CAPÍTULO XVII
Dolores Amado llamó a Fermín y este le contestó dándole las últimas noticias.
—Buenas tardes, comisaria. ¿Se ha enterado de lo ocurrido en Wall Street?
Confusa durante un instante, se sobresaltó temiendo que la hubieran descubierto.
—¿Wall Street?
—Sí, la bolsa se ha hundido como si fuera el año 1929. Pero veinte minutos después se ha recuperado como si no hubiera pasado nada. Están las noticias todo el rato con ese asunto. Con eso y con la caída del euro. Da miedo leer los periódicos y escuchar las radios; parece que va a desaparecer el mundo.
—¡Ah! Pues no, no sabía nada, la verdad. Gracias por comentármelo, Fermín.
—No me las dé. Es mejor no enterarse de lo que pasa. Además, no quiero pensar quién estará detrás de ello.
—¿Y quién cree que puede ser?
—Los de siempre. Los que intentan cargarse nuestro sistema económico, nuestra forma de vida, nuestras libertades. O han sido comunistas de la vieja escuela, que alguno queda, o terroristas de la nueva, pero no crea que la cosa va más lejos. No sé si recuerda los apagones que hubo en Estados Unidos hace unos años. Aunque nadie ha querido decir nada oficialmente, un amigo que trabaja en Potencias, la red eléctrica, me ha contado que fue obra de los iraníes. Bueno, comisaria, ¿en qué puedo ayudarla?
Dolores Amado precisó unos segundos para reponerse. No podía comprender que hubiera personas que pensaran esos disparates, y menos en el Cuerpo Nacional de Policía. A veces se preguntaba si también se creían las novelas futuristas de ciencia ficción con sus marcianos verdes y todo.
—Al final, nos vamos a Nueva York. Necesito estar, lo más tarde, en la madrugada de allí.
—¿Puedo preguntarle el motivo? Como ya le dije, el subsecretario lo querrá saber y...
Esta vez Dolores Amado no tuvo paciencia para su malsana curiosidad.
—Como ya le dije yo también, el motivo es la investigación, Fermín. Y, como ya le comenté, no se preocupe, yo misma llamaré al subsecretario para explicárselo.
—De acuerdo —respondió él sin alterarse—. También necesitará un hotel.
—Reserve este bed and breakfast precioso y discreto del West Village, pero prometa no decírselo a nadie. Es un secreto, y si se corre la voz se acabará la discreción y el buen precio, que en cuanto descubrimos algo nos apuntamos corriendo.
Ella iba a despedirse y a colgar cuando él la detuvo.
—Comisaria, sobre esos tipos que pidió que comprobásemos si estaban en la agenda del teléfono móvil de Carlos Durán...
—¿Alguna novedad?
—Ninguno ha llamado, pero en la agenda figuran sus números. ¿Quiere apuntarlos?
—Sí, gracias.
Al momento sonó su teléfono móvil.
—Hola, Lola.
—Hola, John.
—Perdona, esta vez no tengo fuerzas para pedirte que te cases conmigo. Tras colgarte anoche, apenas conseguí dormir dos horas, y la mañana ha sido fuerte. Supongo que te has enterado de lo ocurrido en Wall Street. Ha sido un susto tremendo y nos ha puesto la carne de gallina a todos. Dos de nuestros expertos en estos asuntos creen que fue posible gracias al uso de conexiones ultrarrápidas de ordenador. Algunos especuladores las utilizan para colocar sus operaciones segundos antes que otros inversores, ganando así mucho dinero. Los ordenadores habrían desatado millones de órdenes automáticas de venta y después millones de operaciones de compra. Pero no es más que una hipótesis. Sospecho que alguien se ha llevado mucho dinero. Hemos abierto una investigación, y te juro que voy a hacer todo lo que pueda por detener a esos tramposos...
La mente de Dolores Amado se disparó con la velocidad de una bala, ironizando un poco sobre la situación. Ella era una de las tramposas. Solo esperaba que su amigo no llegara a arrestarla.
