CAPÍTULO VIII

 

 

 

 

Cuando se recompuso de la entrevista con el subsecretario, Dolores Amado fue a su despacho y se pasó una hora redactando la carta de dimisión. Al terminarla tuvo una sensación rara. Había vuelto a España con muchas expectativas profesionales que se habían cumplido cuando, tras pasar la oposición a comisaria, la nombraron responsable de la UDYCO. A la vez, y con independencia de su deseo de marcharse de allí para no ser devorada por la burocracia, estimaba que dos años en un cargo de aquella categoría era poco tiempo para dar de sí misma todo lo que podía ofrecer.

De una cosa sí que estaba contenta. Su paso por la UDYCO le había permitido conocer cómo funcionaba el crimen organizado. Pero no se engañaba. Sabía que sus éxitos en este campo habían sido más bien pobres, sobre todo en la lucha contra el narcotráfico. No porque no los hubiera. Durante su mandato habían caído dos grandes redes de traficantes y estaban en marcha varias investigaciones que esperaba que diesen sus frutos a corto plazo. Pero esas redes representaban gotas en el océano. Desde mediados de los años noventa, por ejemplo, la entrada de cocaína en España no hacía más que aumentar, y su descenso desde que ella había asumido el mando de la unidad se debía más a la crisis que a la acción policial. Tampoco se culpaba. Sabía que la persecución del delito está muy ligada a los recursos, y en el caso del narcotráfico la desproporción alcanzaba tal grado que alguna batalla podía ganarse, pero la victoria final nunca llegaría. Nada extraordinario. Constituía la historia de la policía y de la delincuencia, y seguiría siendo así por los siglos de los siglos. Por definición, la policía siempre iba detrás. Y mejor. Cuando intentaba adelantarse con las llamadas «fórmulas preventivas», los efectos acababan siendo terribles: torturas, muertes y otros graves delitos cometidos por los propios policías. Aunque en materia de droga no entendía por qué esta no se legalizaba. Estaba convencida de que el combate sería más eficaz si los recursos policiales se usaran en otros terrenos, como la ayuda a los campesinos que la producen y la educación de quienes la consumen. Además, los beneficios secundarios serían inmensos: desde acabar con la corrupción de policías, jueces y gobernantes hasta rebajar los índices de delincuencia. Pensaba con ironía que los principales opositores a la medida serían los narcotraficantes y quienes custodiaban sus beneficios, los bancos. No aceptarían perder tanto dinero.

Al final, imprimió la carta de dimisión, la firmó y la colocó en un sobre. Al abrir el bolso para guardarla se encontró, por casualidad, con una fotografía de Paul que se había caído de su cartera. Lo miró unos segundos pensando cómo alguien con su fuerza y técnica, capaz de matar a una persona de un golpe, podía tener una cara no ya tan atractiva, sino tan tranquilizadora y tan de querer darle un beso.

La imagen tenía siete años, y era de cuando Paul se hizo el primer pasaporte de su vida, a los cuarenta y dos años. El motivo, acompañarla a España durante unas vacaciones. Cuando se lo contó a sus amigas, todas observaron con extrañeza que él no hubiera salido hasta entonces de Estados Unidos. A ella no le resultó tan raro. Había llegado a comprender algo que se repetía en el comportamiento de muchos norteamericanos. Por un lado, con un país tan inmenso, volar de Nueva York a San Francisco suponía tanto como viajar a Madrid. A esa inmensidad se unía otro obstáculo: no les sobraba tiempo. Casi nadie disponía más allá de una semana o diez días libres en su trabajo. Nada de un mes. El ocio como calidad de vida, en lugar del dinero, es un logro del desarrollo europeo.

Dolores Amado estuvo a punto de dejarse llevar por la fotografía y de recordar el viaje que hicieron por España. Una maratón imposible de entender: de Galicia a Granada, de Cáceres a San Sebastián, de Madrid a Barcelona. Pero, una vez más, rehusó la trampa que le tendía la memoria, metió la fotografía en la cartera y la devolvió al bolso.

