capítulo

En el fondo es la certeza de que las personas dejan de existir, se cruzan conmigo sin verme, las caras indiferentes, la cabeza hacia el otro lado, ninguna voz, ninguna presencia, nada, yo igualmente lejos, me veo salir de casa, entrar en casa y no pregunto

—¿Qué tal te va, Paulo?

—¿Cómo anda tu vida, Paulo?

—¿Y mañana qué, Paulo?

me quedo observándome desde la puerta, me demoro un rato, me marcho y el apartamento desierto, los muebles que aumentan de tamaño como siempre que no hay nadie

es llegar y comprender que el sitio donde vivimos nos detesta, nos empuja hacia el felpudo, se quiere librar de nosotros

los picaportes gigantescos, los defectos de la madera enormes, las ventanas estranguladas por bisagras y cajones

y yo allí minúsculo entre ellos hasta que la vitrina o el baúl me oculten por entero y al ocultarme oculten también a estos payasos, a estos viejos, esta idea de las olas, no las olas auténticas, las que fabrico para mí mientras la vitrina y el baúl me lo permiten, combinando el reflejo del sol en una botella y el temblor de la cortina o sea el río, y lo que falta

el puente, etc., los gitanos, etc.

se despliega a mis pies, el sol salta en el gollete, alcanza el techo, regresa y yo enseguida

naturalmente

—Es la marea que cambia

la cortina se encoge

vamos a suponer

y se percibe de inmediato

¿cómo pensar de otra forma?

que una alteración del viento en los pinos, un viento con florecitas impresas y el rasgón debido al tornillo del cerrojo a través del cual la telefonista del paro me extendía el teléfono

—Para usted, señor Paulo

la cicatriz de una caída cuando niña en la comisura de los labios que me impedía ver el auricular, oír

—Para usted, señor Paulo

puesto que una niña dentro de ella cayó en el patio del colegio y comenzó a llorar con las manos en la herida de la boca, cogerla en brazos, afirmar

—No ha sido nada

apretarla contra mí

—Ya pasó

la niña daba lugar a una mujer que movía la baquelita hacia la derecha y hacia la izquierda

—No tengo todo el día para usted

la cadena del cuello con la medallita del signo

Piscis

dos róbalos o algo por el estilo y antes de que yo

—La amo

los róbalos cortando la llamada

—Si no quiere atender el problema es suyo

y no el signo, no la cicatriz del labio, la nuca indiferente, la espalda marcando un número con el lápiz

—¿Sección de Personal?

una ampolla que la afea

¿afea?

no la afea, la vuelve vulnerable, humana

la niña por un segundo de nuevo, coger el teléfono y la ampolla, no la niña, ahuyentándome con el lápiz

—Ahora es tarde, deje eso

un tobillo descalzo que se flexiona y se extiende, el pendiente de clip del que se libera para hablar mejor observándolo en la palma y es una granada de coral

¿durante cuántos años se paseó a escondidas por la habitación con los pendientes y las sandalias de la madre?

coger el auricular incluso así pues tal vez la niña simpatice conmigo, nítida en los agujeritos de plástico

—Señor Paulo

y aquí tenemos el patio del colegio con su árbol en el centro, tres filas de pupitres en la sala de la planta baja, el crucifijo encima de la pizarra en la que quedan huellas de sumas, de archipiélagos, de verbos, tantos números, tantas islas y tantos pretéritos perfectos desaguando en un tobillo descalzo que se flexiona y se extiende y en las clavijas que unen la Sección de Personal con la de Contabilidad o la de Recursos Humanos, si le dijese

—Júlia

dijese

—Estoy hablando de usted, Júlia

¿o doña Júlia?

—Estoy hablando de usted, doña Júlia

no

—Estoy hablando de usted, Júlia

le contase que a mi alrededor las personas han dejado de existir, no me queda nada salvo las olas en la cortina y en el rasgón de la cortina usted, mi vida me recuerda aquellos pasatiempos

