CAPÍTULO I
Estaba sentado frente al ordenador, tan enfrascado manejando una pequeña figurilla virtual que apenas llegó a notar una ligera presión en la nuca. Le pareció algo duro y frío. Después no sintió nada más. Nunca más.
Durante un instante, tras el sonido del disparo seco y silencioso, el segundero del reloj redondo, colgado en la pared de la cocina, quedó suspendido como si estuviera asustado por lo que sucedía en el salón contiguo.
La muerte no se lo pensó dos veces. Aprovechó el vértigo y la duda del segundero para llevarse lo que le correspondía. Así de decidida es cuando anda con prisa por cumplir destinos. Luego, la manecilla del reloj siguió su natural marcha de hipos y traspiés, como si nada hubiera ocurrido. Unos pasos ligeros, que nadie escuchó, se alejaron del salón.
Al caer con la cabeza sobre la mesa, un pequeño espasmo de la mano derecha empujó el ratón del ordenador hacia delante y el dibujo animado que aparecía en la pantalla se movió dando un brinco imposible.
La figurilla virtual representaba a un hombre, más bien joven, vestido con traje gris oscuro, camisa blanca, corbata ancha de color teja y unos zapatos marrones de punta cuadrada que le daban cierto aire italiano. En la mano llevaba un maletín y parecía un ejecutivo desorientado en medio de una ciudad creada a imagen y semejanza de Nueva York.
Tras el repentino salto, el muñequito se quedó quieto mientras un pequeño reguero de sangre resbalaba por el cuello de quien, hasta hacía un momento, le había dado una vida irreal. Un ejecutivo no tan desorientado cuyos deseos, esperanzas y hasta buenas intenciones para mejorar la economía ya poco importaban.
Cuando desaparecieron los pasos que nadie escuchó, la casa se convirtió en una naturaleza muerta. En la cocina, las migas de pan, vestigios de un bocadillo, estaban inertes sobre una tabla de madera mientras un vaso con restos de vino descansaba en el fregadero. Lo mismo ocurría en la alcoba, donde las sábanas arrugadas, caídas de medio lado la noche anterior, cuidaban de la cama como un perro faldero. A su lado, el armario permanecía con sus mandíbulas de gigante abiertas, enseñando veintiuna camisas blancas, cinco pantalones negros y otras dos chaquetas a juego. Los escuadrones de libros, formados en dos ejércitos, uno en la estantería de la habitación, otro en la del salón, velaban el cadáver en posición de firmes. La escena estaba adornada con un respetuoso silencio, al que contribuyó el motor del frigorífico apagándose de repente. Solo ofendían este duelo casero las imágenes mudas de una televisión encendida en el salón y el disco duro del ordenador portátil que, como si rehusara admitir la realidad, continuaba bailando su aburrido ritmo binario junto al cadáver.
El velatorio doméstico duró poco. Apenas una hora. Justo hasta que un grito corto y agudo reveló al mundo que la parca había pasado por allí. Pocos minutos después, todo fueron ululares de sirenas y fogonazos de luces en la entrada de la calle Mesón de Paredes, allí donde el pedigrí del Madrid antiguo cede paso a la emigración sin despeinar su esencia de barrio castizo. Eso sí que es chulería.
Horas más tarde, la prosa funcional del forense estableció que Carlos Durán de Aro murió entre las once y las once y cuarto de la noche: «El cadáver presenta un tiro en la parte posterior del cráneo, con entrada en la base del hueso parietal y salida por el maxilar, entre el labio superior y la base de la nariz. La descarga fue hecha a quemarropa».
En cuanto al disparo, los de balística señalaron, sin dejar lugar a dudas, que se había hecho con un arma de nueve milímetros. Llegaron a esa conclusión por el proyectil que había quedado incrustado en la mesa de madera, a pocos centímetros del teclado del ordenador.