CAPÍTULO XV

 

 

 

 

Hacia las dos menos cuarto, Dolores Amado subía por la calle de Julián Gayarre cuando, al ir a torcer por la de Fuenterrabía, en cuya esquina estaba la casa de sus padres, vio la valla de un edificio que de niña le había llamado la atención, el Panteón de Hombres Ilustres. Entonces le imponía su silencio y solemnidad, pero tras conocer el de París, lleno de científicos, escritores y mujeres de prestigio mundial, dejó de impresionarle este.

Caminó hasta su puerta y observó cómo el sol jugaba con los rojos bizantinos de las cúpulas metálicas y los grises neogóticos de las columnas del claustro. Esperaba cambiar de opinión y sentir de nuevo aquella reverencia infantil. No fue así.

—Difícil crear un Panteón como el francés en un país cuyas figuras más ilustres descansan en fosas comunes o cementerios extranjeros. Y encima, aquí no admiten a las mujeres.

Tocó el timbre de la puerta y abrió su madre.

—Hija, qué alegría verte... ¡Oye! Ahora que me fijo, te veo un poco pálida.

—Mamá, estoy bien. No sé por qué te empeñas siempre en que estoy enferma o me ocurre algo grave.

—Y yo no sé por qué te pones así cuando lo único que hago es preocuparme por ti.

—Pues no lo hagas. Te lo agradeceré más. Y hablando de palideces, te encuentro..., no sé. Tienes un poco de mala cara y te veo más delgada.

Dolores Amado lo dijo en serio, sin un ápice de venganza por la ilusoria y constante preocupación de su madre sobre su salud y estado vital; manía que atribuía al hecho de no soportar que su hija aún estuviera soltera a los cuarenta y cinco años. Curiosamente, aunque su madre tenía unas ideas políticas progresistas, era bastante conservadora en las sociales, sobre todo en lo que tocaba al matrimonio.

—Estoy perfecta. Como siempre. Voy a la cocina a terminar la paella.

—¡Paella! ¡Qué bien!

—Hola, hija.

—Hola, papá.

—Aunque quizá sería más adecuado decir: «Hola, Rosa de Luxemburgo»; como andas metida en cuestiones económicas.

La comisaria sonrió. Le gustaba la manera tan cariñosa que su padre tenía de tomarle el pelo. Luego fue hacia él y se metió bajo su ala. Le relajaba acurrucarse allí. No solo lo quería por encima de cualquier cosa, Dolores Amado también lo admiraba, además de por ser un hombre justo, por su honestidad intelectual.

De hecho, su padre, Marcos Amado, daba la imagen de lo que era, un catedrático de universidad. Delgado y con porte elegante, tenía un abundante pelo blanco. Su hablar discurría pausado y su mirada revoloteaba a veces curiosa, a veces seria, en especial cuando explicaba un asunto económico. Seriedad nunca severa que desaparecía al acabar su discurso, dejando paso a una sonrisa cálida y franca. Con todo, lo mejor de la condición intelectual de su padre residía en que no tenía un gramo de soberbia ni anidaba en su trato pedantería académica alguna.

—No te burles de mí, y menos de Rosa de Luxemburgo... ¿Cómo estás?

—Bien, con mis achaques, pero bien. ¿Y tú?

—No estoy en mi mejor forma, pero contenta porque ando metida en un caso de asesinato que me ha apartado de la rutina de la oficina y me ha devuelto a lo mío. La víctima es un ejecutivo que recibió un tiro en la nuca. Quizá has oído hablar de él.

—¿El de Mesón de Paredes? Lo he leído en el diario... No me digas que el mundo financiero está como la mafia siciliana, ajustándose las cuentas entre ellos.

—Sería irónico lo de ajustarse las cuentas entre banqueros, pero no lo descarto. La investigación me plantea una serie de dudas económicas que coinciden mucho con los problemas de esta crisis, y quisiera despejarlas contigo.

—Pues aprovecha que tu madre está con el arroz porque después no podremos hablar —contestó su padre con sonrisa cómplice.

—La primera es sobre el rescate de los bancos. ¿Por qué los Gobiernos los salvan?

—Déjame explicártelo con una metáfora. El dinero es la sangre de la economía, y los bancos, su sistema circulatorio. El problema surge cuando aparecen burbujas de aire en las venas. Ya sabes lo que pasa: al llegar al corazón se produce un infarto. La única forma de impedirlo es administrando oxígeno puro de inmediato. Es lo que hacen los Gobiernos: aplicar el oxígeno del dinero público para evitar la embolia y la subsiguiente muerte de la economía en apenas unas horas, como ocurrió en 1929.