Espacio Infantil

de la penúltima página de los periódicos, debajo del bridge y el ajedrez, un cuadrado de hilos entrelazados, cada hilo un camino, de un lado del cuadrado cinco comienzos de camino, en cada comienzo de camino un Príncipe de un color diferente, del lado opuesto la Princesa a la que uno de los hilos alcanza, adivina cuál de los Príncipes desposará a la Princesa, la solución al revés en letra pequeñita

el Príncipe Azul

me tuerzo para descifrar la solución, sigo con el índice la madeja del Príncipe Azul que termina sin alcanzar a la Princesa, intento con el Príncipe Verde, el Príncipe Amarillo, el Príncipe Marrón, el Príncipe Rojo y la Princesa soltera, rehago el camino a partir de la Princesa con espirales infinitas y sin que me dé cuenta el índice en lo alto de la página donde no hay Príncipe alguno, la foto de un señor que da lecciones de gramática a lectores con escrúpulos reducidos a iniciales, una coma y la ciudad, C. F., Coimbra, J. H., Santarém, P. M., Gaia

Consultorio de la Lengua Portuguesa

o si no, protegiendo sigilos, Lector Debidamente Identificado, Évora, seres a quienes atormentan los plurales y el nombre atributo del sujeto, a quien la Princesa desposa no es a Príncipe alguno, es al profesor Maia Onofre, permítame que sea por toda la eternidad, por diez años, por un año, por un mes, por un día, por unas horas, listo

tachar lo que no interesa

profesor Maia Onofre, mándeme una carta, pregunte, inquiétese, tenga dudas que yo respetaré su figura anónima, la reduciré a iniciales, consultaré a filólogos, opiniones, diccionarios, agitaré latines, la aclararé en cursiva, la trataré de estimada amiga, proporcionaré ejemplos, curiosidades, variantes, la iluminaré por interpósita enciclopedia

las enciclopedias agradables y leves cuando yo las hojeo

impediré que caiga en el patio de recreo, que llore, borraré los verbos de la pizarra y en el lugar de los verbos, con mayúsculas gigantescas

La amo, Julia

no sabe lo divertido que puedo ser, sé jugar a las cartas, martillar con la mano izquierda, sacar monedas de la nariz, bailar, aprendí con mi padre, un payaso, vivió en Bico da Areia, después en una plaza, después en el hospital, después en la plaza, después muy poco tiempo en el hospital y después murió, ahora en la distancia parece que pasó la vida

tal como yo

siguiendo hilos entrelazados que se interrumpían en el aire o desaguaban en el profesor Maia Onofre desde la mesa nueve con su flor y su chocolatito en ristre, amable, todo dedos, engolando la voz y el nudo de la corbata

—¿Le apetece, estimada amiga?

mi padre una Lectora Debidamente Identificada Júlia, doña Amélia le entregaba un papelito de parte del gerente recordando obligaciones, normas de conducta y porcentajes, mi padre colocaba el papelito al final del brazo horizontal alejando y acercando la cabeza para regular enfoques, se enteraba de que el profesor Maia Onofre, mesa nueve, once por ciento, guardaba la información, doblada por el medio, en los postizos del escote y al día siguiente yo encontraba al profesor Maia Onofre despidiéndose, menos engolado que la víspera y oliendo a orquídeas, en el rellano de la entrada, doña Auroriña que bajaba para las compras apoyada en el pasamanos

—¿Un pariente, don Carlos?

Rui

otro pariente

entregaba el papelito en el sótano, recibía el once por ciento y me invitaba a acompañarlo a un resto de pared en Chelas cerca de un grajo invisible, yo que en esa época vivía con unos señores mayores fallecidos hace años y cuyo nombre no vale la pena mencionar

la familia no para de aumentar, Júlia

en la acera frente a la iglesia de Anjos y sólo porque no la imaginaba en la centralita de la empresa no llevaba a la calle una bicicleta que teníamos allí e incluso con las ruedas sin aire y el faro flojo pedaleaba hasta usted, hasta los róbalos, la cicatriz en el labio, el desdén con el que me extiende el teléfono sin prestarme atención ni interesarse por mí

—Para usted, señor Paulo

hasta la niña que llora con las manos en la boca a quien yo

—Ya pasó

y nosotros dos, Júlia, con la certeza de que no pasó, no pasa, el árbol del patio del colegio sin hojas en un octubre antiguo de hace treinta y dos años junto con las manchas de lluvia que quedaban en el patio y las baldosas enrojecían con una especie de sangre, su sangre, mi sangre, nuestra sangre porque trazamos con navaja una rayita en la piel y nos frotamos

yo el Príncipe Azul, usted la Princesa

y nos frotamos con solemnidad

somos tan jóvenes, ¿no?

