CAPÍTULO XVIII

 

 

 

 

Dolores Amado estaba en la T-4 del aeropuerto de Barajas esperando al inspector. Miró hacia arriba y se quedó colgada de las alturas. Aquel techo, con sus finas varillas de madera brotando de robustos tallos de cemento pintados de amarillo, se le hacía un inmenso paraguas de fantasía tropical abierto en medio de la estepa castellana para protegerla del sol, la sed y la fatiga medieval. Le encantaba ese oasis que marcaba la culminación de la España moderna en su afán por alcanzar Europa. Un afán que había empezado el mismo día que el dictador murió en la cama y que no había consistido más que en acortar la ventaja que durante casi cuarenta años Franco había dado a Francia, Reino Unido, Alemania y los demás. Aquel exotismo tropical representaba la meta de esa afortunada carrera llena de grandilocuentes adjetivos, pues había sido increíble, impensable, formidable... Tal fue la aceleración de esos años que, incluso por un momento, España sobrepasó a Italia. La superó en lo cuantificable, el producto interior bruto, pero sobre todo en lo intangible, la modernidad y lo que esta suponía para Dolores Amado, la igualdad de la mujer, la ausencia de burocracia, la revolución homosexual, la aceptación de los inmigrantes... Sí, la T-4 le gustaba porque señalaba el día en que España había alcanzado oficialmente a Europa. Lástima que esa meta hubiera coincidido con el estallido de una burbuja inmobiliaria, que amenazaba con la vuelta al polvo, el sudor y el hierro...

Contemplando tan liviano techo, se le ocurrió que, tras la explosión de la burbuja, España había perdido de nuevo la confianza en sí misma. Los agoreros e intransigentes campaban por sus respetos convirtiendo el país en un lugar oscuro, más de lo que lo era en realidad. Como mujer justa que intentaba ser, se preguntó si la intolerancia no brotaba en ella misma. Llegó a la conclusión de que no. Los taxistas nostálgicos, los Paco el Fiera de cada oficina y los señoritos de rizos engominados no los había inventado ella. Y se sintió fuera de lugar. Como le había dicho a su madre en la comida, empezaba a pensar que le gustaría volver a marcharse al extranjero.

Bajó la vista y miró el reloj. Las siete y cinco. Se puso un poco nerviosa y prometió matar al inspector si llegaba tarde. Luego moderó su irritación, recordando lo que le costaba a ella misma hacer las maletas cuando, al principio de su carrera en la ONU, tenía que salir corriendo en una misión de emergencia.

Mientras hacía tiempo paseando entre los mostradores para facturar maletas, los veinte millones la asaltaron de nuevo. No se le iban de la cabeza. ¿Cómo se le iban a ir? Y, más aún, el hecho de que estuvieran en un limbo. ¿En qué mundo vivía? En uno en el que no existía un control del dinero ni, peor aún, de las fuerzas que este era capaz de desencadenar. Luego se sorprendió. En apenas unas horas había pasado de calificar como un disparate el encargo del ministro a creer que era absolutamente imprescindible.

Su mente siguió después por otros meandros de la investigación, concentrándose en los pasos que daría. Si el caso estaba relacionado, como presumía, con la operación de GlobalGen, no podía perder el tiempo. La lógica le decía que David Young era una pieza clave, aunque no necesariamente el asesino. Carecía de sentido después de lo que él y Carlos Durán habían tramado para ganar todos esos millones.

En Nueva York, su primera tarea consistiría en contactar con él y pedirle una entrevista lo antes posible. Usaría el juego Vidas paralelas para hacerse pasar por Carlos Durán. Con suerte, David Young no estaría al tanto del asesinato y lo cogería por sorpresa. Y si la suerte no la ayudaba, despertaría su interés en cualquier caso: al fin y al cabo, ella guardaba el dinero.

El paso siguiente sería concertar una cita con el novio de Carlos Durán. Por un lado, no podía descartarlo completamente como el instigador del asesinato; por otro, quizá pudiera darle pistas. Aunque aquí la fortuna se invertía. Si tenía buena suerte, Louis Ming sabría ya la noticia; si tenía mala suerte, ella tendría que dársela. No le apeteció la idea. Nunca se acostumbraría a dar la mala nueva.

Sus reflexiones quedaron interrumpidas por el teléfono móvil.

