CAPÍTULO XI
Cuando llegó al despacho, Dolores Amado entró en el correo electrónico y escribió un mensaje a su amigo John Malpassi. Habían sido colegas en la ONU durante años y en dos ocasiones compartieron una misión. Una en Sierra Leona y la otra en los Balcanes. El miedo que pasaron juntos había creado entre ellos una complicidad que duró incluso cuando ambos dejaron la organización.
Pese a su origen italiano, cualquiera describiría a John Malpassi como un auténtico gringo: alto, rubio, de ojos azules, cuerpo atlético, mentón ancho y dientes blancos, muy blancos. Un año más joven que Dolores Amado, tenía gran atractivo, y él lo sabía. Era todo un mujeriego, aunque en su favor podía decirse que jamás engañaba a sus amantes. Deseaba que sus relaciones fueran fáciles y cortas, sobre todo cortas; sin compromisos ni enamoramientos. No tenía tiempo para una esposa y menos para unos hijos. Le encantaba su trabajo y se entregaba a él. Solía ligar en los bares y sus relaciones no acostumbraban a pasar de la primera noche. La que superaba ese tiempo sobrevivía lo que durase el viaje o el caso que estuviera investigando, no más.
Quizá por ese motivo, porque le parecía demasiado superficial, o quizá porque para cuando pudo atraerle ya habían entablado una amistad, el caso es que Dolores Amado nunca se planteó ir a la cama con él. Tampoco él lo intentó. No porque ella no le gustase, sino debido a que evitaba mantener relaciones con sus colegas de trabajo.
Dos años antes de que Dolores Amado regresara a España, él se había reincorporado al FBI, pero ni el cambio de trabajo ni la distancia acabaron con la amistad, pues mantuvieron una comunicación regular que a ella le ponía siempre de buen humor.
Hola, John:
Te debo noticias desde hace un par de meses, pero tu querida amiga española ha estado muy ocupada en el trabajo y perezosa con el correo. La novedad, o, mejor dicho, el notición, es que dejo la policía y me instalo por mi cuenta como detective privada. Es muy largo de explicar y hoy no tengo mucho tiempo. Te prometo que te lo contaré todo en detalle, aunque me imagino que no te gustará y que me regañarás. Ahora te escribo porque me ha surgido un asunto en el que quizá puedas echarme una mano. Necesito saber si figura en vuestros archivos un tal Víctor Mercader Sánchez. Tuvo relación con el rey de los bonos basura. Investigo un asesinato y quizá esté implicado en él.
Un beso fuerte,
tu amiga Lola
Antes de mandarlo, sopesó preguntarle por Carlos Durán. Al fin y al cabo, este también vivió en Estados Unidos, y el FBI podía tener información. Pero lo descartó. Como acababa de reconocer, iba pegando palos de ciego y debía andarse con cuidado. Necesitaba controlar la situación. Si descubría demasiadas liebres al mismo tiempo, John Malpassi podría decidir investigar por su cuenta, y eso, en principio, no le interesaba.
Tras dar a la tecla de envío, firmó su dimisión y llamó a Fermín.
—Buenas tardes, comisaria. En primer lugar, enhorabuena. Lo que va a hacer es un trabajo muy importante. Ya se le podría haber ocurrido antes a otro. En este mundo de jueces pusilánimes y abogaduchos de tres al cuarto, nosotros, la policía, que sabemos de qué va esto, digo el mundo, estamos maniatados para acabar con la morralla de la sociedad. Aunque, por lo que sé, investigará únicamente asesinatos, ¿verdad?
Tras semejante saludo, Dolores Amado dudó de que Fermín hubiese cambiado tanto como aseguraba el subsecretario. Sin embargo, sí que advirtió que este último no le había dicho toda la verdad. Al igual que ella había hecho con el inspector, le ocultó lo relacionado con la investigación económica. También reparó en que Fermín, que de tonto no tenía un pelo, intentaba averiguar si se escondía algo más tras la misión. Ella no respondió y él se vio obligado a continuar.