—¿Y por qué aparecen esas burbujas de aire?

—Buena pregunta. Porque las inyectan los mismos banqueros. Meten aire, sin que nadie se dé cuenta, y sacan sangre del sistema para usarla en sus propias transfusiones.

—Ese aire, ¿es la deuda?

—Exacto.

—Lo he aprendido con otra metáfora que he sacado al leer un informe sobre la crisis en Estados Unidos. La deuda es la piedra filosofal que permite la alquimia financiera de convertir el plomo en oro.

—Muy buena metáfora.

—Pero es maquiavélico.

Su padre asintió; mientras, su madre asomó la cabeza para avisar que la paella reposaba desde hacía cinco minutos y en otros cinco deberían estar en la mesa.

—Otra pregunta que tengo es: ¿por qué no se crea empleo hasta que la economía no crece por encima del dos por ciento?

—Más que el porqué, te sugiero que te preguntes qué significa eso.

Su hija hizo primero un gesto de no comprender, luego de no saber la respuesta.

—Significa que, para que una minoría gane mucho y trabaje poco, la mayoría debe trabajar mucho y ganar nada...

En ese momento vino a la mente de la comisaria la visión del juego de manos que había tenido cuando John Malpassi le explicó que la fortuna del uno por ciento más rico de Estados Unidos había aumentado al mismo tiempo que bajaban los salarios y crecía la productividad.

—Pero, entonces, la riqueza no la crea el dinero, sino el trabajo.

—¡Tate! Esta mujer es marxista. Que la detengan.

Con una sonrisa, pero sorprendida, miró a su padre en espera de una aclaración.

—Sí, hija. El trabajo es la verdadera piedra filosofal que convierte el plomo en oro. El trabajo es el plomo, el dinero es el oro. Seguro que lo estudiaste, pero se te ha olvidado. El dinero no es más que trabajo. Lo que ocurre es que, una vez transformado, nadie ve el plomo, solo el oro, que está en manos de los banqueros o... capitalistas.

—Y la deuda es el trabajo futuro. Alguien ha de pagarla con el sudor de su frente.

Su padre asintió con aprobación.

—Sí, el dinero y la deuda no son una ficción, como algunos prefieren definirlos.

—¿Por qué?

—Para que no los quemen en la hoguera por marxistas. Al descubrir su truco, los alquimistas declararon a Marx peligro público número uno de la historia. Y para empeorar las cosas, quienes tomaron su bandera no hicieron más que atrocidades en aras de un bien común que jamás llegó, ni iba a llegar, porque de igual forma que al bien no se llega por la avaricia individual, tampoco se alcanza por la barbarie colectiva.

—Entonces, ¿no hay nada que hacer? ¿Este es el sistema que hay y nos lo comemos?

—Yo creo que el capitalismo es a la economía lo que la democracia a la política, el menos malo de los sistemas. El problema está en que los pensadores y los filósofos han renunciado a superarlo o tan siquiera mejorarlo... Pero una cosa es evidente. Es un sistema que no funciona para toda la sociedad. En España, por ejemplo, no sirve a los millones y millones de personas que están en el paro o con puestos tan precarios que no pueden prever su vida a un mes vista. Los fundamentalistas rebatirían afirmando que el mal funcionamiento del sistema se debe a las injerencias de los Gobiernos. Pero mienten. Si te fijas bien, al mercado, cuando no le duele el bazo del IPC, le duele el espinazo del déficit, y cuando no es la grasa de la deuda la que le ataca el corazón, es la migraña del petróleo la que le afecta a la cabeza. No hablemos ya del cáncer de la demanda, el virus de la confianza, la peste del tipo de interés o la tuberculosis del cambio de las divisas. El caso es que por hache o por be, siempre está enfermo. Pero más temprano que tarde habrá una crisis tan grande que surgirán unas ideas u otras. Si te digo la verdad, lo que mejor ha funcionado, aunque con muchas deficiencias, ha sido la socialdemocracia. Es decir, el capitalismo corregido con los impuestos para repartir la riqueza.

—Y tú, ¿qué sistema propondrías?

