capítulo

Creo que fue Rui una noche en el sótano, cuando mi padre se ataba las plumas en la cabeza para el número final, más viejo a pesar del maquillaje

o soy yo pensando que más viejo

más delgado a juzgar por lo que sobraba de tela en la cintura y en la espalda, arreglándose más despacio que de costumbre, de vez en cuando una mueca a la que no le di importancia, una pausa para ganar fuerzas en la que se fingía distraído sin estar distraído, ¿verdad, padre?, movía las manos en alguna parte entre tubos, pinceles, perdiendo encajes que se le escapaban

¿cómo no presté atención a eso?

de los dedos, sin querer que encendiésemos la radio o hablásemos con él, haciéndonos callar con un gesto que no era un gesto ni una orden ni una petición, que tal vez no fuese nada de eso excepto

—Me siento cansado

(pero se sentía tantas veces cansado, padrecito)

y se acompañaba con un bostezo que agrandaba sus dientes y me daba miedo, se alzaba finalmente como si no nos viese y creo que en realidad no nos veía, los ojos pestañeando no hacia fuera, hacia el interior de sí mismo, mi padre dándose cuenta de que la música a la espera, las compañeras en el escenario, el sobrino del gerente

—Sólo faltas tú, Soraia

una de las plumas caía junto a la puerta y los hombros encogidos de enfado

no los hombros encogidos de enfado, mentira, no era así, se preocupaba, volvía atrás, cosía, se estudiaba en el espejo y preguntaba

—¿Qué tal?

oíamos sus tacones y Rui acercaba la banqueta para robarle un cigarrillo abriendo el bolso a escondidas como si él con nosotros, dicen que tu viejo está enfermo, dicen que se va a morir, Paulo, de esa manera o con otras palabras

tanto da

es difícil recordarlo pero de esa manera creo yo

—Dicen que tu viejo está enfermo, dicen que se va a morir, Paulo

y los objetos de inmediato diferentes, el peine de mi padre, el reloj de mi padre, el llavero, cosas que no valen nada de súbito terribles, Rui con el cigarrillo escondido en la mano aunque él ausente, bailando allá abajo

—Tu bronquitis, Rui

de modo que sacudir el humo con la manga, dicen que tu viejo está enfermo y una canción que los altavoces distorsionaban, dicen que va a morir, Paulo, y la ceniza en el suelo, mi cara que me acecha buscando entender si yo asustado, si yo triste, Rui disolviendo la ceniza con el zapato, desenroscando una tapa de crema y apagando el cigarrillo, la marcha de la despedida con el elenco entero bailando en el escenario, sombreros de cartulina, risas de cristal partido, mi padre dentro de poco de vuelta, no enfermo, claro que no enfermo, descalzándose, suspirando, desembarazándose de los corchetes de la espalda que le marcaban las vértebras

—Quítenme estas plumas deprisa

Rui y yo tirábamos del tocado, la peluca con una sacudida junto con las plumas y mi padre furioso, detestando la calvicie

—¿No podéis tener más cuidado?

y yo no sé si aliviado si con pena de él, de su cara viejísima naciendo bajo la cara pintada a medida que se limpiaba los pómulos, las mejillas, la boca, por debajo de los pómulos, de las mejillas y de la boca otros pómulos, otras mejillas, otra boca, por debajo de las otras tal vez otras más y cuál de ellas usted, el padre que conocí o un hombre que no conozco surgiendo de la mujer que lo escondía

no sé explicarlo bien

una mujer

al final una mujer, explíquenlo por mí

sustituyendo un pintalabios morado por un pintalabios rojo, un chaleco perla por un vestido negro, pulseras de latón por una pulsera de oro

no, la pulsera de oro la empeñó Rui o la empeñaron ambos

pulseras de latón por una pulsera de plata, no plata auténtica, aquella en la que los joyeros ambulantes graban la marca a navaja, ganas de preguntarle

—¿No se alegra de morir y que esto se acabe, no se alegra de librarse de esto?

cuando en realidad era yo el que me ponía contento de librarme de esto, las personas que se volvían en la calle

—Padre

y mi padre acomodándose la falda ofendido

—No me trates de padre

pasando la mano por el aire acariciando un caniche o un gato persa invisibles, no teníamos caniches ni gatos persas, teníamos un mastín que arrastraba el lazo entre las patas, el de Fonte da Telha aquella noche en que Rui y los faros del jeep y el policía