el uno en el otro, un pacto que sella nuestro amor, intercambios de capicúas, chicles, mi sangre cuando tiraba del émbolo de la jeringuilla en Chelas y un cilindro en el cristal que la heroína oscurecía, su sangre porque a pesar de estar acostada sigue cayendo cada noche, antes de dormirse, en una habitación de la que resulta fácil imaginar el tocador lacado de blanco con aplicaciones de cobre, potecitos de bis cuit, un delfín niquelado con el globo del mundo en equili brio en su hocico, una caja de pañuelos de papel articulándose unos a otros de los que usted logra sacar sólo uno y yo un acordeón interminable de rectángulos color rosa que devuelvo a la caja

arrugándolos

con la esperanza de que no vea, su sonrisa con bata a la entrada de la puerta

—Tan desgarbado, señor Paulo

zapatillas con Hotel Sevilla impreso reveladoras de una arista cleptómana que los compañeros del trabajo desconocen, las agencias de viajes deploran y a mí me enternece, una foto en bañador, probablemente en la piscina del susodicho Hotel Sevilla

(en el programa de vacaciones: tercer día Hotel Sevilla en Sevilla, ciudad inolvidable, mezquitas, tarde libre)

en un marco adornado con bambúes, las lámparas de la mesita de noche deshollinadores escoba en alto y en el manojo de las escobas las bombillas con cielos estrellados de satén como pantallas, su nombre bordado y con cerezas alrededor que enmarcó en la pared y a pesar del nombre que su madre o su hermana o usted, mientras convalecía de una gripe pertinaz, fueron escribiendo, a pesar del nombre, a pesar del armario también lacado que hace juego con la cómoda, a pesar de la claridad que atraviesa los estores y difunde en la habitación largas memorias extáticas, primeras comuniones, tartas de cumpleaños, el jardín de Caldas da Rainha aún a su espera, usted sigue cayendo, Júlia, sigue cayendo hacia atrás, en la infancia, tropieza al segundo salto con la cuerda que dos compañeras hacen girar en círculo

—Te toca a ti, Júlia

entrar muy deprisa con la mochila de los libros en la espalda, decir un dos tres, saltar a compás y no obstante alguien

o le pareció que alguien

diciendo su nombre

o un músculo más lento, o la perfidia de las compañeras

ay, Júlia

y la sorpresa, el desequilibrio, un grito, yo corriendo hacia usted

—No ha sido nada

y usted sentada en la cama llevándose la mano a la boca, encontrando la sangre, escondiéndoseme en el hombro

—Qué pesadilla, señor Paulo

el tobillo descalzo que se flexiona y se extiende, el pendiente con la granada en la palma y en vez de

—No tengo todo el día para usted

el pelo que acaricio despacio, la espalda que un tirante libera y disminuye en mi palma, una voz que no reconoce de tan antigua y no obstante es la suya en un abandono infantil

—Qué pesadilla, señor Paulo

facilitar el abandono cubriendo la escoba del deshollinador con la chaqueta del pijama puesto que la penumbra ayuda, me convierte en el profesor Maia Onofre disertando sobre gerundios, el Príncipe Azul con el índice extendido que sigue entre rodeos un hilo en su piel, los róbalos del signo, el comienzo del brazo, la almohadilla de carne que le protege la axila y ninguna sangre en la mano, fíjese, vea que ninguna sangre, la mano limpia

en otros tiempos, después de la heroína, la secaba en la camisa

la mano limpia en un auricular que llevo a mi oído y usted ahuyentándome con el lápiz

—Ahora es tarde, deje eso

en otros tiempos, después de la heroína, la secaba en la camisa, me doblaba en una piedra y los cólicos desvanecidos, el cuerpo sin sudor, no me ardían los riñones, el grajo

sin duda

pero me divertía el grajo, todo sin importancia, ¿sabe?, y yo sobre la basura y las hierbas, olvidado de la cicatriz y de cogerla en brazos cerniéndome sobre usted, era en esos momentos

disculpe

cuando recordaba a mi padre, el payaso y su creencia en no sé qué milagro, cerraba el abanico y me miraba, enfadarme mientras me cernía

—No me agobie, padre

tal como si otras personas me mirasen, usted por ejemplo, me enfadaría también, usted y el mulato con navaja de niño haciendo restallar la hoja, obligándome a levantarme, a irme

