CAPÍTULO IX
La comisaria llegó a Callao en metro y bajó caminando hacia la calle de Leganitos; se alegró de no haberse puesto los tacones y pensó, una vez más, lo fácil que lo tenían los hombres, siempre con los mismos zapatos y los mismos trajes. Se preguntó por qué las mujeres se habían dejado engañar así y, encima, por tipos a quienes no les gustaban las mujeres. «Es absurdo, aunque... Hay que reconocer que una pierna de mujer es más bonita sobre unos tacones. No hay remedio.»
Cuando estaba subiendo los peldaños para entrar en la comisaría, suspiró. Sabía lo que se iba a encontrar. Un paisaje desolador. Lo había visto mil veces. En Leganitos y en medio mundo. Así fue. Nada más entrar en el vestíbulo, si podía darse tan bello nombre a espacio tan anodino, tuvo la impresión de haber viajado en el tiempo hasta un pasado que le parecía lejano, el de la dictadura.
Aunque, como muchos españoles de su generación, Dolores Amado apenas había vivido el régimen franquista, lo conservaba en su imaginario. Imaginario que, en su caso, habían engordado los recuerdos de sus visitas con la ONU a aterradoras comisarías africanas y asiáticas, regidas por terribles autocracias.
Miró a su alrededor desconfiada, como si esperase que, de un momento a otro, fuera a pasar un detenido con la cara marcada o un brazo roto. Todo estaba fuera de lugar, un ordenador aquí y otro allá, y se preguntó por qué las jefaturas de todo el mundo eran tan cutres y siniestras. Luego rectificó. Era injusto comparar Leganitos con Birmania o el Congo. Reconoció que, en la escala de las comisarías, las de aquellos países estaban peldaños más abajo en el infierno de la miseria y el horror. Quizá la más parecida a Leganitos fuera la comisaría Central de Nueva York. Representaba el rostro de la burocracia sin maquillar, muy lejos de ese otro que enseñaba una famosa serie de televisión en la que policías de ensueño resolvían crímenes sin pestañear gracias a avances científicos que iban más allá de su tiempo.
La reconstruyó en su cabeza como si hubiera estado allí el día anterior. Rememoró su suelo de material irreconocible, presumiblemente plástico o sintasol, y los peldaños de las escaleras, de terrazo amarillento. Recordó también el desaparecido barniz de la barandilla, borrado por el sudor de las cientos de manos que a diario se apoyaban en él, unas nerviosas, otras expectantes, las más desahuciadas. Evocó el dudoso color beis de las paredes, sucias a un lado por salpicaduras de café, al otro por manchas de roce trazadas por indolentes suelas de zapatos. Tampoco desentonaban las sillas de plástico en las salas de interrogatorio, irremediablemente pintarrajeadas con rotuladores de color azul, rojo o negro. Ni las de madera de los despachos, con su contrachapado partido, como si le hubiesen dado varios bocados. También tuvo un pensamiento para los viejos y oxidados ascensores, que daban la impresión de que no iban a llegar nunca al segundo piso, y para los cables de ordenadores, que sobresalían por todas partes, aunque muchos intentasen camuflarse bajo unas grandes pelusas de polvo que tendían trampas a las mismísimas arañas. Por último, recordó los pasillos, en los que miles de legajos esperaban su oportunidad para huir de las gruesas estanterías de hierro gris, cuyas baldas y barrotes parecían el preludio de la cárcel en la que acabarían los protagonistas de sus páginas. En cuanto a los retretes, prefirió no acordarse.
Luego se dijo que tampoco debía extrañarse de que en las comisarías de todo el mundo se diera el mismo aire. Llevaba años viéndolas y sabía mejor que nadie que constituían los desagües de la sociedad. La cuestión residía en quién provocaba que se parecieran, ¿los policías o los delincuentes?
Tras identificarse a un agente que vigilaba la entrada, preguntó por el comisario, y él mismo la condujo a la sala de reuniones sin que a simple vista se resintiera su labor de custodia. Todos la aguardaban, incluido Paco el Fiera, en quien adivinó cierta mueca sarcástica, como si esperase pelea entre ella y el comisario Martínez.
Ella saludó primero a este último con un «buenas tardes», a lo que él respondió bajando la cabeza, como si aceptara el buen deseo, pero sin devolverlo. Después, con un gesto, Dolores Amado extendió el saludo al resto de los asistentes y empezó a hablar.
—Comisario, no sé si prefiere dirigir usted la reunión.
—No, por favor, hágalo usted —dijo él con voz menos dura que cuando conversaron por teléfono.
—Antes de nada, quiero comunicarles que el caso se quedará aquí. Lo hemos decidido el comisario Martínez y yo. Así que he venido para despedirme de ustedes y hacer el traspaso de poderes.