—Ojalá salga bien. Así ampliamos el sistema a otros asuntos, porque la maldad no es solo matar y robar; es también lo que piensan algunos. Ahí justo, en el pensamiento, está la semilla del crimen. Yo, si me lo permite, lo único que no habría hecho es colocarla a usted al frente. Entiéndame, usted trabaja fenomenal, pero, como puede ser peligroso, creo que un hombre habría estado mejor...
Como si el frágil equilibrio que intentaba mantener desde la comida se derrumbara, Dolores Amado cerró los ojos y suspiró. No se trataba de un taxista al que no volvería a ver, sino de un tipo con quien debía lidiar y del que, incluso, podía llegar a depender su vida.
Sopesó qué contestarle; estaba a punto de enmendarle la plana cuando en su vientre sintió un pinchazo, recordándole el día en el que estaba. Al fin, claudicó. Necesitaba salir lo más indemne posible de aquella jornada. No podía luchar así.
—Fermín, hay una cosa que me preocupa. Necesito alquilar un despacho para mantener reuniones con mi ayudante, dar una dirección a la que dirigir a la gente y, en definitiva, colocar una placa que diga que soy detective privada. Vamos, una tapadera.
—No se preocupe, comisaria. Anote. Bravo Murillo, 117, tercero C. Muy cerca de Cuatro Caminos. No sé si es el mejor lugar para un policía, pero sí para una detective privada. Además, es barato, y con los recortes del presupuesto a cuenta de la crisis y no sé qué del déficit no he podido conseguir nada mejor. ¿Cómo se pueden hacer recortes al presupuesto de la policía? Es ridículo... Cuando vaya encontrará una placa dorada en la puerta con su nombre y su nuevo oficio. Se me ocurrió que cuanto más sencilla, mejor. Los muebles, ya sabe, los hemos comprado en esa tienda sueca que usa todo Madrid. Para mí los hay mejores, pero entre que son funcionales y su precio imbatible resuelven el asunto. Creo que estará cómoda. Eso sí, gracias a algún contacto que tengo por ahí, le he conseguido dos ordenadores, y son de lo mejor que hay en el mercado, y una conexión a la red que es como el velero bergantín de Espronceda: no corta el mar de internet, sino que vuela. No le digo más. Ya sabe que tenemos un acuerdo preferente con Redes y yo tengo muy buena mano para las preferencias. Ahora mismo le mando un motorista con las llaves del despacho a su oficina. Estará allí en media hora.
La comisaria se quedó boquiabierta sin saber qué pensar. O Fermín era la eficacia personificada o había caído en una trampa del ministro y el subsecretario. ¿Le habría mentido su amigo cuando le prometió que, si no aceptaba la misión, esta no se haría? ¿O la conocía mejor de lo que ella se conocía a sí misma y sabía de antemano que diría sí a su propuesta?
Temió que fuese lo segundo, pero temió algo más: la decoración de la oficina. Cierto que no se podía fallar con los muebles de los que él le había hablado, pero no le tenía precisamente por alguien a la moda. Menos, con lo redicho que era. Aún resonaba en su cabeza aquel «no corta el mar de internet, sino que vuela»... A ella le habría dado vergüenza decir aquello en voz alta.
Se sintió de nuevo cansada y quiso terminar cuanto antes.
—Gracias, Fermín. Una última cosa. ¿Puede conseguirme los teléfonos de un tal Víctor Mercader Sánchez? Está relacionado con la investigación, aunque no sé bien cómo. Es profesor en Estudios de Empresa de la Orden de la Santa Cruz. Me interesa su número de móvil y el de casa; el de la escuela lo puedo buscar yo en internet.
—Por supuesto, comisaria, aunque, si me permite, no creo yo que en la Orden de la Santa Cruz haya mucho delincuente. ¿No le parece?
—No se sabe, Fermín. Los caminos del señor son inescrutables...
