CAPÍTULO XXIII

 

 

 

 

Salieron a la Décima Avenida y en la esquina con Horatio giraron a la izquierda, en dirección hacia el este, cuando ella se percató de que una enorme limusina los seguía muy despacio. Se detuvo y la observó con descaro mientras por un instante pensaba que nunca se acostumbraría a aquellos cocodrilos urbanos. En la lista de cosas horteras que nunca haría en la vida, tener una figuraba entre los puestos más altos.

Al llegar a su altura, el vehículo se detuvo. Luego se oyó un clic y, a continuación, un sonido eléctrico que acompañó la lenta apertura automática de la puerta. Cuando cesó el movimiento, se inclinó y miró hacia el interior. Un hombre de unos setenta años, con abundante pelo blanco impecablemente peinado y vestido con un traje que a simple vista parecía caro, la invitó a pasar con un gesto de la mano. Dolores Amado desconfió durante un segundo, el tiempo justo para que él sonriera e insistiera en la invitación.

Irguiéndose, la comisaria dio instrucciones a Félix Osorio en voz alta.

—Anota el número de la matrícula y vete al hotel. Espérame allí. Si en tres horas no he vuelto, llama a John Malpassi a este número y cuéntale todo lo que ha ocurrido...

—Pero, Lola...

—Si las cosas se ponen muy feas y no aparezco esta noche, llamas también al subsecretario del Interior, aunque a lo mejor te toca tomar decisiones por tu cuenta. ¿Puedo confiar en ti?

El inspector asintió serio.

Ella entró en la limusina y de inmediato reparó en la comodidad y calidez de los asientos. Poco después, cuando los seguros de las puertas se cerraron con un sonido sordo y abrupto, registró una sensación extraña y familiar a la vez, que no logró identificar. También le llamó la atención los acabados en piel y caoba de puertas y laterales. La reluciente madera emitía reflejos con la luz que proyectaba una pequeña televisión plana situada en el techo. Estaba sintonizada en un canal de noticias financieras y tenía el volumen del todo apagado. En la parte baja de la pantalla pasaba incesante una banda con las cotizaciones de la bolsa de Nueva York. Algo más adelante, donde los asientos cobraban aspecto de sofá, aparecía la terminal de un ordenador por el que discurrían más resultados de mercados. A su lado, a la izquierda, había un minibar. La mayoría de las botellas tenían una etiqueta negra.

Todo tenía un sello particular y todo estaba dispuesto para servir a las necesidades de aquel hombre. Todo en aquel coche eran algodones, y fue entonces cuando identificó la sensación extraña y familiar que percibía. Acababa de traspasar la burbuja del poder. La misma en la que entraba al cruzar la puerta del ministerio, de camino al despacho del subsecretario.

 

 

—Mucho gusto, comisaria —se presentó él extendiendo su mano de una forma natural.

—¿Quién es usted?

—Me llamo Patt Mann.

A duras penas evitó dar un respingo. Le estaba dando la mano a un hombre al que se le calculaba una fortuna de veintisiete mil millones de dólares.

Pero no le dio tiempo a entretenerse con más apreciaciones. Algo le chirrió y se puso a la defensiva.

—¿Cómo sabe que soy comisaria?

—Es lo primero que sale en internet cuando se teclea su nombre. Lo segundo, que ha trabajado como policía para la ONU. Interesante mezcla.

—¿Y cómo sabe mi nombre?

—Tranquilícese. No soy de la CIA. Tampoco adivino. Las cosas son más normales de lo que parecen. David me dio su nombre al salir del almacén. Por cierto, ¿ha sido usted o su ayudante quien ha dado semejante paliza a él y a los otros tres tipos?

—Más bien he sido yo.

Patt Mann rio con ganas.

—Pues ni el demonio de Tasmania. Es usted una mujer de cuidado. David se lo tenía merecido por hacer las cosas a mis espaldas.

—¿Se refiere a lo que pasó ayer en Wall Street?

—¿Pasó algo ayer en Wall Street, comisaria? No sabía que hubiese ocurrido algo.

—No estoy aquí en calidad de comisaria, sino como detective privada. Investigo el asesinato de un ejecutivo español.

—Ya. Pero no le importará que la llame comisaria. No me gustan los detectives. La policía, en cambio, sí. Representa la ley y el orden. Y, claro, me gusta más cuando sus representantes son tan guapas como usted.

Dolores Amado se descubrió ruborizándose y diciendo:

—Gracias.

Más tarde, repasando la conversación, se reprocharía esa debilidad. Pero estaba tan deslumbrada por la seguridad de aquel hombre, tan natural, tan innata, tan convencido de que nada podía pasarle y de que el mundo le pertenecía, que se quedó desarmada, casi desnuda, y no pudo evitarlo. Ella sería mucha Lola, pero él era de otro planeta. No había conocido a nadie así, y ni siquiera lo había imaginado.