—¿Lo conoces?

el médico le soltaba las uñas blancas, las olas no se entendía en qué punto y el olor del mar frente a mí o al lado

creo que al lado aunque el brillo del agua no al lado, más lejos, y por brillo me refiero a varios brillos dispersos, el policía

—¿Lo conoces?

y yo

—No lo sé

mientras mi padre se acomodaba en la frente el flequillo de la peluca

—¿No podéis tener más cuidado?

mientras un músculo del brazo le temblaba, pobre, el deseo de que hubiese algún lugar por donde escaparme y caminar entre los árboles hacia el río

hacia Chelas porque en Chelas nosotros

o si no no fue Rui una noche en el sótano, fue el señor Couceiro en Anjos como si siguiese cargando mi maleta del hospital, nosotros en Campo de Santana donde los signos de interrogación de los cisnes deslizaban preguntas distraídas, sin peso, que desgarraban, dolían

—¿Y tú, Paulo?

—¿Y mañana qué, Paulo?

—¿Qué vas a hacer de tu vida, Paulo?

yo, es evidente, aplastando una hoja de arbusto

—No me atormenten, cállense

yo en Anjos en cuanto

—Paulo

en cuanto con miedo

—Paulo

y doña Helena poniendo la mesa en silencio, ninguna flor en el búcaro de Noémia, el retrato sin limpiar, el descuido de la cama

—¿Se ha olvidado de su hija, doña Helena, ya se ha hartado de ella?

las nubes no sólo en la ventana, aquí dentro empañadas también, es decir en la ventana no me acuerdo, aquí dentro empañadas, opacas, doña Helena y el señor Couceiro más lentos, más resignados, más inútiles, un japonés nos espiaba desde el arcón apuntando la escopeta y al reparar mejor un paraguas fuera del paragüero con una gorra en el mango, como siempre que las nubes de ese modo me vino a la cabeza la bicicleta del tendedero, el timbre que hace semanas

¿o meses?

no tocaba, lo miraba y no me apetecía tocarlo

¿por qué razón no me apetecía tocar?

la bicicleta y yo sin necesitar heroína, yo al mulato con la navaja de niño, a la criada del comedor, a Dália, a todos

—No necesito heroína

pedaleando por Baixa no hacia Príncipe Real, no hacia Bico da Areia, sólo pedaleando por Baixa, no tocaba, lo miraba y no me apetecía tocar

¿por qué razón no me apetecía tocar?

la bicicleta y yo sin necesitar heroína, yo al mulato con la navaja de niño, a la criada del comedor, a Dália, a todos

—No necesito heroína

pedaleando por Baixa no hacia Príncipe Real, no hacia Bico da Areia, sólo pedaleando por Baixa, el bastón buscó en la alfombra y tantos cadáveres en los arrozales de Timor, tantos nombres en latín, tantos arbustos extraños cuando el señor Couceiro

—Dicen que tu padre está enfermo, dicen que se va a morir, Paulo

doña Helena repartiendo la cena en los platos

había ocasiones en las que me gustaba verla repartir la cena en los platos, casi una paz, la convicción de pertenecer a una casa, las preguntas de los cisnes equivocados

—Tengo una casa, ¿han oído?

o si no no fue el señor Couceiro, el señor Couceiro sin atreverse a decirme, para qué un cadáver más de búfalo, esas narices, esos ojos abiertos, fue mi padre un domingo en que lo encontré acostado sin maquillaje, calvo, conversando con el techo, volviendo a conversar con el techo aunque me sabía allí, el techo vulgarísimo

nunca se me pasaría por la cabeza conversar con el techo

las manchas y los florones de estuco de cualquier techo antiguo, me acuerdo de que sábanas en la cuerda del balcón, pinzas de ropa en el suelo, el jardín etc., el cedro etc., el café etc., el mastín con lazo al que aparté con la rodilla, un rombo de sol extendía su baba en la colcha y en esto mi padre

—Dicen que estoy enfermo, dicen que me voy a morir, Paulo

no a mí puesto que recorría cada voluta del estuco en esa ausencia de antes, al otro lado del río, cuando se escapaba sin moverse y mi madre con miedo a no sé qué