Colgó el teléfono y un nuevo pinchazo en el vientre desencadenó un leve gesto de dolor en su rostro. Con todo, se consideraba afortunada. Su primer día de regla, aun siendo el peor, no resultaba muy doloroso. Sentía punzadas de vez en cuando y cierto desánimo, pero ahí quedaba todo. Nada que ver con alguna de sus amigas, que caían en un estado semidepresivo y sufrían dolorosas hemorragias de cinco días, aunque disimularan su cara en público por vergüenza y educación. Lo que más le preocupaba era que desde hacía unos meses sus menstruaciones se habían vuelto muy irregulares en el calendario y extraordinariamente cortas; en ocasiones apenas le duraban tres días.
Aun así decidió no ir a entrenar esa tarde y dejarlo para la siguiente si se encontraba mejor. Le fastidió porque el ejercicio le sentaba bien y la relajaba, pero era mejor así. Además, había otro motivo para postergarlo. Deseaba interrogar al tal Víctor cuanto antes. Si no hacía avanzar la investigación, iba a perder su tren.
Miró el reloj. Las seis menos diez.
***
Cuando Félix Osorio entró en la oficina, todos sus compañeros lo miraron. Luego, su jefe se acercó a él y con cierta solemnidad le puso la mano en un hombro.
—Nunca pensé que tuvieras estos cojones, chaval.
Otro colega también le felicitó.
—Si no fuera por mi mujer, me iba voluntario como has hecho tú y me infiltraba en una organización de narcos.
Lo mismo argumentó otro, aunque en su caso quien se lo impedía era otra persona.
—Si no fuera por mi hija, también me presentaba voluntario como tú.
Y hasta un tercero razonó de un modo parecido.
—Si no fuera por mi madre, ya me había infiltrado en una banda terrorista. Ahora, ¡hay que tenerlos bien puestos!
Mientras se sentaba a su mesa y ante el ordenador de Carlos Durán, el inspector pensó con ironía lo mucho que el crimen organizado debía agradecer a las madres y esposas de los policías. Menos mal que estaba la comisaria para redimirlas.
Durante la espera, abrió su página en Amigos Sin Fronteras. Quique y Fran estaban en Cuenca haciendo de extras en una película de vampiros en tiempos de los romanos y habían colgado varias fotos. En la primera aparecían con la protagonista, una estrella de Hollywood especializada en ese tipo de papeles. Ellos salían en el primer plano y con una sonrisa de oreja a oreja, mientras ella aparecía al fondo, tan alejada que más parecía un murciélago que un vampiro. Además, como habían tomado la foto ellos mismos, sus caras estaban cortadas. En la siguiente imagen, Quique, en primer plano, posaba haciendo un gesto obsceno. Se lo dedicaba a la actriz que de nuevo quedaba al fondo; en esta ocasión, de espaldas.
Félix Osorio leyó un comentario firmado por Jesús:
—A esa vampiresa le habría dejado que me chupara la sangre y todo lo demás.
El inspector se limitó a apretar el botón que rezaba «Me gusta» al lado de las fotos, tras lo cual escribió un mensaje a Jesús en el que no pudo resistirse a expresarle sus sentimientos: «¿Te acuerdas de la comisaria de la que te he hablado esta mañana? Trabajaré en equipo con ella. ¿Sabes? Esta tía me pone».
Salió de la red social y, tras asegurarse de que nadie lo espiaba, accedió a las cuentas de los bancos de Carlos Durán. Entró primero en el estadounidense, donde introdujo como contraseña el número que había en el sobre punteado de gris. El balance seguía igual: 600 dólares. Sin embargo, observó que ocho meses atrás había habido un apunte de 117 000 dólares, transferidos luego a otra cuenta de la misma entidad, pero a nombre de David Young.
