CAPÍTULO XXI
Antes de cruzar la Sexta Avenida, la comisaria divisó una bandera izada a la altura de un primer piso en un edificio construido a finales de los años veinte. Representaba una flor blanca y azul formada por tres sencillos círculos, y ella sonrió recordando su significado: amor, respeto y obediencia. Aquel estandarte señalaba el punto exacto del Camino Sincero, el lugar al que encaminaba sus pasos.
Llevaba dos años sin ver aquella enseña y le gustó la cálida sensación que recorrió su memoria. Demasiados años allí, yendo tres, cuatro y hasta cinco veces a la semana como para olvidar el lugar.
Atravesó la avenida y continuó unos metros más. Al llegar al portal del edificio, respiró hondo antes de subir a la primera planta por una escalera que conducía a la única puerta que había en el rellano. Dentro, en el pequeño vestíbulo del gimnasio, había dos hombres y una mujer. Traspasó el marco y, mientras inclinaba su cabeza, exclamó con decisión:
—¡Osu!
Las tres personas que allí estaban le devolvieron el saludo mientras el murmullo de una conversación que se desarrollaba en un pequeño despacho, a la derecha de la puerta, se interrumpió con brusquedad, dando paso a un profundo silencio. Alguien, al otro lado de esa oficina apenas cerrada con una cortina de tela, había reconocido el saludo de Dolores Amado.
Instantes después, de aquel cuarto salió un hombre oriental de cerca de setenta años. Más bien bajo, su cuerpo era recio y estaba amarrado al suelo, como el tronco de un olivo clavado en la tierra. Permanecía serio. Y el silencio, como hace con las personas que tienen carisma, giraba en torno a él. Sin embargo, no había tensión en el aire; si acaso, solemnidad, ceremonia y respeto.
Mirándolo a los ojos, la comisaria se inclinó y exclamó:
—¡Osu!
Allí estaba, enfrente de ella, Shoke Mashi Nurakama, una leyenda viva del kárate.
En contra de lo que pudiera pensarse, el carácter legendario de Shoke Mashi no residía en sus incontables combates victoriosos, sino en haber devuelto al kárate su verdadera filosofía. O su «rostro humano», como a él le gustaba decir.
Un rostro humano que se resumía en las tres palabras que la comisaria acababa de recordar al observar la bandera en la fachada del edificio: amor, respeto y obediencia. Para qué más. En cuanto las ideas se complican, las palabras se enredan y nacen los nudos que impiden cumplir no solo las buenas intenciones, sino hasta las obligaciones más elementales.
Para Shoke (título de gran maestro) Mashi, el kárate iba más allá de dar patadas, romper huesos y partir maderos. Era una forma de vida, un camino de superación personal que enseñaba a resistir no solo los golpes del adversario, sino los más duros, los de la vida.
Ello suponía combatir sistemáticamente las propias debilidades, la estrechez de miras y los prejuicios. Como explicaba en sus meditaciones, la razón de ser del kárate consistía, más que en el combate al oponente, en la lucha contra uno mismo, el peor enemigo. Ganar la batalla significaba obrar de forma justa y honorable ante cualquier desafío, siguiendo el ejemplo de los antiguos samuráis.
Sin embargo, frente a lo que pudiera parecer, el ambiente en el gimnasio no se hacía pesado, y a la comisaria le gustaban las reflexiones que el kárate despertaba en ella. Por ejemplo, desde que había empezado la investigación, una frase de Shoke Mashi rondaba su cabeza: «Si el ego de una persona no está bajo control constante, crece sin cesar».
Quien decía «ego» decía «avaricia». Un buen karateca debería someterla con una perfecta patada moral.
Siguiendo el protocolo, Shoke Mashi devolvió la reverencia a Dolores Amado. Luego empezó a sonreír como si recibiera a un familiar o a un amigo.
