CAPÍTULO IV
Cuando sonaba el despertador, Dolores Amado apenas se sentía comisaria. Ni siquiera persona. A veces, incluso dudaba si estaba viva. Siempre había creído que ella, más que dormir, entraba en estado de coma. No se trataba solo del sueño por las horas de insomnio acumuladas durante el trabajo, también se debía a la baja tensión arterial que padecía desde pequeña. De hecho, algunas mañanas le parecía imposible llegar al cuarto de baño y se golpeaba contra las paredes del pasillo; un tanto sin darse cuenta, y otro, con la intención de hacer reaccionar a su cuerpo. No resultaba extraño que horas después descubriera algún cardenal en el brazo o la cadera.
Por si fuera poco, durante los dos primeros minutos de su renacer estaba enajenada por una ira que rozaba la misantropía. Sus padres, sus amigas más íntimas y sus antiguos novios sabían bien que, en esos segundos, lo mejor era guardar silencio so pena de desencadenar un incomprensible estallido de cólera. Luego, la exasperación desaparecía paulatinamente hasta que ella tomaba el primer café. Solo entonces despertaba la verdadera Dolores Amado.
Aquella mañana no fue diferente, pero en su casa no había nadie para perturbar la soledad de esos dos primeros minutos de existencia y se permitió el lujo de retrasar el despertador un cuarto de hora. Luego, mientras se llevaba las manos a la nuca, empezó a estirarse al tiempo que intentaba volver en sí.
—Parece que estoy viva. Aunque si alguien me viera con la legaña puesta y la almohada marcada en la piel, diría que parezco más una alimaña que una persona. Debo de estar horrorosa —se dijo con voz somnolienta, continuando luego un diálogo interno que iba desde maldecir el haber convocado una reunión a las nueve de la mañana, pese a saber que las horas posteriores a un crimen son decisivas para su esclarecimiento, hasta recordar que a las diez y media tenía otra reunión con el subsecretario de Estado de Seguridad para responder si aceptaba una extraña propuesta que él le había hecho unos días antes—. ¡Joder! Vaya arranque de día. Primero, los de Homicidios, luego el subsecretario. ¡Hum! Cómo echo de menos una mano calentita sobre la cintura, un beso en el hombro y un susurro al oído que diga: «Vete duchando; yo preparo el desayuno»...
Entonces recordó a su madre y le pareció estar oyéndola decir:
—Querida, tienes cuarenta y cinco años y te estás haciendo mayor. Te quedarás para vestir santos.
Detestaba aquella expresión, y como tantas otras veces se dio cuenta de lo mucho que su madre la sacaba de quicio justo cuando el despertador sonó por segunda vez.
—Ya voy, ya voy. Maltratador, dictador de mierda...
Dolores Amado se levantó, fue al aseo y, a oscuras como estaba, se sentó en la taza. Con los ojos aún cerrados, disfrutó la placentera sensación de vaciar la vejiga, pero cuando encendió la luz estos le hicieron chiribitas y blasfemó de nuevo mientras sacudía la cabeza. Abrió el grifo del agua caliente y se metió bajo el chorro de la ducha. A medida que el agua se deslizaba por su cuerpo, notaba cómo iba recobrando, además de sus constantes vitales, su condición de persona. Se secó en un momento, incluido el pelo, y como todas la mañanas dio gracias por habérselo dejado corto hacía dos años. Ya no perdía media hora con el secador delante del espejo.
Fue a la cocina para preparar el rutinario café. Aunque había una novedad: la máquina italiana de color naranja que la noche anterior le había regalado su amiga Estrella por su cumpleaños. Se acordó entonces de que había mentido al juez cuando le comentó que estaba celebrando el aniversario de una de sus amigas en lugar del suyo. Lo hizo porque el magistrado le cayó mal desde el primer momento. Le pareció un engreído que solo intentaba seducirla para alimentar su ego.
Mientras esperaba a que saliera el café y se tostara el pan, puso la radio. Un aparato digital cuya carcasa imitaba las abultadas radios antiguas; esas de madera con luz de luciérnaga.
Al instante empezó a oír las voces crispadas de unos periodistas que, en lugar de personas con estudios universitarios que hablaban ante unos micrófonos, parecían feroces enemigos de la humanidad sentando cátedra en la tertulia de un bar.
—¡Qué pesados son todos estos tíos!