Luego lamentó no poder decirle nada de lo que sabía. Si lo hiciera, el primer paso de John Malpassi sería interrogar a David Young, y de esa forma su investigación quedaría suspendida. Además, se pondría en peligro a sí misma. ¿Cómo justificaría los veinte millones ante el FBI? Incluso su amigo correría un riesgo. Si quienes planearon la operación actuaban siguiendo intereses políticos, el Gobierno de Estados Unidos no permitiría jamás que los hallazgos de la investigación llegasen a España o al mundo entero.
—Los mercados se han convertido en una cueva de ladrones. Esta madrugada me hablaste del euro y el miedo que tienes a su desaparición. ¿Has leído la información que ha sacado la Wall Street Gazette sobre cierta reunión en...?
—No. No he tenido tiempo para mirar los periódicos.
—En febrero de este año, los once mayores inversores del planeta, entre ellos Jaime Zorros y Patt Mann, celebraron una reunión secreta en un edificio de Nueva York en la que acordaron atacar al euro mediante posiciones cortas. No sé si sabes qué es una posición corta. Significa apostar que el precio de algo bajará...
—Algo he oído —respondió ella.
—Imagínate, estamos hablando de gente que maneja no millones, sino decenas de miles de millones. Sus apuestas pueden ser suficientes para conseguir el objetivo.
—No puedo comprender tanto descaro.
—Esa reunión me recuerda a las que Lucky Luciano mantenía con los jefes locales de la mafia para repartirse barrios y beneficios. La diferencia es que estos lo hacen al amparo de la ley. Ahí está el euro. Ha pasado de 1,51 a 1,19 en tres meses. Te apuesto a que en seis meses estará otra vez a 1,30 o 1,40.
—¿Por qué?
—Porque ninguno de todos esos movimientos tiene que ver con la economía real, aunque terminarán por afectarla. Cuando he leído la información en el periódico, le he propuesto a mi jefe investigar si la reunión podía constituir algún delito, qué sé yo, de asociación de malhechores, maquinación para alterar el precio de las cosas, fraude masivo, uso de información privilegiada, estafa; dale tú el nombre, que eres la abogada. ¿Sabes lo que me ha dicho? «Ni hablar, lo que hacen es por completo legal»...
—Pues probablemente cualquiera de esos delitos encajaría.
—Exacto, y lo peor es que estos tipos empiezan a sentir el calor de la impunidad y nadie mejor que nosotros sabe que las mayores barbaridades en la historia se cometen cuando quienes las hacen se sienten impunes.
Entonces se hizo un silencio y John Malpassi le preguntó en qué pensaba.
—En que tienes razón en lo de la impunidad. Pero, sobre todo, en que no sé si deberías estar contándome esto.
—Es que tiene que ver de forma indirecta con tu caso. En la reunión de febrero estaba presente el jefe actual de David Young, ya lo he nombrado, Patt Mann. Y, ahondando en las casualidades, David Young fue a su vez jefe de Roger Smith, el tipo del banco que nos prometió, a mis colegas y a mí, el oro y el moro si colocábamos nuestros ahorros en el famoso CDO sintético. Como ves, Wall Street es más endogámica que una monarquía europea. No es de extrañar: van todos a las mismas universidades. Se han convertido en la nueva corte. Son los nuevos príncipes, duques y marqueses.
—¿De cuánto dinero estamos hablando, John? ¿Cuál es la fortuna de esta gente?
—A Patt Mann se le calculan veintisiete mil millones de dólares, amasados desde 1986. De cada burbuja se llevó su pellizco. A David Young, que está muy pero muy por debajo (en realidad, en este momento está jugando en cuarta regional), entre treinta y seis y cuarenta millones. La caída de Bemy Brother le hizo perder buena parte de su riqueza, que se llegó a estimar en ciento veinte millones. Y al hijo de puta de Roger Smith le quedan unos doce, después de venir a menos también...
—Si David Young era el jefe de Carlos Durán en Bemy Brother, ¿cómo continuó en Wall Street después de su hundimiento?
—Algunos tipos son como la basura, se reciclan con facilidad. Pero la verdad es que funcionan un poco como la mafia. Son una «familia». Patt Mann lo reclutó para dirigir uno de sus fondos de inversión...
—¿Qué sabes de él?