—Carlos

mi madre hace un minuto

—Carlos

o yo imaginando que mi madre hace un minuto

—Carlos

cuando Carlos, ya que le interesa Carlos, señora, en Lisboa, en esta margen del Tajo, desinteresado de todo con un cuenco de sopa que no sé quién le calentó y no comerá nunca, obligándome a acercarme para oír su voz como si hablase de otra persona en otra casa, en otra habitación

—Dicen que estoy enfermo, Paulo

y pensándolo bien hablaba de otra persona en otra casa, en otra habitación, una noticia que no le concernía, una novedad sin interés, cuál es la importancia de

—Dicen que voy a morir, Paulo

comparada con la bañera que no funcionaba hacía siglos y le servía de arcón, el lavabo apuntalado con un mango de escoba donde sólo el grifo de la izquierda con un hilito avariento y sin embargo lámparas, colchas de damasco, el hueco en el rodapié que daba al sótano donde hervían ratones, acercabas el oído y carreritas y chillidos, el mastín con lazo agrandaba el hueco con las uñas, le llueve en la habitación y en la sala, por qué motivo no tiene dinero para arreglar la casa, por qué le pagan tan poco, por qué este aviso del tribunal acerca del alquiler

por qué está enfermo, por qué se va a morir, padre

¿la santa de la cómoda y la estearina en el plato no le sirven de nada?

y apenas los árboles se esfumaron en el jardín y el jardín se evaporó en una bóveda sucia en la que flotaban lámparas y sombras ayudarlo a prepararse para el espectáculo de la noche, pintarle la boca y los ojos que la vela de Pascua llenaba de temblores, yendo y viniendo hasta mí con una oscilación marina mientras que mi madre en el patio creyendo descubrir al payaso en el filo de una esquina además del vino y los perros, llevarla hacia adentro, buscar una blusa en el armario y arreglarlos a los dos, el cierre del collar que se escapaba de los dedos y las facciones disgustadas en el espejo, existiendo sólo en el espejo puesto que para mí eran manos que agarraban las mías, las cabezas de ambos una única cabeza, las voces una sola resignación

—Nunca he visto a nadie tan desgarbado, caramba

calzarle las medias y los guantes largos, tirar una fotografía de actriz o el enano de Blancanieves al elegir un frasco con algún perfume aún entre montones de frascos vacíos, potes vacíos, tubos vacíos, equivocarme con las argollas del cestito de las joyas donde también conchas, elásticos, un sello del Congo

una cebra creo yo

con su pedazo de sobre, mi padre que al rechazar las argollas hace caer un cepillo

—Son las blancas, idiota

y por un instante los dos al mismo tiempo en Bico da Areia y en Príncipe Real puesto que se oían las olas y el cedro y me pareció que caballos

—¿Oyes a los caballos, Rui?

Rui que apaga el cigarrillo en el bote de crema y lo cubre con la tapa, pensé que mi madre nos miraba y al fin el telón o si no mi madre disculpándose ante las compañeras

un día de éstos cojo a Rui y me lo llevo a ver los caballos

—Ya no salgo con él

mi padre no enfermo, se equivocaron, enfermo mentira, cansado, y el cuenco de sopa

—Dicen que me voy a morir, Paulo

caballos y caballos que regresan del mar, a veces junto a las garzas y los barrotes del puente, otras corriendo en Alto do Galo con la cadencia de los sueños, mi padre no me busca, no pierde el equilibrio en sus tacones, desde la Rua da Palmeira, ensayando una reverencia o un balanceo de polca

caballos y caballos, Rui, decenas de caballos

saluda a la compañera de un sótano próximo y se demoran las dos entre guiños y cuchicheos discutiendo sobre novios, sandalias y nailones, la compañera sacando del bolso la foto de la hijastra

qué digo decenas, centenares de caballos, millares de caballos, miles de millones de caballos

a la que no ve desde hace veinte años

—Es ingeniera, Soraia

y observa a escondidas

—Aún me quedan bien los vestidos, no he engordado casi nada

en la cafetería a la salida de la fábrica, la compañera un señor de mediana edad ajeno al vaso de café con leche entre señores de mediana edad empañando el escaparate, extasiado ante una muchacha pecosa sin belleza alguna y mi padre que conservaba por milagro unos restos de piedad