Cambió el dial y buscó una emisora que daba noticias las veinticuatro horas del día.
—Al menos aquí cuentan las crónicas sin amedrentar al oyente ni someterlo a cursillos rápidos de ideologización y propaganda.
En ese momento el periodista informaba de que continuaba la caída en picado del euro frente al dólar, circunstancia que el mundo económico en general atribuía al déficit presupuestario y al endeudamiento externo de países como Portugal, Irlanda, Grecia y España. También daba cuenta de los disturbios que se estaban produciendo en Atenas después de que el nuevo Gobierno hubiera adoptado una serie de medidas de ajuste y prometido devolver hasta el último euro de su deuda para que la Unión Europea y el Fondo Monetario aprobasen un rescate financiero. Luego siguió otra noticia sobre un ligero descenso del paro en España, que medio año antes había alcanzado el veinte por ciento. Se trataba del cuarto ligero descenso desde que se había establecido esa marca. Sin embargo, de tan livianos que eran, el número de desempleados no se achicaba nunca.
La voz del periodista fue sustituida por una retahíla de políticos que expresaban su opinión sobre la noticia. Algunos, los del Gobierno, se alegraban, con moderación, por supuesto. Otros, los de la oposición, hacían verdaderos esfuerzos por disimular su entusiasmo. Que no bajara la desocupación les daba votos. Poco importaría después que, cuando ellos alcanzasen el poder, el desempleo llegara al veintisiete por ciento.
Dolores Amado recordó entonces la conversación que había mantenido la noche anterior con sus amigas. Como no podía ser menos, hablaron del paro, que estaba en boca de todo el país. Alicia, con desparpajo, hizo un resumen perfecto de la situación.
—Mal el Gobierno, que, en lugar de mantener los puestos que hay, abarata el despido y la mano de obra; es decir, más parados y más pobres. Tienen una lógica que es para matarlos. Pero peor, la oposición. ¿Habéis oído lo que ha dicho el pánfilo de su jefe cuando le han pedido que explicase su propuesta para crear empleo?: «Yo quiero que todos los españoles tengan un puesto de trabajo». ¡Toma! Y yo, y este. Y aquel. Y el de la moto. ¡No te jode! Y el tío se queda tan pancho.
La noticia de la radio se encadenó con otra sobre la reforma laboral, si bien en un lapsus el locutor la llamó la «rebaja laboral». Sobre ese asunto casi todos los partidos políticos estaban de acuerdo. Había una necesidad absoluta de llevarla a cabo, solo variaba el grado en que cada uno proponía apretar las tuercas a los trabajadores.
Después escuchó que la economía estadounidense había crecido a un ritmo del 1,7 por ciento en el último trimestre, y del 2,4 por ciento en lo que iba de año. Estados Unidos había salido de la recesión, o eso creía. Si bien el Departamento de Trabajo informó de que el paro ascendía al 9,7 por ciento. O al 18 por ciento, casi tanto como en España, si el recuento incluía a los desocupados que no habían buscado trabajo activamente en el último semestre.
Aquel bloque de informaciones lo cerró la campaña electoral en Reino Unido y el anuncio de la oposición de recortar el estado del bienestar si ganaba las elecciones.
—Cuánta noticia sobre economía con lo poco que me gusta —se dijo, aunque luego se reprochó el que no le interesase más. Después de todo, no dejaba de ser un aspecto muy importante de su vida cotidiana, como de la de todas las personas. Además, tenía delito que ella, entre todo el mundo, no supiera más de la materia cuando siempre había tenido al alcance de su mano la posibilidad de aprender los arcanos del sistema capitalista: su padre era catedrático en esa especialidad.
Pero lo cierto es que nunca le atrajo. En su descargo podría decirse que al menos se sabía consciente de su ignorancia y si surgía una conversación sobre el asunto, callaba. Detestaba las cinco o seis perogrulladas que todo el mundo repetía, unos como papagayos, otros como dogmas de fe: «El empresario tiene que ganar dinero...», «Los sueldos no pueden subir para que no haya inflación...», «El Gobierno debe abstenerse de intervenir en la economía...», «Hay que elevar la edad de jubilación porque el sistema no se sostiene...», «La culpa del déficit es de los Gobiernos que gastan más de lo que tienen...», «La productividad en España es muy baja...». Frases demasiado cortas, demasiado fáciles y demasiado superficiales, sobre todo para una mujer que llevaba años investigando el alma humana y sabía de sobra que la realidad era muy compleja.