Cuando terminó de pronunciar estas palabras, el comisario le dirigió una mirada casi compasiva, efecto que reforzaban sus ojos saltones, mientras Feliciano bajaba la cabeza como si tuviera alguna culpa que esconder y Paco el Fiera cambiaba su sarcasmo por el retrato de la desilusión. Se esfumaba su diversión al no existir ya disputa sobre la competencia del caso. De Felipe no se pudo saber lo que pensaba, pues mantuvo la misma cara inexpresiva que tenía desde hacía veintiún años, y solo el joven inspector Félix Osorio sonrió sin saber por qué. En realidad le apenaba que dejara el caso. Además de sentirse atraído por la comisaria, le pareció que con Dolores Amado podría haber aprendido mucho del oficio y de la vida.
—Felipe, por favor, empiece. ¿Qué averiguó con los padres de Carlos Durán?
—No mucho, comisaria. Se trata de gente sencilla, de un pueblo de Salamanca. El padre es agricultor retirado, y la madre se dedica a sus labores. Se les veía conmocionados, y todo su empeño consistió en demostrar que su hijo fue una buena persona y nunca hizo daño a nadie. Sabían que era ejecutivo y que trabajaba en asuntos relacionados con la bolsa, pero no entendían exactamente cuál era su tarea. Tampoco estaban al tanto de sus empleos concretos. No les daba detalles, solo que su oficina quedaba en la calle del Muro. Percibían, eso sí, que le iba bien. Por navidades y por su aniversario de bodas les hacía transferencias de dinero. Por lo general, cantidades importantes. La última por un importe de seis mil euros; aunque de eso hace dos años, según me hicieron notar con mucho tacto. Quiero decir que no se quejaron de que el año pasado no tuvieran ningún regalo. Hace un mes les anunció, en cambio, que este año se llevarían una gran sorpresa. Pero como el aniversario es en noviembre, nos hemos quedado sin ella. Los padres, sin comentarle nada, ahorraban lo que les mandaba y lo guardaban en el banco por... ¿cómo dijeron?... —El inspector aguzó la vista para entender su propia letra en el bloc de notas—. ¡Ah, sí! «Por si venían malos tiempos.» Y si no, para dejárselo en herencia cuando murieran. No tenían más hijos. También me han comentado que CDA regresó a España hace apenas cuatro meses. Cuando estaba en Estados Unidos, solía llamarlos una vez a la semana. Andaba siempre ocupado. Desde que se había instalado en España, les telefoneaba cada dos o tres días. Pero han añadido que tenía la intención de volver a Nueva York pronto. Iba a trabajar en una fundación que ayuda a gente necesitada. Esa ayuda, al parecer, tenía que ver con su especialidad. No sé, me ha parecido entender algo así como para ofrecer asesoramiento financiero para gente pobre. Lo siento, no fueron capaces de explicarlo mejor. CDA también les pidió que le guardaran varias cajas de la mudanza en su casa de labor. Se han ofrecido a abrirlas y les he dicho que, si nos parece necesario, iremos a registrarlas. No le conocían amigos. Les decía que salía con algunos a cenar pero, por lo general, no les daba sus nombres. Solo recordaban a un tal Víctor, del que sí les había hablado en los últimos meses. Tampoco le conocían novias, aunque aseguran que, de vez en cuando, les hablaba de chicas con las que había ido a pasar el fin de semana... Y eso es todo o, mejor dicho, nada. No parece que esta información valga para mucho. Aunque, hablando de novias y chicas, para mí que este tipo era más maricón que un palomo... —En ese momento, Felipe miró directamente a la comisaria y se interrumpió—. Bueno, quiero decir... Creo que era homosexual.
—¿De dónde saca esa conclusión, Felipe? —preguntó ella.
—De cómo estaba adornada la casa. No es que fuera especial, pero había algo que... Aparte de los muebles viejos, la casa tenía esos otros de colores que ahora se compran en esas tiendas que le dan a uno las piezas y luego tiene que montarlos. No recuerdo el nombre, creo que es una cadena sueca. El caso es que no sé por qué pero... Los colores y los adornos que había, sinceramente, a mí no me parecían los de un... Vamos, los de un hombre, los de cómo tiene que ser un hombre. Ni tampoco su cuerpo: mucho musculito, pero muy delgado, vestido con una camiseta tan ajustada y cortita que cuando lo pusieron en la camilla los del SAMUR se le veía incluso el vientre. Lo tenía... ¿Cómo dicen ustedes, las mujeres? Como tableta de chocolate. En fin, que como ahora la gente viste como viste, pues uno no sabe qué es carne y qué pescado, si se me permite la expresión.