—Que Víctor Mercader es un aprendiz a su lado. Se trata de un estafador nato.
—Pero ¿de qué estamos hablando concretamente? ¿Qué es lo que hace?
—Te cuento una anécdota que se remonta a cuando trabajaba en Bemy Brother. En 2006, David Young llamó a una fábrica en Tailandia, que exportaba salsa de pescado a varios restaurantes orientales en Nueva York, para ofrecerle un derivado financiero hecho a la medida de su pequeño negocio, ya que la protegería contra las fluctuaciones de moneda. La compañía, de tipo familiar como suelen ser muchas allí, empleaba a ocho personas entre padres, hijos y primos... Pasados unos meses, Young llamó para anunciar que habían ganado miles de dólares y darles la oportunidad de quedarse con el dinero o comprar otro derivado más complejo pero con mayores beneficios. Nadie dice no a semejante propuesta...
—Es lo que haríamos todos.
—Esta operación de cambiar a productos financieros cada vez más complejos se repitió varias veces sin que la familia entendiera el producto ni sospechara que estaban dando su aval a préstamos y deudas. Solo comprendían las tranquilizadoras palabras de David Young. Al fin llegaron al último derivado, cuya única condición para que fuera rentable consistía en que los tipos de interés no bajaran.
—No me digas más. Bajaron.
—¿Sabes cómo acabó la fábrica tailandesa, que facturaba la modesta suma de 250 000 dólares al año? Con una deuda de 123 millones de dólares...
—Pero, entonces, ¿cuál fue el beneficio de Bemy Brother y el de David Young?
—El negocio no está en si esa familia gana o pierde, sino en lo que ocurre hasta que se hunde. Young y sus colegas se repartieron los beneficios del banco procedentes de las comisiones por cada cambio de producto y los intereses de los préstamos.
—John, pero, aunque pueda parecer una estafa, no es fácil de probar. Tu jefe tiene razón cuando dice que es legal. Hay que probar el engaño.
—Ya salió la abogada. ¿Sabes cuál fue el papel de David Young en toda esta estafa? El de propiciar el cebo, especialmente en la primera operación. No es una metáfora. Son las palabras que él usó en una sesión de formación de nuevos ejecutivos del banco, aunque más bien suena a escuela de delincuentes: «Primero les dais un buen cebo para que piquen y les dejáis que ganen algo de dinero; luego, cuando notéis el tirón, recogéis el carrete poco a poco. Así es como se pesca a los más grandes» (sic).
—Me temo que empiezo a entenderte cuando hablas de instalar una guillotina en Wall Street...
Su amigo sonrió, pero esta vez fue él quien calmó el ánimo.
—Anda, vamos a dejarlo, que como nos estén escuchando, los que vamos a la cárcel somos nosotros. Además, me llaman para una reunión. Te cuento una cosa más sobre David Young. Prestó a Carlos Durán 837 000 dólares para la operación al descubierto de la que te hablé, pero nos consta que lo devolvió todo. Oye: si vienes a Nueva York, no quedes con nadie para cenar, así podré proponerte el matrimonio. Después me será difícil. Salgo a Chicago pasado mañana y me quedaré allí unos días, a menos que, con todo lo que ha pasado hoy, me cambien los planes. Te mantengo informada.
—Te confirmaré mi viaje, pero te advierto que, como me propongas matrimonio, acepto. Voy haciéndome mayor y necesito un hombre que me cuide. Ya sabes cuánto le gustaría eso a mi madre y lo dependiente que soy yo de los hombres. Adiós, John.
Dolores Amado se quedó envuelta en una especie de estupor reflexionando sobre la reunión de especuladores de la que le había hablado su amigo al principio de la conversación. Cómo le gustaría verlos reunidos, aunque fuera por la mirilla de una puerta, y escuchar lo que decían. ¿Serían ciertas las sospechas del ministro? ¿Realmente el acoso al euro y la caída de la bolsa obedecían a intereses ocultos? De ser así, ¿qué intención tenían? ¿Sustituir los Gobiernos por la dictadura de los consejos de administración? ¿Imponer una gerencia mundial dirigida por los mercados? ¿Derribar el estado del bienestar?
