CAPÍTULO XII

 

 

 

 

Félix Osorio la esperaba en la puerta de su oficina. La temperatura no podía ser más agradable, pero el lugar no favorecía que la noche resultara romántica. Lo rodeaban bloques de edificios sin encanto, con oscuros huecos por aquí y por allá y fluorescentes que parpadeaban en alguna esquina. Además, el alumbrado le impedía ver una sola estrella. Por encima de su cabeza surgía un resplandor anaranjado tras el cual se adivinaba un vacío negro. El bombo de todas las farolas estaba orientado hacia arriba, lo que llevó al inspector a recordar lo que solía decirle su padre:

—No puedo comprender la lógica de alumbrar la acera apuntando al cielo.

Un coche se acercó despacio e hizo unos destellos. Le sorprendió el vehículo. Tenía más pegatinas de la ITV que el de Quique. Cuando llegó a su altura, se agachó y vio a la comisaria al volante. Estaba seria, muy seria, pero cuando se sentó a su lado rompió esa gravedad con una sonrisa.

—Sé lo que estás rumiando, que soy una tacaña porque tengo un coche viejo, pero es que le tengo cariño. Además, es una cuestión ecológica. Ya sé que un automóvil antiguo contamina más que uno nuevo, pero yo conduzco muy poco y suelo usar el transporte público. Incluso si salgo fuera de Madrid. Así que ni al planeta ni a mí nos compensa cambiarlo. Para que veas que también tengo mi conciencia ecologista.

—Parece sensato.

—De sentido común, aunque ya sabes que este es el menos común de los sentidos.

Se hizo el silencio, roto a continuación por la música de la radio. Estaba sintonizada en una cadena que solían escuchar treintañeros y cuarentones, nostálgicos de las canciones de su adolescencia, y por primera vez Félix Osorio fue consciente de los años que le sacaba la comisaria. Luego se fijó en que ella se había cambiado de ropa. Llevaba zapatos planos y una falda que, sin ser mini ni ajustada, dejaba ver parte de su muslo cuando se sentaba. No demasiado; pero sí lo suficiente para desatar la imaginación del inspector. Una vez más se le disparó la libido. No sabía explicarlo, pero le parecía atractiva, sensual, erótica... También observó su camiseta: de color blanco, llevaba un dibujo de Betty Boop. Le hizo gracia. A pesar de que el rostro de la una era redondo y el de la otra anguloso, tenían cierto parecido, como si el personaje de cómic fuera en realidad una caricatura de Dolores Amado.

La comisaria, por el contrario, no le prestaba atención. Conducía de nuevo seria y concentrada. Luego empezó a hablar de repente y le dio toda la información que John Malpassi le había enviado acerca de Víctor Mercader, incluido el informe del FBI sobre las hipotecas y los bonos. Según le contaba los detalles de cómo funcionaba el sistema, se iba animando e iba poniendo más pasión mientras él escuchaba sin hacer preguntas. Había dejado a un lado el cansancio y los pensamientos calenturientos para focalizar su atención en lo que, por el interés que ella mostraba, parecía ser un importante material de investigación.

Cuando Dolores Amado terminó de hablar, ya estaban en Las Rozas, cerca de la estación de trenes. Detuvo el coche junto a una acera, a unos ciento cincuenta metros del aparcamiento en el que se había citado con Víctor Mercader. Les separaba el puente que salvaba la autopista de La Coruña, esa arteria gigante que hace la diástole del tráfico madrileño por las mañanas y la sístole por las tardes.

—Supongo que llevas la pistola.

Él movió la cabeza de arriba abajo, alegrándose de que no le hubiera planteado esa pregunta la noche anterior.

—No creo que haga falta, pero nunca se sabe. Ahora, bájate aquí y dirígete hacia el aparcamiento. ¿Lo ves allí?

Félix Osorio asintió de nuevo.

—Yo daré una vuelta a la manzana. Después entraré. Quiero que te fijes si pasa alguien detrás. Si lo hace, anota todos sus rasgos, y si va en coche, apunta la matrícula. Luego métete en el aparcamiento y colócate donde puedas observar la escena. Procura que no te vean. Has de convertirte en un gato si es preciso, pero si ves peligro, saca la pistola y actúa. No digo más. Eres mi salvavidas, ¿está claro?

Por tercera vez, él confirmó con un gesto haber entendido su tarea antes de bajar del coche y empezar a caminar con aire de gravedad. Al alcanzar la mitad del puente, ya estaba fantaseando de nuevo con la comisaria.