La comisaria no le permitía la expresión, pero se la tragó porque ya estaba dicha. Y aunque no estuviera de acuerdo con su forma de expresarse, sí lo estaba con el análisis. Ya lo había pensado la noche anterior. La estética de Carlos Durán y de su casa parecían, en efecto, de gay; circunstancia que, en principio, aportaba poco para esclarecer el móvil de la muerte. Si, como sospechaban, el homicidio lo había perpetrado un profesional, el crimen pasional u homófobo estaba casi descartado. Nadie contrata a un asesino a sueldo por esos motivos.
Aunque no tenía ganas de entablar una discusión, decidió avergonzar a Felipe para que anduviese con más cuidado.
—Parece que se fijó usted mucho en el cuerpo de ese chico, Felipe... —dejó caer con cierto retintín.
El viejo inspector enrojeció de ira mientras el comisario Martínez observaba a Dolores Amado en silencio, con el ademán de un buen jugador de póquer. Al resto de los presentes les surgió una leve sonrisa, pero antes de que alguien pudiera hacer un comentario, ella dio la palabra a Félix Osorio para que explicase sus pesquisas. Este describió minuciosamente sus hallazgos acerca de GlobalGen y detalló el diálogo entre Víctor Mercader y Carlos Durán sobre las acciones de esa firma. Tampoco se dejó una coma sobre el dinero que, según sus cálculos, necesitaban para retirarse. Cuando llegó a los cuarenta millones, el yate y el avión privado, Paco el Fiera no pudo aguantarse.
—¡Hay que joderse! Estos tíos forrándose y aquí los demás no llegamos a fin de mes. ¡Su puta madre!
Aunque todos en la sala compartían su sentimiento, nadie le hizo eco. Incluso el comisario Martínez lo miró con cierta reprobación como si le dijera «los policías no estamos para juzgar ni expresar nuestras opiniones personales y políticas, estamos para investigar».
Retomando la palabra, Félix Osorio continuó hablando de las cuentas de banco abiertas en Estados Unidos y Suiza, e iba a lamentar no poseer las contraseñas para registrarlas cuando advirtió que para ello se necesitaba una orden judicial, por lo que se calló. Aunque sabía por su propia experiencia que muchas veces se actuaba al revés, se investigaban primero las cuentas y se pedía la orden judicial después, prefirió enmudecer por si alguien le censuraba su actitud. Aún conservaba un pudor que no tenía ya ninguno de sus colegas.
Cuando terminó su exposición, fue el turno de Feliciano.
—Los de Subredes han localizado el almacén donde robaron la escalera que sirvió para subir al piso de la víctima. Está en Carabanchel y como es pequeño no tiene vigilancia. Al ir hoy dos operarios, han observado que tenía la puerta forzada. Deduzco que el asesino, además de la escalera, usó una furgoneta para trasladarla hasta Mesón de Paredes. Pero de momento nadie parece haberla visto, y si era robada, nadie parece haberla denunciado. En cuanto al mono de trabajo, uno de esos empleados echó en falta el suyo, que estaba en una taquilla de ese almacén, también forzada. He hablado con él por teléfono y, después de pasar por el laboratorio de la científica, lo ha reconocido como propio. Sobre esa visita al laboratorio, Paco ampliará ahora la información, pero quiero comentar que este operario no parece el asesino. Su mujer y su hija, con las que también he hablado por teléfono, me han asegurado que llegó a su casa a las ocho de la noche. Después bajó al bar una hora, y luego no se movió de su casa. En principio, todo creíble. Además, he conversado con su jefe en Subredes y de sus palabras tampoco se desprende que dé el perfil de un asesino profesional. Tiene cincuenta y cuatro años, lleva treinta y dos trabajando en la empresa y es un obrero modelo. También parece un padre modelo, aunque su mujer se queja de que pasa demasiado tiempo en el bar... Por otro lado, estuve de nuevo en el inmueble de Mesón de Paredes y con razón los vecinos no me abrían la puerta. Las cinco viviendas están ocupadas por prostitutas. El barrio es lo que tiene... Son quince en total: ocho senegalesas y siete congoleñas. Viven tres por apartamento y estaban todas trabajando a la hora del asesinato. Pregunté a la vecina que nos avisó de la muerte por qué no me advirtió de que ellas eran prostitutas y me contestó que las chicas no ejercen en el barrio y que no montan ningún escándalo. Se ve que a la vecina se le ha pasado el susto de anoche: hoy ya no estaba tan comprensiva y colaboradora. Se medio enfadó y dijo que ella debía proteger la intimidad de aquellas chicas porque tenían una profesión tan honrada como cualquier otra.
—Ahora cualquiera es honrao. No sé adónde llegaremos; hasta ser puta es honrao. ¡Madre mía, qué país! ¡Entre rameras y maricones, esto parece Sodoma y Gomorra!