—¿Desde cuándo sabe que David Young iba a realizar la operación de GlobalGen a sus espaldas?

—¿Por qué quiere saberlo?

—Porque estoy investigando un asesinato.

—El de Carlos Durán...

—Exacto. Usted podía estar al tanto de la operación que tenían en marcha y haber contratado a un asesino a sueldo para acabar con él antes de que la pusiera en práctica.

—La sospecha es legítima. Supongo que también sospechará de David Young.

—Antes sí, pero ahora creo que no.

—Es buen chico, nunca lo haría. Y pese a que estoy enfadado con él, lo cubriré ante sus deudores. El problema de David es que es demasiado bueno en lo suyo, digo en ganar dinero, como para dejarlo caer. Además, confieso que hay algo de piel. Aprecio a David; le tengo mucho cariño desde hace años.

—Después de la que me ha montado en el almacén, yo no creo que sea tan buen chico. Si no sospecho de él es por otro motivo. Pero no ha contestado mi pregunta. ¿Desde cuándo sabía que acortarían a GlobalGen?

—Es interesante esta conversación. Estoy descubriendo cómo piensa una comisaria. ¿Por qué es tan importante cuándo lo supe? ¿Qué más da?

—No da lo mismo. Si se ha enterado hoy, le descarta como posible instigador del asesinato; si fue la semana pasada, es un sospechoso.

—¿Por qué? Quiero decir, ¿por qué iba a hacerlo?

—Porque todo era secreto y solo unos pocos se iban a beneficiar del desplome de ayer.

—Pero nosotros, la gente de mi clase, no vamos por ahí...

—... arreglando las cosas a tiros. Si escucho esa frase una vez más, la que se va a poner a disparar soy yo. Además, que me lo digan otros, vale, pero ¿usted? Esperaba algo más elaborado. No se está molestando mucho en convencerme de su inocencia.

—¿Y por qué debería intentar convencerla? ¿No me ampara la presunción? ¿Tiene pruebas contra mí?

Dolores Amado no contestó. Conocía la respuesta.

—Lo supe ayer, por si le sirve o la deja más tranquila. —Ella asintió dándose por satisfecha y él cambió de asunto—. David me ha comentado también que no está contenta con el sistema económico. Dijo algo así como que era una comunista peligrosa. ¿De verdad cree que el mundo entero se equivoca y que el capitalismo y la globalización no funcionan?

—El mundo entero, no. Hay mucha gente que piensa como yo, muchas mujeres, muchos jóvenes y, curiosamente, muchos pobres.

—Tráigame a tres personas en todo el planeta que estén dispuestas a afirmar que no aspiran a la fortuna que yo poseo y empezaré a creer que tiene sus fallos.

—Yo misma —aseguró con aplomo, algo de lo que sí se sentiría orgullosa después.

—Entonces, ¿por qué tiene veinte millones en un limbo financiero?

—Ese dinero es para... Pero ¿cómo lo sabe? ¿También se lo ha contado David?

—Que esos millones estén en un limbo financiero no significa que no sepamos el dinero que manejamos. Apañados estaríamos. La banca en la sombra puede ser opaca, pero no inútil. Si alguien gana veinte millones en veinte minutos en un banco del que soy dueño...

—No me quedaré con ellos.

—¿No le queman, comisaria? ¿No piensa en lo que podría hacer con tanto dinero: cuánto podría comprar, cómo podría vivir?

—No.

—Curioso. No sé cuánto tiempo será capaz de resistir, pero la creo.

—Usted acaba de hablar de la banca en la sombra...

—Nada ilegal.

—Suena a gente que manipula los hilos del dinero mundial.

—¿Es usted una de esas personas que creen en teorías conspirativas por parte de un pequeño grupo que domina el mundo?

La comisaria lo miró dubitativa.

—No, nunca he creído en teorías conspirativas, pero a veces es difícil evitarlo.

—Lo entiendo. Eso es falta de información. Es cierto que en ocasiones el mundo no es muy transparente, que digamos, y no sé bien el motivo. Muchas veces por un pudor absurdo. Tiene suerte. Ahora mismo voy camino de una reunión con otros inversores. La invito a venir. Verá que no hay conspiraciones.

—¿Hablarán de lo que hicieron ayer en Wall Street?

—No sé a quiénes se refiere cuando dice «lo que hicieron». Lo que ocurrió fue un fallo informático, eso es todo. Lo que le aseguro es que en la reunión trataremos de economía, deuda e inversiones de la forma más honesta y abierta...

—Acepto encantada.