Dolores Amado llegó al aparcamiento cuando el inspector estaba casi al final del puente, cerca de la entrada. El sitio le pareció siniestro. Una estructura de dos plantas construida con un cemento gris que presentaba manchas de óxido debajo de cada poste de hierro. El segundo nivel estaba al aire libre y servía de techo al primero. Las barreras de ingreso y salida estaban rotas. Evidentemente era gratuito. Los bolardos del paso de peatones estaban desvencijados y las columnas tenían grietas y boquetes en sus aristas, como si un gigante les hubiera dado puñetazos. Las primeras hileras del aparcamiento tenían alguna luz; las segundas y terceras filas estaban en una penumbra más oscura cuanto más alejadas de los fluorescentes de la entrada. Había muy pocos coches, todos en la zona iluminada, y el de la comisaria no desentonaba con el lugar.

Aparcó en el primer hueco que encontró a su derecha. Sin prisa, sacó su pistola del bolso, salió del automóvil y se colocó el arma en la espalda, enfundada entre la falda y su carne. El frío acero le hizo estirar la columna y le erizó la piel. Luego tapó la culata con la camiseta y miró alrededor. No vio a nadie, pero desconfió. Había un par de furgonetas y varias columnas tras las que bien podía esconderse más de una persona.

Se dio cuenta entonces de que el oficio de detective privado era más complicado, por no decir arriesgado, de lo que parecía, y también de que quizá la gran idea del ministro para investigar con más libertad no lo era tanto. Al fin y al cabo, si siguiera siendo comisaria, habría interrogado a Víctor Mercader en su casa, en su despacho o en la comisaría.

Caminó hacia la parte trasera del coche, lo sobrepasó y, cuando ya estaba casi en medio del carril, oyó una voz, segura y profunda, a su espalda.

—Deténgase ahí. No se vuelva. La estoy apuntando con un arma.

Reconoció la voz, era la misma que había oído cuando llamó a Víctor Mercader, y entonces se percató del gran error que había cometido al aceptar las condiciones de la cita. Lo había hecho, por un lado, porque, como acababa de reconocer, ya no era comisaria; por otro, porque no creía que un tipo de sesenta y un años y profesor en Estudios de Empresa fuera un asesino profesional, así hubiera estado inmerso en todas las burbujas financieras habidas y por haber. Cierto que sintió algo de aprensión cuando él propuso el lugar del encuentro, pero supuso que, trabajando como trabajaba para la Orden de la Santa Cruz, no desearía que lo vieran a solas con una mujer. Esa gente de iglesia solía tener normas muy raras para sus empleados. Fue al llegar al aparcamiento y observar lo aislado que estaba cuando temió que realmente se tratara de una trampa. Solo ahora que un tipo le apuntaba a la espalda con una pistola desde una distancia de tres o cuatro metros se le ocurrió imaginar que quizá la voz que había contestado al teléfono no fuera la de Víctor Mercader, sino la de alguien que se hacía pasar por él. Quizá este estuviera tan muerto como Carlos Durán. Una vez más, Dolores Amado se reprochó lo mal que lo estaba haciendo todo ese día, con lo impropio que resultaba de ella.

Pero no era un buen momento para los reproches. Calculó que si se inclinaba algo hacia la izquierda podría ver a aquel hombre por el espejo retrovisor del coche que tenía al lado.

—Gire despacio hacia la derecha y vaya al carril de atrás. Hágalo entre el coche blanco y la furgoneta azul que tiene enfrente.

Dolores Amado empezó a hacer lo que la voz le ordenaba. También a sudar. Si la camiseta hubiera sido gris, se habrían apreciado manchas oscuras en varios lugares. Por fortuna para ella, el blanco le disimulaba mejor el miedo.

Pese a su temor, se dio cuenta de que había algo extraño en toda la situación. Un asesino profesional le habría quitado ya su pistola, o al menos le habría dicho que la tirase al suelo. Eso le dio ánimos, y, aunque obviamente estaba en desventaja, maquinó cómo zafarse de la línea de disparo; esperaba que el inspector estuviera preparado.

Cuando superó los dos vehículos, tensó todo el cuerpo, calculando el momento en que el hombre de la voz debería sortear los mismos espejos retrovisores que a ella le acababan de obligar a contorsionarse. Su idea era aprovechar ese mínimo desequilibrio para saltar hacia el lado derecho y esconderse tras la furgoneta. Después gatearía a la columna contigua, adonde debía llegar con su arma en la mano.

Estaba a punto de saltar cuando oyó un fuerte estruendo metálico procedente de la entrada del aparcamiento. De forma automática, se giró en dirección al ruido. El hombre de la pistola también se dio la vuelta. Sin querer, el inspector había pegado una patada a un cenicero de hierro que estaba en el suelo.

Una fracción de segundo después, la comisaria dirigió su mirada al hombre que la apuntaba. Se quedó un tanto perpleja. No vio lo que esperaba, a un tipo fuerte y ágil con una pistola de gran tamaño, sino a un sujeto gordo que llevaba unas gafas de pasta de cristales gruesos, estaba vestido con traje y corbata y sostenía en la mano un arma pequeña, como de juguete.