Sorprendentemente, el del comentario no fue Paco el Fiera, sino Felipe, que se sacó así el dardo de la comisaria. Pero nadie le acompañó en su opinión ni le expresó su simpatía porque nadie estaba de acuerdo. Paco el Fiera, putero habitual, contemplaba a las prostitutas como una necesidad lúdica, y, como algo curioso, solía ser bastante generoso con ellas a la hora de pagar. Félix Osorio, que no había estado jamás con una, no tenía nada en su contra. Para él existían como existen los toros. Formaban parte del folclore, y, si bien no le apetecía acostarse con una, tampoco pertenecía a la liga prohibicionista. Feliciano y el comisario Martínez, que en su juventud habían alternado con alguna, las veían desfilar a diario por la comisaría y las consideraban unas desgraciadas, víctimas de todos: de los chulos que las explotaban y de los clientes que las maltrataban, pero, sobre todo, de una sociedad que las marginaba de manera impasible. Dolores Amado compartía esa idea y además sentía gran compasión por ellas. Le repugnaba el simple hecho de imaginar tener que acostarse con tipos sudados y desconocidos, jadeantes de un sexo instrumental.
Pese a ese mutismo general, viendo que el comentario de Felipe suponía la segunda interrupción del mismo estilo, el comisario Martínez decidió intervenir.
—Nos dedicamos a investigar el asesinato de una persona, no a dar la opinión de lo que nos parece la sociedad a cada uno. No quiero más comentarios personales. Se los guardan y esta noche, en casa, se los sueltan a su mujer, a sus hijos, a sus amantes o a sus amigos. Aquí no. ¿Estamos?
El silencio cristalizó durante unos instantes hasta que Feliciano retomó la palabra.
—Las chicas conocían poco a Carlos Durán, algunas ni se lo habían cruzado en la escalera. Las que lo vieron alguna vez aseguraron que había sido correcto en el trato e incluso amable, pero ninguna sabía nada de su vida. Anoche dejaron todas la casa a las diez, que es su hora de salida, y se fueron a la Casa de Campo. Tres de ellas afirmaron con seguridad que al salir del portal no había escalera alguna pegada a la pared del edificio. Las otras, en cambio, no lo pudieron ratificar porque no se fijaron. Ninguna recuerda haber visto una furgoneta en los alrededores. Como yo también creo que Carlos Durán era homosexual, le pregunté a la vecina si alguna vez lo había visto acompañado de algún hombre. Al principio le extrañó la pregunta. «¿Piensa usted que era...?», empezó. Luego se interrumpió con el gesto de quien cae en la cuenta de algo y señaló que, en un par de ocasiones, lo vio entrar en el apartamento con un chico joven, siempre diferente. Cuando acabé de preguntar, estuve registrando su casa una vez más por si se nos había escapado algo. Hallé varias facturas y el contrato de apertura de una cuenta en la Caja de Lavapiés hace cuatro meses. Estaban en una carpeta en la que también encontré estos extractos bancarios, que deben de corresponder a las entidades extranjeras mencionadas por el inspector Osorio. Son de hace tres meses y en los saldos no figuran grandes cantidades. Trescientos euros y seiscientos dólares. También estaban en la carpeta lo que imagino que son los contratos de esas cuentas. Digo «imagino» porque, para ser sincero, no entiendo ni una palabra de lo que dicen. Uno está escrito en inglés y tiene una fecha de 1997, y el otro está en francés y es de febrero pasado...
Félix Osorio lo interrumpió.
—¿Podría verlos para comprobar si coinciden con la cuentas que yo he encontrado?
—Sí, claro —respondió Feliciano, que iba a levantarse de su silla para darle la carpeta al joven inspector cuando vio que este se había adelantado y estaba frente a él. Félix Osorio regresó a su lugar, frente al comisario Martínez, Paco el Fiera y Felipe, y al lado de la comisaria, que le quedaba en su flanco izquierdo. Como ella estaba de pie, apoyada en una mesa, sus caderas le llegaban a la altura de los ojos.
El joven inspector abrió la carpeta y en ese momento casi se le cayó al suelo una tarjetita de colores llena de números y un sobre blanco, punteado de gris, con una cifra en su interior. Adivinó de inmediato de qué se trataba: las claves de acceso a los bancos a través de internet.
Demasiados números para aprendérselos de memoria, sopesó mientras pensaba un método para hacerse con ellos con disimulo. Tras unos segundos, miró hacia la comisaria, que escuchaba cómo Feliciano terminaba su exposición. Ella, al sentirse observada, giró la cabeza en su dirección, pero, cuando finalizó el movimiento, Félix Osorio ya había dirigido de nuevo su atención al interior de la carpeta. La comisaria tan solo vio su perfil y el dedo índice señalando la tarjeta de claves. El gesto parecía casual y Dolores Amado volvió su mirada hacia Feliciano. Pero al cabo de un instante ella también reconoció la tarjeta. Su banco le había dado una parecida para entrar en su cuenta a través de internet. Una idea le vino entonces a la cabeza y, cuando Feliciano concluyó, alzó la voz:
—Comisario, perdone, ¿podría tener fotocopias de lo que hay en esta carpeta? No sé, quizá haya algo... En fin, quisiera cotejarlo todo con un documento que tengo en mi oficina sobre Carlos Durán. Si es cualquier cosa útil, le llamo y se lo comento.