La limusina se detuvo ante un rascacielos de espejos verdes. Dolores Amado lo identificó, aunque desconocía su nombre. Estaba en la punta sur de Manhattan, cerca de la Reserva Federal, donde esa mañana había estado entrevistándose virtualmente con David Young en Vidas paralelas. En el pasado había albergado la redacción del diario económico Another Brick in the Wall y oficinas de varias firmas financieras. A ella le pareció un minarete enorme desde el que una cohorte de muecines cantaba su monótona letanía al dios del capitalismo: «La globalización es lo más grande y Adam Smith, su profeta. Uníos a la guerra santa del libre mercado».

Un conserje con traje de librea les abrió la puerta con una pequeña inclinación.

—Señor.

A su paso, porteros, vigilantes de seguridad y el resto del personal del edificio se apartaban como si Patt Mann fuera un antiguo faraón. Muchos se quedaban mirándolo con veneración y, a veces, igual que había hecho el subalterno de la entrada, le dedicaban algún tipo de reverencia.

Él y la comisaria subieron directamente al piso noventa y dos y entraron en un despacho con una mesa ovalada alrededor de la cual podían sentarse con toda comodidad once personas. La sala tenía un gran ventanal por el que pasaban a sus anchas la luz aún alta del sol y los reflejos de color verde oscuro del gran estuario del Hudson. En un letrero, a la izquierda de la puerta, se leía «Platinum Sucks».

—Unos amigos nos prestan la sala para reunirnos —explicó Mann al ver que Dolores Amado se fijaba en el cartel, y por un momento ella tuvo la sensación de que hablaba en serio, como si los hombres que les esperaban allí pertenecieran a una ONG y esta funcionase gracias a la buena voluntad de sus socios y colaboradores.

 

***

 

—Jaime Zorros...

—Encantada...

—Luigi Pecatto...

—Mucho gusto...

—Dolores Amado es mi nueva ayudante... —dijo Patt Mann en un tono en el que ella percibió cierta ironía.

—Muy atractiva —contestó Jaime Zorros también con sorna.

—Siempre has sabido rodearte de buenas ayudantes —añadió un tipo que le presentaron como Lucius Avarovich. Allí todos eran hombres.

Aunque con distintos rasgos, físico y color de piel, todos mostraban la misma prestancia, la misma seguridad y el mismo aire de superioridad de Patt Mann. Aquellos sujetos representaban en la escala humana el reverso de esos miserables que en la India reciben el nombre de «los intocables». Solo que ellos eran aún más intocables.

Pese a su naturalidad y a cierta informalidad en el trato, como si no fueran en verdad especiales, la comisaria pensó que la burbuja del poder se volvía todavía mucho más densa allí que en el despacho del ministro. No le extrañó. Desde hacía un tiempo, hombres como aquellos ponían y quitaban Gobiernos.

Mientras se intercambiaban saludos, Dolores Amado se apartó y, mirando a través de la ventana, se fijó en una miríada de barcos, grandes y pequeños, que navegaban de un lado a otro de la bahía. Unos remontaban el East River, otros bajaban el Hudson. Enfrente, un transatlántico pasaba majestuoso bajo el puente de Verrazano. Como si fuera una ballena, llevaba en su vientre cuatro mil jonases que, en lugar de acercarse allí para avisar de la destrucción de Manhattan, llegaban para propiciarla con sus propias manos. No querían dejar profecías incumplidas.

Dolores Amado no envidiaba a quienes viajaban en el crucero, y, sin embargo, se habría cambiado por ellos en ese momento. Por una vez hubiera preferido no enterarse de cómo funcionaba el mundo y estar tranquila en la cubierta del barco, saludando como una boba a los neoyorquinos que paseaban por la orilla.

La distrajo de sus reflexiones una conversación que transcurría en voz queda, a su derecha, entre dos hombres a los que no veía porque se lo impedía una columna.

—Mira que traerse a la ayudante.

—No te enteras. No es su ayudante, es su amante.

—Peor aún. Puede ser muy peligroso si se entera alguien.

—¿Acaso no salió ya a la luz la reunión que tuvimos en febrero? ¿Pasó algo?

—Sí, pero entonces los periodistas no tenían los detalles.

—Te recuerdo que publicaron exactamente lo que hicimos: acortar al euro.

—Pero una cosa es que se sepan las líneas generales y otra los detalles.

—Ni fue un escándalo entonces ni lo será ahora si se publica. Ya se ha contado todo en periódicos, libros, documentales y películas..., y no pasa nada.

—¿Y si lleva escondida una grabadora? Esos aparatitos se meten ahora en cualquier lado. Incluso sirve el teléfono móvil.

—Te recuerdo que esta sala es a prueba de esos mecanismos. Además, ¿cuál es el problema? Lo que hacemos no es ilegal.

—Tienes razón, perdona. A veces soy un poco paranoico... Oye, y le alabo el gusto a Patt. A mí también me ha atraído siempre esa cosa racial de las españolas —piropeó el que estaba más alejado mientras ella recordaba las palabras de su amigo John Malpassi. Aquellos hombres sentían el calor de la impunidad.