Después, con el número de la tarjetita de colores, entró en el banco suizo. Al ver el saldo dio un respingo y se le aceleró el corazón. Tuvo que leer varias veces la cifra. Al principio le pareció que se trataba de veinte millones, después de dos millones, y finalmente constató que eran 200 000 dólares. La transferencia la había hecho David Young desde una cuenta en las islas Caimán apenas hacía cinco días. Era más dinero del que había visto nunca, aunque menos del que esperaba encontrar. Por algún motivo, en su cabeza rondaban los veinte millones del maletín de Vidas paralelas y de los correos electrónicos con Víctor Mercader.
Siguió mirando los movimientos y se fijó en que en noviembre del año anterior figuraba una transferencia de 117 000 dólares a su banco en Nueva York. Dedujo que Carlos Durán debía de usar esa cuenta como base de sus operaciones bursátiles.
Tras anotar todo con cuidado, entró en Vidas paralelas, como le había pedido la comisaria. Un instante después de introducir la contraseña, renació el avatar de Carlos Durán en la misma avenida en la que lo había despedido David Young la noche anterior. Se puso a caminar bajando las calles: 48, 47, 46... La vía se ensanchó en la 42 y él giró hacia la derecha. Atravesó Lexington, se plantó frente a la puerta de la estación de trenes de Grand Central y caminó hasta el vestíbulo. Miró al techo de la enorme estación de trenes y, como cualquier turista, se detuvo a admirar su cielo azul con las constelaciones del zodiaco. Entonces le invadió esa sensación de grandeza que transmiten las catedrales en Europa.
Parado junto a la caseta de información, en el centro de la amplia sala, empezó a buscar una boca de metro que había visto anunciada en la estación. En ese momento se percató de que tenía alguien a su lado que le estaba preguntando:
—¿Tú? ¿Tú eres Carlos Durán, verdad?
Se trataba de un tipo joven, aunque no podría precisar más, porque la edad de los avatares es una edad electrónica y, como es obvio, está más allá del curso de la vida real. Tenía, eso sí, un pendiente en la oreja y un piercing en la nariz. Era extremadamente delgado y llevaba el pelo largo, unas botas militares, unos pantalones vaqueros negros de pitillo con un cinturón tachonado y una camiseta blanca agujereada, desteñida de rojo.
—Sí —respondió Félix Osorio.
—No puede ser.
—¿Por qué?
—Porque tú estás muerto. Yo te maté ayer.
El inspector se quedó petrificado y fue incapaz de responder mientras observaba cómo el avatar del pendiente en la oreja sacaba una pistola con la intención de apuntarle. En una fracción de segundo, Félix Osorio tuvo una afortunada reacción. Apretó el botón de desconexión del juego y desapareció de la pantalla. Había salvado la réplica digital de Carlos Durán... De momento.
***
Dolores Amado regresó de tomar el café y vio que tenía un mensaje en su correo.
Querida Lola:
¡Qué placer saber de ti! ¿Continúas soltera? Yo sigo sin encontrar mi media naranja. ¿Quieres casarte conmigo? [Tras el signo de interrogación, aparecían dos puntos y un paréntesis, la ortografía universal de la sonrisa en internet. Con ello dejaba claro que lo decía en broma. Como suele ocurrir tantas veces, no hacía falta. La comisaria conocía bien la ironía de su amigo.] ¿Qué es eso de que te has hecho detective privada? ¿Tan mal te trata la policía española? Ahora mismo te ficho para el FBI. Tú no puedes abandonar. Tú eres mucha Lola. [Esa última frase estaba escrita en español e iba seguida nuevamente de dos puntos y paréntesis.] En serio, ningún cuerpo de policía del mundo puede permitirse el lujo de prescindir de ti. No sé qué ha pasado, pero cualquier cosa que pueda hacer, hablar con tu jefe, con Interpol o con quien haga falta, cuenta con ello.
A tu amigo Víctor me ha costado encontrarlo por esa manía vuestra de tener dos apellidos. En el sistema me aparece como Víctor M. Sánchez. Menuda joya. Llegó a Nueva York en 1978, cuando tenía veintinueve años, y estudió un MBA[3] en la Universidad de Columbia. Desde 1980 hasta que lo echamos del país, en 1999, trabajó con todos los que han escrito algunas de las páginas más negras de nuestra historia financiera.