—¡Alto! ¡Policía! Deje el arma en el suelo —gritó entonces Félix Osorio.

En lugar de obedecer, él echó a correr torpemente en dirección a la comisaria y, al intentar esquivar los espejos retrovisores, se golpeó con uno de ellos, de tal manera que se le cayó la pistola al suelo. Al tocar el cemento, un trueno seco resonó por todo el aparcamiento. Fuera, el silbato del tren de cercanías que anunciaba su salida ocultó el ruido del disparo.

Con la detonación, el inspector se puso muy nervioso y se vio a sí mismo como si se estuviera observando en una pantalla de cine: empuñaba el arma, apuntaba hacia el tipo gordo y no sabía qué hacer. Deseaba disparar, pero su dedo estaba agarrotado en el gatillo. Al mismo tiempo, el resto de su cuerpo temblaba, temblaba mucho, mientras contemplaba cómo el hombre seguía corriendo, ya muy cerca de la comisaria.

Ella le gritó.

—¡No dispares!

Félix Osorio se fijó entonces en que Dolores Amado estaba en una postura un tanto extraña, la misma que había adoptado esa mañana al golpear al muchacho marroquí en el estómago, con la pierna derecha más arriba de la cintura y flexionda por la rodilla. Pero como él no la había visto actuar entonces, se quedó sin comprender el motivo de esa posición, ya que, cuando ella iba a dar su potente patada, al desconocido se le enganchó la pernera del pantalón en el parachoques del coche blanco y cayó rodando por el suelo de forma esperpéntica.

—¿Pero usted es imbécil o qué le pasa? —le espetó ella al llegar a su altura mientras él, con gestos miopes, buscaba sus gafas en el suelo.

—¿Y qué quiere que haga? Me llama usted por teléfono, se queda a medias diciendo que es comisaria, después cambia a detective privada y luego me suelta que desea hablarme de Carlos Durán, justo cinco minutos después de que unos policías me hubieran conminado a hablar esta misma tarde con ellos de su asesinato. ¿Qué iba a pensar?

—Pues no sé... Me equivoqué porque he sido comisaria hasta hace poco tiempo y hay costumbres difíciles de quitar. Ahora trabajo por mi cuenta.

—Ya. Y su compañero que grita: «¡Alto! ¡Policía!».

—Mi ayudante ha visto muchas películas, demasiadas... —ironizó levantando la vista con aire de reproche al inspector, que se acercaba tras haber recogido la pistola caída en el suelo y haber guardado la suya. En su rostro había una mezcla de miedo, nervios y bochorno—. De todas formas, ¿qué pensó usted para armar la que ha armado?

—Que usted podía ser la asesina...

—¡Ah! Y en lugar de llamar a la policía, se encarga de impartir justicia por su cuenta.

El hombre rechazó la mano que ella le tendía para ayudarle a levantarse y logró incorporarse con mucho esfuerzo.

—No. No pensaba impartir justicia. Pero si vienen a matarme, me defenderé. Soy de los que creen que somos mayorcitos para hacernos cargo de nosotros mismos, incluida nuestra seguridad. No confío en la policía ni en el Estado, y tampoco espero que me traten como a un bebé.

—Y estará a favor de la venta libre de armas...

—Por supuesto.

—Pues en este país no existe tal cosa, así que ya me está diciendo de dónde ha sacado la pistola o tendré que denunciarlo a la policía.

—Tengo licencia por motivos de seguridad.

—¿Está amenazado?

—Eso no le incumbe —protestó al tiempo que le enseñaba la licencia.

Víctor Mercader había recuperado el resuello y su voz fría y profunda. Se notaba que estaba acostumbrado a mantener la calma en momentos de tensión, como alguien que debía decidir en pocos segundos operaciones financieras de millones de dólares.

Sin embargo, algo en su voz resultaba raro. No se correspondía a la de un hombre de su físico. Calculó que debía de medir un metro setenta y pesar unos cien kilos. Tenía mofletes de perro pachón, gafas típicas de los años sesenta, un traje oscuro caro y unos zapatos de piel más caros aún. Sin saber por qué, le recordó a un antiguo secretario de Estado norteamericano.

—Quiero preguntarle por Carlos Durán.

—Ya he dicho todo lo que tenía que decir a la policía. Después de llamarme, vinieron a mi despacho y me interrogaron durante veinte minutos. No veo por qué tengo que hablar de lo mismo con una detective privada.

—Por ejemplo, para que no lo denuncie por haber estado a punto de matarme.

El perro pachón puso cara de fastidio, pero accedió cuando ella le propuso ir al bar que había al otro lado del puente.

—Este lugar es demasiado frío aunque que estemos todos sudando.