—Podemos empezar —anunció alguien, y todos se sentaron. Dolores Amado lo hizo en una silla colocada al lado izquierdo de Patt Mann, un poco detrás de él.

El primero en tomar la palabra fue Lucius Avarovich. A ella le llamó la atención su tez pálida. Iba más allá del color verde lechuga que el invierno neoyorquino regala a sus habitantes, pero le parecía curiosa porque aquella palidez daba a su piel un aspecto más propio de mujer que de hombre.

En los primeros minutos, el tono desapasionado de Avarovich le recordó el de un profesor de universidad.

—Creo que todos sabemos por qué nos hemos reunido. Vamos a revisar y analizar el entorno de la deuda en Europa, la crisis del euro y cómo obtener mayor rendimiento de la situación. Mi gente piensa que, más o menos, todo sigue como cuando nos vimos en febrero, aunque con algún obstáculo del que os hablaré al final de mi intervención. Los cerdos[7] continúan endeudados hasta las cejas. Excepto Grecia, cuyos problemas son por igual de deuda pública y privada, además del desbarajuste de sus presupuestos, el verdadero talón de Aquiles del resto es el endeudamiento privado. Sus bancos andan frágiles por el estallido de las burbujas inmobiliarias y sus Estados no están preparados para salvarlos en caso de quiebra. Por ese motivo, debemos seguir propiciando lo que yo llamo la espiral diabólica. Nuestro ataque a la deuda pública de los cerdos dispara los intereses que deben pagarnos, al tiempo que la incertidumbre que creamos presiona el euro a la baja, con lo que así cobramos las apuestas que hicimos en febrero contra la moneda única. En resumen, estamos ganando dinero por tierra, mar y aire.

»Quiero resaltar aquí la inestimable e impagable labor de la corriente general del periodismo, que nos allana el terreno manteniendo un miedo constante tanto en los Gobiernos como en los pueblos de los cerdos. Con ellos también se han asustado sus socios teutones y gabachos. Ese miedo es nuestra tranquilidad. Nadie va a declarar la ruina dejando colgados a los acreedores. Todos padecen el síndrome de Argentina y el corralito. Tienen grabado a fuego lo que pasó. Si no pagan, nos llevamos el dinero de sus países. El ejemplo lo han dado de nuevo los griegos al jurar y perjurar, tras su bancarrota, que pagarán hasta el último euro, aunque deban trabajar como chinos el resto de su vida... Lo mejor es que, aunque los griegos no pudieran pagar, ya hemos ganado suficiente con ellos. Tenemos amortizada su quiebra.

»Como conclusión, caminamos sobre seguro. Ganamos, hagamos lo que hagamos. Ante ese panorama, recomiendo mantener la compra de deuda a bajo ritmo, lo que seguirá elevando los intereses. Para ello, iría bien que las agencias de calificación de riesgo rebajaran de nuevo las notas de los cerdos.

—No veo por qué no habrían de hacer esa rebaja. Nuestros análisis son correctos, como demuestran nuestras ganancias —explicó un hombre con deje latinoamericano en su acento y que habían presentado a Dolores Amado como Ramón Saladas.

En contraste con Avarovich, estaba bronceado, por lo que la comisaria supuso que habría visitado hacía poco el Caribe, la Polinesia o cualquier otro paraíso terrenal. Debía de tener su misma edad y poseía rasgos atractivos. Sus manos eran grandes; sus ojos, ligeramente rasgados, y sus labios, carnosos, como si tuviera algún antepasado oriental o africano. Al quitarse la chaqueta, su camisa dejaba ver que estaba fuerte, pero sin exagerar, y dedujo que debía de hacer mucho deporte. Aun así, desentonaba en la reunión. Frente al gusto convencional de los otros, presentaba cierto aire macarra muy estudiado y hasta con un poco de clase, si es que aquella contradicción estética tenía sentido. Llevaba el pelo castaño largo y descuidado, cuatro pulseras de cuero en la muñeca izquierda, un anillo con una calavera y un tatuaje a un lado del cuello. Se trataba de la cara de un diablo rojo cuyo cuerpo desaparecía bajo la camisa.

Lo más desagradable para Dolores Amado fue descubrir que, pese a lo obsceno que parecía, o quizá por ello, se sentía atraída por él, y se imaginó yendo en su barco a esa playa paradisíaca y haciendo juntos el amor sobre la arena de forma salvaje: ella clavándole las uñas; él volteándola una y cien veces con sus manazas y colocándola en todas las posturas. La escena desencadenó una mezcla de sensaciones contradictorias entre su cuerpo y su mente que frenó concentrándose en la conversación.

