capítulo
No digo todos los días, pero por lo menos nos visitaba una vez por semana, a mi marido y a mí, en el pisito que perteneció a mi suegra donde vivíamos casi pegados al castillo, oyendo a los pavos reales que nos impedían dormir gritando en la hiedra de las almenas, desde hace ocho siglos, abajo los sarracenos viva Portugal, mi marido a quien el médico recomendó sosiego y una pequeña dieta
nada de fritos y este frasco de gotas para la hinchazón de las piernas, diez después del almuerzo y diez después de la cena en medio vaso de agua con un poquito de azúcar, que son ácidos, ¿entiende?
mi marido colocaba en el balcón latas de maíz con veneno contra las cucarachas protestando no aguanto a estos bichos pero eran las gaviotas las que se morían, no los pavos reales, al día siguiente gaviotas colgadas de los melocotoneros o ahogadas en las escudillas de los gallineros con gran susto de los gansos, los pavos reales intactos en las torres abajo los sarracenos viva Portugal y mi marido a mi suegra, revolviendo en el arcón y encontrando fotos del niño que falleció dentro de él y seguía falleciendo con cada nueva cana, cada nueva arruga, cada nuevo espasmo de la hernia, dónde está la escopeta de mi padre, señora, un único cañón desprendido de la culata con el que hace muchos años asustaba a los vecinos haciendo pum con la boca, bajar tres pisos con la escopeta, hacer pum a los pavos reales, tal vez los pavos reales, igual que les ocurría a los vecinos, se llevasen la mano al pecho, revirasen los ojos, declarasen me has matado, y hasta que él se iba, contento, el castillo en silencio, entregaba el cacharro a la madre jactándose no hizo falta apretar el gatillo para acabar con los pavos reales, ¿ha visto?, el niño asomaba un poco su cara y volvía a instalarse, con cuello de encaje, en el regazo de la madrina que no llegué a conocer y me aseguraba desde el marco, dejando de sonreír al verme, no eres mujer para Álvaro, y tal vez en realidad no fuese mujer para Álvaro dado que nos conocimos no en el sótano del club en el que trabajo ahora, que no existían esos clubes en aquel tiempo, en un sitio de arrabal donde se olvidaban las miserias de la vida que en lugar de ir para adelante va para atrás, qué cosa, con festones de papel, cerveza barata, un acordeón y un piano en un tablado, yo con diecisiete años
mejor dicho dieciséis, y a pesar de tener miedo a la oscuridad y dormir con una gallina de baquelita a la que tirándole de una cuerda agitaba las alas y soltaba un huevo de cristal, un cuerpo de treinta y unas facciones de treinta y cinco que me asustaban por darme la impresión de ser mi madrastra, ordenándome tira la gallina a la basura, Amélia, que ni pico tiene, dieciséis años y la profesión de estar sentada, bajo los festones de papel y las mariposas de las lámparas, a la espera de los hombres a quienes la vida sólo les iba para atrás, qué cosa, para bailar con ellos, escuchar sus quejas has visto alguna vez peor suerte que la mía, caramba, acostarme y consolarlos en una de las habitaciones del anexo pensando ojalá no apaguen la luz, la gallina de baquelita, decidida a protegerme, al alcance del brazo hasta que mi marido una noche cualquiera, sin atreverse a acercarse, perdido de timidez en la barra con el aspecto de desamparo de la fotografía del arcón, capaz de tirar de la cuerda y maravillarse con el huevo así como se admiraba del acordeón y el piano, gastando horas de cerveza sin abrir mientras me seguía olvidado del vaso, cuando durante un vals o un tango partía acompañada por un hombre a quien la vida, qué cosa, hacia una de las habitaciones del anexo, en el cual a veces un huevo de cristal caía solo en el silencio y apuesto a que el niño de la fotografía oía, en tantas ocasiones tiré de la cuerda para él sin que mi marido sospechase que cada huevo era mi manera de llamarlo por un nombre que ignoraba cuál sería, tiraba de la cuerda y los hombres a quienes la vida, qué cosa, no estoy aquí para contemplar tu gallina, mientras yo esperaba que las alas de ellos acabasen de agitarse y me concediesen puedes marcharte, Amélia, buscando lo que quedaba de usted en la sábana y me parecía un miedo a la oscuridad del tipo del mío, los hombres se recogían a gatas ocupados en recoger la ropa, mira esta pierna, este codo, este dedo meñique que al final no perdí, qué gracioso, y se reunían hasta formar una persona que luchaba con los cordones de los zapatos cambiados y una voz desde lo más oscuro de la oscuridad en la que amenazas de brujas al final árboles, matas