La comisaria empezó a ir al dojo poco después de que un colega de la ONU se lo recomendase. Había acudido escéptica y convencida de que no duraría mucho. En principio, le resultaba una disciplina agresiva y barriobajera, pero cambió de opinión cuando comprobó que allí había desde niños hasta mujeres de ochenta años. También vio a ciegos, camareros, personas con problemas mentales y catedráticos de Harvard. Shoke Mashi había conseguido reunirlos en torno a la idea de ese rostro humano del kárate, y el mismo día que comenzó a practicarlo supo que lo haría para siempre. Cinco años más tarde alcanzó la categoría de cinturón negro en uno de los momentos más emocionantes de su vida.
A la espalda de Shoke Mashi apareció en el vestíbulo su hijo, Kokei Sha, el sucesor.
—¡Osu!
—¡Osu!
Tenía treinta y seis años, aunque, como casi todos los orientales, parecía más joven. Poco más alto que su padre, destilaba la misma fuerza, confianza y seguridad.
Luego llegó la sensei Yama, una exótica mujer asiática de piel oscura y un irresistible magnetismo, en especial cuando sonreía. Aunque su cuerpo era menudo, poseía una técnica tan depurada que podía dejar fuera de combate a un tipo de cien kilos con un solo golpe.
—¡Osu! —dijo Dolores Amado, contenta de ver a su amiga.
A la bienvenida se sumaron sempai J. P., a quien tenía gran cariño por haber sido su primer profesor, y muchos otros cinturones negros a los que conocía bien.
Todos juntos conversaron durante unos minutos para ponerse al corriente de su vida hasta que la puerta corredera que daba al gimnasio se abrió y entró Paul, que a continuación se inclinó.
—¡Osu!
Entonces se hizo un silencio y, mientras Dolores Amado y él se miraban a los ojos, los otros se fueron marchando con discreción hasta que les dejaron solos.
Tras haberse pasado dos años pensando en Paul casi a diario, al fin estaba ante él. Su profesor, su amigo, su amante, su pareja durante ocho años. Habían empezado la relación apenas dos meses después de que ella hubiese entrado en el dojo, aunque se sintió atraída por él desde el mismo momento en que lo vio por primera vez. Al principio, por el físico. Paul era extraordinariamente guapo. Y lo era de una forma objetiva, no porque ella se hubiera enamorado. De hecho, si las mujeres se volvieran por la calle para mirar a los hombres, todas se girarían. Imposible no fijarse en él. No solo por su rostro, sino por su estatura: medía un metro noventa y un centímetros y tenía un cuerpo tan perfecto que podría servir de modelo para un estudio de anatomía. A ella le recordaba el David de Miguel Ángel.
Si antes de conocerlo en el gimnasio alguien le hubiera dicho que se trataba de un instructor de kárate, no lo habría creído. Su imagen se correspondía más con la de un frívolo modelo de revista con el que cumplir, eso sí, cualquier fantasía sexual. Pero lo que la enamoró no fue su físico, sino una serie de rasgos difíciles de reunir en un hombre, como la dulzura, la franqueza, la tranquilidad y un sentido del humor capaz de hacerla reír incluso en los momentos más tristes.
Durante los dos años de su separación, una pregunta la había acosado. Si era tan perfecto, ¿por qué lo había dejado? Y aunque la memoria juega malas pasadas, pues tiende a guardar lo bueno y a olvidar lo malo, recordaba que Paul no soportaba cuando ella se marchaba de misión, hasta el punto de que había llegado a pedirle que renunciara a su trabajo, algo que le había parecido tremendamente injusto. No obstante, sabía que ese no había sido el motivo último por el que lo había dejado. Había uno más poderoso, aunque más inexplicable. Se había desenamorado. Así, sin querer, pero sin remedio.
En el vestíbulo del gimnasio, Paul parecía estar mirándola desde muy lejos.
—¿Cómo estás? —le preguntó él en tono más glacial de lo deseado, y de inmediato intentó borrar esa frialdad con una sonrisa.