Como son asuntos enrevesados, te hago un resumen. Para más detalles sobre cómo funcionaban las actividades en las que se movía, te adjunto una carpeta al final de este correo.
En 1980, Víctor Mercader entró en el banco Trout Sisters como experto en el sector inmobiliario. Allí trabajó a las órdenes de Luigi Peccato, inventor de un ardid que abrió un mercado entonces inexistente, el de los bonos hipotecarios. Ese mercado es el origen de las llamadas hipotecas tóxicas. Ya sabes, las que nos condujeron al colapso financiero mundial de 2008 y a esta maldita crisis que no acaba nunca.
Tu Víctor dejó Trout Sisters en 1984 y fichó por Wizars, Prophets and Relatives,[4] firma financiera al mando de otro ídolo del mercado, Willy Vinock. Si a Pecatto se lo conoce como «el abuelo tóxico», Vinock fue «el rey de los bonos basura». Como ves, en Estados Unidos convivimos tranquilamente con una gran cantidad de desechos.
Perdona que me desvíe del asunto, pero he perdido todos mis ahorros en la bolsa y tengo la sensación de que literalmente me han estafado. Esa canalla de Wall Street ha devorado mi fondo de pensiones y no podré jubilarme a los cincuenta y cinco años, como pensaba. Ni siquiera a los sesenta y cinco.
Cuando saltó a la luz el escándalo de los bonos basura, Víctor Mercader colaboró con nosotros y, a cambio de no perseguirlo por estafa, reveló detalles del sistema que permitieron meter a Vinock en la cárcel. Algo que no hemos podido hacer con Pecatto, cuyas actividades se han considerado siempre legales.
En 1990 regresó a Trout Sisters, donde ayudó a crear el fondo especulativo Long Term Capital’s Fiddles and Schemes, [5]que al final no fue a tan largo plazo. En 1998 se desplomó, arrastrando a toda la compañía. Trout Sisters desapareció. Su caída condujo a un colapso financiero y a un rescate. Aunque esa vez el dinero lo pusieron los bancos.
Víctor Mercader colaboró de nuevo con nosotros. Lamentablemente, en esa ocasión no metimos a nadie en la cárcel. Suele suceder: las víctimas de los delitos de guante blanco terminan viviendo bajo un puente mientras los autores pagan, como mucho, con una pequeña multa.
Tu hombre se fue entonces a una compañía de nuevas tecnologías. Como te darás cuenta, se trataba de un tipo versátil y, sobre todo, pionero. Olía la fiebre del oro a años vista. Al final le llegó la mala racha. En 1999 lo pillamos por evasión de impuestos. Aunque no fue tan mala su suerte. En lugar de enjuiciarlo, le propusimos un acuerdo: pagar los impuestos con un recargo y un destierro de veinte años. Tiene vetada la entrada en Estados Unidos hasta el 2019. También tiene prohibido operar y mantener cualquier actividad mercantil con cualquier empresa del país. Hasta le hicimos un favor: se ahorró vivir el estallido de la crisis tecnológica en 2001.
Como ves, si la historia de Europa está marcada por guerras, plagas y coronaciones de reyes y papas, la nuestra lo está por ruinas financieras, burbujas especulativas y rescates bancarios. Cinco hecatombes en veinte años. En total, las pérdidas ascienden a setenta y cinco billones de dólares. Imagina lo que podría haberse hecho con ese dinero si no se lo hubieran repartido los Pecatto, los Vinock y unos pocos más. Por ejemplo, acabar con el hambre mundial y dar educación a todos los seres humanos en el próximo milenio. Ya salió el lado ONU de mi vida.
