CAPÍTULO XXII

 

 

 

 

—¿Qué tal tu paseo? —le preguntó Dolores Amado cuando bajó del gimnasio con la cara radiante, al tiempo que le tomaba del brazo para guiarlo hacia la Sexta Avenida.

—Me ha encantado. ¿Sabes una cosa? Tengo la sensación de que ya he vivido muchos años en Nueva York. Todo es como en las películas, pero es real. La gente se mueve y viene y va y todos son tan diferentes... No sé cómo explicarlo...

Dolores Amado se rio.

—Estás fascinado.

—Sí —respondió mientras su cuerpo registraba la agradable sensación de sentir la mano de Dolores Amado en su brazo.

—Pues no has visto nada.

—Lola... Eh, bueno, yo... En fin, me gustaría invitarte a cenar esta noche.

Ella no se lo esperaba, y ciertamente no era el momento, pero contestó divertida:

—Aceptaría encantada, pero he quedado con John Malpassi. Si quieres venirte con nosotros, no hay problema. Le diremos que eres el hijo de una amiga y que coincidimos en el avión. Si te presentara como mi ayudante, pensaría que la investigación es más seria de lo que le di a entender. ¿Te animas a ser el hijo de una amiga?

—Yo me animo a todo... Hasta a ser tu novio, que tampoco hay tanta diferencia entre nosotros como para ser tu hijo.

Las tres últimas palabras las dijo mucho más bajo de lo que él hubiera deseado, pero Dolores Amado las escuchó perfectamente y se rio pensando que menudo susto que se iban a llevar él y John Malpassi si le presentaba como su novio.

—Voy a pedirle a John que nos lleve a algún lugar nuevo. Hoy estoy con ganas de cambios y estrenos.

El inspector se volvió loco intentando descifrar el significado de esa última frase mientras caminaban en completo silencio por las distintas avenidas y calles hacia el lugar de la cita. Solo cuando alcanzaron la 16 con la Novena, ella volvió a hablar.

—Hasta hace poco este era un barrio muy deteriorado: mercado central de la carne por el día; por la noche, rincón lúgubre de garitos siniestros y peligrosos. Había mucha droga. Pero como dicen los modernos, una de las habilidades de Nueva York es su capacidad para reinventarse. Ahora es una de las zonas más de moda. Mira, por ejemplo, este restaurante sale en Sexo en Nueva York. ¿Y ves esa estructura elevada de hierro? Por ahí llegaban hasta no hace mucho los trenes con la carne para el mercado. Ahora es un parque, el High Line. Lo inauguraron después de marcharme yo... Nueva York ya no es esa ciudad feroz del pasado ni conserva la fuerza arrolladora que le daba su carácter industrial, comercial, cultural y financiero. Poco a poco ha perdido su genio para ir convirtiéndose en una urbe europea, más amable, pero también más burocrática. Si hasta hay carriles bici por todas partes, algo impensable hace unos años.

Félix Osorio asintió con la sensación de que por aquellas calles se respiraba cierto aroma a la antigua ciudad portuaria de Nueva York, si bien la gente que las transitaba iba vestida a la última y caminaba tranquila, como si fuera un día festivo.

—Oye, ¿y los barrios son muy distintos entre sí, no? En Union Square todos parecían ir con prisa; aquí el ambiente es relajado.

—Buen observador. Sí. Cruzas una acera y cambias de barrio y notas la diferencia. Como si hubiera fronteras invisibles en las calles.

La comisaria dijo las últimas palabras sonriendo, pero en voz cada vez más baja. Luego volvió el silencio. La proximidad de la cita con David Young gravitó sobre ellos. Al llegar a Gansevoort torcieron hacia el oeste y Dolores Amado se detuvo en la esquina anterior al almacén.

—Es ahí.

Ambos observaron a lo largo de la calle. Tenía una parte empedrada con adoquines, la otra agujereada con socavones. En los sucios muros de los edificios había pegados multitud de carteles, y aunque la mayoría estaban pintarrajeados y rotos en los bordes, aún se podían leer en ellos las convocatorias de espectáculos pasados. La vía parecía desierta, salvo por las bolsas de basura apiladas a distancias irregulares y una rata del tamaño de un gazapo que cruzó corriendo la calzada mientras el inspector sentía un escalofrío.