Los dos se pusieron a caminar juntos mientras Félix Osorio, que había guardado la pequeña pistola en un bolsillo del pantalón, se colocaba al otro lado de Víctor Mercader para impedir que escapara.

Al entrar en el bar, el camarero puso cara de fastidio. No había ya clientes.

—Cerramos en veinte minutos.

—Pónganos tres cafés cortados —contestó Dolores Amado indiferente, y los tres se sentaron en una mesa.

El camarero empezó a hacer los cafés con desgana mientras miraba un resumen sobre fútbol en una pantalla de televisión gigante cuyo volumen estaba muy alto. Unos segundos después una máquina tragaperras cacareó, y ella odió el local. No lo podía remediar, no soportaba el ambiente insípido de ese tipo de establecimientos.

A Dolores Amado le gustaban las tabernas antiguas de Madrid, su aroma a caña de lomo y vino viejo y su rumor de la gente que hablaba, que es el rumor de la vida.

El camarero dejó las tazas sobre la mesa y ella las miró con desaprobación. Estaban salpicadas de agua y los platillos de debajo inundados de café con leche.

—¿Dónde estaba usted ayer a la una de la madrugada?

—Vaya. Se nota que ha sido policía. La misma pregunta que me han hecho sus excolegas hace un rato —respondió Víctor Mercader con sorna—. Le diré lo mismo que a ellos: en un hotel de Barcelona. Si siguen por ese camino, contrato a un abogado y los denuncio por acoso policial.

—Ya le he dicho que no soy policía. ¿Qué hacía en Barcelona?

—Fui a dar una conferencia sobre derivados financieros.

—¿Todavía existen? Creí que tras la crisis los habían prohibido.

—Por favor... ¿Quiere una lección de economía gratis? Se la doy con gusto. Si no hay dinero, no hay inversiones, y sin inversiones no hay crecimiento económico. Y sin crecimiento, no hay trabajo. ¿Ve qué bien van Estados Unidos y Gran Bretaña? ¿Sabe por qué? Porque son las mayores plazas financieras mundiales. Están creciendo. Los derivados son necesarios para que haya liquidez, para engrasar la máquina. Tipos como yo somos los que creamos el dinero para que todo funcione. Ya lo sentenció Willy Vinock: «No falta dinero, solo talento en la dirección de las empresas».

—Es curioso que cite usted a Willy Vinock.

—¿Por qué? Fue uno de mis maestros.

—Y en pago, lo acusó ante la justicia...

Hubo un momento de silencio, tras el cual Víctor Mercader continuó hablando con su frialdad característica.

—No es cierto. Colaboré con agentes del FBI explicándoles en detalle cómo funcionaba su sistema. Luego, ellos forzaron mis declaraciones para meter a Vinock en la cárcel. Necesitaban un chivo expiatorio.

—Es gracioso calificarlo como chivo expiatorio cuando, por culpa de su sistema, los ciudadanos han tenido que rescatar varias veces al sistema financiero con su dinero ...

—Que no lo hagan. Si los bancos están podridos y no pueden salir adelante, que los dejen caer. Que sobrevivan los fuertes. Es la selección natural en economía... Aun así, insisto, Reino Unido y Estados Unidos ya están creciendo.

—Crecerán, pero sus ciudadanos viven cada vez peor debido a los grandes recortes sociales que están haciendo los Gobiernos.

—Normal. Nos hemos acostumbrado a que papá Estado nos lo subvencione todo. En cambio, lo que hay que hacer es que cada uno se busque la vida, trabaje y se pague lo suyo.

—No es verdad —le cortó Dolores Amado tratando de disimular su inseguridad—. Afirma que al crecer la economía aumenta el empleo, pero hasta hoy el paro en Estados Unidos y Reino Unidos no ha bajado. Así que no sé bien cómo la gente va a buscarse la vida.

—Ese problema de que crezca la economía pero no se creen puestos de trabajo es circunstancial y se debe a un motivo técnico. Para reducir el paro, el producto interior bruto debe subir más de un dos por ciento. Pronto sucederá. El problema es España, donde la economía no crece ni un 0,1. ¿Sabe por qué? Porque nadie quiere oír hablar de los productos financieros derivados. No los quisieron ni antes ni ahora.

—Menos mal, eso es lo que nos salvó.

—No creo que nos salvara la falta de derivados. En este país no hay más que la cultura del ladrillo y el restaurante; fuera de ella, nadie sabe producir dinero.

La comisaria dudaba cómo encarar esa conversación con aquel tipo tan seguro de sí mismo en un terreno en el que seguía sabiendo más bien poco. Anotó que debía preguntar a su padre acerca de la cuestión del rescate público a los bancos. ¿Por qué se hizo? El argumento de ese hombre de dejarlos caer parecía sensato. También apuntó preguntarle por qué la economía debía crecer por encima de un dos por ciento para crear empleo. Pero no aceptaba lo referente a los derivados financieros. Por ese motivo, se atrevió a insistir.