—Hola, puma. ¿Te has zampado ya al inspector? —le preguntó Estrella.

—No, pobre, creo que le impongo demasiado.

—¿No habíamos quedado en que nosotras, las tías mayores, también podemos salir con hombres más jóvenes?...

—No me veo, Estrella. No me veo.

—Pues yo sí; pásame al inspector esta noche mismo.

Dolores Amado se rio con ganas.

—No, no. Me lo llevo.

—¿Adónde?

—A Nueva York.

—Tú me estás mintiendo...

La comisaria volvió a reírse.

—Te aseguro que no. Vamos siguiendo una pista en el caso del asesinato de Mesón de Paredes.

—¿De verdad?

—Te lo prometo. Estaba pensando en llamarte para contarte que me iba y que no sé bien cuándo regresaré.

—¿Puede haber algo más romántico y aventurero que marcharse a Nueva York con un joven y apuesto inspector para investigar un asesinato? ¿Y qué más harás allí?

—Supongo que veré a mi amigo John Malpassi y que mañana mismo, si puedo, iré a mi gimnasio y entrenaré con toda mi gente. No soporto un día más sin ejercicio. Te prometo que empiezo a pegar patadas a las puertas.

—Ya te entiendo. Vas porque llevas días sin hacer ejercicio y quieres ver a toda tu gente. Y Paul no va a estar allí, ¿verdad?

La comisaria se quedó en silencio unos segundos.

—¿Qué vas a hacer, Lola? ¿Sabes lo que quieres? —insistió Estrella.

—¿Cómo voy a saberlo si estoy hasta arriba de trabajo y no tengo nunca el tiempo necesario para planchar las ideas?

—Lola, no te engañes, que no estás pensando para tus adentros. Estás hablando conmigo, con Estrella. Sabías lo que deseabas el día que decidiste dejar a Paul hace dos años. Otra cosa es que estés arrepentida. ¿Lo estás?

—No, pero sí confusa...

—Pues la confusión no es el mejor estado para ver a un ex. Se pueden hacer muchas tonterías de las que arrepentirse después. En fin, eres mayorcita. Solo quiero pedirte que tengas cuidado... Supongo que pasarás por la ONU también.

—Pues me da pereza. Esta mañana, cuando pensé en la posibilidad de ir a Nueva York, ni me acordé. Con el cariño que le he tenido siempre, y ahora... No sé, la veo tan lejana. Además, recuerda que terminé mal con mi último jefe, aquel bruto que no sabía ni en qué continente estaba Sudán.

—Bueno, pues te deseo buen viaje y que todo te salga bien. Si hay novedades con Paul o necesitas con quien hablar del asunto, llámame. No importa la hora. Y si te tiras al inspector, me envías un mensaje enseguida. ¿Prometido?

—Anda, anda.

—¿Prometido?

—Prometido. Pero no va a haber tal...

—Hazlo por mí y por el género. Las mujeres te necesitamos, Lola. Piensa que es bueno que vayamos acostumbrando a la sociedad a aceptar que nosotras tenemos el mismo derecho a estar con jovencitos que el que tienen los tíos...

Cuando colgó, la comisaria miró el reloj y blasfemó. Realmente estaba dispuesta a matar al inspector si perdía el vuelo. Lo necesitaba, y no para lo que pensaba Estrella.

Se dispuso a llamarlo, pero justo en ese momento telefoneó el subsecretario.

—Me estoy yendo a Nueva York.

—Lo sé. Me lo ha dicho Fermín.

—Sé que tendría que haberte llamado, pero es que...

—No te preocupes. Tienes carta blanca. Menos matar y endeudarte, que andamos mal de presupuesto, lo que quieras.

La comisaria tuvo que hacer un esfuerzo por contener una carcajada al escuchar lo de «endeudarse» y el subsecretario continuó.

—Te lo cuento rápido porque llevo prisa. Voy camino a una cena con el ministro para entregar unos premios de periodismo. Ya sabes, hay que tener contenta a la canalla para que nos dé al menos una buena noticia al año. De lo contrario, nos linchan los 365 días restantes. En fin, al grano. Tengo una información que me acaban de pasar y no quería que te enterases por Fermín. Han encontrado la pistola.

—¿Qué me dices? A ver si el profesional no lo era tanto.