—Concéntrate y mantente alerta, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. No veo más que un coche junto a la esquina, y parece vacío.

—David Young debe de estar ya dentro... Entraremos juntos y te situarás detrás de mí, ligeramente a mi derecha. ¿Entendido?

—Entendido.

—Y si ves un palo, una estaca, una barra de hierro o algo que pueda usarse como arma, cógela y no la escondas. Muéstrala sin disimulo.

Él asintió, al tiempo que le cambiaba el semblante y se le aceleraba el corazón.

—¿Piensas que es peligroso?

—Creo que debemos estar preparados —respondió ella con absoluta calma.

Subieron por una rampa y llegaron a la entrada del almacén, que daba a la Décima Avenida. En una de las paredes, un cartel antiguo anunciaba un tipo de carne: Weichsel Beef.

La comisaria empujó con cuidado la puerta entreabierta y, antes de pasar, volvió la cabeza para observar ambos lados de la calle. No había nadie, solo coches que circulaban a gran velocidad por la avenida.

En el interior, el enorme local estaba en penumbra, como si tuviera vergüenza de mostrar su abandono. Aquí y allí quedaban restos de antiguas máquinas, y en el suelo, de unas plataformas cuadradas de cemento de apenas dos dedos de altura, sobresalían grandes tornillos medio doblados. Se habían convertido en testigos lisiados de cómo, tras el cierre del almacén, las mesas de acero por las que alguna vez habían transitado piezas enteras de animales habían sido arrancadas con violencia.

A intervalos regulares también se levantaban, impertérritas, seis columnas anchas y cuadradas que sustentaban la estructura del edificio. Al fondo había una escalera sin pasamanos y con las losas medio hundidas de tanto apoyarse en ellas pies que un día aguantaron pesos enormes.

Cruzaron en silencio hasta alcanzar los primeros escalones. Una vez allí, Dolores Amado le hizo una seña al inspector con la cabeza para que subiera detrás de ella. Las nalgas de la comisaria le quedaban a la altura de los ojos, y desde esa posición pudo ver el contorno de su tanga, cuya parte más alta sobresalía con timidez por debajo de la cintura del pantalón. El encaje era de color púrpura y se ajustaba a la piel morena de su espalda. Aunque no podía decir que la visión fuera erótica, ni la ocasión favorecía el erotismo, él se lo imaginó todo durante un instante. Y le gustó.

La primera planta, en la que se veían las mismas seis columnas que en el anterior piso, estaba más despejada, salvo en el centro, donde había amontonados hasta la altura de la rodilla algunos ladrillos y cajas de madera medio rotas y astilladas.

Despacio, se acercaron al montón de escombros y el inspector halló allí un madero grueso y cuadrado. Sin decir palabra, se agachó y lo agarró con las dos manos. Justo cuando se estaba irguiendo, se oyó un ruido y él y la comisaria se volvieron de forma instintiva hacia el lugar de donde procedía. De detrás de una columna surgió un tipo de unos dos metros de altura y complexión desmesurada. El traje le quedaba tan ajustado que por debajo se adivinaban unos músculos mastodónticos. Además, tenía el cuello rojo hasta la base de las orejas, como si estuviera sofocado por el calor o hubiera hecho un gran esfuerzo.

Aunque no se lo había imaginado así, Dolores Amado intuyó que debía de ser David Young. Mientras observaba como se quitaba la americana con tranquilidad y la dejaba caer al suelo, se preguntó cuánto tiempo habría desperdiciado levantando pesas en el gimnasio. Félix Osorio, en cambio, sintió miedo al notar que las mangas de la camisa hacían aún más prominentes sus bíceps.