—Guapísima

la muchacha a la espera del autobús sin poder verlo, no ingeniera

¿para qué esos embustes?

obrera, la compañera que limpia el cristal murmurando orgullos, supongo que

—Es ingeniera, Soraia

una turbación en las gafas difícil de definir, lluvia o algo así, yo diría que lluvia, puede llover en nosotros, atreviéndose a una seña a la que nadie respondió, el autobús ocultó a la pecosa y al desaparecer en la curva ni autobús ni pecosa, un pase de ilusionista y la parada vacía, limpiar mejor con la esperanza de que el hábito, frotar las lentes y sólo casas, un gato, otras obre

otras ingenieras a la espera, la máquina de café resoplaba vapores, mi padre disimulando la pena

—Vámonos, Milá

y la compañera

y el señor de mediana edad fundiéndose con el escaparate, sonándose la nariz o la frente, una línea de rímel en la mejilla implorante

—Soraia

un beso en la puntita de los dedos que nadie recibió o dentro de unas horas un cliente de la primera fila recogería en el bolsillo y el señor de mediana edad

—No es suyo

volcando el champán, buscándole el beso entre agendas y calderilla, el revoloteo de pollo de las bailarinas, el gerente

—Señorita

el trapo de un beso que no traspuso la cafetería tropezando en el cristal, amontonándose en las colillas de cigarrillo y en las cáscaras del suelo y que mi padre y el señor de mediana edad pisaron camino de la puerta a la vez que el cliente de la primera fila se acomodaba la solapa, aceptaba las disculpas de la gerencia, una botella con los saludos del director, dos payasos gratuitos para cerrar la noche y aun así la indignación, las agendas y la calderilla en la mesa, el forro de los bolsillos exhibido alrededor

—Pero ¿qué beso, qué beso?

el beso barrido con colillas de cigarrillo y cáscaras, la fábrica invisible a las dos de la mañana, sólo las fauces de la entrada con un garaje a la izquierda, los caballos lamían la sal de los barrotes del puente, los flamencos en un círculo de despedida antes de los ríos de Túnez, Milá sosegándose en el camerino con la ayuda del inspector de obras con quien amanecía a principios de mes antes de que se le acabase el dinero

los graznidos de los gansos que creo oír

y un comprimido para los nervios que ofreció mi padre, los graznidos de los gansos que creo oír en el transcurso del sueño, Rui que abre el bolso a escondidas y roba un cigarrillo como si él allí

—Dicen que tu viejo está enfermo, dicen que se va a morir, Paulo

y los flamencos y los gansos girando sobre los chopos, doña Helena oscilando por el reuma incapaz de ayudarme, mi padre no está enfermo, baja conmigo la Rua da Palmeira ensayando una reverencia o un balanceo de polca, puede ocurrir que se apoye en mi hombro pero debido al trastorno de una losa, ¿comprendes?, necesita un cuenco de sopa o quedarse una tarde conversando con el techo y mirando por la ventana el jardín etc., el cedro etc., el café etc., el señor Couceiro visitaba el cementerio con la expresión de enfado de los asmáticos a quienes les afecta el aire, agujas que le labran los pulmones

—Ay, doctor, cuando respiro

—¿Vamos, muchacho?

la diabetes, la urea, no un cuerpo, pedazos que se consumían solos, el líquido que mi padre se inyectó en el pecho crecía bajo la piel, doña Amélia sin cigarrillos ni bombones ni perfumes depositaba una camelia en la lápida y fue esto lo que Rui no quiso ver, que se negó a ver, fue por causa de esto que debe de haber llegado a la playa por la tarde con la jeringuilla y la cuchara, silbando al mastín con el lazo que se perdía husmeando desperdicios, en el cementerio ni flamencos ni gansos, gorriones, mariposas, una grande, esmeralda, tambaleante entre los laureles, mi madre jugaba a la rayuela en las tumbas de la aldea

estantes con tapetes, flores de papel, cortinas

marcaba las lápidas con pedazos de tiza, las numeraba, tiraba una piedrita y saltaba a la pata coja encima de ellas, el viento traía de la sierra el olor a las mimosas y ahora mi madre no jugando en las tumbas, jugando con nada, tan lejos y crecida