Hace dos años el Gobierno nos pidió, con desgana, que investigásemos a los tipos que estaban tras la crisis actual. Motivos para que muchos fueran a la sombra había, pero al final ha desaparecido la voluntad de perseguirlos, ni siquiera por disimular. Esa gente ha acumulado demasiado poder para que caiga sobre ellos la ley. ¡Oh! ¿He dicho yo eso? ¿Un agente del FBI? Por favor, borra este mensaje de inmediato. :)
Sí, querida amiga, estoy muy afectado. Estas personas son peligrosas y hay que vigilarlas, como aprenderás si lees la carpeta adjunta. Desde luego, mientras estos sinvergüenzas anden sueltos, la gente haría bien en no poner sus ahorros en bolsa. Es una lección que yo he asimilado un poco tarde. En fin, perdona el desahogo, pero necesitaba contárselo a alguien. Estos meses oscilo entre el cabreo y la tristeza.
En cuanto a Víctor Mercader, como ves, parece que se dedicaba a los delitos de guante blanco más que a los asesinatos, que es lo que andas buscando, pero si necesitas más información, no dudes en escribirme.
Abrazos,
John
P. D.: La carpeta adjunta es un documento divulgativo interno para uso del FBI y no entra en tecnicismos. En cualquier caso, si no entiendes algún dato, no pienses que eres tonta. El consejero delegado de un banco fue incapaz de responder a sus clientes cómo había perdido nueve mil millones de dólares con uno de los productos financieros que su entidad comerciaba.
Antes de leer el informe, Dolores Amado respondió a su amigo. Estaba consternada. Nunca lo había visto así. Normalmente, John Malpassi ocultaba sus sentimientos más íntimos. O al menos los disimulaba mejor.
Además, se sintió culpable. Él se había preocupado con sinceridad por el hecho de que abandonase la policía. Pensó decirle algo para que no se lo tomara tan en serio, pero concluyó que cualquier intento de arreglar el asunto lo empeoraría y se limitó a enviarle un mensaje dándole las gracias y comentándole que, si estuviera junto a él, aceptaría su propuesta de matrimonio solo para ver la cara de susto que se le quedaba. Estaba tan asombrada que no se le ocurrió otra manera de levantarle el ánimo.
A continuación abrió la carpeta adjunta con el informe y se sorprendió gratamente. Esperaba un engorroso y largo documento y encontró solo once folios, aunque bajo un título poco original: «Hipotecas tóxicas, historia de una crisis anunciada». En él aprendió el significado de términos como hipoteca, riesgo, bono, apalancamiento y agencias de calificación de riesgo, así como de siglas como CDO (obligación de deuda colateralizada) y CDS (seguro contra riesgo crediticio).
Para su pasmo, el funcionamiento de tanta ingeniería se reveló muy simple y se resumía en una palabra: deuda. Una descomunal deuda erigida al calor del auge inmobiliario en Estados Unidos entre 2003 y 2007 y que constituía la piedra filosofal con la que los bancos hacían la alquimia financiera de convertir el plomo en oro. Pero había un problema: debajo de su color dorado, el plomo seguía siendo plomo.
En el informe también se topó con alguno de los nombres que había citado John Malpassi, como Pecatto y Vinock, y con una entidad de la que nunca había oído hablar, Manhattan International Group (MIG), un banco asegurador fundado por antiguos colaboradores del primero tras la caída de Long Term Capital’s Fiddles and Schemes. Aquellos tipos nunca se rendían.
El dato le llamó la atención y anotó en un papel amarillo que tenía que pedir a Félix Osorio que comprobara si en la correspondencia electrónica entre Víctor Mercader y Carlos Durán aparecía algo sobre el Manhattan International Group.
Justo en ese momento la sobresaltó el sonido del teléfono.
—¿Comisaria? —escuchó decir al inspector al otro lado.
—Llámame Lola. Ya no es un deseo, es una orden y una necesidad. No podemos delatarnos tan tontamente...
—Perdona, Lola, es que todavía me encuentro en la oficina y...
Ella se dio cuenta de que estaba muy nervioso y le preguntó qué ocurría.