El coloso empezó a caminar hacia ellos con arrogancia; cuando llegó a unos cinco metros de la comisaria, aparecieron otros tres hombres simultáneamente tras otras tantas columnas. Cualquiera que hubiera asistido a la escena habría pensado que ensayaban la coreografía de un número musical, pero infundían miedo. Iban vestidos con vaqueros viejos y rotos y camisetas de tirantes que dejaban ver numerosos tatuajes. Tenían la mirada de gente atravesada, y Dolores Amado dedujo por su aspecto que alguno de ellos, si no los tres, había pasado una temporada en la cárcel.

Dos de los hampones le parecieron latinos y muy jóvenes, de unos dieciocho o veinte años. Centroamericanos, adivinó recordando los informes sobre diversos grupos pandilleros procedentes de El Salvador, Guatemala y Honduras que se habían instalado en Estados Unidos, España y otros países occidentales. Corpulentos, casi rechonchos, estaba segura de que en la pelea se mostrarían ágiles. Uno estaba desarmado, el otro exhibía una cadena de hierro en la mano. El tercer matón, de origen blanco, podía ser descendiente de italianos. Medía más o menos la altura de la comisaria y estaba muy fibroso. Le pareció el más peligroso y del que más debía cuidarse.

El escenario se parecía bastante al que ella había imaginado, y mantuvo la respiración relajada. Parecía tranquila. Félix Osorio, en cambio, estaba nervioso y el corazón le batía con tal fuerza en su pecho que casi podían oírse los latidos al otro extremo del local. No obstante, permaneció quieto y se situó justo como ella le había indicado, unos pasos atrás, a su derecha.

La comisaria esperaba alguna pregunta por parte de aquel hombre alto que tenía enfrente cuando, sin mediar palabra, este se le abalanzó con evidente intención de darle un puñetazo en el estómago. El gesto la pilló un tanto desprevenida. No esperaba esa reacción, aunque solo fuera por la mala educación que suponía empezar una reunión de aquella manera.

Pese a lo sorpresivo del ataque, Dolores Amado lo esquivó y el cíclope pasó de largo golpeando al aire, lo que dio una ventaja a la comisaria, que, al ver que le daba la espalda, aprovechó para alejarlo con fuerza mediante una humillante patada en el culo.

Impulsado por esa acción, el titán dio unos pasos y tropezó en un ladrillo suelto. Aunque intentó mantener el equilibrio, tuvo que agacharse y colocar las manos en el suelo justo cuando llegaba a la altura de Félix Osorio. El inspector no se lo pensó dos veces: le asestó un tremendo golpe con la estaca en la cabeza y el coloso se desplomó de bruces.

Ella respiró aliviada. Era todo lo que su ayudante tenía que hacer, y lo había hecho bien, aunque temió que lo hubiera matado. Observó que no. David Young se llevó las dos manos a la nuca con un gesto de dolor infinito.

La comisaria se volvió entonces y se concentró en la pelea. Sabía que los problemas llegarían con los otros tres maleantes. Así fue. El más cercano levantó el brazo lo más alto que pudo con la evidente intención de darle con la cadena. No tuvo tiempo. Al ver que su pecho se había quedado desprotegido, Dolores Amado le colocó una potente patada en el esternón y el granuja salió despedido varios metros hacia atrás, hasta aterrizar de espaldas en el suelo. Con agilidad empezó a colocarse de lado para levantarse, pero no pudo terminar el movimiento. Se lo impidió el pie derecho de la comisaria, que le reventó la cara de una patada y le rompió la nariz y seis dientes. El pendenciero se quedó sonado y con la cabeza gacha, como si estuviera mostrando su cogote animal para el sacrificio. Ella aceptó la ofrenda y, sin darle tiempo a reaccionar, bajó todo su cuerpo y le percutió el cuello con un golpe circular de su mano abierta. Él cayó boca abajo, inconsciente.

Manteniendo una continuidad de movimientos, como si toda la acción fuera parte de una coreografía cuyo primer movimiento había empezado justo al apartarse para esquivar el puñetazo del mastodonte, la comisaria se giró, situándose enfrente del rufián fibroso, que al verla tan cerca levantó las manos instintivamente para proteger su rostro. Con una velocidad que Félix Osorio jamás había visto, ella colocó su pierna derecha perpendicular al suelo y trazó un círculo que acabó cuando su empeine impactó en las costillas del maleante. Dolores Amado calculó que le había roto al menos dos.