—¿Tiene una foto suya de pequeña, madre?

el señor Couceiro a mi espera en el cementerio, inquieto por mí

—¿Vamos, muchacho?

con el bastón que le colgaba de la muñeca y un ramillete de alhelíes olvidado en la mano, incapaz de entregárselo al ataúd de mi padre, llevar el ramillete a la camarera del comedor sin saber dárselo

—Toma

y ella agradeciéndome en el cine en cuanto las luces se apagan despacito y yo encantado con el mundo que cesa de existir, con mi madre que se desvanece, tal vez el olor de las mimosas pero tenue y distante, la camarera del comedor feliz con los alhelíes apretándome los dedos, un respirar de barco dormido que me mece y serena, Rui debe de haber llegado a la playa por la tarde

hay un autobús a las tres

y viajado en tren desde Costa da Caparica hasta Fonte da Telha sujetando al mastín que ladraba a las olas, palpando la aguja y el pedazo de periódico con miedo a perderlos, encontrar el sitio cerca de las rocas donde Soraia y yo, el mastín como si entendiese

no entiende

lamiéndome las orejas, la herida en el lomo que el veterinario no cura, Paulo en el cine rozando una nuca que no lo rehúye, lo acepta, los alhelíes deslizándose de los brazos de la camarera del comedor, los músculos que se endurecen, permiten, se relajan, la mirada reconocida y todos los alhelíes en el suelo, la palma sobre la mía casi inerte, mojada, me parece que

—Paulo

aunque el sonido de la película, la boca de ella

—Paulo

dibujando una a una las letras de mi nombre

—Paulo

pedirle que de nuevo

—Paulo

y

—Paulo

y

—Paulo

y

—Paulo

mi nombre alterándose al ser dicho por ella, más sonoro, más lleno

—Paulo

el señor Couceiro con un silbido de asma

—¿Vamos, muchacho?

sin que gracias a Dios la camarera del comedor se dé cuenta, trajo una blusa con peces y anclas que no sé si me gusta

me gusta

trajo la cadena con una cruz, se parece a la foto de la comunión solemne allá en casa en la sala, un apetito infantil de pirulíes y tartas, dicen que estoy enfermo, dicen que me voy a morir

—Paulo

al acabar el cine el resto de pared en Chelas, la impresión de que una peluca, uñas postizas, los ojos súbitamente abiertos que me rehúyen, protestan

—Me asustas, Paulo

la certeza de que rellenos en el pecho y en las caderas, un payaso conmigo fingiendo ser tú, empujarla contra los ladrillos, sujetarle la cabeza, romperle la cadena

—Eres un hombre

rasgar la falda y por debajo de la falda, donde esperaba que, una ausencia de muñeca, un vacío, el grajo que no desiste de nosotros, un calor mojado que se contrae y se me escapa, abrirle la blusa, soltarle el peinado, una sonrisa imbécil en vez de un ramo de alhelíes

—Perdón

y tú muda por qué, alarmada por qué, indagando alrededor en un ruego de auxilio por qué, arrodillada en busca de la cadena con el crucifijo por qué, el brillo de la crucecita en la hierba, tu mano cerrada en la crucecita que me trajiste sobre las anclas y los peces, el deseo de enamorarme, de que me case contigo, viva contigo en Bico da Areia y después vino ¿no?, y después tu cuerpo hinchándose ¿no?, y después por qué, Paulo

y después por qué, Carlos

el dueño de la terraza con una botella

—Judite

el olor de las mimosas y el viento de la sierra, el crucifijo que me trajiste y ahora me escondes, la madre de Paulo en el cementerio saltando sobre las lápidas y ganándole en el juego al electricista, a los perros, una lechuza insistente en la persiana de la habitación, no hay Bico da Areia, sólo la sierra y las mimosas, estantes con tapetes, flores de papel, cortinas, la forja del herrero salivando chispas, todo tan lento, todo eterno, tienen ocho años y por tanto no dicen

—Doña Judite

no aparecen en el escalón

—Traigo el dinero, yo pago

los libros del colegio que dejan en una losa, las piedras de ellos para jugar a la rayuela

—¿Puedo jugar, Juditiña?