—Uno en el que imperase el sentido común y se repartiesen los beneficios del trabajo de forma equitativa. Uno que estuviese a nuestro servicio y no nosotros al suyo, como ahora. Y uno en el que el ser humano estuviera por encima de cualquier ideal.

La comisaria recordó que John Malpassi había empleado palabras muy parecidas al hablar de los movimientos ecologistas económicos.

—¿No serás tú un «ecoeco»?

Ahora fue su padre quien sonrió, mirándola sorprendido y esperando una aclaración.

—No se llaman así, pero un amigo los bautizó con ese nombre. Son una tendencia alternativa que propone lo que acabas de plantear, a lo que se suma la conciencia ecológica.

—No he hecho otra cosa en mi vida que explicar esto a mis alumnos. Esa falta de sentido común nos está llevando a agotar los recursos naturales y a destruir el planeta. Y así estamos, presenciando en directo cómo le saltan las costuras a la Tierra...

—Pero ¿no ha sido siempre así? Quiero decir, ¿no ha primado siempre el egoísmo y el beneficio individual sobre el bien general?

—A lo mejor te sorprende porque somos hijos de nuestra propia cultura, pero en la historia ha habido sociedades de todo tipo. Las nórdicas de la segunda mitad del siglo XX, por ejemplo, antepusieron el bien general al individual con un éxito del que aún se benefician. Y ciertos pueblos indígenas de Norteamérica eran incapaces de comprender que los colonos ingleses se dijeran propietarios de las tierras en las que vivían y habían vivido sus ancestros durante siglos. Para ellos, un ser humano no podía poseer un pedazo de tierra. Les parecía un disparate mayúsculo, y tenían razón. Somos tan solo usufructuarios de una tierra común. ¿Por qué alguien tendría que apropiársela? Los indios poseían ese sentido común que dicta la necesidad de un sistema para todos, no para unos pocos...

—Pero, gracias a eso, la humanidad ha progresado.

—¿De veras? Pregunta a esos indios, o a los africanos y los chinos, que trabajan jornadas de doce horas por un dólar diario. Tu humanidad ha progresado porque tú vives más cómoda, pero no confundas tu realidad con la realidad mundial.

—¿Acaso la globalización no ayuda a China y muchos países del Tercer Mundo a prosperar?

—Estás haciendo de abogada del diablo. Pero tú misma tienes las respuestas a esas preguntas porque a ti, que siempre tuviste a Simone Weil como ídolo, te duelen los pobres y sabes que la diferencia entre ellos y los ricos se agranda cada día, como sabes también que no se puede condenar a generaciones y generaciones de esclavos para que un día sus nietos o tataranietos quizá vivan mejor.

—Tienes razón. A veces, cuando entro en tiendas de Pastizara y veo las camisas a diez euros, me pregunto cuánto habrán pagado a la persona que las cosió para que yo me dé el capricho de cambiar de ropa a diario. Lo que pasa es que después me olvido...

Dolores Amado pronunció esa última frase bajando la cabeza, mientras su padre estuvo a punto de decirle: «¡Ay! ¿Dónde está mi pequeña Lola, que iba a cambiar el mundo?». Pero decidió no hacerlo. No era quién para ir juzgando, y menos a su hija.

—Para que tú te des ese capricho y para que el dueño de esas tiendas figure entre los hombres más ricos del mundo al haberse apropiado de toda esa cantidad de trabajo que hay en las camisas. ¿No te parece una falta total de sentido común? ¿No sería más sensato pagar mejor al chino que hace la camisa, que nosotros abonáramos un poco más por ella y que el dueño de la empresa no ganara tanto? Y fíjate que digo «tanto», ni siquiera niego su beneficio.

—A veces me pregunto por qué nos llamamos seres inteligentes...

—¡La paella está en la mesa! ¿Qué es eso de que a lo mejor vas a Nueva York por trabajo? —los interrumpió su madre.

—Investigo el asesinato de un tipo que hasta hace pocos meses vivía allí. Necesito hablar con sus jefes, sus amigos y su novio...

—¿Es el muchacho que salió en las noticias de la radio? Uno que hallaron en Mesón de Paredes. Qué muerte más horrible, ¿no?, con un tiro en la nuca —dijo su madre.

—Sí, pero ¿muchacho? Tenía treinta y siete años.

—A mi edad, un tipo de treinta y siete es un muchacho —añadió su madre.

—Lo que me extraña es que sueles decir que la mejor forma de averiguar quién ha perpetrado un crimen es conocer el móvil, y me da la sensación de que aquí no lo tienes claro —inquirió su padre.