—El asesino está paseándose por internet...
Cuando terminó de contarle en detalle lo que acababa de ocurrir en Vidas paralelas, ella le sugirió que se calmase.
—El asesino no sabe quién eres. Como mucho puede matar a un personaje de ficción. No es tan grave...
—Depende. Si perdemos el avatar de Carlos Durán, no podremos encontrar a David Young el jueves, en la cita virtual.
Dolores Amado se percató de que el asunto era más importante de lo que parecía.
—Entiendo. Dime, ¿podemos averiguar quién es ese que se jacta de haber matado a Carlos Durán? Quiero decir, ¿saber quién está detrás de su personaje?
—Es muy difícil. No imposible, porque en informática no hay nada imposible, pero sí muy complicado. Necesitaría piratear el servidor del juego y, si te digo la verdad, no creo que sea capaz de hacerlo.
—De acuerdo. Pero ¿no podrías arrestarlo ahí, en Vidas paralelas?
—No estaría mal. ¡Alto! ¡Policía!, y que el tipo se entregue. —Se rio.
—Me refería a que igual que él te puede matar, quizá tú puedas detenerlo y evitar que te dispare, o incluso ganar tiempo para saber quién es.
—También eso es difícil. Me llevaría mucho tiempo y no sé si lo tenemos...
—¿Llegaste a saber su nombre, aunque sea irreal?
—No, no pude.
—¿No tienes nada más? Yo qué sé. ¿Cómo iba vestido el personaje?
—Tenía un punto marginal, diría yo.
—Marginal no ayuda mucho. ¿Quién más podría tener un aspecto parecido?
—No sé, me recordaba a algo, pero no sé bien qué decir.
—Piensa: ¿algún otro grupo urbano, político, social, económico, racial?
—Yo qué sé, podría identificarse con uno de esos grupos violentos que apoyan a los terroristas del norte.
—Lo que nos faltaba, que tampoco podamos descartar un atentado terrorista...
Se hizo un silencio tras el cual la conversación derivó hacia las cuentas bancarias de la víctima y el dinero en Suiza. Igual que el inspector, ella se sorprendió. También le había rondado la cifra de los veinte millones en la cabeza.
Después se fijó en la nota que ella había escrito en el papel amarillo justo antes de que él llamase.
—Por cierto, necesito que compruebes si en los correos entre Víctor Mercader y Carlos Durán aparece el banco Manhattan International Group, MIG.
Colgó el aparato y al poco este sonó de nuevo. Se trataba de Fermín, que había conseguido los números de teléfono de Víctor Mercader.
—Dígame una cosa: ¿sabe si el caso ha salido ya en las noticias?
—Aún no, pero según mis fuentes saldrá en los informativos de radio de las ocho de la noche.
—Gracias.
Marcó el número del móvil que le acababa de dar Fermín.
—¿Diga?
—¿Víctor Mercader?
—¿Sí? ¿Quién es?
Su tono era seco.
—Soy la comisa... Soy Dolores Amado, detective privada...
Se interrumpió un instante. Acababa de pronunciar siete palabras y media y todas habían sido un desastre. Primero, el lapsus; después, el pareado. No quería pasar por boba, pero sintió que estaba opositando a ello y se recriminó por no haber preparado un poco la llamada.
Respiró profundo, reacomodó su cabeza y habló con calma.
—Quisiera verme con usted para hacerle unas preguntas sobre Carlos Durán...
Al menos no cometió el error de decirle que lo habían asesinado. Deseaba observar su reacción cuando se lo comunicara en persona. Al otro lado del teléfono se hizo un largo silencio.
—¿Y de qué quiere que hablemos?
El tono de su interlocutor era glacial.
—Estoy llevando a cabo una investigación sobre unos hechos relacionados con él y necesito saber unas cosas. Sin embargo, no quisiera hacerlo por teléfono.
—Podría ser mañana...
—Quisiera que fuera hoy. Es una cuestión urgente.