—Por supuesto —dijo el comisario sin desconfianza mientras llamaba a un agente a través de un interfono.
—La comisaria necesita copias de lo que hay en esta carpeta —ordenó al policía cuando llegó.
—Sí, por favor, fotocopie todo lo que hay en la carpeta —confirmó ella, recalcando la palabra «todo».
A los pocos minutos regresó el agente con dos carpetas: la original, que entregó al comisario, y la de las fotocopias, que, tal y como ella había previsto, incluía una copia de la tarjeta numérica y otra del sobre punteado de gris. Es lo que tienen los agentes, son bien mandados. Cuando se les dice que lo fotocopien todo, ellos lo fotocopian todo, aunque sean los papeles de envoltura de un chicle.
Dolores Amado, que ya estaba explicando al resto lo que había averiguado sobre las ventas al descubierto, cogió su carpeta y se la entregó a Félix Osorio con un gesto que parecía decir: «¿Me puedes sujetar esto un momento, por favor?».
Al inspector le impresionó lo rápida y lista que era. Luego se fijó en su cadera y notó cómo su cuerpo reaccionaba de inmediato ante aquella visión.
La comisaria se esmeró en explicar a todos cómo puede ganarse dinero vendiendo acciones a la baja. Sin citarle, siguió palabra por palabra la conversación con su padre e incluyó, de pasada, el comentario de que esas operaciones no tienen que ver con la economía y que son llevadas a cabo por puros especuladores.
Cuando acabó la exposición, más allá de su incredulidad, todos tenían el gesto de querer expresar su parecer, pero no se atrevieron al recordar la orden que acababa de dar el comisario Martínez.
De haberlo hecho, «¡Hijos de puta!» hubiera sido el comentario de Paco el Fiera; «¡Cómo me gustaría meter a esos tipos en la cárcel!», el de Feliciano; «¡Mierda! Y yo he perdido dieciséis mil euros en bolsa como un primo para que se los hayan llevado esos cabrones», el de Felipe, y «¡Qué razón tenía mi padre!», el de Félix Osorio.
Al fin, fue el mismo comisario quien, rompiendo su propia orden, protestó.
—¡Pero eso es un escándalo!
Todos asintieron.
—A mí también me lo parece, pero resulta que no es delito —respondió ella.
—A veces me pregunto para quién trabajamos nosotros realmente. Muchos de los chavales que detenemos en el barrio se han metido a tironeros o carteristas, o se han hecho drogadictos, después de quedarse en el paro porque estos tíos...
El comisario Martínez interrumpió ahí su reflexión, como si no quisiera saber adónde le conducía o como si ya lo supiera y no pudiera decirlo en voz alta.
Dolores Amado dio entonces la palabra a Paco el Fiera para que expusiera los resultados del laboratorio. Este abrió sus pequeños ojos y estiró el cuello como si quisiera parecer más alto o mostrar que iba a leer el informe más importante en la historia criminal de España, y luego, bajando la mirada hacia una carpeta que tenía entre las manos, empezó a hablar.
—Primero, autopsia. Lo más destacable es el siguiente párrafo: «La víctima murió entre las once y las once y cuarto de la noche. El cadáver presenta un tiro en la parte posterior del cráneo, con entrada en la base del hueso parietal y salida por el maxilar, entre el labio superior y la base de la nariz. La descarga fue hecha a quemarropa. Por lo demás, era un tipo sano, sin intervenciones quirúrgicas ni enfermedades crónicas. Como curiosidad, tenía un testículo mucho más grande que el otro». Los forenses nunca dejarán de fascinarme. Perdón... Y sí, hemos acertado todos, era homosexual. Se le han encontrado restos de semen que no podían ser suyos. Creo que no hace falta especificar más. Tuvo relaciones esa misma tarde. Por supuesto, se han congelado unas muestras por si en un futuro hubiera que cotejarlas. Segundo, balística. La bala era del calibre nueve milímetros Parabellum...
—Si vis pacem, para bellum —apostilló Dolores Amado como quien dice amén al acabar una plegaria. Todos la entendieron, excepto Félix Osorio, que preguntó qué significaba.