—Montón de basura

y desmoronarme en los desniveles de la tierra, encontrar un gato muerto en el suelo, la camarera del comedor con la manga sin remangar escrutando la jeringuilla

—¿Me prometes que no hace daño, Paulo?

por qué motivo iba a hacer daño, no hace daño, estoy aquí, ¿no?, hablo contigo, ¿no?, no hace ningún daño

uno se queda mejor, ni mi padre me preocupa, Gabriela

Judite y Carlos

y la camarera del comedor

—¿Tu padre?

no sabía nada de mi padre, sabía de la cantante en el hospital, el señor Vivaldo se acercaba petulante

—¿Su protegido, ricura?

mi padre abría el abanico, las pestañas dos abanicos también, tres abanicos que vibraban ante el señor Vivaldo, una pregunta afectada que se alargaba, tomaba posesión de él, lo maniataba llevándolo de la mesa nueve a la planta baja de Príncipe Real, carteles, adornos, petunias en el florero

—¿Perdón, caballero?

cosas que me vienen a la cabeza, locuras que pienso, un tocador lacado en su casa, su nombre en la pared rodeado de amapolas

cerezas

Juliña

nosotros que caemos en el interior de nosotros mismos por la noche, primeras comuniones, tartas de cumpleaños

diez velas, once velas

Caldas da Rainha a la espera y después Caldas da Rainha imprecisa, las velas que se apagan, casi durmiéndonos y pumba, las manchas de la lluvia

a propósito de lluvia, mucha sangre, ¿se ha fijado?

el árbol, el patio del colegio, intentamos retroceder, tratamos de escapar y no obstante las compañeras

—No pares

sabiendo que no podemos saltar, no vamos a saltar, la cuerda abajo y encima de nosotros, regresando, partiendo

—No pares

ocúpese de la centralita, no las oiga, desvíe una llamada, altere el orden de las clavijas, interrogue a los agujeritos

—¿Servicio de Personal?

o de Contabilidad o Secretaría o de Recursos Humanos, no compañeros, empleados que no juegan a la comba, impida que las manchas de lluvia se extiendan por las baldosas, en las que papeles de plata de bombones, hojas podridas, si nos reflejamos en las manchas nosotros tal como somos ahora, tal como usted es ahora con la cadena al cuello y blusa con lunares y sin embargo

—No me siento yo, qué extraño

arrugas que no tengo, pecas por toda la piel como los viejos, palabra, el peinado ridículo, la cicatriz en el labio

—No me siento yo, qué extraño

y por tanto

—No ha sido nada

y por tanto

—Ya pasó

y no pasó realmente, sigue, incluso con mi padre muerto me ocurre desviarme por el sótano y durante cinco minutos mirar no sé qué en el portal donde mi madre lo esperaba, me ocurre volver a la iglesia de Anjos para escrutar el edificio que deja de existir bajo andamios, tapiales, observo a los obreros que desmantelan tendederos con la esperanza de una mujercita planchando junto a la pila y decir de lejos, sin gritar, sin gesticular, discreto

siempre fui discreto, Júlia

—Soy yo

mientras el reloj va soplando a los gorriones de las cinco en campanadas de alas me parece que un viejo con bastón camina hacia mí

y no es un viejo, me he equivocado, es un pordiosero que no me ve siquiera mientras agita los décimos de lotería o el brazo enfermo

he dejado de verlo también

de modo que todas las noches, no es verdad, caemos, es decir yo caigo y usted sin extenderme el teléfono

por una vez en la vida sin extenderme el teléfono

usted alarmada conmigo permitiendo que apoye la cabeza en los róbalos

—No ha sido nada, señor Paulo

déjeme suponer a pesar del teléfono hacia la derecha y hacia la izquierda

—Del exterior, para usted

qué palabra, exterior, como si hubiese exterior, de las nueve a las seis de la tarde comprobantes de gastos, duplicados, facturas y en cuanto a exterior un violín de mendigo que me desafina las entrañas, déjeme suponer que usted casi llega a abrazarme, casi llega a cogerme en brazos

—Ya pasó

suponer que su nombre bordado en el cuadro me ayuda, en los estores, en vez de la mañana de la calle, el jardín de Caldas da Rainha con estatuas en los arriates, el museo, el palacio, su casa cerca creo yo, encima de un restaurante o de una mueblería, el balconcito, la ventana y dentro su familia, usted, un casco de bombero