—Pero ¿a usted le parece lógico obtener liquidez creando una deuda de tal calibre que luego sepulte toda la economía, como sucede en Estados Unidos cada tres por dos?

—¿Y los veinte años de felicidad y bonanza que tuvimos? El mundo avanza gracias a nosotros, los ejecutivos y los corredores de bolsa. Se progresa así, a este ritmo: un paso de gigante adelante, uno de hormiga hacia atrás. Lo que ocurre es que durante las crisis la gente se fija únicamente en el paso de enano. No se dan cuenta de que para dar un salto hay que tomar impulso. Ahora estamos tomando ese impulso. En dos o tres años progresaremos de nuevo a paso de gigante.

—Y mientras, ¿qué pasa con las familias que no llegan a fin de mes porque les han bajado el sueldo? Peor, ¿qué sucede con quienes van al paro? ¿Se mueren de hambre? Porque tampoco es que se hicieran ricos cuando la economía iba bien. ¡Menudo cuento de hadas el suyo! El mundo avanza porque hay gente que trabaja.

Quien planteó esas preguntas y afirmaciones no fue la comisaria, sino Félix Osorio. El inspector, sin embargo, no obtuvo respuesta alguna. Tan solo una mirada altiva de Víctor Mercader antes de encogerse de hombros y girar la cabeza hacia otro lado.

Sorprendida gratamente por esa intervención, aunque no lo demostrara, Dolores Amado aprovechó el silencio para cerrar el debate y empezar el interrogatorio.

—No estamos aquí para hablar de economía. ¿De qué conocía a Carlos Durán?

—Fue alumno mío cuando hizo su MBA en Nueva York. Yo alternaba mi cargo de ejecutivo con el de profesor en la Universidad de Columbia. Allí desarrollamos una amistad que mantuvimos siempre. En cierto sentido, tuvimos experiencias parecidas. Pura mala suerte.

—¿Por qué regresó de allí?

—Porque me arruiné.

—Me refería a él.

—Porque se arruinó.

—Cuénteme la trayectoria de Carlos Durán.

—Tras el máster, empezó a trabajar en The Black Hole of Loans and Credits,[6] una firma de Wall Street bastante importante de la que dos años más tarde tuvo que irse porque le salpicó un escándalo, si bien él no estaba realmente implicado.

—¿Qué pasó?

—La compañía tenía dos ramas, la de banco de inversión y la de correduría de bolsa. Por un problema con unas acciones, el fiscal de Nueva York, un metomentodo, encontró un absurdo conflicto de intereses entre ambas ramas...

—Lo recuerdo. Yo vivía entonces en Nueva York y conocí el caso porque afectó a una amiga mía. El absurdo conflicto de intereses del que usted habla consistía en que los corredores de bolsa aconsejaban a sus clientes comprar acciones de compañías que estaban en la bancarrota o a punto de la quiebra y eran propiedad del banco. Mi amiga perdió sus ahorros, mientras que The Black Hole of Loans and Credits, además de deshacerse de las acciones que no valían nada, ganó mucho dinero...

—Pero las dos ramas estaban separadas para que no hubiera engaño. Lo que sabía el banco lo desconocía la correduría de bolsa. Eso se llama autorregulación.

—Ya. Y Papá Noel se autorregula con los Reyes Magos para no repetir los juguetes de los niños, ¡no te jode! Supongo que por ese motivo The Black Hole of Loans and Credits se avino a pagar cien millones de multa y otros cien de indemnización y evitar así un juicio por fraude. Pero a mi amiga, que no tenía para pagarse un abogado, nadie le devolvió los quince mil dólares que había invirtido en acciones de una firma de internet que le garantizaron como dinero cien por cien seguro. Va a tener que contarme otro cuento para convencerme de la honradez de su amigo Carlos.

—Me crea o no, lo era. Él no trabajaba en esas ramas; buscaba inversiones fuera de Estados Unidos. De hecho, cuando conoció el escándalo, dimitió y renunció a su prima. Al final, eso acabó de matar, metafóricamente hablando, a Carlos. Tenía demasiados escrúpulos éticos, y en Wall Street tales remilgos son una minusvalía tan grande como una parálisis cerebral.

—¿Y después?

—Pasó a un banco, Bemy Brother, donde dirigió un fondo de inversión modesto, de unos doscientos millones de dólares, pero con excelentes resultados. Consiguió rentabilidades de entre el el cuarenta y cinco y el cincuenta por ciento durante cuatro años, y, entre sueldos y primas, ganó cerca de diecisiete millones. Nada mal para un recién llegado. Se especializó en energías renovables y rechazó varias veces, debido a esos escrúpulos, dirigir un fondo mayor dedicado a los CDO sintéticos, un complejo producto derivado, que apenas unos pocos entendemos...