—No creo que haya ningún problema en que las agencias de calificación bajen la nota de esos países e incluso de alguno más solvente, como Francia. Sobre todo si quien se lo pide es su jefe —anotó Jaime Zorros con sorna al tiempo que miraba a un hombre en la cincuentena, cachetudo y con unas enormes gafas de pasta, más parecido a un espía de la Guerra Fría que a un especulador nato.

La comisaria no lo conocía porque cuando ella había llegado allí él estaba al teléfono y no lo dejó hasta que empezó a hablar Avarovich. No obstante, adivinó de quién se trataba al recordar un correo de John Malpassi en el que este la ponía al corriente de la reunión de febrero. Entre los asistentes en aquella ocasión figuraba el dueño de una agencia de calificación de riesgo, Walter Bifet.

Estuvo atenta a su posible respuesta, pero él guardó silencio y el que intervino en su lugar fue Patt Mann.

—Exacto. Los cerdos están endeudados hasta las cejas. Lo sabemos, precisamente, porque nos deben ya cientos de miles de millones. Esa gente ha vivido por encima de sus posibilidades y ahora tendrán que poner orden en sus cuentas, echar el freno al gasto social y trabajar más si no quieren dejar a las generaciones futuras pagándonos su deuda de por vida. Es muy bonito vivir a crédito y tener una sanidad pública, una educación pública y un estado del bienestar, pero el crédito tiene un límite...

Dolores Amado tuvo la sensación de que la explicación se dirigía más a ella que a sus colegas, como si intentara justificar lo que estaban planeando.

—Un estado del bienestar que impide, además, la creación de nuevas empresas que compitan por dar mejores servicios y con las que podríamos obtener más beneficios —dijo una voz irónica al fondo de la mesa.

En ese momento, en un arranque que no sabía bien de dónde le nacía, Dolores Amado se atrevió a decir:

—Pero no lo entiendo. Acaba de comentar que el problema es la deuda privada, no la deuda pública.

Entonces se hizo un silencio y todos la miraron de tal forma que ella misma dudó de su argumento. Como si estuviera loca. Luego dirigieron sus ojos a Patt Mann, que realizó un gesto con el que parecía pedir disculpas diciendo «Vale, es tonta pero está buena».

Todos debieron de entenderle así porque, a partir de ese instante, el tono de la reunión se volvió más ligero, como si pretendieran ponerse al nivel de la mujer tonta.

—Estoy de acuerdo con Patt —declaró Avarovich—. Los cerdos vivieron por encima de sus posibilidades y engordaron gracias al crédito. Si ahora les sobra la grasa de la deuda, no pueden quejarse porque nosotros nos comamos sus jamones, en especial los ibéricos.

Tras un instante de silencio, todos soltaron una carcajada.

—Hay que andar con cuidado de todas formas. Los Gobiernos tienen mucho poder y pueden, incluso, en mi opinión, creo que deben rebajar el déficit aplicando la receta que mejor resuelve el problema.

Aquellas palabras suscitaron un suspense generalizado y todos se volvieron hacia quien las había pronunciado, Walter Bifet. Estaba serio, y en la cara de los más listos apareció una expresión de incredulidad, como si no creyeran que se atrevería a decir lo que iba a decir.

Sin cambiar el semblante, decidió desafiarlos.

—Sencillo. Poner impuestos a quienes más tenemos. A nuestra riqueza y nuestras transacciones financieras...

—¡Impuestos a nosotros! Eso sí que sería su ruina —comentó Saladas.

—No seas desagradable, por favor. Los impuestos son cosas de pobres, solo ellos los pagan —añadió Avarovich, y todos rieron su cinismo, salvo Walter Bifet y, por supuesto, Dolores Amado, que reprimió el impulso de liarse a patadas y puñetazos con él.

El rostro pálido, de origen ruso, continuó.

—Como dije al empezar, ha surgido una nube en el horizonte. Así como en el tema de la deuda podemos seguir tensando la cuerda, en cambio, con el euro hemos llegado al límite este año. Debemos movernos con cuidado. Su cotización con respecto al dólar ha bajado de 1,50 a 1,19 en los últimos cinco meses. Si seguimos apostando en contra, corremos el riesgo de destruirlo, y aún no podemos permitirnos su desaparición. Mi gente calcula que sería una debacle económica mundial y podría costarnos caro. Más adelante, si hallamos refugios seguros, decidiremos.

—Estás tramando algo, ¿no? —dijo alguien que Dolores Amado no identificó.

—Nada definido, pero si nos lleváramos por delante un país como España o Italia se desencadenaría una buena operación de limpieza étnica financiera que daría mayor poder a los bancos estadounidenses.

—Ahí no estoy de acuerdo —soltó Saladas—. Te recuerdo que en esta mesa no todos somos estadounidenses.