Una vez más pensó que estaba disparatando y se prohibió aceptar teorías conspirativas so pena de acabar creyendo ella también en marcianos verdes. Además, como había dicho su amigo, casi todo estaba publicado. No había misterios que resolver. Ella, en todo caso, se estaba enterando de lo que hasta ese momento no había querido enterarse.
Una vez más, el teléfono reclamó su atención como un niño caprichoso. Fermín había conseguido los billetes. Tenían un vuelo a Londres a las ocho veinticinco de la tarde y otro desde allí a Nueva York a las once y media de la noche. Llegarían a la Gran Manzana a las dos y media de la madrugada. El hotel, el que ella le pidió, estaba reservado y advertido de que llegarían pasada esa hora.
—Lo mejor, comisaria, es que, gracias a mis contactos, el vuelo entre Londres y Nueva York lo harán en primera clase. ¿Qué le parece?
—Que si estuviera aquí le daba un beso...
Le salió tan del alma que ella misma se sorprendió. No podía imaginarse dando un beso a Fermín, pero la había hecho feliz. Viajar en primera le permitiría descansar, y viendo el cariz que tomaba la investigación, necesitaba estar lo más fresca posible. También Félix tendría que estar fresco, se le ocurrió, y se dirigió a él para informarle del viaje.
—Félix, toma un taxi y ve a casa. Recoge el pasaporte y haz una maleta, pero de cabina, no tenemos tiempo para facturar. Si te hace falta algo, se compra allí. Como te dije antes, lo importante es que lleves todo lo imprescindible para conectarnos a internet en cualquier momento. ¡Ah! Deja la pistola aquí. No podemos ir como policías ni como detectives; no tenemos tiempo de papeleos. Son las cinco y cinco pasadas. Te espero a las siete y cuarto en la entrada de la T-4. Vamos fatal de tiempo. No te entretengas.
—Sí, Lola.
Félix Osorio cogió su ordenador a la carrera; estaba guardando el librito sobre la codicia financiera cuando, ya en la puerta, ella lo frenó.
—Espera. Ir rápido no significa estar acelerado. Concéntrate, por favor. Necesito que lo tengas todo bajo control. Por ejemplo, enchufes. Allí las clavijas son diferentes. ¿Habías pensado en ello?
El inspector negó con la cabeza con cara de circunstancias.
—Llegaremos a las dos y pico o a las tres de la madrugada al hotel y vamos a ir muy apurados para nuestra cita en Vidas paralelas en la esquina de la Reserva Federal. No puede haber ningún fallo. Félix: necesito el cien por cien de ti.
Una vez más, el inspector asintió con la cabeza para responder y, mientras se marchaba, elaboró mentalmente una lista de lo que debía llevar consigo al tiempo que intentaba mantener sus cinco sentidos enfocados en el caso. Al entrar en el taxi, acabó su concentración. No sabía cuándo le gustaba ella más, si cuando sonreía o cuando estaba seria. A veces era un poco dura y, aun así, le encantaba. Le volvían loco sus labios y se vio dándoles mordiscos pequeños mientras tomaba la firme decisión de invitarla a cenar en Nueva York. Inma tenía razón. Debía ser él quien diera los pasos.
Sin embargo, no le había gustado que le dijera que estaba jugando con él y se dio cuenta de que tenía un problema porque no distinguía bien cuándo ella hablaba en serio y cuándo en broma.
Luego se preguntó cómo era posible que se ganaran veinte millones de dólares en veinte minutos. No le entraba en la cabeza. Era tan irreal... Y, no obstante, fue consciente de que si ellos lo habían conseguido, más gente lo estaba haciendo. Quizá no en veinte minutos, pero sí en veinte días o veinte semanas. Él se conformaba con dos. ¡La de cosas que haría con dos millones de dólares!
—Quizá si en vez de los veinte nos quedásemos con dos... No, no, no. Eso no lo pienses ni en broma.
Su imaginación continuó después tan en los brazos y los labios de Dolores Amado que llegó abstraído hasta la puerta de su casa y sin prestar atención a la radio del taxi en la que se oía:
«Cueste lo que cueste» han sido las palabras del presidente del Gobierno español al mostrar su determinación de llevar a cabo las reformas necesarias para resolver los problemas de la deuda. Las medidas incluyen fuertes recortes de las prestaciones sociales e importantes reducciones de salario. Con ellas, el responsable del Ejecutivo espera devolver la confianza a los mercados...