—Deja que me vista en paz
una voz no de adulto, de cualquier cosa en el arcón, tal vez un vestido de bautizo, tal vez el silbido de los conejos
hace mucho tiempo
en una esquina de quinta después de las vendimias, los bueyes que transportaban las uvas oliendo a tierra, los cordones con los dedos
eran los cordones que hacían un nudo en los dedos
mi marido me seguía con alivio, olvidado del vaso, cuando llegaba del anexo durante otro vals, otro tango y volvía a instalarme en la silla cubriendo con la falda
pensaba él
el pudor de las rodillas sin entender que era el olor a las vides y la fuga de las liebres lo que escondían mis manos, aquellos hocicos tan rápidos por un segundo eternos, mi vida que en esa época no iba para atrás, qué cosa, iba para adelante sobre todo después de la lluvia, se abría la puerta y las tomateras relucientes me saludaban
—Amélia
no estoy exagerando
—Amélia
mi marido plantado en la barra calentando la cerveza en la palma hasta acabar el baile, es decir, el piano, un armario inútil contra los festones de la pared, el acordeonista tensaba los tirantes del instrumento con el gesto de quien se desviste y en lugar de desvestirse lo acomodaba en el estuche, se levantaba el cuello de la chaqueta y desaparecía en la calle sin que nadie comprendiese para qué suburbio iba y tal vez ningún suburbio, tal vez nadie a su espera, apenas un gesto de adiós no infeliz, distraído, hasta mañana, señores, siendo que con señores se refería a los camareros que despejaban la sala y limpiaban el suelo con una fregona rápida, excepto lo que le pagaba a mi tía contando billetes con la saliva del pulgar, tres billetes esta noche, señora, que su sobrina dejó a un cliente sin poder salir de la habitación a vueltas con la gallina, fueron a llamarlo y él con los dedos cambiados tras fugas de liebre
—¿Sienten el olor de las vides?
sin hablar del niño de la fotografía que a esa hora de la mañana envejecía de cansancio, con el pelo canoso, arrugas, espasmos de la hernia, murmurando a la cerveza o a mi tía mientras que una pequeña aspa de sol, venida del lado de Góis, manchaba los festones de papel que la noche remendaba y componía, le doy seis billetes por ella, convencido de que yo tenía los treinta años de mi cuerpo y sabía lavar y planchar y ocuparme de un pisito casi pegado al castillo donde los pavos reales desde hace ocho siglos en la hiedra de las almenas abajo los sarracenos viva Portugal, y coserle la ropa y hacer la comida cuando sólo sabía tirar de la cuerda de la gallina, recoger el huevo en la palma y ver a mi marido a quien el veneno de las cucarachas se le había acabado llevando hacia el balcón la escopeta con la culata suelta y un solo cañón que había pertenecido a su padre, apoyando en el hombro aquel cacharro inútil con el aspecto falsamente diestro de los objetos innecesarios, levantándola despacito con uno de los ojos cerrados en dirección a las exaltaciones patrióticas encaramadas ya en esta piedra ya en ésa, esperaba que uno de los machos hinchase el papo hacia las nubes, en cuanto abajo los sarracenos mi marido con la boca
—Pum
y una gaviota colgada de los melocotoneros de los patios o ahogada en las escudillas de los gallineros con gran susto de los gansos, mi tía a mi marido once billetes, mi marido incapaz de mirarla de la misma manera que no miraba a nadie, se dirigía a las personas con la cabeza gacha estudiando los pulgares y ahora estudiando los pulgares amarillos de espuma en el vaso de cerveza seis billetes y medio y ni una palabra más, me acuerdo de mi primera capelina nueva
azul
y de la pequeña aspa de sol que llevaba consigo una acacia
un helecho
pzgtlms
la sombra de una acacia se arrastraba sobre los codos en las tablas y subía hacia el entarimado a escondidas de nosotras, mi marido se rascaba un pulgar con el otro pulgar y los pulgares asentían
—Ocho billetes
llamo siempre helecho a las acacias, no haga caso, si el helecho o acacia adivinase que yo reparaba en él me saludaría enseguida
—Amélia
mi madre interrumpiendo el negocio
—¿Tú les das confianza a los árboles?