Entonces se topó de nuevo con el libro de tapas desgastadas. Miró el reloj; no tenía mucho tiempo, pero podía dedicarle unos minutos. Lo abrió y fue ahondando en los capítulos. Leyó de nuevo unas líneas sobre la ley de la oferta y la demanda, de la que se afirmaba que servía para fijar el precio de todas las cosas y el valor de nada, y aprendió sobre los impuestos. La obra dejaba claro que cada país invertía los impuestos según su vocación: unos a ofrecer la sanidad pública, otros a costear guerras. Y así la comisaria llegó a la definición de dinero, y se sorprendió por las afirmaciones que hacían los autores del volumen. Abiertamente, reconocían que definir el concepto de dinero excedía con mucho tanto su capacidad didáctica como la magnitud de aquella obra, y se limitaban a afirmar: «Es una ficción que nos sirve como medio de intercambio».

—Tampoco es para tanto, ¿no? El dinero es el dinero. Eso lo entendemos todos —razonó Dolores Amado.

De ahí pasó al concepto de deuda, y su asombro continuó porque nuevamente aquellos catedráticos se confesaban incapaces de definirla, declarándola más compleja de explicar que el propio dinero. De hecho, ni ella entendió la frase con la que la describían: «La deuda es un dinero que no existe bajo la promesa de que existirá en el futuro. Es decir, es una ficción de ficciones o metaficción».

Sí le quedó muy claro, en cambio, que esta insoportable levedad de la deuda había exigido históricamente tomar medidas drásticas para garantizar su pago: por eso se dice que esclaviza. Desde quienes tenemos que devolver una hipoteca en treinta años hasta los estados que piden dinero prestado, todos nos hacemos esclavos del futuro y de quienes nos concedieron el préstamo, los bancos. De ahí que, para convertirse en nuestros amos y señores, nos tienten a diario con tarjetas de crédito e hipotecas fáciles, adelantándonos el dinero que no tenemos.

Miró el reloj. La una y cinco pasadas. Y en ese momento cayó en la cuenta de que aún no había llamado al comisario de Centro. Aunque este estaba al tanto del caso, no quería presentarse en la reunión sin haber hablado antes con él, así que dejó el libro sobre la mesa mientras lamentaba no poder seguir leyéndolo. Le encantaban los tipos que lo habían escrito. Le pareció que iban por libre.

—Tienen razón: cuando pedimos un crédito, en realidad lo que hipotecamos es nuestro futuro y nuestra libertad.

Tomó el teléfono con desgana, marcó el número de la comisaría de Centro y pidió que le pusieran con su colega, al que conocía en persona. Habían coincidido un par de veces en reuniones sobre nuevas formas de actuación del crimen organizado. Lo recordaba como un hombre en mitad de la cincuentena, adusto, con ojos saltones y siempre rojos, debajo de los cuales tenía grandes bolsas de grasa caídas. Fumaba constantemente, como delataban las yemas amarillas de sus dedos, y se apreciaba con facilidad que no se cambiaba mucho de ropa. Además de ese olor a tabaco y ropa vieja, despedía un hálito a alcohol.

Pese a ese retrato, acorde con la comisaría que dirigía, una de las más conflictivas de España, Fernando Martínez estaba considerado uno de los mejores comisarios del país y, cosa extraña, tanto los mandos como los subordinados lo respetaban.

Cuando al otro lado de la línea escuchó su voz, fue directa al grano.

—Buenos días, comisario Martínez, soy la comisaria Amado. Le llamo en relación con el asesinato de Carlos Durán...

—¿Va a invitarme al entierro?

—Disculpe que no le haya llamado antes. No quise despertarlo anoche y he tenido una mañana un tanto difícil de trabajo, con demasiados contratiempos.

La sinceridad y el tono de la disculpa tomaron al comisario a contrapié y este moderó su enfado.

—Si quiere contarme algo sobre el asunto, le diré que creo estar al tanto de todo. Aunque por mis subordinados me parece haber entendido que, en su opinión, está por ver quién se queda con el caso, si su unidad o nuestra comisaría.

—La investigación es suya. Tuve algunas dudas por si la muerte pudiera estar relacionada con el crimen organizado, pero ya están resueltas.

Mintió. Las dudas seguían siendo las mismas pero, como de su unidad solo había participado ella en la investigación y se sentía culpable de querer mantener el caso para sí, prefirió cedérselo. Además, intuyó que de esa forma la reconciliación sería más rápida, y antes de que él pudiera responder, continuó.