Cuando entró en su casa, su madre lo esperaba con la maleta hecha. El inspector la había llamado desde la oficina para informarle de su viaje, y ella, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, le preparó la más grande que encontró en el maletero. Félix Osorio calculó que pesaría veinticinco kilos. Para proveerle frente a cualquier contingencia, le había metido hasta medio kilo de jamón envasado al vacío en paquetes de cien gramos.
Su primera reacción fue regañarla, pero se contuvo. Al fin y al cabo, lo había hecho con todo el cariño del mundo. Se había dejado cuidar toda la vida, y había llegado el momento de que fuera él quien empezara a cuidarla un poco.
—Mil gracias, mamá. No debías haberte molestado.
—No es molestia, hijo.
—El caso es que no me la puedo llevar. Tengo que hacer una bolsa de mano para no facturar. No podemos perder ni un minuto en los aeropuertos. Además, no te preocupes, no creo que estemos más de tres o cuatro días.
—Entonces te preparo la bolsa...
—No; gracias, mamá. Yo me la preparo. ¡Ah! No voy a poder llevar jamón. Allí no dejan pasarlo. Como la pistola, que la voy a dejar en el cajón de la mesilla, pero en el que tiene llave. Es que no quiero que nadie lo abra por descuido.
—Hijo, pero si a mí no me cuesta ningún trabajo preparar la bolsa...
—Lo sé, mamá, pero prefiero hacerla yo. En este rato, mejor piensa qué quieres que te traiga de Nueva York.
Su madre se quedó pensativa un momento.
—No me hace falta nada. Ya sabes que no tengo necesidades ni caprichos. Gracias igualmente, hijo. Llamaré a tu tía, que llevo unos días sin saber nada de ella. Quizá quiera ir al cine este sábado.
Félix Osorio sonrió. Luego miró la hora y casi se arrepintió de haberle dicho que no le hiciera la bolsa, pues, pese a lo apurado que estaba, debía enviar un mensaje a Jesús.
Abrió la página de Amigos sin Fronteras y vio que Fran y Quique habían colgado más fotos en las que hacían el payaso en las calles de Cuenca. Jesús también tenía una nueva, la de una senadora que reconoció al instante. Se había hecho famosa tras salir desnuda en una revista de información general. Todo el país conocía sus esbeltos senos y su pubis, que, por completo depilado, se había convertido en codiciado objeto de deseo de muchos hombres y algunas mujeres. La senadora, que años atrás había ganado un concurso de belleza, estaba mejor al natural que en fotografía, según un comentario que su amigo escribió en el pie de foto.
«Menudo miura. No os lo podéis imaginar.»
Además de las fotos públicas, observó que tenía un mensaje bilateral de Jesús en el que este le decía que se pensara bien lo de tirarse a su jefa: «Comprendo el morbo que tiene, pero ya sabes, donde tengas la olla... Claro que el refranero siempre sale en tu auxilio y si la tía te pone mucho y está buena, pues de perdidos al río. Y recuerda, lo cortés no quita lo caliente».
Félix Osorio sonrió y respondió asegurándole que la suerte estaba echada, que la comisaria también era un miura y que a la menor ocasión la iba a torear en la cama. Le comentaba que salía con ella a Nueva York para seguir la investigación, y como favor le pedía que pusiera a Fran y a Quique al corriente del viaje sin mencionarles lo de su jefa.
El inspector confiaba en Jesús porque le tomaba en serio, pero sabía que los otros dos se mofarían si se enteraban de que le gustaba una comisaria de policía. Para sus adentros reconoció que la burla era tentadora.
Después se concentró seriamente en la maleta. Si quería agradar a Dolores Amado, debía empezar por ser eficiente en su trabajo. Cuando la terminó, entró al baño para lavarse la cara, y en ese momento, sin que se diera cuenta, su madre le metió en la bolsa de mano un paquete de cien gramos de jamón que ocultó debajo de toda la ropa.