y por tanto yo muda en el asiento con la sombra en uno de los tobillos y el segundo tobillo libre, así que los dos pies agarrados quién me ayuda a caminar
respondan
si mi sombra detrás de mí yo con miedo a ella
—Suéltame
me detenía y la sombra quieta también estorbándome los movimientos, la cabeza minúscula, las caderas enormes, alzábamos al mismo tiempo el brazo y cuál obedece a cuál, cuál de las dos manda, me volvía de frente con las manos en la cintura no te tengo miedo, mis manos cinco dedos, las de ella ninguno confundidas con la cintura, aparté los dedos y la sombra, imitándome, cinco también, más largos que los míos, el del medio en una piedra, los restantes en la hierba, al rascarme la cabeza desaparecieron de nuevo, mi mentón normal, su mentón extraño pero ni cejas ni nariz, una oreja a lo sumo y sin embargo me oía, si mi marido apuntase la escopeta e hiciera
—Pum
con la boca la sombra muerta en el suelo, cubierta de hormigas como los cadáveres de los sapos, volvía al día siguiente y casi ni sombra ya, mitad de la cabeza, mitad de las caderas agujereadas, el resto se lo llevaron los cuervos, mi tía a mi marido diez billetes y la gallina de regalo, el helecho
o la acacia
me aferraba a la silla y cómo salgo de aquí, con la cara tapada dejo de respirar y después, mi marido examinando la gallina
—No vale un pimiento, tiene el pico roto
la cogió, encontró la cuerda
—¿Es así?
y las alas hacia arriba y hacia abajo con un esfuerzo oblicuo, fuera de mi palma me pareció fea y sin vida y no sólo el pico, la pata izquierda rajada, cuando no movía las alas era un ser incapaz de defenderme de la oscuridad, mi marido la guardó en el bolsillo y por primera vez los ojos se desviaron de la cerveza hacia mí
—Se llama Amélia, ¿no?
mientras que la acacia
o el helecho
se desviaba en dirección al piano y yo libre, en el pisito casi pegado al castillo sólo nubes cruzando el balcón desde el interior hacia el mar y el tiempo sin necesidad de relojes porque siempre las tres, ningún silbido de conejos, ningún olor de vides, un grillo en una jaula de caña y yo inventando las tomateras relucientes por la lluvia a partir del grillo, es decir, patitas ansiosas, antenas que indagan, grillos en las raíces, en los bancales, en el interior del viento, con los grillos bueyes husmeando la tierra y yo
ay la tierra
husmeándola con ellos, tumbada en el suelo del eucaliptal cuando el zahorí giraba en círculos sin fijarse en los guijarros con una horquilla de manzano y todo el mundo a la espera, avanzaba y retrocedía en una marcha de ciego, la horquilla se inclinaba temblando e insistía en un talud que el arado rechazaba y él con el tono de quien despierta en otro lado
—Ahí
se cavaba un pozo y nuestra cara reflejada deshaciéndose y rehaciéndose abajo, yo en el suelo del eucaliptal por una vez sin sombra dado que las hormigas y los cuervos
mi marido a mi tía probando la gallina
—¿Y la ropa de ella, señora?
me llevaron mitad de la cabeza y mitad de las caderas, yo sólo una parte que sobraba de mí y agujereada y torcida, no existo, no soy y el rumor de los eucaliptos que atraviesa lo que no soy mientras que la sombra del zahorí, ésa sí entera, el zahorí existe, gracias a Dios uno de nosotros existe, gracias a Dios la sombra de uno de nosotros en las ramas y las ramas que se doblan a pesar de él sin peso, vi la sombra del sombrero, de la horquilla, de los pantalones en el interior de las botas, nunca lo vi a él, la sombra verdadera, a él no, él trazando círculos sin fijarse en los guijarros y la sombra consigo, mi familia en el campo labrando a la espera de que la horquilla se inclinase de repente
—Ahí
en un talud que el arado rechazaba y se reflejase en el fondo del pozo deshaciéndose y rehaciéndose en una penumbra de agua, la sombra del zahorí me cogía del codo, pensé
—En el caso de que me recoja el pelo, ¿seguiré teniendo una oreja?
pensé
—En el caso de que separe los dedos, ¿algún dedo en las hojas?