el hermano de mi abuela

abuela Cora, hacía dulce de calabaza en cuenquitos de cartón

fue práctico de puerto en las Azores, Corvo, Pico, Faial, me acuerdo del nombre de las islas, aún hoy estoy muy bien lavándome los dientes, el cerebro se pone a repetir Corvo Pico Faial, Corvo Pico Faial y el sabor a dulce de calabaza en la lengua, calentar más de una vez la cuchara para que la dosis rinda y la jeringuilla completa, la primera vena que nace de la goma demasiado oscura, la segunda vena más grande, la aguja la encuentra entre ganglios, tendones y esta tibieza en el pecho, esta aceptación de qué, el mastín que me muerde la camisa con un vahído extraño y ningún dolor, ningún malestar en los riñones, Paulo, el sobrino de Soraia, el primo de Soraia, el hijo de Soraia

el hijo de Soraia

reparando la cadena de oro en Chelas

—Perdón

el señor Couceiro lo acompañó desde el cementerio hasta Anjos así como él por la noche acompañaba a su padre al espectáculo en el sótano, dicen que tu viejo está enfermo, dicen que se va a morir, Paulo, doña Helena saliendo hacia el felpudo con un impulso de cuco, el recuerdo de Noémia donde el silencio crecía en el polvo de los rincones, donde un flequillo y unas piernas flacuchas, una pila de cuadernos de la escuela, un sacapuntas roto, cuando cesaban los ruidos de la vajilla en la cocina y el reloj de la iglesia se olvidaba de los gorriones vosotros tres

nosotros tres quietos en la salita esperando qué, pensando en qué, deseando qué, la Avenida Almirante Reis que no cambiaba nunca, tiendas de muebles, pequeños restaurantes, dentistas, en el cumpleaños del señor Couceiro un compañero de Timor con una condecoración en la solapa y cuya mano se colgaba de la nuestra como una liebre difunta, nosotros sujetando la liebre

—¿Dónde pongo esto?

nos quedábamos mirando la palma cuando el cadáver desaparecía en la manga y volvía a surgir, en un resbalar de cosa, balanceando las patitas de los dedos a fin de sujetar la cuchara, doña Helena con miedo a que la liebre se le pegase al brazo y se demorase allí descomponiéndose despacito, el resto del compañero una liebre también, tal vez sólo moribunda, tragando patatas, el nieto iba a buscarlo después de la cena, se llevaba todo aquello, la condecoración, los animales, lejos de nosotros y me daba la impresión de que flotaban en la sala pelos grises

a mi madre le daba la impresión de que flotaban en la habitación pelos de lechuza al abrir la ventana el cementerio de la aldea, los túmulos de los soldados gaseados en Francia, los búcaros mayores que las copas brillaban al sol, hojas girando en el otoño alrededor de la capilla como giraban las voces en Bico da Areia

—Doña Judite, yo pago

no de los perros, de los soldados de la guerra sin uniforme, sin calavera

—Doña Judite, yo pago

incluso hoy por ejemplo el dueño de la terraza conmigo y yo repitiendo sola Corvo Pico Faial, Corvo Pico Faial, una sospecha de mimosas, un gusto de mermelada de calabaza, el aparador que pintaron de rojo con un friso de rosas, mi abuela

—Juditiña

las primeras lluvias de octubre dispersando gaviotas, el mes en que dicen que mi padre se va a morir, madre, el mes en que Rui en Fonte da Telha aún no acostado, a la espera, la distancia que aumentaba entre lo que para él era él y para el mastín y para nosotros

el policía

¿Lo conoces?

y no lo conozco, a éste no lo conozco

un extraño con un cigarrillo robado en el camerino que se apaga entre los dedos de modo que yo al policía

—A éste no lo conozco

parecido a Rui en las zapatillas, en la ropa, pero no Rui, no Rui, Rui llegando a Príncipe Real, envuelto en bufandas, no así, no desnudo, uno de los calcetines puesto, el otro que el mastín arrancó y que la subida de la marea se llevaría consigo, Rui

sépalo

en Príncipe Real, la bronquitis en el felpudo, el payaso que se levantó de la cama insistiendo en tisanas, ponches y un brazo hastiado, no nervioso, hastiado