Después tuvo una intuición y percibió que el mundo había cambiado. Le pareció que las grandes cuestiones político-ideológicas ya no guiaban las sociedades como en el pasado, sino que ahora lo hacían las económicas.
Y, por si fuera poco, tenía encima el caso de Carlos Durán.
—Si se confirma que es un ejecutivo, lo mismo resulta que lo mataron por su trabajo. Hay mucho malestar contra la gente de negocios y no me extrañaría que un tarado...
Cuando empezaron las noticias de sucesos, detuvo sus pensamientos y las escuchó hasta que llegaron las deportivas. En ese tramo no hablaron del asesinato, y como no creía que otra emisora hubiera dado la información respiró tranquila. Prefería que aún no se difundiese. La noche anterior no había visto periodista alguno por la escena del crimen, pero no descartaba que se hubieran enterado. Siempre había compañeros que, en un afán de protagonismo, destapaban prematuramente ese tipo de asuntos.
Sin hacer más caso a la radio, Dolores Amado echó aceite y sal en las tostadas, el desayuno que había tomado en casa de sus padres toda la vida. El olor de las tostadas, las gotas de aceite vertidas sobre el plato y los granos de sal en el pan le evocaban siempre gratos recuerdos infantiles. Después tomó fruta y yogur. Con eso llegaría a la hora de comer, aunque habría perdonado la fruta y el yogur a cambio de bajar a media mañana al bar de la esquina de la comisaría y tomarse unas porras o un pincho de tortilla. Justo entonces recordó su reunión en el Pabellón de cristal del café del Espejo y estuvo a punto de arrepentirse de haber desayunado.
—Mejor, así haces dieta. Que ya nos conocemos, Lola.
Mientras bebía los últimos sorbos del café con leche y se tomaba una pastilla contra la alergia al polen, los restos de su mal humor se fueron diluyendo. Miró su cocina y, como todas las mañanas, observó en voz alta:
—No terminaré de pagar la casa en mi vida.
No se engañaba. La había comprado en el apogeo de la burbuja inmobiliaria, para lo que había firmado una hipoteca a treinta años, y estaba tan endeudada como el conjunto de sus amigas, de sus vecinos, de sus compañeros de trabajo, de sus jefes, de los padres solteros, las madres de familia, los hijos de ambos, los estudiantes, los fontaneros, los diputados, los conserjes, los médicos, los cantautores y buena parte de los españoles, amén de los emigrantes.
Pese a la carga, estaba contenta. Su casa le gustaba. De noventa metros cuadrados, se encontraba en la travesía de San Lorenzo, casi esquina con la calle de Hortaleza, y salvo la fachada, que databa de principios del siglo XX, el resto lo había renovado a su gusto.
Estrella había hecho la reforma. Era arquitecta y, aun así, se amoldó no solo a un par de deseos de su amiga, sino también a sus necesidades. Por ejemplo, quitó el pasillo, dos habitaciones ridículamente pequeñas y sacrificó buena parte del baño, lo que, siendo Dolores Amado mujer de ducha más que de bañera, importaba poco. A cambio, ganó espacio en el salón y sobre todo en la cocina, la joya de la corona. Podían comer allí doce personas cómodamente. Para ella se trataba del lugar más importante de la casa. No tanto porque le gustara guisar, sino porque le parecía el más acogedor. De hecho, su salón nunca fue comedor y los invitados almorzaban o cenaban en la cocina, en una gran mesa de madera maciza situada entre la alacena y unos armarios de color verde oscuro en cuyas vitrinas se dejaban ver platos y vasos de colores adquiridos en Nueva York. En general, cualquiera hubiese dicho que recordaba la cocina de su abuela, salvo por un par de detalles modernos que evitaban cualquier impostura. Entre ellos, la enorme nevera de color naranja, imitación de los grandes frigoríficos estadounidenses, con la que ahora hacía juego la cafetera.
Sí, estaba contenta con su casa, y mientras la miraba se enorgulleció pensando que las mujeres actuales valían para todo. Para ser comisarias, arquitectas, periodistas, cirujanas y, además, estar a la vanguardia de la moda y tener una casa monísima, según sus propias palabras.