y claro que ni oreja ni dedos puesto que las hormigas y los cuervos, un zorro, los perros, tres perros que me disputaban el hombro, escapaban entre las zarzas y sin embargo ni hombro, qué pretende usted si sólo su sombra, no la mía, entre los troncos de los árboles, fíjese en cómo el viento no se detiene en mi cuerpo, me agujerea, fíjese en que si intento un gesto no hay gesto alguno, sólo toca bayas y guijarros, sólo desabrocha una ausencia, el sombrero aumenta, la horquilla en el suelo y sin embargo la horquilla sin sombra y sin embargo la horquilla tampoco existe, es decir, existe pero no es sombra y sin embargo no está, o está inclinándose de repente, si me levanto un poquito y observo veo el arado, uno de los bueyes, la veleta del hórreo averiada hace años siempre apuntando al sur, la horquilla donde no estoy señalando a mis tíos
mi marido busca en los cajones
—¿Su sobrina sólo tiene esta ropa, señora?
un misterio de lodo, el agua primero negra y después marrón y después invisible o sea se notaba su ruido, se sentía en la carne, se volcaba en barreños y las tomateras relucientes, rojas, los eucaliptos
—Pzgtlms
en cuanto la sombra de una rodilla me dividía las rodillas que no tenía, en cuanto un soplo que la veleta no prolongaba con el pico del gallo oxidado, abierto, en el que fuera mi cuello, es probable que hablase conmigo pero no lograba oír por no tener oídos, me recogí el pelo y
tal como suponía
ninguna oreja en realidad, es probable que hablase con él si las hormigas y los cuervos o el zorro que matamos en la trampa
se quedó atrapado por el lomo y entonces la escarda, la podadera, un cuchillo
—Hijo de puta
entraba y salía, tropezaba con un hueso, se desviaba del hueso, los pulmones pffff, me acuerdo de mi tía
—No le estropeen la piel
y le estropearon la piel que apestaba a bosque y a sangre y a tripas, si me hubiesen dejado
y no me dejaron
la lengua, le preguntaría
—Y dígame: ¿yo a qué apesto?
la sombra en lo que debía ser mi cuello apestas a lodo, el agua primero negra y después marrón y después invisible, las hojas y las bayas de eucalipto, el bosque, la sangre, las tripas
mi marido
—¿Su sobrina sólo tiene esta ropa?
mi tía a mi tío, a los otros, a un brazo de sombra que enderezaba el sombrero, disminuía sobre mí, co
—No le estropeen la piel
gía la horquilla y la horquilla de nuevo una sombra también
apestas a agua
mi marido nunca me dijo que apestaba a agua, mi marido nun
diciendo que apestaba a agua y se marchaba con ella, en el sitio de arrabal donde trabajé mi sombra ausente, yo sola, en cuanto reparaba en los hombres que hacían nudos de cordón en los dedos y cuya vida en lugar de ir para adelante iba para atrás, qué cosa, debido a que ellos ni sombra siquiera, ellos ninguna sombra, ellos nada, a lo sumo voces
—Deja que me vista en paz, vete
boca abajo en el colchón recogiéndose a sí mismo ocupado en recoger la ropa
—¿Su sobrina sólo tiene esta ropa, señora?
hasta formar un adulto con el retrato de un niño fallecido dentro, yo los ayudaba así como ayudo a mi marido
—Mira que no es ése el botón
yo los ayudaba
—Mire que no es ése el botón, señor
así como las ayudaba a ellas, Marlene, Micaela, Vânia, Sissi, Soraia, pobre, antes de enfermar, que no digo que viniese todos los días pero por lo menos nos visitaba una vez por semana en el pisito que perteneció a mi suegra, casi pegado al castillo, cada visita un novio diferente
—Le presento a mi novio, doña Amélia
hasta que a partir de cierto momento únicamente el hermano menor y Rui, Soraia en el balcón intentando distinguir la otra margen
—No se ve la otra margen, qué pena
y cuando le pregunté por qué la otra margen me respondió margaritas, yo mostrándole uno de los patios donde por casualidad ninguna gaviota muerta hay margaritas allí, Soraia no son esas margaritas, doña Amélia, sin que yo entendiese a qué margaritas se refería, flores que debía de haber perdido hacía años como yo había perdido mi sombra y la fuga de las liebres, hay momentos en que me parece encontrarla en el sótano al encender las luces y una forma oscilante en la pared, creo que el zahorí pero es Sissi cantando, mi marido a mi tía al prepararme el equipaje, es decir, una bolsita casi vacía, sólo huevos de cristal y el olor de las liebres
—¿La sombra de ella, señora?
mi marido intentando descubrir las margaritas porque también él de pequeño
—Todavía me acuerdo, Amélia
y los ojos vueltos hacia dentro donde se me antojó que una cuna en una habitación vacía y en cuanto mi marido
—No puedes entender
solamente el mordedor de la cuna, un collar de conchas que se desgranaba en un arabesco oxidado y una campanilla con nanas desprovista de música, me dio pena su huérfana mirada de soslayo
—¿Has visto mi cuna, Amélia?