—Tienes razón, pero eso se debe a que el asesinato lo cometió un profesional. Es decir, alguien que no actuaba por sus motivaciones, sino por las de otro. ¿Cuál era el móvil de quien contrató al profesional? ¿Venganza, celos, rivalidad, deudas?... Además, algunos pequeños detalles no ayudan a descartar hipótesis. Por ejemplo, tenía cocaína en su habitación, y, aunque eso es muy común porque mucha gente la consume, no se puede excluir un ajuste de cuentas. ¿Quién sabe si había contraído una deuda con su camello y no podía pagarla? También hay cosas nuevas y extrañas que antes, hace apenas unos años, no existían. Por ejemplo, cuando le mataron estaba jugando en internet. Aunque «jugar» no es la palabra adecuada. Estaba preparando algo importante con su antiguo jefe, una especie de operación financiera secreta e ilegal o algo así. El caso es que, investigando dentro del juego, uno de mis hombres se ha topado con un personaje que asegura ser el asesino...

—¡Ay, hija! Tú siempre corriendo peligro. ¿Cuándo te casarás y sentarás la cabeza?

Sin hacer caso al comentario, su padre preguntó:

—¿Y lo es?

—El personaje obviamente no, pero es probable que sí lo sea quien estaba detrás de la pantalla del ordenador. Le he dado muchas vueltas y casi seguro que es él. Pero ahí se complican más las cosas porque ese personaje llevaba un tatuaje en el antebrazo con el símbolo de los terroristas del norte. Y, sin embargo, no parece un acto terrorista. Por otro lado, confieso que investigar a través de un juego de internet me despista.

—Extraño mundo en verdad, hija.

—Sí, aunque luego, en el fondo, sigue siendo el mismo desde que el hombre se puso de pie. Me hace gracia esa gente que se echa las manos a la cabeza porque un padre ha matado a su hijo y va diciendo por ahí: «Yo no sé a dónde vamos a ir a parar. Esto cada vez está peor». ¿Acaso Caín no mató a Abel hace más de tres mil años? No estamos peor, estamos igual. Lo único que cambia es la forma: antes era una quijada de burro; ahora, una pistola, un avión o, si me apuras, hasta la pantalla de un ordenador estrellada contra la cabeza de alguien...

—¿Fue ese tu discurso de investidura de comisaria? ¿Que el mundo en realidad no ha cambiado desde los tiempos bíblicos? Me parece muy bueno —bromeó su padre, que, sin dejarla responder, continuó—. Pese a no tener casi nada claro, supongo que confías en resolver el caso.

—Ya sabes lo que pienso: no hay crimen perfecto, sino investigación mal hecha. Además, tengo el presentimiento de que esta tarde sucederá algo que me ayudará a continuar la indagación. Aunque también tengo la sensación de que yo estoy lenta. Me despista lo de internet, pero hay más causas ajenas que me están perturbando... —La comisaria estuvo a punto de decir «como el encargo del ministro», pero rectificó a tiempo—, como esto de la economía. No sé, no es mi mejor investigación, ni mucho menos. Unas veces tengo la sensación de ir dando palos de ciego, otras de ser novata...

—¿No estarás pensando en quedarte en Nueva York otra vez?

La que preguntó con evidente tono molesto fue su madre. No soportaba la idea de que se marchara de nuevo. Nunca había llevado bien que viviera en el extranjero. Se negaba a reconocer lo más simple, que su hija era feliz así, y prefería amargarse pensando que, en realidad, lo hacía para estar lejos de su madre, que tanto la había cuidado y se había desvelado por ella. Trasladando la culpa, evitaba enfrentarse a la verdad: que deseaba tenerla cerca para saber con quién andaba y recordarle a menudo que debía casarse. En cuanto a lo de los cuidados y desvelos, si le hubieran preguntado a la comisaria, habría dicho que no había sido para tanto. Su madre siempre había tenido una mujer en casa para atenderla cuando era niña.

De igual forma que no entendía por qué su padre aguantaba a su madre, Dolores Amado tampoco comprendía si lo que sentía por ella era amor u obligación.

—No, no me voy a quedar en Nueva York, aunque te diré que lo echo de menos, y vete a saber qué traerá el futuro... —declaró con tal firmeza que el silencio reinó durante el resto de la comida.

La calle del muro
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