—«Si quieres la paz, prepara la guerra» —contestó de inmediato Paco el Fiera, que no deseaba perder el protagonismo y estaba dispuesto a demostrar que se sabía la lección—. El nueve milímetros es un calibre que creó en 1902 un señor austriaco, Georg Luger, famoso también por una pistola que llevaba su nombre. Digo yo que mejor le das tu nombre a un hijo que a un arma. En fin, hay gente pa tó... —aseguró mirando al comisario con el rabillo del ojo—. El caso es que el mismo Luger bautizó su bala como «nueve milímetros Parabellum» en honor a esa famosa frase del latín que acaba de pronunciar la comisaria y que suele atribuirse a ese gran pacifista que fue Julio César. —De nuevo se detuvo temeroso de que su ironía molestase al comisario; pero este ya no se sentía con autoridad para amonestar a nadie. Quien intervino, en cambio, para corregirle fue Dolores Amado, que recordando sus clases de derecho dijo en un tono neutro:
—No es de Julio César, sino de Flavio Vegecio. —Todos la miraron con admiración, y ni siquiera Paco el Fiera se molestó. Simplemente prosiguió con su discurso.
—Lo que pasa es que si uno se prepara para la guerra, todo acaba mal. Con el nueve milímetros se ha matado a mucha mucha gente. Es el calibre más usado por ejércitos y policías de Occidente desde la Primera Guerra Mundial, y en la actualidad, si no me equivoco, lo usan todos los ejércitos de la OTAN, incluido el estadounidense. También, como todos sabemos, lo emplea ETA, sobre todo porque es la munición más común y más barata. Las balas de nueve milímetros tienen muchos fabricantes. En España, por ejemplo, Santa Bárbara...
La comisaria recordó entonces un informe sobre la financiación de la industria armamentística que había leído un par de días atrás.
—Sorprende que las armas y la munición de ETA o de cualquier otro criminal sean fabricadas por firmas españolas, pero en realidad lo inquietante es que esas empresas estén financiadas por los bancos en los que nosotros mismos tenemos nuestro dinero...
—¿Qué le parece, comisaria? Nos pagamos nuestra propia muerte... —reflexionó Martínez con voz nada teatral, y por un instante todos se quedaron colgados del precipicio abierto por aquellos puntos suspensivos. Después, Paco el Fiera carraspeó, intentando retomar la importancia de su informe.
—En fin, volviendo a nuestro caso, no ayuda mucho saber qué tipo de proyectil utilizó el asesino. Cualquiera puede conseguir esa munición, también el enemigo. Tercero, la bolsita con polvos casi vacía que encontramos sobre la mesa del ordenador y también la que estaba llena en el cajón de la mesilla contenían lo que parecía: cocaína. Sucede cada vez que vamos a investigar a casa de un particular; siempre aparece la bolsita de farlopa. Normal, si consideramos que vivimos en el país que más nieve consume en todo el continente. Eso sí, era de muy baja calidad, estaba muy cortada. No parece que CDA fuera camello ni que su muerte se deba a un ajuste de cuentas, aunque, claro, tampoco puede descartarse del todo. Cuarto, y es la mejor noticia del día, en el mono de trabajo del empleado de Subredes hemos hallado varios pelos. Estoy convencido de que pertenecen a hombres distintos. Los estamos comparando con la muestra que nos ha dado el dueño legítimo del mono, que, como ha dicho Feliciano, ha pasado esta mañana por la unidad. Cuando tengamos los resultados, identificaremos los que son suyos y los que no. Esos serán del asesino. Dicho de otra forma: si tenemos un sospechoso, podremos someterle a una prueba de ADN, y si coincide, le habremos colocado en la escena del crimen. Insisto: una buena prueba.Mientras tanto, en el teléfono móvil no hemos hallado nada que nos haya llamado la atención. Un montón de nombres en la agenda, la mayoría extranjeros; estadounidenses, presumo.
Paco el Fiera detuvo ahí su explicación y Dolores Amado pensó lo mucho que, pese a las interrupciones, había disfrutado de la reunión. No es que la considerase un éxito, seguían sin pistas firmes por las que tirar del hilo, pero empezaban a aflorar tanto los rasgos de la víctima como las circunstancias del crimen. Rasgos y circunstancias que al final permitirían reconstruir lo que había sucedido en la casa de Mesón de Paredes y, con algo de suerte, conducirían hasta el asesino.
También había gozado de la reunión porque desde el principio sabía que, al terminar, iba a cobrarse cierta deuda pendiente desde la mañana.
—Comisario, si le parece, podríamos hacer un resumen de lo que conocemos para ver dónde nos encontramos y por dónde se puede continuar.
—Por supuesto —respondió él, y antes de que pudiera encargárselo a alguien, intervino Dolores Amado.
—Paco, por favor, hágalo usted.
A Paco el Fiera se le congeló la cara de limón que había tenido durante la reunión, salvo en la exposición de su informe, y luego empezaron a aparecerle tics en los ojos y el labio superior. Tuvo que pasar un rato hasta que dejó de tartamudear. Al final, acertó a acabar de un tirón.