mostrándome una habitación vacía mucho más pequeña que cuando la dejara, un ventanuco hacia unos tallos que ni margaritas eran y en lo que quedaba del esqueleto de hierros la campanilla amortajada en una espiral de óxido que mi marido no lograba limpiar
—No logro limpiarla, Amélia
a pesar de haberla desmontado para estudiar su mecanismo con la esperanza de una lenta cantilena deletreando calla, niño, mira que viene el coco y a pesar de mis esfuerzos ni una nota, Amélia, lo único que pido es una notita que me devuelva a mi madre con dieciocho años, embalsamada en un marzo de golondrinas y la luz de las seis que yo pensaba vivir en un barreño de la colada, no esta vieja que apenas conozco y no da muestras de conocerme pues pasa a mi lado como si yo fuese un extraño ordenando
—Despeja el pasillo
tiende las camisas de mi difunto padre entre la indignación de los pavos reales, mi marido con una voz que extraía del arcón junto con las fotos y yo recibía con miedo en la palma así como recibiría esas cintas antiguas que se rasgan si las tocamos
—Ayúdame a encontrar al que fui, Amélia
una habitación que desconozco en qué barrio, en qué calle, en qué casa y él me manifestaba unas veces grande otras exigua de acuerdo con los caprichos de la memoria insistiendo no se pierde la luz de las seis como quien pierde una llave, devuélveme la luz de las seis, Amélia, Soraia la luz de las seis, señor Osório, cree que la luz de las seis, Rui creyendo que podía vendérsela a los caboverdianos de Chelas, calentarla en la cuchara, cortarla con limón, inyectarla en las venas, es la luz de las seis, Rui, levantar la tapa del arcón y sólo papelitos, moho, la luz de las seis, qué ha sido de la luz de las seis, mi marido sonriente ante una cuna con su campanilla nueva que pedía calla, niño, mira que viene el coco, mi marido mientras mi suegra despejaba el pasillo
—¿Dónde estaba la casa, madre?
un embustero que se decía mi hijo como si yo no conociese a mi hijo, como si mi hijo no estuviese conmigo jugando muy tranquilo con un collar de conchas, un hombre gastado en compañía de una mujer sin sombra casi tan gastada como él, una persona llena de pendientes y anillos y dos muchachos delgadísimos que me abrían los cajones y revolvían en las ollas
—¿Dónde estaba la casa, madre?
si fuese mi hijo de verdad sabría dónde estaba la casa, elegiría sin vacilar la Travessa de São Bernardino y la segunda puerta a la izquierda, no necesitaría hacer preguntas, amenazar a los pavos reales con la escopeta haciendo pum con la boca y matando a las gaviotas, la Travessa de São Bernardino antes del convento, de vez en cuando una novicia recogiendo mandarinas del suelo, a las cuatro de la mañana rezos en la capilla y el perdiguero del inspector fiscal que gruñía de sueño, les ha pasado alguna vez despertarse a las cuatro de la mañana con los rezos en la capilla y el embustero como si un eco de oraciones en cualquier punto de él, la persona de los anillos intrigada, bastaba mirarla y se comprendía que una cuna también aunque más modesta que la nuestra y no de hierro pintado, de madera ordinaria en la que me daría vergüenza hacer dormir a mi hijo
—¿Qué ha pasado, señor Osório?
el perfume primero que ella, se sentía el perfume antes que alguien en los escalones, el perfume en la sala pidiendo autorización
—Permiso
y la mujer gastada al que no era mi hijo
—Arréglate enseguida que ahí viene Soraia
y a mí me apetecía también una mandarina y ocuparme de la cuna que con los niños nunca se sabe si tienen hambre o anginas, la mujer gastada se disculpaba como si mi deber de madre
—Hace siglos que está encerrada en su mundo, no hagan caso
yo a Soraia hace siglos que está encerrada en su mundo, no hagas caso, no habla, no se preocupa por nosotros, cada tanto da la impresión de que acomoda una manta alrededor del cuerpo de nadie porque nadie es tan pequeño pero no puede ser eso, es el reuma, un muelle del cerebro que vibra sin motivo, hilachas de recuerdos que surgen flotando y se desvanecen y parten, en mi caso
es un ejemplo
el zahorí con la horquilla rota y la podadera a la espalda, sin la mitad de la cabeza porque las hormigas y los cuervos y una sombra de sangre que se sobrepone a la sombra, lo que me pareció una especie de paz en mi tío mirándolo, mi tía acechaba a los vecinos a diestro y siniestro, lavaba la podadera, preguntaba en el hueco de la mano para impedir que el viento arrastrase sus palabras hacia la viña que prolongaba la nuestra
—¿No quieres la pala, Alberto?