¿su padre, su hermano?

por qué ha de tener hermanos, Júlia, no se trata con ellos pero existen, un emigrado en Luxemburgo y el otro, mayor, profesor de primaria en Coimbra, su padre que trabajaba en una farmacia, su madre deslomándose a finales de mes cosiendo para fuera, usted después de la escuela el colegio, el novio hijo del dueño de una fábrica de dulces y bombero también tocando la campanilla del camión del agua al cruzarla en la calle y su madre arrugándose, cerraban el jardín a las siete y sin embargo

¿he acertado?

un intervalo de rejas, el palacio iluminado, el vigilante lejos, un arriate allí a mano sin humedad en mayo, muchos murciélagos en las copas y con el miedo a los murciélagos el cuerpo de él más cerca, palabras que no significaban nada, dedos que magullaban un poquito, lograban por fin con la ayuda de algo

¿un ratón?

que apareció, desapareció y no se veía bien, ramas secas, un sollozo, ruidos, el bombero que sacudía la tierra disimulando pánicos, no ha sido nada, ya pasó, no te asustes, al día siguiente la madre le mostraba la falda donde algo que ignoraba bien qué era, una mancha o algo así

pero ¿de qué?

—Tú no me digas, Júlia

de modo que Lisboa y la habitación de una prima que disculpaba pecados, el primer trabajo como dependienta, el segundo trabajo en una lavandería, la pensión dado que la prima sólo un diván muy estrecho, mi hermano de Luxemburgo que hervía en amenazas, mi hermano de Coimbra sordo a los mensajes de la prima ella que no me escriba, murió, afortunadamente el tercer trabajo en esta centralita debido a un cliente de la limpieza en seco que me prefería cómoda y gracias a Dios la paz, los adornos de cobre, los muebles lacados que me dejó elegir, traje el cuadrito con mi nombre bordado hace tanto tiempo, mi abuela me enseñó

—Yo te enseño, hija

no por parte de mi madre, de mi padre, vivía en Foz do Arelho, mi abuelo tuvo un restaurante junto al mar y después de fallecer él las gaviotas

según nos dijeron

se lo comieron, centenares de gaviotas picoteando el cobertizo de cañas y los mariscos que quedaban en el lebrillo y ningún cliente compró, por la mañana la neblina del estuario del río y mi abuela invisible

—Julita

ni Júlia ni Juliña, Julita

no me gusta mi nombre

surgiendo de unas brumas doradas, cogiéndome del hombro y yo sobresaltada

—Me ha asustado, señora

el restaurante del difunto sólo camarones resecos, unas cañas dispersas, el sombrero que ella desenterraba, no todo el sombrero, la copa con un pedazo de cinta

—Trabajamos allí

me pregunto si a mi abuela no se la comieron las gaviotas también, es decir, lo que el tiempo había dejado, los años la habían tomado por dentro e iban royendo, royendo

—Se te acabaron los cartílagos, se te acabó la carne

mi abuela sólo el pañuelo de la cabeza, el vestido de luto y la mano en mi hombro viniendo del chal vacío

—Julita

las dos alianzas pegadas una a otra, la del finado y la suya, por la tarde juntábamos los banquitos, unas gafas en el chal y detrás de las gafas barcos, el rombo de paño en las rodillas que no tenía, la aguja produciendo cereza tras cereza alrededor de las letras hasta que las gaviotas se decidieron a engullir el vestido y el pañuelo, me eché sobre el bordado antes de que el mar lo llevase y las olas se retorcían de furia y me salpicaban gotas encima

el mar tiene un defecto en el habla

—Si te cogemos, Júlia

de lo que me acuerdo es de la luz, del cielo blanco, de ser una tablita al azar entre rocas, si mi hermano de Coimbra respondiese a mis cartas le preguntaría

—¿Aún tenemos la casa de la vieja en Foz do Arelho, Clemente?

anteayer sin entender la razón casi pregunté en el despacho al señor Paulo, un esmirriado siempre midiendo la calvicie en las superficies pulidas, la chapa de metal de la puerta por ejemplo, se planta frente a ella, desvía la melena, gira la nariz y desorbita los ojos, si le telefonean

casi nunca le telefonean, quién va a telefonearle

y le extiendo el teléfono, se demora en la taquilla mirándome mientras murmura tonterías inconexas del estilo