—No es cuestión de patriotismo, sino de apostar en contra de los bancos europeos y a favor de los estadounidenses. Pura estrategia de rentabilidad.

—Me da igual. Prefiero que haya muchos bancos que pocos.

—Además, ¿no pondríamos en peligro nuestros fondos de inversión si cayera un país como Italia? ¿No podemos perder dinero si no nos pagan los bonos? —inquirió el mayor de los presentes, un hombre de setenta y pico años, seco de cuerpo y modales, llamado Frank Kruger, un tipo que de simple albañil había hecho un imperio con una empresa de construcción en Estados Unidos.

—Pasaría como con Grecia: para cuando eso ocurriese, nosotros habríamos ganado más que suficiente —respondió Avarovich, que al ver la cara de Frank Kruger se dio cuenta de que este no comprendía nada—. He dicho nosotros, Frank. No-so-tros, los que estamos en esta mesa, no vamos a perder. Claro que alguien perderá. Ese es el juego. Unos ganan, otros pierden.

Frank Kruger puso cara de circunstancias, aunque no contestó.

Luego, Jaime Zorros tomó el relevo de la reunión. Estaba más cerca de los setenta que de los cincuenta, aunque él mismo pensaba que siempre se está más próximo de la década siguiente que de la anterior, aunque sea porque a aquella se puede llegar, pero a esta jamás se puede volver.

De los allí reunidos pasaba por ser el más ortodoxo en sus estrategias de inversión. Compraba cuando el precio de las acciones estaba bajo y vendía cuando subían. Quizá por ese motivo fue él el encargado de explicar la situación de los países emergentes.

—Las economías de Brasil, India, Rusia y China siguen creciendo a buen ritmo, si bien el mercado chino sigue siendo difícil de navegar debido a esas leyes reguladoras que poseen. Yo daría a esas economías un crecimiento de entre tres y cinco años. Pero como ahora todo se acelera, deberíamos poner en marcha mecanismos de vigilancia y prever cuándo pueden caer para cambiar nuestras posiciones y apostar en su contra...

Cuando concluyó, todos asintieron y se hizo un silencio que Avarovich aprovechó para anunciar que debía marcharse.

—Tengo a mi mujer en el helicóptero y odia esperarme allí: dice que se aburre con los pilotos. Hoy nos trasladamos a Los Hamptons.

Las últimas palabras recordaron a la comisaria una tradición de Nueva York. Todos los años, a mediados de junio, los ricos más ricos de la ciudad se trasladan a sus casas de veraneo. Esas segundas residencias son exclusivas mansiones sobre limpias playas de arena blanca, y su precio oscila entre los tres y los veinticinco millones de dólares. Muchas se alquilan a consejeros delegados de grandes firmas que pagan entre quinientos mil y un millón de dólares la temporada, y quienes para el trasiego diario del ir y venir a la ciudad usan sus helicópteros privados o el hidroavión de línea que parte desde un atracadero sito en el East River.

—No te quejes. Tienes suerte con ir a Los Hamptons. Mi mujer se ha empeñado en visitar Cordillera. Cinco horas de vuelo en el jet no me las quita nadie —comentó Pecatto con bastante desgana.

La comisaria también conocía el lugar, aunque solo de oídas. Cordillera estaba en un parque natural de las Montañas Rocosas, cerca de una famosa estación de esquí. De nuevo, las mansiones parecidas a la de Los Hamptons y, de nuevo, los mismos propietarios: las grandes fortunas de Wall Street. Una amiga suya, que había ido a esquiar allí un año, le comentó asombrada varias anécdotas del lugar. Una se refería al hecho de que los caminos de entrada a los garajes no tuvieran ni un copo de nieve, pese a que habían caído veintitrés centímetros de manto blanco en apenas unas horas. El recepcionista del hotel le explicó que semejante maravilla se debía a que los caminos estaban equipados con calefacciones subterráneas. Hasta ahí lo ordinario dentro de lo extraordinario. Lo realmente sorprendente era que aquella calefacción permanecía encendida todo el invierno aunque las mansiones estuvieran desocupadas. En realidad, sus propietarios pasaban allí apenas cuatro o cinco días por Navidad. Aunque el colmo del absurdo se lo adjudicó una pareja de ejecutivos que se instalaron en el lugar: compraron un chalé de ocho millones de dólares y se gastaron otros dos en una reforma completa. Al cuidado de la obra se quedó la guardesa, que, una vez terminada, les llamó para que fueran a admirar lo bien que había quedado la casa. Dos años más tarde seguían sin haberla visto.

—Por favor, un momento. Os entretengo solo un segundo —intervino Walter Bifet para evitar que se levantaran—. Quisiera saber si habéis estudiado la propuesta que os hice en febrero de legar nuestra fortuna a la causa filantrópica cuando muramos.