una sola bota, los dedos con la esperanza de retenerme aún, hueles a bosque, Amélia, hueles a agua primero negra, después marrón, después invisible, te vuelco en barreños y las tomateras relucientes, rojas, hueles a lodo y a raíces, hueles a bosque, a tripas, el zahorí respiraba pfff en la trampa del zorro y entonces la escarda
claro
el atizador de la cocina, al acercarnos nos miraba con el sombrero puesto apartando los dientes de hierro, preocupado por la rasgadura del calcetín
—No sabía que había zorros aquí
los dientes de hierro donde la carnada de un pedazo de grasa y la veleta del hórreo observándonos furtivamente, mi tía recelosa de la veleta
—Alberto
por qué recelo si era un gallo incapaz de cantar, una cresta de aluminio, una cola amarilla
hueles a bayas, Amélia, no te preocupes, espera, déjame oler las bayas, hueles a lo que huelen los bueyes al oler la tierra, a lo que huelen las liebres en la cebada, aquellos hocicos tan rápidos por un instante eternos
el zahorí pidiendo
—Ayúdame aquí, Alberto
el zahorí pidiendo masajes en la pierna
—Ayúdame aquí, Alberto
se daba cuenta de la tijera con la que cortábamos los racimos, se callaba, la sombra más espesa ahora, los dos brazos un brazo solamente que se encogía, retrocedía, la horquilla apuntaba a mi tío antes de caer en las hojas y dejar de ser sombra de horquilla para ser apenas horquilla, un asta de manzano pulida por el uso que mi tío pisó, la cabeza sin sombrero, o sea dos orejas que aumentaban, la sombra de la bota libre pedaleaba en el suelo, alcanzaba a mi tío y se apartaba de él pues la tijera, lo que debía de ser una boca
la sombra de una boca
lo que era una boca, lo que comprobé después que era una boca
—Somos amigos, ¿no, Alberto?
el sombrero junto a mí, no sombra de sombrero, sombrero, verde con una cinta y en la cinta un cigarrillo
se encendía una cerilla mientras que cavaban el pozo no había sombra de la llama, cuando el palomar ardió me acuerdo de la sombra en la pared de la pocilga, de la sombra de las llamas y de la sombra del humo, de los cubos con los que llegaban los vecinos corriendo, de las sombras mezcladas de los cerdos, un solo cerdo con tantas narices, tantas colas, la tina de las sobras caída, las sombras de los vecinos confundidas también
hueles a hojas de eucalipto, Amélia, hueles a bayas, hueles a bosque, a tripas, a lo que huelen los animales y yo de bruces en la tierra
se veía el Caramulo
me acordaba de las moras en el camino del pinar, mi tía si comes moras enfermarás del hígado, mi tío, contra las órdenes del médico, se servía de la botella en el aparador, se despertaba y sus pies descalzos bebiendo, no mi tío entero, los pies descalzos, oía el sonido de la botella cuando la posaba de nuevo, el médico
—No vas a durar ni seis meses, Alberto
y no duró
mi tío se abrochaba la chaqueta después de la revisión, la barriga hinchada, la nariz tan blanca
—Con tal de que me quede tiempo de acabar con un zorro que yo sé
la sombra del zorro del zahorí acuclillada en la trampa, la sombra del sombrero que mi tía aplastó con el zapato, Soraia en el apartamentito casi pegado al castillo
—Yo no quiero ver, doña Amélia, no puedo ver
en cada mano del zorro cinco dedos y cada dedo separado de los restantes
—Si se trata de tu sobrina, sigue virgen, Alberto
antes de la primera vez que la tijera, y en el momento de la segunda vez que la tijera
—No me hagas daño y cuéntale a tu tío que sigues virgen, Amélia
supongo que mirándome y sin embargo quién puede explicar hacia dónde miran las sombras, la tercera vez que la tijera el zorro callado y la lengua oscura en la boca
la sombra de la lengua oscura en la sombra de la boca
o si no un terrón de tierra, o si no un guijarro, o si no mi tía dado que su sombra superpuesta a la de él le cubría la garganta con un trapo para impedirle hablar, un agua negra en el pañuelo y después marrón y después transparente, los labios huecos en las hojas, la ropa hueca
hueles a lo que huelen los bueyes al oler la tierra
no era yo quien olía a bayas y a bosque, a lodo, a raíces, a agua, era él, tuve la impresión de que
—Alberto
y no fue mi tía
—Alberto
fue el gallo de la veleta, fue él, no lo puedo asegurar, creo que fue él
—Si se trata de tu sobrina, sigue virgen, Alberto
limpiarle la tijera en la camisa
o en los bajos de los pantalones, Soraia se escapaba hacia el balcón donde una hembra de pavo real
¿cuál?