—... Todo indica que estamos ante un asesinato perpetrado por un profesional, pero nosotros seguimos sin una idea clara del móvil. No parece un crimen pasional ni por drogas, aunque no podemos descartarlo por completo. Tampoco podemos desechar un asesinato de carácter económico, si bien las cantidades que manejaba la víctima en sus cuentas bancarias eran más bien modestas, salvo por los ciento y pico mil dólares de los que se habla en unos correos electrónicos... Lo dicho, no hay una idea clara.
El comisario Martínez tomó entonces la palabra y designó las nuevas tareas a cada uno. Cuando concluyó, hizo un gesto a su colega invitándola a terminar la reunión.
—Gracias. Solo quiero hacer un anuncio. En realidad, deseo despedirme de ustedes no porque sea mi última intervención en el caso, sino porque, además, voy a presentar mi dimisión. Abandono el Cuerpo. Imagino que mi decisión les sorprenderá, más en los tiempos que corren, pero estoy cansada, últimamente he tenido mucho trabajo y... En fin, probaré suerte como detective privada. Sé lo que piensan, que no es profesión para una comisaria y que me lloverán casos de mujeres desesperadas engañadas por sus maridos. Pero, insisto, necesito un respiro, personal y profesional. Si no me gusta, tengo la opción de regresar al Cuerpo... —Se detuvo ahí, pero viendo que todo parecía demasiado manido, añadió una pequeña broma—. O siempre puedo dedicarme a vender bisutería en un puesto hippie en la playa...
Todos se quedaron tan asombrados que no supieron si darle la enhorabuena o el pésame. En el fondo la compadecían, incluido Paco el Fiera. Fueron levantándose uno a uno y despidiéndose con un apretón de manos. El último fue su colega el comisario. Tenía una mirada misteriosa, y ella adivinó que en algún lugar de su cabeza de investigador desconfiaba sobre la verdad de su marcha; intuición que ahondó cuando él le susurró con cariño:
—Espero que volvamos a vernos pronto, Lola. Sea lo que sea que vayas a hacer, cuídate.
Cuando Félix Osorio, con la carpeta en la mano, estaba a punto de salir de la sala, ella lo llamó. Necesitaba confirmar que, en efecto, había hecho un gesto para conseguir las contraseñas de los bancos. Pero también deseaba algo más. Hasta el momento en que el joven inspector había hecho esa seña, Dolores Amado había sopesado ofrecer a Feliciano ser su ayudante en la misión del subsecretario. Parecía una persona discreta, buen investigador y buen compañero. Sin embargo, tenía carencias. Apenas se manejaba con los ordenadores y no hablaba idiomas. Aunque ella podía suplirlas en parte, sobre todo la de los idiomas, mejor si las reforzaba, en especial la de la informática.
Por esa razón, cuando creyó que el inspector le pedía con disimulo las claves de los bancos, se le ocurrió darle el papel de ayudante. Tenía sus riesgos. Estaban por verse sus dotes de investigador y saltaba a la vista su falta de experiencia, pero tampoco se las había apañado mal hasta entonces, y lo de las contraseñas parecía buena señal. Al menos mostraba curiosidad, rasgo fundamental del buen policía. Además, cumplía los dos requisitos que le faltaban a Feliciano. Para decidirse, necesitaba conocer un poco más acerca de su discreción. Y lo iba a averiguar.
—¿Te quieres quedar con la carpeta?
—Sí. Me vendría bien.
—¿Para qué la quieres?
—Contiene las claves de acceso a las cuentas de Carlos Durán. Me gustaría echar un vistazo a los movimientos de los últimos meses... Sé que no debe hacerse sin orden judicial, pero...
—Tranquilo. No soy escrupulosa con el procedimiento, salvo si es con un propósito distinto al caso...
Félix Osorio comprendió que la comisaria le estaba preguntando si tenía intención de robar y empezó a tartamudear.
—No, no, no...
Ella se dio por satisfecha y luego le preguntó:
—Dime una cosa, ¿has comido?
—No.
—¿Aceptarías una invitación ahora que no soy tu jefa?
—Sí, por supuesto.
«A comer y a echarnos la siesta», añadió el inspector en su imaginación.
Al salir al pasillo de la comisaría, Dolores Amado casi se topó con el chaval que había detenido aquella mañana. Caminaba esposado y lo escoltaba un agente. Detrás lo seguía un hombre que arrastraba los pies, estaba sin afeitar y llevaba una carpeta en la mano derecha. Suponiendo que se encargaba del caso, le preguntó mientras señalaba al chico con la cabeza.
—¿Han puesto denuncia contra él?
—No. De momento no ha venido nadie, y ojalá que no lo hagan.
—¡Hombre! ¿Y eso?