Luego se quedó esperando las reacciones de su propio cuerpo. No las hubo. No se le aceleró el corazón, no notó un nudo en el estómago. Tampoco sintió deseos de abrazarlo ni de echarse a llorar. Ni emoción alguna, y simplemente se limitó a preguntarse por qué se había pasado dos años recordándolo a diario. Al fin, como en una iluminación, llegó a la conclusión de que había sido su sentimiento de culpa por haberse desenamorado. El porqué de aquel desamor, en cambio, no supo descifrarlo, y en aquel mismo instante renunció a hacerlo. Estaba harta de tener que ser perfecta. Después de todo, no se trataba de un personaje de novela con respuestas a todas las preguntas. Ella era Dolores Amado, un ser humano con derecho a sus contradicciones y errores. Debía aceptarse como era, incluso con su vulnerabilidad y fragilidad.
—Más o menos bien. En este momento, investigando un caso difícil... ¿Y tú?
—Bien, y con novedades.
—Hoy lo tengo complicado para quedar, pero mañana quizá podamos comer.
—No, mañana no puedo. Tengo que ir al hospital.
—¿Te encuentras mal? ¿Estás enfermo? —se sobresaltó ella.
—No, no. Perdona, no pretendía alarmarte. Tiene que ver con esas novedades que no te he contado. Hace siete meses inicié una nueva relación... Ella está embarazada de diez semanas y mañana a la hora de comer tenemos cita con la ginecóloga.
Dolores Amado se quedó de nuevo en espera de las reacciones de su cuerpo. Nada. No sintió nada, como si el hombre que estaba allí enfrente fuera un simple conocido de su pasado más lejano. Le hubiera gustado notar algo, siquiera envidia o rabia. Pero no. Hasta que, de repente, empezó a inundarla una placentera sensación de alivio, como si le hubieran quitado un enorme peso de encima, y su cuerpo comenzó relajarse de una forma que hacía muchas semanas que no sentía, quizá meses.
—¡Enhorabuena! Me alegro. Espero que todo salga bien. Se me hace tarde. Voy a pasar al vestuario a cambiarme. En cuanto pueda, te llamo y tomamos un café.
Dolores Amado atravesó la puerta corredera y se inclinó ante el shinzen, el lugar espiritual del dojo. Cuando se irguió, ya sabía que Paul había desaparecido de su vida para siempre.
***
Siguiendo los consejos de su jefa, Félix Osorio se fue a pasear por Nueva York, donde empezó a devorar las mismas imágenes, sensaciones y emociones que ella había experimentado. Sus pies lo llevaron a Bleecker Street, que le recordó el nombre de una canción. Allí se fijó en los garitos de música, alineados a los lados de la calle. Todos le parecían conocidos: Café Wha, Better End, Red Lion... Luego giró la cabeza y sonrió.
—Joder, esa alcantarilla echa humo, como en las películas.
Su deambular por las calles lo llevó, poco a poco, a un deambular por su cabeza, y se impuso superar su timidez e invitar a la comisaria a cenar aquella misma noche. Le preocupó que tuviera ya una cita con su colega del FBI o con algún conocido, pero, al menos, aunque así fuera, él no tendría que reprocharse no haberlo intentado.
Definitivamente, Dolores Amado le gustaba. Se repetía lo buena que estaba y frases por el estilo. Aunque no le atraía de forma exclusiva su físico, sino lo enigmática que le resultaba: una mujer que había viajado y había vivido en diferentes partes del mundo, en algunas de las cuales había visto la vida cara a cara, y sin embargo rehusaba revelar sus secretos, al menos a él. Pero tampoco le dio mayor importancia; al momento regresó a los asuntos carnales y recordó cuando esa mañana había llamado a la habitación y la vergüenza que él sintió al aparecer con su hombría rebosando los calzoncillos.
Pasó junto a un edificio de dos plantas y ladrillo rojo al que se accedía a través de una pequeña escalera, a cuyo pie había unos faroles pequeños, coronados por unos globos de color blanco. Ante la puerta estaban aparcados media docena de coches de policía. Sintió curiosidad y se asomó a la entrada, un pequeño y viejo vestíbulo por el que iban y venían agentes de policía, unos de uniforme, otros de paisano. Le pareció mentira que aquella comisaría fuera tan cochambrosa como la de Leganitos.