sollozaba
—No quiero ver, doña Amélia, no puedo ver
los limoneros de los patios respiraban fuera y mi suegra encerrada en su mundo hace siglos con su sordera y sus baúles llenos de fruslerías dando cuerda a lo que imaginaba que era una campanilla
y ahora arrojar el cuerpo al pozo y sellar el pozo
—No había agua, era un error
a pesar de nosotros reflejados abajo, mi tía, mi tío, yo, tres cabezas con una nube por encima
ninguna nube, un pliegue del agua
ningún pliegue del agua, un saco de cal viva sobre el sombrero y la horquilla
hueles a hojas de eucalipto, hueles a ramas, si se trata de tu sobrina, sigue virgen, Alberto
borramos las marcas con arbustos, esperamos que las zarzas creciesen en el lugar donde él
donde su sombra o una bandada de garzas de la represa a la laguna, cuántas noches, por ejemplo, tengo la certeza de encontrar a Soraia en el rellano a mi espera
—Necesito hablar con usted, doña Amélia
y al llegar al felpudo
Dios sabe lo que me cuesta llegar al felpudo a los setenta y tres años
setenta y tres años, no a los dieciséis ni a los treinta, a los setenta y tres años
al meter la llave en la puerta, al invitarla
—Entra
reparo en que estoy sola con la cavilación de los pavos reales, no digo que viniese todos los días pero por lo menos nos visitaba una vez por semana a mi marido y a mí en el pisito en el que vivíamos casi pegado al castillo y aunque no tuviese dinero y empeñase los vestidos siempre algún regalo bonito, un paquetito de té, un detalle de cerámica que podía no ser caro pero le causaba algún trastorno, Micaela me dijo que antes de salir con el cliente de la mesa nueve al hostal o a la pensión
se habla español english spoken
donde reservaba las habitaciones
un mostrador con banderitas
hasta de Costa de Marfil, doña Amélia
un viejo medio majareta en el tejado que se entendía con las palomas
llegaba a la cocina y pedía los restos de bocadillos y pasteles que el fino de mi perro
un mastín con lazo
adora y no era el fino de mi perro el que se los comía al llegar a casa, era ella, el gerente la reprendía por acompañar a un caballero de posición con un paquete bajo el brazo, hay clientes a los que no les gusta, Soraia, pareces una pobre con las sobras, el fino del perro que apareció más tarde en Fonte da Telha murmurando disgustos en torno al cadáver de Rui y alguna ola se lo llevó, el policía al notar su falta
—¿El mastín?
como si el mastín pudiese contarles que el martes veintiuno de septiembre de mil novecientos noventa y ocho llegamos a Fonte da Telha en el autobús, el difunto y yo, caminamos a lo largo de las dunas donde golletes y sandalias e inmundicias y latas, extendimos la toalla en la arena, nos tumbamos en el sitio en el que nos tumbábamos siempre, detrás de las cabañas, donde las calandrias ponían huevos en un peñasco con sauces llorones, mirando el mar por otra parte a esa hora más esmeralda que azul debido
pienso yo
a un montón de algas de la corriente de la víspera, la cual determina un desplazamiento de las gaviotas hacia la Costa da Caparica propiamente dicha o aún más lejos, a saber Santo António da Caparica, São João da Caparica, Bico da Areia, Alto do Galo o incluso Trafaria, esas cabañas mortuorias donde
salvo error en Bico da Areia pero necesitaba informaciones complementarias para fundamentar mejor lo que declaro
donde por tanto, y bajo reserva, una mujer de edad comprendida entre los cuarenta y siete y los cincuenta y tres años frotaba con el delantal las mesas de una terraza no lejos
¿veinte metros?