—Porque es la primera vez que roba. Se llama Majdi y llegó a España en una patera cuando tenía quince años. Trabajó primero en Mercamadrid y luego de albañil en una gran constructora. Hace nueve meses lo despidieron y desde entonces no tiene trabajo. El pobre está tan asustado que lo ha cantado todo. Debía de creer que íbamos a darle una paliza como si estuviera en Marruecos.
—¿Qué quieres decir con «lo ha cantado todo»? No había mucho que cantar, ¿no?
—Un poco sí. Tenía un cómplice. Un español. Un par de años mayor que él y con unos antecedentes antiguos. Por trapichear con marihuana. Luego dejó las drogas y se puso a currar de paleta en la misma empresa que Majdi. Y, claro, lo despidieron y también se estaba pudriendo en el paro... Lo que me jode es que tenían principios.
—¿Cómo que tenían principios?
—Sí. Habían decidido no robar a un desgraciado cualquiera, sino a alguien a quien le sobrara el dinero. Hicieron una pequeña labor de campo, por lo que sabían que el tipo al que iban a desplumar no tendría problemas para seguir viviendo bien. Le siguieron durante un mes. Al español le correspondían las tareas de espionaje, y al marroquí, por ser un atleta, la acción. Tuvo mala suerte. Una comisaria lo detuvo de forma espectacular cuando intentaba huir. De hecho, el muchacho tiene un moratón en el pecho...
—Sí, fui yo quien lo arrestó. Siento lo del moratón, pero tuve que pararlo en plena carrera y con una patada. Se le pasará pronto, no es grave. ¿Qué piensas que ocurrirá?
—Habrá que ver qué hacen el fiscal y el tipo al que robaron; me niego a llamarle víctima. Si no hay denuncia, probablemente deportarán al marroquí y al español lo dejarán en la calle. Eso es lo que se llama «igualdad» ante la justicia. Si, en cambio, hay denuncia, los dos irán al trullo, y luego, cuando salgan, deportarán al marroquí... ¡Hay que joderse! Los que nunca van a prisión son los que roban para comprarse yates y aviones. Más que una denuncia, estos tíos merecen un monumento por robar a un tipo que se dedica al lujo estando el mundo como está y habiendo la crisis que hay.
—¡Coño! ¡Qué barbaridades estás diciendo! ¡Que eres policía!
—Y ¿quién ha dicho que yo soy policía? Yo soy psicólogo. De la policía, pero psicólogo. Y estoy harto de ver esta situación de desempleo y crimen.
—Pues el otro día escuché que la delincuencia en Madrid había descendido el año pasado, así que me parece que no puedes atribuir la violencia a la crisis.
—Estadísticas. Dicen una cosa y es la contraria. Bajó en el centro, pero subió en los barrios, principalmente en los del sur, donde hay más pobreza y paro. Además, descendió en Madrid y aumentó en España. Lo que pasa es que quieren desvincular la crisis económica de la delincuencia para sostener que fracasan las personas y no el capitalismo. Pero ¿sabes qué?: lo que falla es el capitalismo...
—¿Y quién tiene interés en separar la crisis de la delincuencia?
—¡Coño, los que se forran con el sistema, los poderes económicos! Los que, como te digo, compran barcos y aviones y dejan tirada a la gente en la puta calle, los que han especulado, los que se han llevado por delante la economía y nos han dejado solo humo, los que crearon la crisis del ladrillo...
—Si te soy sincera, creo que la crisis del ladrillo la creamos entre todos...
—Y una mierda. En la burbuja participaron los que se compraron dos, tres o siete casas, los que las tenían vacías, los que las compraban por mil y las vendían por diez mil y los bancos que daban irresponsablemente las hipotecas a todos esos...
—Y los que cambiábamos una casa por otra porque valía más dinero...
—A esos se los puede acusar de imbéciles, no de especuladores. En cualquier caso, yo vivo en una casa que pagué hace años. Es pequeña, pero como era la única que podía pagar, fue la que compré. Y como yo, mucha gente. Y encima tenemos que rescatar a los bancos y pagar como si fuéramos los culpable de la crisis. Anda, no me jodas... Fíjate bien, admitiendo que todos fuéramos culpables, como tú afirmas, una cosa está clara: la burbuja existió debido, precisamente, al sistema. O sea, el sis-te-ma —repitió separando cada sílaba— no funciona. Así que olé por los cojones de estos tíos que iban a hacer justicia robando a un tipo de mier...
—Para, para, para... —cortó la comisaria pensando que, aunque tuviera razón en sus argumentos e indignación, era obvio el psicólogo necesitaba un psiquiatra—. ¡Vamos! —apremió entonces a Félix Osorio, y él la siguió como un perrillo faldero.
Se dirigieron a la salida sin decir palabra, y justo cuando llegaban a la puerta de la calle se cruzaron con el de los rizos. Iba a poner la denuncia. Ella lo miró, pero no lo saludó. Sintió una rabia interior y por poco se le salta una lágrima.