—Suéltame, marica

mientras lo que no era brazo se iba doblando en el sofá de la sala entre corzas niqueladas y candelabros de mica, los tesoros de los payasos que no me daban pena, me hacían reír, en la habitación de Vânia un hipopótamo de felpa, en el desván de Micaela una pausa teatral

—Fijaos

se apagaba la luz y los signos del Zodiaco fluorescentes en el techo, nosotros azules abajo, la piel, el pelo, la envidia, señalando Sagitario, Libra, cajas de refrescos con cojines tejidos que servían de sofás, Micaela un individuo pequeñito que flotaba cabeza abajo de Capricornio a Géminis, no una persona, un planeta sin órbita en una inmensidad azul, indiferente a los resguardos del montepío que se amontonaban en un gancho

—¿No es bonito?

tal como Rui flotaba en Fonte da Telha indiferente al tren que se alejaba por los rieles de juguete entre cañas, sauces llorones, el mastín que le mordía el pantalón, la voz lejanísima de alguien junto a él que no le importaba quién fuese

un pescador, el cocinero de la marisquería de la playa, un vagabundo con un cubo destrozado en busca de mejillones en la bajamar

—¿Qué es esto?

Juditiña inclinándose para acertar en la lápida y avanzando por las marcas de tiza, sonidos que iban y venían sin pertenecer al cementerio o a las olas, podía ser gente que se llamaba, pasos, la tía de Rui al teléfono con la amiga

—Escucha lo que te digo, Pilar

una atención llena de cejas, la palma ocupando por entero la sorpresa de la boca

—No me lo creo

mi tía que abandonaba el aparato, atravesaba la sala y Fonte da Telha, se inclinaba hacia mí que escondía la jeringuilla en los pantalones

—Francamente, Rui, qué tontería matarte

volvía al auricular sacudiendo la cabeza y después del informe a Pilar

—Mira, Rui se ha suicidado

las órbitas en la pared como si oyese con ellas, la palma deslizándose por la cara

—¿En serio?

cubriendo el agua, la playa, el sol, no fue una nube, fue ella, el zumbido de Pilar bordando comentarios, la reprobación de las máscaras chinas en los nichos de los estantes

—Palabra de honor que nunca pensamos, Rui, te lo hemos dado todo, ¿o no?

las alfombras indias, los sillones ingleses, el primer piso donde el despacho y las habitaciones, la boya que era una jirafa de plástico inmóvil en la piscina, el chófer con delantal y rastrillo

—Te lo hemos dado todo, ¿o no?

limpiando el jardín, se lo hemos dado todo, colegios, vacaciones en Suiza, un lugar en la empresa

la policía

¿Lo conoces?

y Paulo

A éste no lo conozco

y fijaos en el resultado, nos hizo pasar vergüenza con amigos espantosos

Conozco a Rui, a éste no lo conozco

vendió el apartamento que le compramos, nos robó

jugar a la rayuela en las tumbas, estantes con tapetes, flores de papel, cortinas

me contaron que drogas, aventuras extrañas, una desgraciada que lo doblaba en edad

un hombre, tía, un hombre

cállate, una desgraciada que lo doblaba en edad en un antro de mendigos en Príncipe Real

explíquele a Pilar que un hombre, tía, vivo con un hombre

un antro de mendigos en Príncipe Real, claro que le prohibimos entrar en nuestra casa

el camino de grava, el guerrero de palo santo justo después de la puerta

Corvo Pico Faial, Corvo Pico Faial

el tío mandó decir por el jardinero que no se le ocurriese buscarnos, parece que la desgraciada

—No me lo creo

te aseguro que la desgraciada

y la palma ocultando por entero la sorpresa de la boca

—¿En serio?

ocultando el agua, la playa, el sol, no fue una nube ni los albatros que a esa altura del año los albatros, fue ella, el chófer que me conocía desde chico no en Príncipe Real, en Ajuda, en esa época un primer piso en Ajuda con la Tapada por detrás

—Niño

sorprendido por la abolladura de la cocina

estoy muy bien lavándome los dientes o preparando el almuerzo o planchando y el gusto del dulce de calabaza en la lengua

una peluca en el paragüero, Soraia con bata acomodándose los rellenos del pecho

—Su tío manda decir que no se le ocurra visitarlo, niño

no lo conozco, a éste no lo conozco, no es Rui, es un ratero con un cigarrillo robado en el camerino de mi padre que se le apaga entre los dedos, los cigarrillos que doña Amélia