—¿Para qué? Los tíos no saben apreciarlo... Soy injusta. Paul sí hubiera apreciado esta cocina. Por cierto, he de escribirle.
Paul y ella habían dejado la relación dos años antes, pero se mantenían más o menos al corriente de sus vidas a través de unos correos electrónicos correctos y llenos de cortesía, protocolo bajo el que se oculta la burocracia de los amores deshechos. Pero no se engañaba: en lo más íntimo, continuaba ese contacto con la secreta esperanza de verlo nuevamente.
—«No era perfecto, mas se acercaba a lo que yo simplemente soñé» —solía decirse recordando los versos de un cantautor cubano. Pero en ese momento no quiso seguir el hilo de aquel pensamiento que, con seguridad, la llevaría a entristecerse y arrepentirse una vez más de su error; uno, por cierto, más típico de hombres que de mujeres.
Se levantó y fue al armario. Se distrajo decidiendo en voz alta cómo vestirse.
—Subsecretario... Reunión complicada. Sobre todo para mí. Falda y tacón. Nada intimida más a un tío que una mujer que sabe lo que quiere subida en unos tacones.
El problema estaba en que ella no sabía lo que quería ni cómo iba a responder a su propuesta. Y el problema residía también en que antes tenía la reunión con los de Homicidios y más tarde iría a la comisaría. No podía permitirse que todos la vieran con falda y tacón. Luego se pasarían el día con la lengua fuera, apostando quién le soltaba la mayor barbaridad.
—Y eso que soy su jefa. No quiero pensar cómo deben de pasarlo las inspectoras... Juraría que hasta la criaturita de anoche, cómo se llamaba, ¿Félix?, me miró con ganas.
Dolores Amado bajó entonces la vista hacia sus piernas, que siempre habían sido alabadas por amigas y amantes. A ella también le parecían lo mejor de su cuerpo. Una semana antes había ido unos días en la playa y habían adquirido buen color. Además, tras depilárselas el día anterior para la cena con sus amigas, estaban suaves, y sonrió pensando que ningún hombre comprendería jamás que una mujer se depilase para salir con las amigas.
—Pero es que nosotras nos vestimos y arreglamos para gustar a las amigas. O para que se mueran de envidia, como decía Coco Chanel. Pero, sobre todo, para nosotras mismas. Para ser las princesas que todas queremos ser. Claro, los tíos no entienden esto porque no hay nada sexual en ello.
Hizo un gesto y sonrió aún más.
—De todas formas, no está mal que la miren a una, en especial si es un tío joven y mono como el tal Félix.
Finalmente, decidió que no era una buena opción llevar falda ese día y eligió del armario unos pantalones anchos de lino de color negro. Lo más original eran sus bolsillos: iban por fuera. Se puso una camisa blanca, de pirata, con manga hasta el antebrazo, y para los pies optó por unas bailarinas negras. Si no se vestía de guerra, entonces iría lo más cómoda posible. También se preguntó si se maquillaba y decidió no hacerlo antes de la reunión con los de Homicidios, aunque sí luego, cuando fuera al ministerio. La verdad es que no le gustaba maquillarse.
—Pero te empieza a hacer falta. Es ahí donde más se te notan los años. ¡Ah, Lola, la vida!...
Se fue al armario donde guardaba los bolsos. Tenía donde escoger, pero terminó por tomar uno de cuero negro, el que más estaba usando en los últimos meses y el mismo que llevaba la noche anterior. Le resultaba perfecto porque pesaba poco. Repasó mentalmente lo que debía llevar: las llaves, la cartera, las gafas de sol, el teléfono móvil, la bolsa de las pinturas...
—Luego dicen los tíos que vamos dobladas. Ya me gustaría verlos a ellos... Y encima yo tengo la pistola.
La cogió de la mesilla, donde la colocaba siempre que regresaba a casa, y la metió en un bolsillo interior del bolso. Estaba desaconsejado llevarla ahí por si se producía el robo del bolso, su olvido o pérdida. El sentido común dictaba que debía portarla sobre el cuerpo, pero eso le obligaba a ponerse chaqueta, y no le apetecía. Le iba a dar calor y, sobre todo, no le conjuntaba con la ropa. También podía habérsela colocado en la espinilla. Con los pantalones anchos parecía el lugar indicado. De hecho, casi siempre la escondía ahí, pero de tanto usar la espinillera se le había roto la tira elástica la semana anterior y no había tenido tiempo de comprar una. Además, tampoco le preocupaba tenerla en el bolso. Cómo iba a olvidársela si jamás se separaba de él. Y tampoco iban a robárselo, ni siquiera de un tirón. Para eso sí que estaba entrenada.