—Sin embargo, me gustaría, si a usted le parece bien, asistir a la reunión que fijé para las dos de la tarde con los agentes que anoche estuvieron en Mesón de Paredes. No sé, quisiera despedirme de ellos. Si lo cree necesario, puedo pasar por su despacho antes y ponerle al corriente de lo sucedido hasta el momento.

—No hace falta. A menos que tenga usted algo nuevo que Feliciano no sepa. Él me lo ha contado todo.

—No. Creo que compartimos la misma información.

—Entonces nos vemos directamente en la reunión —concluyó el comisario, que colgó el teléfono con una seca despedida.

Al acabar la conversación, Dolores Amado se sintió cansada y resopló.

—Hay días que es mejor no levantarse.

Apenas lo dijo, una leve molestia recorrió su bajo vientre y notó cómo una pequeña ola de líquido denso comenzaba a descender de su cuerpo.

—Lo dicho, hay días que es mejor no levantarse.

Miró el despacho y sonrió recordando que muchas veces había bromeado sobre él al describirlo como minimalista. No por los escasos muebles que había —una mesa, una silla y tres estanterías atiborradas de carpetas—, sino por sus escasos seis metros cuadrados.

Al instante, la sonrisa que acababa de esbozar desapareció transmutada en un agua salada que resbalaba despacio por sus mejillas. Aunque la luz de junio que entraba por la ventana no incitaba a la melancolía, se sintió asaltada por la tristeza. No supo bien a qué se debía. Quizá a la reunión con el subsecretario y a la sensación de que querían quitarla de en medio. O a su decisión de dimitir y abandonar el Cuerpo por una puerta falsa. Quizá a las pequeñas agresiones de gente como Paco el Fiera. O a la detención del muchacho magrebí. O al recuerdo permanente de Paul. O a la regla. O al conjunto de todas esas circunstancias que conformaban su vida en el presente. Fuera cual fuera el motivo, sintió que no tenía ganas de nada y fantaseó durante unos segundos con la placentera idea de irse a casa para meterse en la cama y esfumarse.

Se impuso no dejarse llevar. Qué dirían de ella Paul y sus otros maestros. Apretó los dientes y se centró en lo que tenía que hacer: buscar un ayudante para su flamante agencia de detectives privados y esclarecer el caso que llevaba entre manos. ¿Por qué mataron a Carlos Durán? Si, como parecía, el asesinato era obra de un profesional, la única forma de llegar al instigador consistía en descubrir el móvil.

Pero su mente no le obedeció y enseguida cambió su rumbo, diciéndose que en realidad no debía de estar triste por dejar aquel estrecho despacho. Había vivido allí acechada continuamente por carpetas de diferentes tamaños y colores, listas para saltar sobre ella y devorarla de un momento a otro. Las verdes, más de la mitad, trataban de asuntos administrativos de agentes de su unidad; el resto se repartían entre las blancas para los presupuestos del departamento y las rojas, con documentación sobre redes criminales. Las menos eran las azules, referidas a las investigaciones en curso.

Se fijó entonces en un papel que sobresalía entre las páginas del libro de tapas gastadas que había sobre la mesa. Tiró de él y leyó el mensaje que Félix Osorio había encontrado en el maletín de Carlos Durán que aparecía en el juego Vidas paralelas: «Shorting: GlobalGen. Miércoles. Entre 10:00 y 10:45 EST. Veinte millones».

La nota le hizo recordar que debía averiguar el significado de la palabra shorting y decidió que nadie mejor que su padre para explicárselo. Le llamaría y así, además, él la mimaría un poco. Su voz la seguía aliviando tanto como cuando era niña y su padre le contaba un cuento o la abrazaba mientras le decía piropos. Todos los miedos de la niña Lola desaparecían cuando él estaba allí.

Se trataba de un buen momento para encontrarlo en casa. Él y su madre comían temprano. «¿Mi madre? Hoy no estoy para ella. Ojalá no responda al teléfono. Si lo hace, he de quitármela de encima cuanto antes.»

Descolgó el auricular, pero una idea cruzó su cabeza como una estrella fugaz y lo volvió a colocar en su lugar. Con el teclado del ordenador escribió en el buscador «GlobalGen».