Cuando, con un evidente gesto de dolor, él bajo los brazos para llevar las manos a la zona dolorida, otra patada igual a la anterior pero mucho más alta le alcanzó la sien. Tras el seco embate, cayó redondo al suelo. Al final, no había sido tan peligroso como parecía.

Escorado con relación a la comisaria, el tercer malhechor, el más gordo, usó un palo grueso que había sacado no se sabía bien de dónde y lo movió como si fuera a dar a una pelota. Acertó en pleno estómago de Dolores Amado. Él sonrió, pero se le borró la satisfacción de la cara cuando ella continuó como si nada hubiera pasado. El golpe no le había hecho mella. Trescientas abdominales diarias durante quince años habían fabricado en su vientre un escudo de hierro.

La comisaria le soltó un puñetazo en la cara que llamó la atención de Félix Osorio. El brazo avanzó de forma dinámica con el puño del revés, como si se tratara de un látigo. Al retirarlo, él sangraba como un cerdo por la nariz rota.

Sin mediar transición, ella le dio una andanada de tres puñetazos: uno de nuevo en la cara, otro en el pecho y otro en el bajo vientre. Pese a los golpes, el facineroso logró levantar el palo y sacudirlo buscando la cabeza de la comisaria, pero ella se retiró y la madera pasó por el aire. Aunque él consiguió elevar el palo una tercera vez, no le sirvió de nada. Dolores Amado se había vuelto a situar enfrente y el inspector pudo observar una nueva técnica. Esta vez, con la mano abierta y perpendicular al suelo, describió un gran círculo por encima de la cabeza del rufián que no se detuvo hasta caer sobre su clavícula. Se la quebró.

A la vez, el bate del matón bajó por inercia y alcanzó mansamente el hombro de la comisaria, quien efectuando un último movimiento, simultáneo y circular, cerró las manos sobre las sienes del ya menguado contrincante. Él se derrumbó como un peso muerto.

Dolores Amado contemplaba la formidable escena sin orgullo cuando algo le llamó la atención. Félix Osorio se había distraído y el presunto David Young se estaba poniendo de pie al tiempo que metía su mano en el costado izquierdo. Adivinando sus intenciones, la comisaria se plantó de un salto ante él para encontrarse con que una pistola le apuntaba a la altura del pecho. Desde su posición, Félix Osorio podía golpearlo de nuevo en la cabeza, pero temió que al hacerlo él apretase el gatillo en un acto reflejo. La comisaria, en cambio, no se lo pensó dos veces. Levantó su pierna derecha describiendo un círculo y empujó el arma con el pie. Una vez que el gigantón dejó de apuntarla, ella pudo sujetarlo por el brazo y atraerlo hacia sí con fuerza, partiéndole el brazo; luego le propinó un puñetazo en el costado derecho. Aunque no oyó ningún crujido, David Young iba a sentir durante cinco semanas el inmenso dolor de una costilla rota. Dolores Amado le agarró después la mano, y, debido al intenso dolor por la rotura del brazo, él dejó caer la pistola. A continuación, David Young se ladeó, en un intento por aliviar el enorme dolor, pero en ese momento, sin saber de dónde venía, notó un rodillazo en la cara que le hizo estallar la nariz. Aun así, ella no se apiadó y soltó otra patada que acabó cuando el talón de su pie derecho impactó con una fuerza brutal en el pómulo del rubiales, que, con lágrimas en los ojos, se hincó de rodillas en un acto de rendición sin condiciones, pidiendo que no lo sacudiera más.

 

 

Segura de sí misma, Dolores Amado recogió la pistola del suelo y, tras comprobar si estaba lista para disparar, le apuntó con firmeza entre ceja y ceja mientras los otros tres bribones, ya de pie, la observaban encañonar al jefe que les había contratado por unas horas. Habían dejado de ser peligrosos.