—¡Ah! ¿Hablabas en serio con eso? Te prometo que lo tuve por un broma cuando lo dijiste. Y cuando lo leí en los periódicos, supuse que querías lavar un poco nuestra imagen de poderosos sin escrúpulos. Lo que jamás me imaginaba es que fuera verdad. Si te soy sincero, me viene mal. Tengo demasiados hijos legítimos, bastardos, mujeres, exmujeres y amantes como para comprometerme a tal cosa. Me matan si lo hago —comentó Avarovich.

—Yo estoy igual. No tengo amantes, pero sí primos, sobrinos, tíos... Puedo donar varios millones a una causa como la lucha contra el cáncer o el sida a cambio de que figure mi nombre en el proyecto, pero dar toda la fortuna... —reconoció Pecatto.

—No hay tiempo para eso ahora, viejo Walter. Llámame otro día y lo tratamos con tranquilidad. Si quieres podemos estudiarlo en un restaurante que acaban de abrir y está causando furor en el Mima[8]. Me han dicho que en la bodega tienen unos Vega Sicilia impresionantes —dijo Zorros.

—A mí también me viene fatal, Walter. Y ahora vámonos, que todos tenemos prisa —concluyó Saladas.

Dolores Amado se levantó confusa. Por un lado, y como tantas veces ocurre con las cosas obvias, solo al final de la reunión reparó en algo que había sido incapaz de observar pese a haberlo tenido delante de los ojos desde que había empezado la investigación encargada por el subsecretario. Aquellos hombres dominaban el mundo no por su inteligencia, sino por su dinero. A la vista saltaba que alguno de ellos era totalmente estúpido. Pero daba igual, su dinero generaba más dinero. Por otro lado, había tenido que reprimir tanto su cólera que apenas le quedaban fuerzas para algo que no fuera controlarse a sí misma, so pena de acabar matándolos a golpes en un acto de justicia universal.

Por ese motivo, siguió a Patt Mann como un autómata, bajó con él en el ascensor y entró en la limusina sin mediar palabra hasta que, al sentarse, se descubrió diciendo:

—Si su mujer también le espera, no hace falta que me lleve. Tomaré el metro.

—No. No tengo mujer y a mí me gusta demasiado Manhattan como para alejarme de aquí dos meses. Además, no suelo ir a donde va la lista de los quinientos hombres más ricos del mundo. Me aburre eso de que nos pasemos todo el día midiéndonosla a ver quién la tiene más grande. En fin, habrá comprobado que no hay ninguna conspiración.

Dolores Amado lo observó. ¿De verdad aquel hombre no se daba cuenta de lo que estaba diciendo?

—Perdone, pero yo he sido testigo únicamente de cómo conspiraban para ganar más dinero.

—Por favor, no retuerza el lenguaje. Eso no es conspirar, sino una coincidencia de intereses sobre algo tan legal como ganar dinero. Seguro que hay otros inversores en otras partes del mundo que piensan que a lo mejor el euro puede seguir cayendo o que las economías de Brasil y otros países emergentes no son tan boyantes. Todo depende de la intuición de cada uno. Lo que sí nos une a todos es que sin nuestro dinero nada funcionaría. Invertimos para que haya fábricas, para dar trabajo, para que la gente tenga calefacción en sus casas y ropa en las tiendas, para que haya telecomunicaciones, carreteras... Cierto que necesitamos un aliciente, ganar un poco de dinero. Pero esa es la máxima del capitalismo: el beneficio individual procura el beneficio general.

—Sinceramente, ¿cree que su propio beneficio genera el bien común?

—Por encima de todas las cosas.

—Entonces es más grave de lo que yo pensaba. Es la banalidad del mal —afirmó Dolores Amado, que se sintió muy cansada de pronto porque aquellos argumentos eran los mismos que sostenían Víctor Mercader, algunas de sus amigas y las noticias de los periódicos, pese a haber comprobado que nada de lo que ellos hacían tenía que ver con la economía real. El mundo se encaminaba hacia el desastre sin remedio.

Patt Mann pareció que esperaba una explicación de aquella extraña frase de la comisaria sobre la banalidad del mal, pero no la hubo. Que se ilustrara él. Sí intentó, en cambio, hacerle ver su error.

—No es verdad. El beneficio individual procura nada más que el beneficio de unos pocos, no el de todos. De hecho, están desapareciendo las clases medias. El sistema no funciona. Desde luego, no para los millones de personas que se quedan fuera de él.

—Es cierto que a veces, y créame que soy el primero que lo lamenta, hay que despedir trabajadores en una empresa, recortar ciertas ayudas sociales o aceptar que no todo el mundo logre acomodo en el sistema, pero eso son más bien anécdotas. Además, es temporal. Los despedidos vuelven a ser contratados... Peor sería que todo el mundo estuviera en el paro porque nosotros no invirtiéramos.