La comisaria recordó que la carpeta del FBI mencionaba los CDO, obligaciones de deuda hechas con hipotecas basura a las que se lavaba la cara para darles la apariencia de sólidas. Sin embargo, no recordaba haber leído la palabra «sintético».

—Sabemos lo que es un CDO a secas... —dijo.

—¿Y qué es una cobertura por riesgo crediticio? —preguntó un tanto sorprendido.

—Sí, un CDS. Una simple póliza de seguro por el impago de un bono.

A Víctor Mercader le molestó aquel «simple», pero, sobre todo, empezó a irritarle que ella supiera qué significaban tales términos. No obstante, disimuló.

—La combinación de un CDO con un CDS es un CDO sintético. La diferencia es que para generar un CDO de mil millones de dólares se necesita conceder diez mil millones en hipotecas de verdad a personas físicas de verdad y para generar un CDO sintético de mil millones solo se necesitan cien bonos hipotecarios de alto rendimiento y un CDS de diez millones. Y listo.

La comisaria estuvo a punto de corregirle comentando que lo que él llamaba «bonos de alto rendimiento» eran, en realidad, bonos basura, pero no lo hizo. Se había perdido un poco en la explicación que él acababa de dar y no quería exponerse al ridículo. En cambio, sí que comprendió que el disparate de las hipotecas tóxicas había sido mayor de lo que había leído en el informe del FBI y se preguntó hasta dónde habría llegado.

Mientras, Víctor Mercader continuó hablando.

—Todo el mundo pensaba que este tipo de derivados estaba en manos de pequeños y medianos ahorradores, las clases medias estadounidenses y europeas principalmente, pero, cuando el precio de las casas bajó y la gente entró en pánico, se descubrió que muchos se encontraban aún en manos de los bancos. Ese fue el problema: no les dio tiempo a diversificar el riesgo y no pudieron hacer frente a las pólizas de seguro, los intereses de los bonos y la deuda.

—Cuando dice que no les dio tiempo a diversificar el riesgo quiere decir que no les dio tiempo a vender tales productos a las clases medias, ¿verdad?

—Naturalmente; si lo hubieran hecho, los bancos no habrían sufrido la debacle que sufrieron. Sé lo que piensa: que entonces se habrían arruinado millones de pequeños ahorradores. Sí, ellos habrían soportado las pérdidas, pero el sistema financiero habría seguido funcionando y el paso atrás, en vez de enano, hubiera sido de hormiga. Ya se recuperarían después las clases medias como lo han hecho toda la vida, trabajando. ¿O qué creían, que iban a hacerse ricos con una simple casa o comprando un manojo de acciones? Eso fue lo que les perdió, la avaricia. El que entra en bolsa conoce a lo que se expone. Todos somos mayorcitos, ¿sabe?

La comisaria sintió deseos de darle un puñetazo en la boca del estómago, pero se contuvo. A su pesar, seguía siendo policía y no detective privada. Además, necesitaba que Víctor Mercader siguiera adelante con la historia de Carlos Durán.

—Bemy Brother tenía más CDO sintéticos que cualquier otro banco, y quizá porque fue el primero, o quizá por motivos políticos, el Gobierno lo dejó hundirse sin rescatarlo. Carlos tenía toda su fortuna invertida en acciones del banco. Su dinero desapareció en un día.

—Me ha dicho por qué se arruinó, pero no por qué regresó a España. Aquí estaba intentando hacer de nuevo inversiones. ¿No podía hacerlas allí?

—Cuando digo que se arruinó, lo digo literalmente. Además de perder las acciones, tuvo que deshacerse de su casa en el Soho. No podía pagar la hipoteca. Y, claro, como el mercado inmobiliario había cedido, la malvendió por siete millones cuando él había pagado diez. Aun así debía dinero y liquidó también el velero que mantenía atracado en el mismo Manhattan. Luego, para mayor desgracia, intentó recuperarse de las pérdidas con una venta al descubierto que salió desastrosa y se entrampó con alguna gente. Al final, no obstante, consiguió devolver todo el dinero, según me contó.

—Pero usted ha declarado que tenía diecisiete millones. Eso es mucho dinero. Más incluso de lo que le había costado la casa. ¿No había ahorrado nada?

—El problema, como acabo de decir, es que la mayor parte de ese dinero lo tenía en acciones del banco. Esas eran las que le permitían apalancarse...

—O sea, endeudarse comprando la casa y el velero a cuenta del valor de las acciones —soltó Dolores Amado, y Víctor Mercader asintió displicente.

—Le doy sobresaliente en terminología. Luego, hay otra cuestión. En realidad, los ejecutivos no somos gente que ahorramos. Vivimos la vida al día. Tenemos muchos gastos y caprichos caros para liberarnos del estrés y la presión que acumulamos.

