú le pondrían los pelos de punta.

* * *

En cambio, me gustaría que vieras un poco los periódicos y rotograbados, cosas estas que en tus tiempos estaban en mantillas. Existía, y sigue existiendo, en el campillo de San Giacometo, el «Gobo de Rialto», estatua de enano, en la que se pegaban hojas volantes llenas de chistes y chismorreos, que la gente leía con curiosidad. ¡Diario en miniatura con mini-lectores!

¡Si vieras hoy la procesión de gente que acude a los puestos de periódicos; si leyeras algunos de los semanarios ilustrados, a veces plagados de indecencias, y si te enfrascaras en la lectura de los diarios, verías cuánto hemos avanzado desde los tiempos del «Gobo de Rialto»! Nada de hojitas esporádicas; las noticias se abalanzan cada día sobre las gentes, sin hacerse esperar.

La República de Venecia se vanagloriaba de poder conocer en el plazo de tres meses lo que ocurría en todo el Mediterráneo; nosotros hemos visto a los astronautas en el preciso instante de desembarcar en la luna, a un metro de distancia.

Desgraciadamente, las noticias casi nos ahogan por su frecuencia y abundancia, no nos dan tiempo para reflexionar. A fuerza de tanta sorpresa, terminamos un poco por no asombrarnos ya de nada y por no apreciar nada por hermoso que sea.

Tenemos también que tener en cuenta las presiones. Trato de que te hagas una idea. Funcionan en América cátedras universitarias de «publicidad» que enseñan a apuntar a la psicología del consumidor, actuando directamente sobre el sistema nervioso del individuo y su complejo de inferioridad, hasta plantearle el dilema siguiente: o adquiero tal producto o me condeno inapelablemente a ser un desgraciado.

En el rotograbado, por ejemplo, te ponen delante a la simpática señorita Raquel. Es bella y atractiva, pero en las fiestas nadie la invita a bailar. ¿Por qué? Lo descubre ella misma, escuchando casualmente una conversación: «¡Raquel debería consultar a un dentista lo de su aliento!» Y el dentista, consultado en seguida, sentencia: «Señorita, su problema no es tal, le basta usar el dentífrico tal de la casa cual». Raquel lo usa ¡y vuelve a ser feliz, cortejada y admirada! Es un caso típico de la sociedad de consumo; se refiere a la publicidad, pero podría citar otros casos tomados de la política o el sindicalismo, donde obran la propaganda ideológica y el persuasor oculto.

* * *

Así es que hoy, querido Manuzio, nosotros miramos menos a los impresores y más a los responsables de la prensa periódica. ¡Ah, si éstos tuvieran tu delicadeza profesional! El «culto de la noticia» no debería hacerles olvidar el deber de la caridad y de la justicia hacia los particulares, indefensos, por lo general, ante la prensa, y hacia la sociedad. No todos están en disposición de reaccionar frente al diario que ataca, como el estadista Thiers, que decía: «¡Dejadles que escriban! Soy un viejo paraguas sobre el que llueven injurias desde hace más de cuarenta años. ¡Gota más, gota menos, da igual!» Tú en Venecia tenías la censura, que controlaba tus libros. Hoy la censura podemos decir que no existe. ¡Ojalá funcionara, por lo menos, algo de autocensura! Es cierto que mucho depende también de los lectores, pues si éstos dieran muestras de gustos más serios, la autocensura funcionaría inmediatamente e incluso los diarios se harían más seríos, porque es archisabido que la gente tiene el periódico que se merece y que desea.

¿Sucederá así? Esperémoslo.

De momento, si estuvieras aquí, se te encogería el corazón al ver una montaña gigantesca de mala prensa frente a un modesto montoncillo de buena prensa. Es éste un problema que los católicos, si lo son de verdad, deben resolver con esfuerzos sinceros.

Dicen los alemanes: «Si la vaca es flaca, ¿cómo queréis que dé mucha leche? ¡Dadle más heno!» Mark Twain, en la época en que dirigía un periódico, no se limitaba a escribir y a hacer escribir, sino que hacía propaganda con todos los medios posibles. Un día apareció en primera página una viñeta con un asno en el fondo de un pozo. La «leyenda» preguntaba: «¿Quién sabrá decir por qué este pobre burro ha muerto en el fondo de un pozo?» Pocos días después, reaparecía la viñeta y la «leyenda» decía: «¡El pobre burro se ha muerto por no pedir ayuda!»

¡Querido Manuzio! Yo soy ese borriquito. ¡Y pido ayuda para la buena prensa!

Noviembre 1973.