Al abrir el bolso, se topó con el libro manoseado y de tapas gastadas que se había llevado de la casa de Mesón de Paredes. Le habían interesado las anotaciones que había leído, supuestamente de puño y letra de la víctima, y en un impulso lo tomó de la estantería. Sabía que no estaba bien llevarse pertenencias de la casa de una víctima. Era policía, ¿cómo no iba a saberlo? Sin embargo, por ese motivo, por ser policía, se dijo que leyéndolo quizá descubriera cómo pensaba y a qué se dedicaba Carlos Durán o, incluso, hallar el motivo del asesinato.
Miró detenidamente el libro y reconoció que la posibilidad de encontrar una pista en él era bastante peregrina. Y a punto estuvo de dejarlo sobre la mesa, pero cambió de opinión cuando se percató de que al menos aprendería algo de economía.
Ojeó el índice. Primer capítulo: «Capitalismo: ¿de dónde venimos? Adam Smith, Karl Marx, John M. Keynes...». Segundo: «La producción, la demanda...». Tercero: «Las crisis...».
Después, al igual que la noche anterior, lo abrió al azar y empezó a leerlo saltando de un subrayado a otro. Los autores definían el capitalismo como la mayor invención social de la historia, al tiempo que destacaban su carencia de principios éticos: «El capitalismo no está para hacer justicia, sino para ser eficiente. El problema es que su eficiencia no beneficia a toda la sociedad. Millones de personas se quedan fuera del sistema, sin posibilidad de participar en la ley de la oferta y la demanda, esa tensión entre lo que unos necesitan y otros están dispuestos a ganar».
A la comisaria le atrajo de inmediato la lectura, mientras en su cabeza resonaba la frase de la noche anterior: «Una de las razones por la que no se entiende la economía es su lenguaje oscurantista». Involuntariamente, su dedo pulgar dejó escapar un par de páginas, pero no regresó atrás y continuó leyendo sobre cómo en el capitalismo cada persona busca su propio beneficio, lo que obliga a un crecimiento económico constante que exige una cada vez mayor explotación de los recursos y materias primas del planeta. De esa forma, los autores concluían: «El capitalismo funcionará mientras la Tierra siga ofreciendo bienes, pero será inútil cuando se agoten».
Unas páginas más adelante el texto se internaba en los vericuetos del sistema, si bien era capaz de mantener la sencillez del ensayo y la comisaria pudo seguirlo sin grandes esfuerzos: «Para que funcione bien, no solo empresarios e inversores han de obtener beneficios, también los trabajadores deben conseguirlos mediante buenos sueldos. De lo contrario, decaerá la demanda o, peor aún, quedarán fuera de él».
A Dolores Amado le sorprendió esa última afirmación no por su sensatez, sino porque no solía escucharse en boca de ejecutivos, políticos y periodistas del ramo, que solían abogar justo por lo contrario en aras de mantener baja la inflación.
Continuó un párrafo más: «Tanto la socialdemocracia como el neoliberalismo creen que el capitalismo es el mejor sistema económico, pero mientras la primera intenta corregir sus excesos regulando los mercados y repartiendo la riqueza a través de impuestos que gravan a quienes más beneficios obtienen; el segundo sostiene que es perfecto en sí mismo y, por tanto, no necesita regulación ni repartición de los beneficios».
Le hubiera gustado continuar leyendo, pero miró el reloj y se dio cuenta de que si no se marchaba, llegaría tarde. Cerró el libro, dudando si meterlo en el bolso para no cargar con más peso, pero finalmente lo puso dentro.
Cuando ya iba a salir por la puerta, recordó que debía de estar a punto de llegarle la regla. Aunque no sabía bien cuándo le tocaba, juraría que iba atrasada.
—De todas formas, no hay peligro. Embarazada no estoy, salvo del Espíritu Santo.
Luego se entristeció pensando que el motivo del retraso podía ser otro, y mientras cogía unos tampones reconoció que debía ir preparándose porque cualquier día le llegaría la menopausia.
—¡Qué fácil es ser tío, coño!