—Ahora viene lo más extraño. La han hallado en la guantera de un coche robado al que habían colocado un pequeño artefacto incendiario que debía estallar a una hora determinada. Ya sabes, para destruir huellas dactilares y otras pistas. Por suerte, el dispositivo falló...

—Y el coche robado y el explosivo os hacen sospechar que son terroristas del norte y que el asesinato está relacionado con ellos.

—Sí, pero... Lo dices como si no estuvieras sorprendida.

—No mucho, no.

—¿Acaso sospechabas que los terroristas del norte podían estar implicados? Me cuesta creerlo. Carlos Durán no parecía, en principio, un objetivo de esta gente. ¿Consideras que responde a un cambio de estrategia?

—No sería tan sorprendente que el asesinato lo hubiera cometido uno de ellos, aunque no siguiendo un objetivo de la organización, sino uno suyo particular. ¿Recuerdas un informe que los carabinieri italianos nos pasaron hace un par de años? Aquel que transcribía la confesión de un capo mafioso de que, a cambio de fuertes sumas de dinero, los terroristas del norte se habían ofrecido a hacer de garantes en sus operaciones de narcotráfico con Latinoamérica. En otras palabras, estaban dispuestos a ser sus sicarios. No le dimos importancia porque el capo fue incapaz de identificar a nadie de la organización. Sin embargo, nos sirvió para corroborar que andaban muy mal de dinero...

—¿Y?

—Alguno podría haberse quedado con la idea porque le hiciera falta dinero.

—¿Sin estar autorizado por la dirección de la organización?

—No puedo asegurarlo, pero eso creo. Como dice el FBI, parece la obra de un lobo solitario. Incluso añadiría que hambriento. Quiero decir, imagina que es un terrorista contra el que tenemos una orden de busca y captura por uno de sus atentados. Sabe que está identificado y que tiene que vivir en la clandestinidad. No puede encontrar trabajo y tampoco contar con la ayuda económica de la organización, así que anda en lo que los economistas califican como falta de liquidez; es decir, lo que el resto de los mortales llamamos estar canino o boquerón. Para que luego digan que el lenguaje económico es misterioso y no puede traducirse. El caso es que, si mi tesis es cierta, este lobo solitario estará buscándose la vida como pueda y quizá haya aceptado el encargo de matar a alguien a cambio de una buena cantidad...

—¿Ves como eres la mejor, Lola?

—No. Es solo una hipótesis de las doscientas que he considerado a falta de pistas claras. Aunque he de confesar que te llevo cierta ventaja. No te lo cuento ahora porque es largo, pero tiene que ver con un juego de internet. Algo que sucedió en ese juego me hizo pensar que el asesino profesional que mató a Carlos Durán podía ser un terrorista del norte. Dime una cosa, ¿qué sabemos de la familia de Carlos Durán, aparte de sus padres?

—No conozco los pormenores del caso. Lo de la pistola lo sé porque, al tratarse de un tema relacionado con el terrorismo, tiene prioridad. Para lo demás, habla con Fermín.

—Oye, pero me ha surgido ahora una duda. Sabiendo lo que acabas de contarme, ¿qué sentido tiene mi viaje a Nueva York? Iba allí a ver al jefe de Carlos Durán, pero me extraña que alguien como él, ejecutivo en Wall Street, contactara con un terrorista del norte.

—Te recuerdo que tu misión es doble y que es en Nueva York donde se cuece la economía del mundo... Aunque no sé por qué tengo la impresión de que no hace falta que te lo recuerde. Me da que estás cumpliendo esa segunda misión.

La comisaria adivinó una sonrisa al otro lado del teléfono.

—Sí, aunque no me lo crea ni yo, me parece que estoy en ella.

—Lo dicho, ¿ves como eres la mejor?

Tras cortar su conversación con el subsecretario, Dolores Amado llamó a Fermín y continuó caminando por los pasillos de la terminal sin prestar mucha atención a los pasajeros, cargados de maletas.

—Dígame, comisaria.

—¿Qué sabemos de la familia de Carlos Durán?

—Que sus padres son agricultores, que él es hijo único...

—¿Otros miembros de la familia?

—No estaba casado, no tenía hijos...

—No. Me refiero a tíos, primos, abuelos...

—No hay nada en los informes. ¿Quiere que le diga algo a Felipe? Fue él quien habló con los padres.

—Sí, lo recuerdo. ¿Qué opinión tiene de él?