Luego llegó a Broadway y giró hacia la derecha. Entró en el Soho, el barrio situado al sur de la calle de Houston. En la esquina con Prince se detuvo ante un escaparate. Una veintena de maniquíes negros, vestidos con traje oscuro y ataviados con gafas de sol, lo miraban tras el cristal. Todas aquellas esculturas de plástico apenas poblaban el inmenso espacio interior, y tuvo la sensación de que, en lugar de una tienda de moda, contemplaba una exposición de arte contemporáneo, impresión que se repitió ante la vidriera de cada almacén.
De las obras de arte en las tiendas pasó a las personas de carne y hueso. Todas las mujeres le resultaban atractivas, e imaginó que muchas eran modelos. Pero lo que más le llamó la atención fue su origen. Las había de todas las razas y colores.
Bajando por Lafayette Street, llegó a la esquina con Kenmare. Allí se topó con un antiguo restaurante reconvertido en taquería mexicana. La Esquina se llamaba. Parecía un lugar barato pero entrañable, y no pudo reprimir que a su mente acudiera una vez más la única frase capaz de expresar sus impresiones: «Es igual que en las películas».
E igual que en las películas, por la noche esa taquería se transformaba en lo que él, sin embargo, ni sospechaba: uno de los lugares más de moda de Nueva York, al que iban a cenar actores de Hollywood y estrellas del pop.
Callejeando, se dirigió al oeste y pasó junto a una de las tiendas más simbólicas de su propia generación. En la parte superior de la entrada, una manzana con un mordisco daba la bienvenida al establecimiento, donde se vendían ordenadores, teléfonos y pequeñísimos aparatos de música con una línea tan sencilla como elegante. A duras penas evitó la tentación de pasar al interior.
Tras tanta modernidad, llegó a una calle empedrada con adoquines y flanqueada por edificios de poca altura. Se trataba de antiguos almacenes y factorías reconvertidos en galerías de arte. Después atravesó Houston y el paisaje cambió. Se vio rodeado de una serie de feas construcciones de ladrillo que le recordaron a su barrio. «¡Qué grandes somos en Vallecas! Hasta en Nueva York nos han copiado», se dijo.
Continuó y llegó a la Universidad de Nueva York, que le recordó a la suya, aunque la gente parecía menos ociosa. Luego entró en la cafetería de una conocida cadena. En el ventanal se anunciaba internet gratuito, y sonrió al venir a su memoria cuando, con el avatar de Carlos Durán, había pasado en Vidas paralelas ante uno de esos comercios. Pidió un café y observó que las mesas estaban llenas. Entonces le llamó la atención el silencio. Todo el mundo tenía fija la mirada en la pantalla del ordenador. A veces se oía el suave teclear de una chica que mantenía una animada conversación virtual con una amiga que se hallaba en otro café de la misma cadena, veinte calles más arriba.
Instintivamente, sacó su teléfono móvil, se conectó a la red inalámbrica y revisó su correo. Había varias convocatorias de Inma para distintos actos de protesta en la Puerta del Sol, y él les dio publicidad en su página de Amigos Sin Fronteras sin detenerse a sopesar si, como policía, podía dar alas a tales actividades.
Salió a la calle y a los pocos minutos se elevó la altura de los edificios. Se encontraba a los pies de la gran cordillera neoyorquina. Desde allí podía divisar su cima más alta, la majestuosa cumbre del Empire State envuelta en una pequeña nube blanca.
Continúo caminando hasta llegar a un valle, el de Union Square. Allí, una multitud de gente se repartía en todas direcciones y salía y entraba a bocanadas de las paradas de metro. Se detuvo un momento a mirar el plano que le habían dado en el hotel y subió por Broadway hasta alcanzar al fin la calle 23.
Al girar para dirigirse a la Sexta Avenida, reparó en un edificio no demasiado alto pero sí muy estrecho, como si fuera una cartulina. Le llamaban el Flatiron y ostentaba el título del primer rascacielos construido en la ciudad. Le pareció bello.
Diez minutos antes de las dos llegó al lugar de la cita. Se fijó en la fachada del edificio y reparó en un cartel que decía «Karate do». Al recordar la extraña posición que había adoptado la comisaria cuando Víctor Mercader se había acercado corriendo hacia ella la noche del aparcamiento, comprendió que era karateca. Y con el morbo le atrajo aún más.