—¿David Young?

—Sí. Y usted, ¿quién coño es?

—Hoy, tu dominatrix, cariño. El resto de los días, Dolores Amado, investigadora privada. Dígale a esos que se vayan si no quiere que siga apuntándole. Además, es un acto humanitario. Necesitan una enfermería.

Obedeció. Les hizo un gesto y los tres chulos venidos a menos desaparecieron por la escalera mientras se dolían de las costillas, se desentumecían los cuellos y se limpiaban las narices.

—¿Por qué ha montado este numerito? —preguntó Dolores Amado.

—¿Qué pretendía que hiciera? Esta mañana, tras concertar una cita con Carlos Durán, he recibido la noticia de que lo mataron el domingo.

—¿Quién se la dio?

—Un conocido común.

—¿Víctor Mercader?

—¿Acaso es un delito ahora informar de la muerte de los amigos?

—No, pero este almacén no parece el mejor lugar para verse con los amigos.

—Necesitábamos un sitio discreto.

—¿Por qué?

—Nadie podía vernos juntos. Menos, escuchar nuestra conversación.

—¿Por qué?

David Young miró a otro lado y amagó con no responder, pero se lo pensó mejor.

—Estábamos realizando una operación.

—Acortando a GlobalGen.

—Exacto. ¿Cómo lo sabe?

—Hoy también soy bruja. Es que tengo mis días.

Mientras se limpiaba con la mano la sangre que le brotaba por los agujeros de la nariz, David Young la miró pensando la maldita gracia que tenían sus bromas. Luego alzó la cabeza en un intento por detener la hemorragia, pero, al bajarla, una pequeña catarata salpicó su camisa blanca, que ya por entonces, y para conservar la tradición de aquel almacén, estaba teñida de rojo y rosa como el trapo de un carnicero.

Al fin, tras unos segundos de silencio, David Young comprendió lo obvio.

—Usted estaba detrás del avatar de Carlos Durán esta mañana, ¿verdad?

Ella ni se molestó en contestar.

—Entonces, ¿no lo mató?

—¿Por qué iba a hacerlo? Estábamos en medio de la operación y en este momento necesito dinero. Por cierto, esos diez millones de dólares son míos. Me habrá dado una paliza, pero no soy gilipollas ni he renunciado a ellos.

—Bueno, un puntito gilipollas sí que tiene, sobre todo si cree que se los voy a dar. Quédese tranquilo: no verá ni los doscientos mil que le envió a Carlos. ¿Entendido?

La comisaria dijo las últimas palabras mientras hacía cabecear la pistola que tenía en la mano y él asintió, dando por perdido el dinero.

Félix Osorio, aún con la estaca en la mano, sonrió. Le encantaba aquel lado oculto de la comisaria que estaba descubriendo. Ni en sueños se le habría ocurrido que fuera tan dura, aunque estaba convencido de que nunca apretaría el gatillo. ¿O sí?

—¿Quién está detrás de lo que sucedió ayer en Wall Street?

—La gente como yo, los ejecutivos, no solemos resolver nuestros asuntos a tiros...

—La cancioncilla me suena, pero después de lo que ha pasado aquí, no me la creo.

—No me ha dejado terminar. Quería decir que los ejecutivos no solemos resolver nuestros asuntos a tiros, pero, en esta ocasión, si revelo quién está detrás de lo que ocurrió ayer, soy hombre muerto. Comprenderá que no vaya a pronunciar ni una palabra.

—¿Por qué en esta ocasión?

—La operación se me fue de las manos y se ha enfadado demasiada gente.

—Entonces se lo contaré al FBI.

—¿El qué? ¿Que vino a verme con no sé qué historia sobre el hundimiento de la bolsa y una operación especulativa sobre GlobalGen? ¿Qué tengo que ver yo con todo eso, si estaba viajando desde Australia cuando sucedió? Y en cuanto al dinero, ¿dónde están esos diez o veinte millones de los que habla? ¿Los depositará en mi cuenta para que crean su historia?