—Es un inspector normalito. Su principal problema es que tiene unos despistes tremendos. Habitualmente se los encubre su buen amigo Feliciano, que es un gran investigador y piensa por los dos. Pero desde ayer por la tarde está en la cama con lumbago.

—Vaya, siento lo de Feliciano. La verdad es que yo también debí cubrir a Felipe y pedirle que indagara más sobre la familia de Carlos Durán. Por favor, hágalo usted.

—Claro, comisaria.

Al dejar a Fermín, Dolores Amado tuvo una sensación extraña. Pese a los piropos que le había dedicado el subsecretario por sus dotes como detective, ella sabía que en este caso estaba siendo lenta de reflejos, como había reconocido ante su padre durante la comida. Solo después de que la operación de los veinte millones le hubiera subido la adrenalina esa misma tarde, había notado que empezaba a reaccionar.

Entonces se preguntó si no sentirían los ejecutivos algo parecido y si la excitación de apostar les ponía a mil por hora. De ser así, la conclusión era terrible. La economía del mundo estaba en manos de jugadores y ludópatas.

Justo después de colgar el teléfono, la comisaria oyó la voz del inspector a su espalda. Se volvió y lo miró de arriba abajo. Iba con pantalón chino, camiseta blanca de pico y una chaqueta oscura de lino que tenía cierto aire militar. Le dio su aprobación. Muy informal, pero muy bien estéticamente. Y en ese momento se dijo que el chico estaba para comérselo, lo que no habría dudado en hacer si tuviera veinticinco años.

Luego se fijó en el petate de mano que llevaba.

—¿Has hecho la mili?

—No.

—¿Y vas así, con una bolsa de viaje sin ruedas? Vosotros los tíos..., a veces no os comprendo. Tan prácticos para unas cosas, tan burros para otras. Mira que os gusta cargar peso. Debe de ser cuestión de genes o de hormonas... Vamos.

Tras sacar la tarjeta de embarque, soportaron el engorro de quitarse los zapatos, los cinturones y buena parte de su dignidad. Dolores Amado añoró los tiempos en que pasaba a través de la comisaría del aeropuerto para eludir los arcos de seguridad.

—Esto es lo que tienen que sufrir los ciudadanos de a pie cada vez que viajan en avión. Entiendo sus quejas, pero a mí me sale el ramalazo de policía de toda la vida y no puedo evitar pensar que estos controles son necesarios.

—Pues sí que es un ramalazo, sí.

Dolores Amado miró al inspector. No sabía si se estaba riendo de ella o lo decía en serio, pero no averiguó gran cosa. Él tenía la cabeza vuelta y contemplaba las pantallas de salida de los aviones.

Después compraron dos bocadillos de tortilla y unas pulgas de jamón.

—No soporto la comida de los aviones, ni siquiera en primera... Lo siento, pero lo tengo todo. Soy sibarita y tripera, aunque decir esto sea a la vez una pedantería y una ordinariez.

—Lo que no sé es dónde lo echas, porque de cuerpo estás estupenda.

La comisaria sonrió, lo que animó al inspector a continuar hablando.

—Me recuerdas a Pepe Carvalho: ayer, lección gastronómica en el restaurante japonés; hoy, en el aeropuerto. Dos días, dos lecciones. No es una queja. Te prometo que estoy encantado escuchándote.

—Más quisiera parecerme yo a Carvalho. Pero en esto de la comida soy como el resto de los españoles, fundamentalista. A día de hoy, tenemos la mejor cocina del mundo. No sé si te lo comenté ayer, pero yo creo que en esta materia los únicos que se miden con nosotros de tú a tú son los japoneses. Y hasta tengo mi teoría de por qué somos tan buenos en el arte culinario...

—¿Por los ingredientes?

—No.

—¿Por las revolucionarias técnicas de los nuevos cocineros?

—No.

—¿Por la base de nuestra cocina tradicional?

—No. Aunque todo eso influye.

—Entonces, me rindo.

—Pues porque en lo único en lo que coincidimos en este país la derecha y la izquierda, los ricos y los pobres, los del norte y los del sur, los del este y del oeste, los de la costa y los del interior, los de la península y los de las islas, los nacionalistas y los universalistas, los creyentes y los ateos, los viejos y los niños, los hombres y las mujeres es en la comida, la cocina y la gastronomía.

La calle del muro
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