La primera entrada que apareció en la pantalla llevaba directamente a una empresa estadounidense que cotizaba en la bolsa de Nueva York. Esa información le bastaba. Después, en la página de un diccionario virtual escribió la palabra short. Aparecieron decenas de acepciones. Fue leyéndolas hasta que dio con una que podía ser la que buscaba. Shorting: en operaciones bursátiles, venta al descubierto. «Ahora ya sé qué preguntar a papá.»

Descolgó el teléfono y respondió su madre.

—Hola, hija. Qué bien que por fin llames. Llevaba días sin saber de ti y empezaba a preocuparme.

—Os llamé anteayer.

—Vendrás a comer el domingo, ¿verdad? Hace tiempo que no te veo y la última vez me quedé preocupada. Te vi un poco más gorda y así no vas a...

—Me viste hace menos de una semana y no estoy más gorda. Peso exactamente lo mismo desde hace diez años. Y sí, iré a comer el domingo, como todos los domingos.

—¿Qué te pasa? Te noto irritada. ¿Te ocurre algo? ¿Tengo que preocuparme?

—No, mamá, tengo un poco de prisa y estoy en el trabajo. ¿Le puedes decir a papá que se ponga? Quiero hacerle una consulta sobre economía.

—¿Economía? ¿Tienes problemas de dinero? Siempre he pensado que eras un poco manirrota...

—No, mamá, es referente a un caso. Pásame ya a papá. Llego tarde a una reunión.

—Bueno, ahora te lo paso. No te pongas así.

Oyó el intercambio del teléfono en las manos de sus padres.

—Dime, hija, ¿cómo estás?

El tono pausado de su padre la apaciguó.

—Bien. ¿Y tú?

—Bien, aunque intranquilo como todos con las noticias sobre la crisis y el euro. Menos mal que acabo de regresar de la ONG. Ya sabes que ir allí me sienta bien. Con tanta gente joven me recuerda a la universidad, y darles clases sobre el funcionamiento de la economía mundial me hace sentir que todavía estoy activo y sigo siendo útil a la sociedad. Además, así salgo fuera de casa y no ando importunando a tu madre.

Dolores Amado se rio. Su padre sabía ser cínico cuando se lo proponía. Solía pensar que él y su madre continuaban queriéndose y que por eso se aguantaban. Luego matizaba esa impresión. Su padre seguía amando a su madre. Los sentimientos de ella le resultaban más ajenos.

—Papá, tengo prisa y necesito hacerte una consulta. ¿Sabes lo que significa venta al descubierto? Bueno, creo que se dice así. Si he entendido bien, es una expresión inglesa: viene de la palabra shorting, y la he visto relacionada con una empresa que cotiza en la bolsa de Nueva York. Como tú sabes mucho de esto...

—¡Ay, hija! Yo soy catedrático de economía, no un ilusionista de esos que cuando subes al escenario te roba la cartera, el reloj, el anillo y hasta los calzoncillos si te descuidas...

—Papá, no te molestes, pero no tengo tiempo para lecciones ideológicas. Necesito saber qué significa, y como no se me da bien la economía y tú te explicas tan bien...

—No es que no se te dé bien, hija, es que nunca te ha interesado —respondió su padre, y ella apreció cierto reproche—. De todas formas, te lo explicaré clarito. Imagina que crees que una empresa, digamos la telefónica Redes, va a bajar en bolsa. Supón que yo tengo mil acciones de la compañía y que tú me las pides prestadas con la promesa de devolvérmelas en tres días junto con una comisión de mil euros por el favor. Cuando yo te las doy, su precio en el mercado es de diez euros cada una. Tú las vendes de inmediato y, si tienes suerte, la acción baja cuatro euros al día siguiente. Entonces vuelves a comprarlas. Acabas de ganar cuatro mil euros. Me devuelves mis títulos más los mil de comisión y tú te quedas con tres mil de beneficio. ¿Lo has entendido?

—Sí, está muy claro. Pero... Eso tiene un riesgo. La acción puede subir.

—En cuyo caso perderías dinero. Pero ahora imagina que en vez de tu padre soy un corredor de bolsa o un banco de inversiones. Y supón también que, en lugar de cien acciones, me pides prestadas diez millones. ¿Qué ocurrirá cuando las pongas a la venta?

—Que son tantas que por el simple hecho de venderlas, bajarán.