—¿A qué se refiere?

—Me refiero a que podemos gastarnos treinta mil dólares tranquilamente en una cena con amigos y mujeres guapas.

—¿Carlos Durán también iba con mujeres?

—A cada uno su gusto, como dicen los franceses, pero hacía sus fiestas.

—Ahora hablemos de usted. Al principio de la conversación ha comentado que regresó de Estados Unidos porque se había arruinado. Yo tenía entendido que lo hizo porque llegó a un acuerdo con el FBI y lo deportaron.

Por primera vez desde que se sentaron, Víctor Mercader perdió la seguridad en sí mismo.

—¿Cómo lo sabe?

—Es un NAD —improvisó la comisaria—, una notificación de ayuda directa, un producto de seguridad muy complejo que apenas unos pocos entendemos.

Él se dio cuenta de que le estaba tomando el pelo y se rindió a la pregunta.

—Es cierto. Pero también que me arruiné. Tenía el dinero invertido en empresas tecnológicas e iba a vender las acciones cuando estalló la burbuja. Lo perdí todo.

—¿Y ha vuelto a invertir?

—No tengo dinero. De vez en cuando, muy de vez en cuando, hago alguna asesoría y cobro una comisión si la operación sale bien.

La comisaria se dio cuenta de que mentía. No estaba arruinado. Bastaba observar su vestimenta. Si solo cobrase como profesor en Estudios de Empresa, no podría permitirse un atuendo tan caro. Sospechó que debía de guardar el dinero en algún sitio, un paraíso fiscal probablemente, pero a él le convenía sostener que había quebrado para no delatarse ante Hacienda.

—Volvamos a Carlos Durán. ¿Sabe si tenía enemigos?

—Tenía inversores cabreados, como todos. Pero no eran peligrosos. En el mercado no resolvemos las cosas a tiros, sino tratando de ser más listos que los otros. Además, como le dije, Carlos saldó sus deudas. Con sinceridad, no creo que tuviera enemigos.

—¿Conoce a un tal David Young?

—Su jefe directo en Bemy Brother. Nunca se llevaron bien, aunque le prestó dinero para la venta al descubierto de la que le he hablado, la que salió mal. Mucho dinero. Alrededor de 900 000 dólares, si recuerdo bien. Sin embargo, Carlos me aseguró que lo devolvió todo. Creo que el último pago lo entregó hace unos ocho meses. Con mi asesoramiento realizó una operación con la que ganó 120 000 dólares. E, insisto, no somos gente que resuelve sus diferencias a tiros.

—Entonces, ¿quién cree que lo pudo matar?

—Ese no es mi problema. La detective es usted. Y ahora creo que ya es hora de que me devuelva la pistola y nos marchemos. Ustedes, que tanto se preocupan por los trabajadores, deberían hacerse cargo de que este camarero querrá irse a su casa.

Quien sintió ganas de propinarle un puñetazo entonces fue Félix Osorio, pero se limitó a obedecer la orden de la comisaria de entregarle la pistola.

Ella estaba serena, incluso contenta de cómo había ido la conversación.

—Sí, hemos terminado... Por hoy. Me gustaría que mañana acudiera a mi oficina en la calle de Bravo Murillo a eso de las tres y media de la tarde.

—¿Cree que no tengo otra cosa que hacer en esta vida que pasármela de charla con usted? Ya le he dicho que la muerte de Carlos Durán es su problema, no el mío.

—Dejando aparte el hecho de que el asesino de Carlos Durán pueda tener interés en matarlo, y pese a lo que usted sostiene, visto lo visto en el aparcamiento, no parece que vaya a ser capaz de defenderse solo, creo que le convendría venir.

Víctor Mercader perdió de nuevo el aplomo y se removió en el asiento.

—¿Por qué?

—Porque quizá el FBI esté interesado en conocer que mantuvo actividades con sus amigos de Platinum Sucks y MIG tras su marcha de Estados Unidos. En concreto, un producto cuya inversión mínima era de un millón de dólares...

—¿Qué sabe usted de eso y cómo lo sabe?

—Ya le he dicho que existen sofisticados productos de seguridad como el NAD y el NAD sintético, que es cuando a una notificación de ayuda directa se le añade una denuncia y se le entrega a un fiscal...

Víctor Mercader iba a protestar asegurando que no había nada ilegal en su relación con Platinum Sucks y MIG, pero renunció cuando se dio cuenta de que Dolores Amado estaba al tanto de la prohibición que pesaba sobre él de operar con cualquier empresa estadounidense.

—¿Qué es lo que quiere de mí?

—Mañana en mi despacho a las tres y media.

La comisaria se levantó firme, pero tan rápido que Félix Osorio hubo de darse prisa para alcanzarla mientras el camarero reclamaba la cuenta a Víctor Mercader.