—No ha sido nada

del estilo

—Ya pasó

doblando los brazos con movimientos de columpio, yo con un montón de extensiones y la mar de bombillas que se encienden, ciento dieciocho, ciento diecinueve, doscientas cuarenta y siete

—No tengo todo el día para usted

los brazos que aprietan entre sus brazos a una chiquilla que no existe, yo espoleada por la bombilla de la administración

sola en el extremo de la pantalla

que me exige un ministerio, un banco, la guardería de la hija de la secretaria

—Si no quiere responder, es problema suyo

mientras la boca de él no en el sitio que le corresponde sino agitándose por la cara, ora en la nariz, ora en la frente, ora posándose en el cuello declarando

—La amo

a la fotocopiadora detrás de mí, se cierra la tapa, se pone a ronronear y nos ofrece papel en una bandejita con rejilla, al salir allí está la boca agitándose sin descanso

—La amo

a la máquina que distribuye cafés en vasos de papel que nos queman la piel, surge un vaso y de inmediato un pico cromado que gotea vapor entre gargarismos penosos, yo con mucha prisa tropiezo con la máquina y el señor Paulo en dirección a la ranura de las monedas

—La amo

prolongándose en un discurso extraño sobre patios de escuela, manchas de lluvia y niñas que juegan a la comba, dos haciéndola girar y una tercera saltando, busco la chaqueta en el armario y él consuela al armario

—No llore

demorándose en un absurdo de rasgones en cortinas y de pinos que un viento con florecitas impresas conduce a una enredadera que se expande por un muro, no me acuerdo de la enredadera en Caldas da Rainha, me acuerdo de las estatuas en el césped, de los murciélagos en el parque, de buscar de día el lugar donde nosotros en la víspera, cerca de los barcos del lago, y un hombre podando un arbusto sin reparar en nosotros, un hombre o un señor Paulo

—Doña Júlia

saludando desde el museo, me fijo en el museo y el señor Paulo ha desaparecido, dejo de fijarme y el señor Paulo regresa, no lo distingo bien pero sospecho que es él, vuelvo de repente al arbusto sin que me vean

creo yo

y el señor Paulo se transforma en el tallo de un fresno o en el busto de un pintor que avanzó furtivamente pidiendo

—Permiso

observándome reverente la medalla del signo

—Permita que le hable de nosotros

los róbalos poblados de dientes y el señor Paulo encogiéndose

—Perdón

en su piso ni muebles lacados ni adornos de bronce, unos muebles patéticos

Eran de mi padre

que pertenecieron a su padre

Mi padre falleció

repletos de cintitas, estrellas de cretona y adornos pomposos, un ropero donde tengo la certeza de que una mujer con una botella en la mano y un hombre con delantal me sonríen o si no no sonríen, sólo me observan, el hombre con delantal en una especie de burla

—Tal vez tu hijo no acabó siendo un marica, Judite

comparando al señor Paulo con un fulano que arruga y alisa un pedazo de colcha, tengo la certeza de que pensando

—Debo de estar loca, es mentira

que un trote de yeguas cojas, animales que los gitanos arrastran de feria en feria estimulándolos con insultos y clavos

—Debo de estar loca, es mentira

el señor Paulo acercando sillas

—Por favor, señorita

tan idiota lo de señorita, dejé de ser señorita hace veintiún años en el jardín de Caldas da Rainha cuando el ratón pasó junto a nosotros en el arriate sin humedad de mayo

claveles amarillos, zinnias, mi madre mostrándome la falda

—Tú no me digas, Júlia

yo sin entender

—¿Qué mal hay en una mancha, señora?

me ahuyentó hacia la habitación con ademanes misteriosos, mi padre

—Mercês

y ella una señal

—Ahora no

una señal

—Espera

cerró la puerta, desplegó la falda frente a mí y una manchita clara

—Tú no me digas, Júlia

yo sin entender

—¿No me digas qué?

concentrándome en la manchita, entendiendo de repente, zinnias, zinnias, el palacio iluminado, el miedo a los murciélagos, el otro cuerpo más próximo, con las compañeras de la escuela quitamos a martillo las contraventanas de una casa cerrada y entramos, habitaciones ocultas, un tiesto con narcisos en la terraza, mi novio o sea dedos que me perdían, Juliña Juliña, cogió el tiesto con narcisos y lo rompió