—¿Ves como sí entiendes? Si no de economía, al menos de picaresca.

—Sí. Pero... ¿Qué interés tiene el corredor de bolsa o el banco en prestarme las acciones si sabe que se las devolveré a un precio menor? En realidad, pierden dinero.

—Si fuera un charlatán dedicado a la venta al descubierto, te argumentaría que para los corredores de bolsa y bancos esas pérdidas no son graves porque sus inversiones son a largo plazo, así que las acciones terminarán recuperándose y se habrán embolsado el dinero de la comisión. Pero como soy catedrático de economía, te contaré la verdad. En realidad, ellos no perderán dinero. Aunque las acciones bajen, ganarán la comisión con toda la tranquilidad porque lo cierto es que tampoco estas son suyas y les importa un auténtico comino si suben o bajan.

—¿Perdón?

—Lo que has oído, que las acciones no son suyas. Pertenecen a planes de jubilación y otros fondos, creados mayormente con dinero de pequeños inversores... Ya sabes, el abuelo al que le han dicho que meta sus ahorros de toda la vida en el mercado porque le darán buen rendimiento, el joven al que han convencido de que la Seguridad Social no se sostiene y que lo mejor que puede hacer es pagarse un plan de jubilación, el padre de familia que ahorra para la universidad de su hijo y gente parecida. Todos ellos son los que en realidad pierden.

La comisaria estuvo a punto de decir que le parecía un escándalo, pero se contuvo. No podía dar alas a su padre para una arenga económico-política.

Él, no obstante, adivinó su silencio.

—Si he de serte sincero, antes he comparado a los que se dedican a la venta al descubierto y a sus cómplices con ilusionistas, pero he sido injusto. Al final del espectáculo, los ilusionistas te devuelven todo lo tuyo. Los que se dedican a estas operaciones son unos bandidos que le dejan a uno pelado. En cualquier caso, por si te interesa, esa clase de venta al descubierto está anticuada. Ahora no hace falta pedir acciones prestadas. En el gran casino en que se ha convertido la bolsa, puedes apostar ldirectamente que bajarán las acciones de una empresa. El daño, por supuesto, sigue siendo el mismo.

—Gracias, papá. Pero, dime una cosa, ¿todo eso es legal?

—Cada país tiene su legislación, pero, en general, sí. Hoy he leído, por ejemplo, que, en España, la empresa de molinos de viento Ventosa tiene problemas porque unos fondos de inversión la estaban acortando. Las acciones habían caído a la mitad en unas semanas. Imagina el disgusto de quien invirtió en esa compañía, convencido, además, de que ayudaba a conservar el planeta. Cierto que cualquier experto te dirá que no hay que dejarse llevar por los sentimientos para invertir en el mercado, pero entonces a qué viene tanto anuncio de que las empresas son limpias... Perdona, hija, que me desvío de tu pregunta. Francia y Alemania andan ahora mismo estudiando si prohíben estas operaciones, y Bruselas la está examinando para toda la Unión Europea, pero el Reino Unido se resiste. Igual que Estados Unidos. Tras la crisis financiera de 2008, cuando hubo que rescatar a los bancos, Washington y Londres prometieron prohibirlas con el fin de apaciguar la irritación de la gente. Pero nunca llegaron a hacerlo. La veda fue por unos meses, hasta que pasó el temporal.

—Pero... Esas operaciones ¿son buenas para el PIB? ¿Crean puestos de trabajo? ¿Estimulan la demanda? ¿Fomentan la inversión? En fin, ¿aportan algo a la economía?

—¡Huy! Te veo muy suelta. Tú estudias economía a mis espaldas —respondió su padre mientras ella sonreía—. La verdad, hija, es que no solo no aportan absolutamente nada, sino que son uno de los múltiples tipos de cáncer que tienen los mercados.

Ella no pudo más y soltó lo que momentos antes acababa de reprimir.

—¡Pero esto es un escándalo!

Fue su padre el que se contuvo entonces para que ella pudiera marcharse.

—También la esclavitud, y era legal. Y la venta de armas, y es legal. Y esto no es más que la punta del iceberg. El domingo, cuando vengas, si quieres te cuento más. Anda, cuelga ahora, que me has dicho que tienes prisa.

—Gracias, papá.

La calle del muro
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