La comisaria no movió ni un músculo de la cara cuando David Young acabó de poner las cartas sobre la mesa. Había descubierto su farol. El razonamiento era impecable. Si se presentaba ante el FBI con una historia como esa, todo el mundo, salvo quizá John Malpassi, la tomaría por loca, sobre todo si afirmaba que el dinero estaba oculto no ya en un paraíso fiscal, sino en el limbo financiero. No existía ni una sola prueba de lo sucedido, excepto que la bolsa de Wall Street había caído y vuelto a subir.

—¿A quién debe dinero?

—A unos colegas.

—¿Lo matarán si no lo devuelve? —preguntó intentando averiguar quiénes eran.

—No.

—¿Ni tan siquiera por diez millones?

David Young sonrió meneando la cabeza.

—Aunque se me fuera de las manos, o quizá por ello, lo de ayer fue una travesura de niños. Una bravuconería. A ver si había huevos de hacerla. ¿Sabe cuántos millones de dólares, euros o yenes se ganan en un día cualquiera? No tiene ni idea.

—Pues Carlos y usted llevaban meses preparando esta operación...

—Por una casualidad, yo estaba al tanto de lo que iba a ocurrir ayer y le propuse que aprovecháramos la situación sin pedir permiso a quienes lo habían planeado. Es todo cuanto voy a revelar.

—Entonces, ¿cree que a Carlos lo asesinaron ellos?

—No. Primero porque nadie conocía lo que tramábamos. De mi boca no salió nada y de la suya tampoco. Carlos sabía ser discreto, y Vidas paralelas nos proporcionaba un sistema seguro de comunicación. Segundo, y sobre todo, porque me habrían matado a mí también.

La comisaria se quedó pensando un instante. La conversación había acabado, pero necesitaba desahogarse.

—Dice que la gente como usted no suele resolver las cosas a tiros. ¿No creerá que son mejores que cualquier mafioso, verdad?

—¿Qué quiere decir?

—Que los warrants, los derivados, las burbujas inmobiliarias, financieras... En fin, todo eso no es más que la obra de verdaderos delincuentes y estafadores, ¿no cree?

David Young suspiró e hizo una mueca de hastío. Aunque su cuerpo estaba herido, había recuperado su arrogancia.

—No hago nada ilegal. Si tiene algo más serio de lo que acusarme, dígamelo; si no, me marcho, que no estoy para charlas y el mundo no lo he inventado yo.

A Dolores Amado no le sorprendió esa prepotencia: estaba acostumbrada a tratar con criminales. Lo único que temían era la cárcel. Fuera de ella, cualquier delincuente sabía que una condena moral es una burla, cuando no una inmoralidad.

Cuando se fue David Young, la comisaria y el inspector se encaminaron hacia la escalera.

—Ha salido mejor de lo que esperaba —suspiró ella.

—¿Mejor? ¿Te lo esperabas peor?

—Imagínate que los cuatro hubieran salido con pistola desde el principio.

—¿Qué habrías hecho entonces?

—Rezar al dios de los imposibles. Y luego, sobrevivir.

El inspector no distinguió si hablaba en serio o con ironía y prefirió no saberlo.

—Por cierto, quiero comentarte que no golpeé a David Young cuando te apuntaba con la pistola porque tuve miedo de que disparara el arma sin querer.

—Hiciste bien, pero has de aprender una lección: nunca te fíes. Un delincuente te la juega en cuanto puede. No es por maldad, es su deber. Menos mal que David Young no es un criminal al uso y que los tres bravucones no tenían ni puta idea de pelear. Debió de contratarlos en un bar de actores.

—No sé qué decirte. Lo tuyo es impresionante.

—Bueno, llevo algo más de quince años practicando kárate y otras artes marciales. He hecho aikido, jiu jitsu, yudo y hasta capoeira...

—De verdad, ha sido alucinante. ¿Cómo se llama la patada que le diste cuando te apuntaba con la pistola?

Uchi mawashi geri, en japonés.

—Creo que voy a empezar a practicar kárate —se entusiasmó el inspector, y la comisaria sonrió.

La calle del muro
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