Llegaron al aparcamiento, entraron al coche y se quedaron esperando en silencio. Al minuto vieron salir del bar al profesor de empresariales de la Orden de la Santa Cruz y como, frente a la puerta de la estación de trenes, subía a un deportivo rojo en el que ella había reparado al entrar por primera vez en el estacionamiento. Se trataba de un Porche Carrera GT, uno de los automóviles más caros del mercado.

Al pasar frente a ellos, Félix Osorio adelantó el cuerpo asombrado. Víctor Mercader no giró la cabeza, pero ella dio por seguro que él sabía que lo observaban. Mejor.

 

***

 

La falsa investigadora privada y el falso ayudante regresaron a Madrid sin hablar, cada uno sacando sus propias conclusiones de lo ocurrido.

A Dolores Amado no se le iba de la cabeza la patada que el inspector le había dado al cenicero y observó que debía tomar buena nota. Félix Osorio no le sería de gran ayuda en caso de peligro. Al final, todo había salido bien gracias a la suerte y a que Víctor Mercader era más torpe todavía. No se explicaba cómo le habían dado la licencia para llevar un arma. En cuanto a la conversación, reconocía que quizá podría haberle sacado más, pero estaba satisfecha. Que fuera torpe no significaba que fuera tonto. En cualquier caso, algo le había quedado claro. El móvil del asesinato era el dinero, dinero muy serio. Pero también sabía que aún le quedaban muchas piezas por encajar en el caso.

Félix Osorio, en cambio, estaba encantado con la actuación de la comisaria. ¡Qué seguridad en sí misma! Cómo había interrogado a aquel tipo sin dejarse avasallar por él. Y qué forma de controlar la situación, como cuando le dio la orden de no disparar. De la patada al cenicero se avergonzaba, consciente de que había metido la pata. La justificó por lo nervioso que estaba y se animó a sí mismo pensando que gracias a ella Víctor Mercader había echado a correr y pudieron reducirlo. Andaba un tanto perdido con respecto al caso. No sabía adónde podía conducirlos toda aquella información acerca de los derivados en la que Dolores Amado estaba tan interesada o si ella sospechaba de David Young. Pero todos esos pensamientos se le diluyeron cuando le vio el muslo y volvió a confirmar el bonito color de piel que tenía y lo suave que parecía.

Al llegar al portal de la casa del inspector, Dolores Amado rompió el silencio.

—¿Qué te parece Víctor Mercader?

—Un arrogante y un listo.

—Peor. Un cínico. Pero vamos a dejarlo ahora. Necesitamos dormir. Estaré en la oficina hacia las diez. Ve más tarde si quieres, pero no mucho más. Me han prometido que tenemos los mejores ordenadores del mercado y una conexión a internet que es el no va más. Quiero que compruebes si funciona bien, y tiene que ser antes de las tres y media de la tarde.

—¿Qué tienes pensado?

—Mañana te cuento. Ahora estamos cansados. Además, ni yo misma lo tengo claro.

—Entonces hasta mañana, Lola.

Félix Osorio iba a salir del coche cuando rectificó su gesto y se dio la vuelta hacia ella.

—Gracias.

—¿Por qué?

—Por esta aventura. Es más emocionante y real que las investigaciones que hago tras la pantalla del ordenador.

—Esas también son reales. Al fin y al cabo, los que detenéis en tu unidad son delincuentes de carne y hueso. Pero sé lo que quieres decir. Te está entrando el gusanillo.

Mientras hablaba, se dio cuenta de que él la miraba fijamente y por un instante se quedó colgada en sus profundos ojos verdes.

—Venga, tira para adelante que es muy tarde.

El inspector, en una reacción tan espontánea que a ella la tomó por sorpresa, le dio un beso en cada mejilla. Luego subió a casa, donde lo esperaba su madre con cara de ¿otra vez, hijo mío?

—No te preocupes, mamá. Esta vez ha sido por trabajo —la tranquilizó mientras le daba otro beso en la mejilla.

Tras ponerse el pijama, fue a la estantería y cogió un libro del que su padre le había hablado mil veces. Estaba escrito por un premio Nobel de Economía y se titulaba Burbujas, globos, zepelines y pompas fúnebres. Breve historia de la codicia financiera universal. Se metió en la cama, leyó el primer renglón y se quedó dormido.

 

***

 

Por su parte, Dolores Amado condujo a su casa con una agradable sensación. El simple gesto de los besos del inspector la ayudó a superar un día que no le había gustado. Aun así, al meterse en la cama, varias nubes ensombrecieron su alma al recordar el arresto del muchacho marroquí, primero, y la conversación del restaurante japonés, después.

—Lola, ¿dónde están tus veinte años? ¿Dónde la inocencia? ¿Dónde tu ímpetu?

La calle del muro
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