—Claro, porque ustedes son los dueños del dinero, ¿no?

—Exacto. Con nuestro dinero creamos compañías y, con ellas, puestos de trabajo.

—Pero sin trabajadores tampoco habría compañías ni beneficios.

—El problema es que los trabajadores sobran y los inversores faltan. Es la ley de la oferta y la demanda.

—O sea, para usted los seres humanos son mera mercancía.

—No es una forma muy poética de expresarlo, pero sí. El sistema es así. Si existiera otro..., pero no lo hay.

—¿Se ha imaginado que alguien considere alguna vez que usted también es mera mercancía?

—No entiendo qué quiere decir.

—Que usted también sea una anécdota a la que podría eliminarse para equilibrar el exceso de oferta y la falta de demanda.

—Suena a amenaza —contestó con cara de reparo pero aún sonriendo.

—Y solo puede amenazar usted. Solo usted puede llevarse las fábricas a países donde los trabajadores son más baratos y solo usted puede dejar a familias enteras sin su medio de subsistencia para recibir... ¿cómo ha dicho? ¡Ah, sí, su aliciente!

La comisaria hablaba cada vez más irritada, dejándose al fin llevar por sus emociones y sin importarle si su ataque podía ofender a Patt Mann. No lo hacía. En aquella cabeza no existía la grieta de la duda, y Dolores Amado sintió miedo. Conocía una clase de gente que era así: los terroristas capaces de ordenar un atentado.

Él continuó expresándose con simpatía, cariño y buen humor.

—Va a ser verdad lo que dice David. Es una revolucionaria. Pero mire dónde han acabado las revoluciones. Hasta los chinos han aceptado este sistema. Por algo será... Esto es lo que hay. Este es el sistema que nos ha tocado y se basa en la condición del ser humano.

—¿El qué? ¿El egoísmo?

Patt Mann asintió con la cabeza.

—Entonces no hay esperanza. El ser humano no evolucionará.

—Estamos progresando.

—Vamos más deprisa y consumimos más. Eso no es progresar.

—¿Quién es usted para decidirlo?

—¿Y usted?

Patt Mann enarcó un poco las cejas en señal de sorpresa. ¿Cómo que quién era él para decidir? Pese a ser un poco rebelde, aquella atractiva comisaria de policía no podía cuestionar quién era él. Hasta ella lo había reconocido momentos antes. Él era el dueño del dinero, por tanto, el amo de las decisiones y hasta de las palabras.

Luego, dejando su sorpresa a un lado, volvió a sonreír.

—Tiene muchos prejuicios. De tanto sospechar se ha vuelto desconfiada. Es comprensible. Sin embargo, es una mujer muy inteligente. No siempre uno tiene el placer de conocer gente como usted. Si cambia de actitud, me encantará que administre uno de mis fondos de inversión. Pero con ese discurso revolucionario...

—¿Qué tal si en vez de revolución hablamos de lo justo? ¿De repartir los beneficios entre todos?

—Mi querida comisaria, cada uno representamos el papel que nos han dado en la vida. Yo soy un humilde inversor que interpreto el mío, ganar dinero, lo mejor que sé.

—Pues en eso tengo dudas —replicó ella, y Patt Mann hizo el gesto de no entender—. Sí, dudo de que sigan ganando dinero. En una de sus embestidas a la economía, quizá acaben con ella. Y de esa forma, con ustedes mismos.

—Por supuesto, pero... No podemos evitarlo. Es la naturaleza del escorpión.

Dolores Amado comprendió a qué se refería. Hablaba de una fábula africana que conocía bien. En una ocasión, un alacrán pidió a una rana que lo ayudase a cruzar el río llevándole en su espalda. Ella rechazó el favor, temiendo que le clavara su aguijón. Pero al fin el escorpión la convenció. Sería estúpido matarla, pues se ahogarían los dos. Sin embargo, a mitad del río, él la picó y, mientras ambos se hundían, la rana le preguntó por qué lo había hecho, a lo que él contestó:

—No puedo evitarlo. Es mi naturaleza.

 

 

La limusina se detuvo delante del hotel de Dolores Amado y él se despidió.

—Ha sido un placer —comentó con la misma sonrisa, la misma naturalidad y la misma seguridad con las que tres horas antes la había invitado a subir al coche. Ella le estrechó la mano e hizo un movimiento con la cabeza, pero no habló más.

—Tengo curiosidad por saber qué hará con los veinte millones. Ojalá un día me lo cuente.

Dolores Amado tampoco contestó. Simplemente bajó de la limusina y la puerta se cerró. Al verse de nuevo en la calle, oyó el ruido de los coches y se fijó en la gente que caminaba deprisa. Entonces se dio cuenta de que acababa de abandonar la burbuja del poder y de que la realidad del mundo la envolvía otra vez.

La calle del muro
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