—¿No me digas qué?

oía a mis compañeras reírse o los fragmentos de cerámica que parecían sangrar, cerámica color rosa y rojo, tú no me digas, Júlia, no me digas qué, qué hay que decir, qué quiere que le diga, los narcisos verdes, supurando verde, murmurando verde, casi gritando

—Yo no grito

verde, montones de narcisos, montones de aristas de cerámica, el color rosa, el rojo y el verde fundidos en mis ojos, mi padre medio incorporado del banco

—Mercês

usaba una camiseta interior y tirantes que no eran rosados ni rojos ni verdes por encima

¿marrones?

tan nítidos los tirantes, nunca los había visto tan nítidos, cuando se afeitaba frente al trozo de espejo le caían de las caderas y al final tan

mi madre

—Ahora no

—Espera

y al final tan nítidos, mi hermano profesor de primaria en Coimbra ella que no me escriba, murió

—Tú no me digas, Júlia

frente a mí en la habitación desplegando la falda, una manchita blanca y yo dije

—Tan nítidos

murciélagos y ratones, el arriate que yo creía seco basta verlo y me equivoqué, mojado, con las compañeras de la escuela volvimos a martillar las contraventanas y las contraventanas no se sostenían, caían, los clavos torcidos rasgaban la madera

caían

Ernestina, Rute, Sofia, la grande, Sofia falleció de septicemia, la primera muerta que encontré en un ataúd, un fragmento de cerámica no color rosa ni rojo

opaco, traslúcido

que encontré en el ataúd, corría más deprisa, tenía más fuerza que yo, la manchita clara, tú no me digas Júlia, mi padre con un tercio de la cara afeitada haciendo girar el picaporte

—Mercês

use el martillo, padre, use los dedos, pruebe los dedos así en la oscuridad a mi lado, cerca del palacio casi no se nota el museo, use los dedos, ramas secas, ruidos que no significan nada, palabras que no significan nada, mi amor, te adoro

—No lo creo

—Te adoro

—¿Cuánto me adoras?

—Te adoro, ten paciencia que ya falta muy poco, te adoro

el señor Paulo

—¿Disculpe?

cogiendo mi medallita del signo, volviéndola del revés

la alegría de él

la boca de él

—Disculpe

y como conocía el resto, la rodilla en mis rodillas

—Apártalas

la otra rodilla pidiendo

—Déjame estar así

la otra rodilla, las dos rodillas, cuatro rodillas contando las mías, mis rodillas hacia arriba, las de él no

—Apártalas

el martillo con el que quitamos las contraventanas y después de las contraventanas el aire estancado, denso, canapés y después de los canapés el tiesto sobre un plato de barro, como conocía el te adoro ten paciencia que ya falta muy poco te adoro, acepté que el señor Paulo cogiese mi medallita del signo, que dijese

—La amo

al mismo tiempo que

—Creí que eran róbalos, son besugos

yo

—¿Cómo?

yo

—¿Disculpe?

y él señalando mi cadena

—Creí que eran róbalos, besugos

los besugos combinados con su amor por mí, el ropero donde una mujer con una botella en la mano y un hombre con delantal me sonreían, las yeguas de los gitanos, unos muchachos en la playa

¿sería una playa?

que les tiraban piñas a las garzas, el señor Paulo dirigiéndose a la cortina me pedía

—Mire

insistía con temor a que yo dijese que no

—¿Ve el payaso, señorita Júlia?

¿doña Júlia?

doña Júlia no sirve, señorita Júlia

¿Ve el payaso, señorita Júlia?

—¿Ve el payaso, señorita Júlia?

y yo, para tranquilizarlo, que sí

—Veo el payaso, señor Paulo

cuando lo que veía en realidad era el sol que saltaba en un gollete, alcanzaba el techo y él enseguida

naturalmente

y él enseguida, naturalmente

—Es la marea que cambia

y puede ocurrir

sin duda ocurrió

que junto con la marea la cortina se encoja y el viento en los pinos, un viento con florecitas impresas y el rasgón debido a un tornillo del cerrojo a través del cual la telefonista del trabajo

¿yo?

extendiéndole el teléfono

—Para usted, señor Paulo

y el señor Paulo me recorra la piel con el dedo, siguiendo despacito la madeja del Príncipe Azul que lleva hasta mí.