¿Un regalito para su preferida, señor?

o bombones, o perfumes, mi padre en un rechazo afectado apartando la bandeja

Los bombones engordan

y no sólo la cocina abollada, los platos del almuerzo, que no combinaban entre sí, el vino barato, mi tía de regreso del teléfono

francamente, Rui, qué tontería matarte, te lo hemos dado todo, colegios, vacaciones en Suiza, un apartamento que te gastaste en droga, un lugar sin responsabilidad ni

el mastín que ladra a las olas, no cesa de ladrar a las olas, me tira de los calcetines con los dientes

Rui

trabajo en la empresa, te trajimos con nosotros después del accidente de tu padre, nunca te faltó nada, ¿a que no?, nunca te tratamos mal, ¿a que no?, y ahora

bien hecho

el tren que se aleja playa adelante por los rieles de juguete entre cañas, sauces llorones, y ahora, te das cuenta, todo distante de ti, una distracción de qué, la dificultad de ver más que siluetas informes

—¿Qué es esto?

o sea vagabundos con un cubo destrozado en busca de mejillones en la bajamar mientras Paulo con la camarera del comedor en el cine, la blusa de los peces y las anclas, el agua de colonia que me recuerda Bico da Areia y mi madre a la espera de mi padre abriéndose un poquito el escote, reparando en mí, cerrándolo, me pareció que uno de los caballos de los gitanos junto al muro o puede ser que las margaritas en los arriates, mi madre reparando en mí otra vez y abriéndolo de nuevo

¿qué edad tenía, madre?

—Carlos

la boca de la camarera del comedor

aunque el sonido de la película

dibujando una a una las letras de mi nombre

plátanos, plátanos y palomas, una moneda para un café, amigo

—Paulo

el resto de pared en Chelas y las dos notas del grajo, el maletín que debía de pertenecer a la madre, los pendientes de la hermana mayor, Rui acercando la banqueta

—Dicen que tu viejo está enfermo, dicen que se va a morir, Paulo

el cuerpo de ella empequeñeciéndose en un ángulo de cemento y ladrillos, la certeza de que tal como mi padre una peluca

—Me mentiste, me mentiste

pestañas postizas, los párpados enormes que se lamentan, protestan

—Me has asustado, Paulo

la certeza de que un payaso conmigo, la cocina abollada, páginas de revista en las paredes de Ajuda, sujetarle la cabeza, romperle la cadena

—Eres un hombre, ¿no?, eres un hombre, ¿no?

y tú muda por qué, alarmada por qué, llorando pero por qué, el brillo de la crucecita en la hierba, el deseo de agradarme, que me case contigo, viva contigo en Bico da Areia o en Príncipe Real o en Ajuda

—Vivas conmigo en Bico da Areia o en Príncipe Real o en Ajuda, no te desilusiones, no te enfades, voy a ser mujer, te lo prometo, quédate conmigo, Rui

Paulo, me llamo Paulo

quédate conmigo, Paulo, vende la cadena y la cruz a los caboverdianos pero quédate conmigo, Paulo, espérame en el camerino, acompáñame a casa, ayúdame a bajar la Rua da Palmeira que estoy cansado, Paulo, no he adelgazado, no me sobra ropa en la cintura ni en la espalda, no me arreglo más despacio que de costumbre, los encajes no se me escapan de los dedos, aún faltan muchos años, Paulo

aún faltan muchos años, Rui

aún faltan muchos años, Rui, antes de llegar a viejo, de dejar de bailar, muchos años para que paseemos los dos en Fonte da Telha, viajemos en el trencito por la playa entre cañas, sauces llorones, desenganchemos la correa del perro y lo veamos correr junto a las olas, detenerse, llamarnos, perseguir a una gaviota que se ha entretenido por ahí, traernos de regalo un alga, un pedazo de mimbre, una rama torcida, francamente, Rui, qué tontería matarte, fíjate en el primo del gerente que me llama

—Todo listo a tu espera, Soraia

de manera que si me permites voy a bajar al escenario y si observas entre bambalinas me verás, en medio de un tango, diciéndote adiós.