—Ahora mismo tengo que acudir a una cena. Estaré libre hacia las once y media de la noche. Si quiere podemos vernos a esa hora.
—Muy bien. Le propongo quedar en el centro...
—No. Mi cena es en Las Rozas, vivo allí. Podemos vernos en el aparcamiento que hay junto a la estación del tren de cercanías, muy próximo al andén en dirección a Madrid.
—De acuerdo.
Después oyó el monótono sonido de la línea cortada y sintió cierta aprensión, pero apenas le dio tiempo a buscar un porqué. El teléfono volvió a protestar.
—Comisa... Lola: sobre lo que me acabas de pedir, en efecto, hay un correo de hace cinco años en el que Víctor Mercader invita a Carlos Durán a participar en, te lo leo textualmente, «un nuevo producto de Platinum Sucks, asegurado por MIG». La inversión mínima es de un millón de dólares.
—Perfecto. Escucha. Son casi las ocho. Supongo que estás molido, pero te necesito esta noche. Tenemos una reunión con el tal Víctor. Me ha citado a las once y media en un lugar extraño, el aparcamiento de la estación de trenes de Las Rozas. No me fío, así que quiero que vayamos juntos. Yo intentaré dormir aquí un rato y después tomaré un bocadillo en la cantina. Te aconsejo que hagas igual. Luego pasaré por casa, recogeré el coche e iré a buscarte a tu unidad. De camino te contaré todo lo que he averiguado sobre Víctor Mercader. ¿Está bien?
—Sí, Lola, está bien.
La comisaria sonrió. Al fin, un hombre le decía sí a todo, todo el tiempo.
En circunstancias normales, habría ido a casa a descansar y prepararse algo de cena, pero eran sus últimas horas de comisaria y quiso pasarlas allí, en la sala de reuniones, tumbada en un duermevela en el que se cruzaron sus sentimientos ante la despedida: «Demasiados años de profesión para dejar de ser policía en unas horas. No es tan extraño que me equivocase al presentarme a Víctor Mercader. Pero no puede volver a ocurrir»; sus dudas: «¿Estás segura de lo que estás haciendo, Lola? ¿No es todo un disparate?», y la investigación: «Un grupo violento de los que apoyan a los terroristas del norte»... Por si había pocos disparates. Y también su nuevo nombre como detective: «Dolores Amado, detective privada. No, no y no. Menudo atentado a la estética. En todo caso, Dolores Amado, investigadora privada».
Hacia las nueve y media se espabiló y bajó a la cantina, donde pidió un bocadillo de chorizo y su adictivo pincho de tortilla. Mientras lo comía con placer, repasó su tiempo al frente de la UDYCO, su experiencia con el crimen organizado, el machismo de sus compañeros y el estrés sufrido por los agentes que arriesgaban su vida en las operaciones. Habían sido dos años muy intensos, pero al final llegó a la conclusión de siempre, la de que no pertenecía a ese lugar. Los despachos son buen sitio para gente sin sangre en las venas, los mejores burócratas, pero no para quienes desean ver los cuernos del toro a diez centímetros de distancia. Si había que estresarse por la vida de alguien, prefería que fuera por la suya. Al menos, en el terreno uno sabe qué está ocurriendo y decide actuar para protegerse. En una oficina se está a la espera, impotente, de esa llamada que nunca se quiere atender. Le ocurrió tan solo una vez en esos dos años. Un agente recibió un disparo en la cabeza cuando intentaba detener a unos narcotraficantes en una casa de lujo de la sierra de Madrid. Tenía veintinueve años, mujer y dos niños. Dar la noticia a la viuda, mientras el crío mayor, de cuatro años, escapaba de su habitación y se subía a la pierna de su madre, fue una de las tareas más difíciles de toda su vida profesional.
Se acabó el bocadillo, pagó y, sorprendentemente, al salir por la puerta del edificio se le fue la tristeza. Se marchó a su casa y se cambió. De todo.