de una casa
de una chabola
de una casa tipo chabola con una genciana
de eso estoy seguro
marchitándose alrededor, y retomando, después de esta breve y quizás innecesaria digresión las declaraciones que leeré, daré como buenas y firmaré, extendimos la toalla y nos desnudamos mirando el mar, comprobamos que la jeringuilla seguía en el bolsillo así como la cuchara, el encendedor y el equivalente a once dosis de heroína adquiridas en Chelas, en el transcurso de la semana inmediatamente anterior al día que arriba he mencionado, a personas cuyo nombre, domicilio y profesión
además de estado civil, nacionalidad y señas particulares
juramos por nuestro honor desconocer, después de lo cual llevamos el codo a la altura de los ojos para evitar la excesiva luz solar que el firmamento
desprovisto de nubes
volvía incómoda para nosotros, con la vista ya debilitada por la administración cotidiana dos veces al día de estupefacientes con según todas las probabilidades elevado grado de impurezas, algunas de ellas hepatotóxicas y por lo menos una nefrotóxica
para mejor aclaración de lo que afirmamos consultar el anexo 2
(dos)
del informe de la autopsia
con la vista ya debilitada por la administración regular de estupefacientes además de la existencia irrefutable de un glaucoma congénito
anexo 4
(cuatro)
del mismo informe
con probable reducción de los campos visuales sobre todo a la izquierda, extendidos en decúbito dorsal en la toalla oyendo la monótona sucesión de las olas
(nota al mensaje sin la rúbrica del inquirido aunque aceptado por el juez instructor después de consulta telefónica a la capitanía del puerto de Lisboa donde me hicieron esperar una eternidad a pesar de conocer mi condición de magistrado, lo que motivó de mi parte una protesta enérgica aunque sin respuesta que, a juzgar por la demora en el teléfono, no creo que llegue, nota al margen bajamar a las doce horas treinta y tres minutos que se acentuó si no fue a las doce y treinta y tres minutos fue a las dieciséis y cuatro que en el despacho del capitán una confusión de papeles que el señor juez no imagina)
nosotros, decía yo, en la toalla, oyendo la monótona sucesión de las olas definitivamente iguales como domingos de invierno, yo escribiendo a máquina mientras mi compañera da de comer a nuestro hijo sugiriendo podrías dejar eso un momento y ayudarme con la mierda de la papilla que el niño no para de ensuciarme, lo que llevó a dos errores corregidos de mi puño y letra al final de la página, esperando que el jefe de la brigada
—El día en que hagas un auto en condiciones tiraré cohetes
no me obligue a teclear todo de nuevo, nosotros por consiguiente en decúbito dorsal en la toalla, hasta
aproximadamente
las dieciocho horas treinta según testimonio de dudosa fidelidad procedente de la notoria embriaguez del interrogado y sin embargo el único que nos fue posible recoger, según consta en el capítulo 4º
(cuarto)
Discusión y Conclusiones
del presente, y único que nos fue posible recoger debido a la hostilidad
y desconfianza
manifestadas por los habitantes de Fonte da Telha
con excepción del alcohólico fraternal
en relación con los esfuerzos, buena voluntad y legítimo deseo de precisión de la policía y los ingratos, faltando a la verdad y sujetos de procedimiento legal
lo que les fue, en varias ocasiones, comunicado
insistiendo en no sé, no lo vi, no hablo con ustedes, suelten a mi cuñado primero y después conversamos, y por tanto sólo nos es lícito suponer que Rui
que yo
indiferente al mastín que nunca me gustó y los caboverdianos no me quisieron comprar, con un lazo al cuello
tan estúpido, señores
corriendo por el asfalto y ladrando a las cañas, cada vez que se acercaba a mí lo rechazaba con la rodilla
—No me molestes
y el idiota, en lugar de entender, más encendido de ternuras todavía, convencido de que yo era Soraia tratándolo de querido mío y compartiendo con él las sobras del sótano, a las seis y media, cuando el sol dejó de fastidiarme, fui calentando uno a uno los paquetitos puede ser que demasiado parduscos pero qué importaba eso si no quería volar, si a las nueve de la mañana
(nueve horas y once minutos, palabras de la declarante Maria Alice Nunes Garcia, enfermera de 2ª
segunda clase que había entrado en su turno con ligero retraso y desagrado de la responsable del servicio, cerca de cincuenta minutos antes)
me llamaron del hospital para comunicarme que Soraia, yo miré el teléfono como si el teléfono
colgué, arranqué el cable del enchufe como si el teléfono
golpeé con él la esquina de la mesa de la cocina hasta romper la baquelita, abollé el timbre, destruí la resistencia, deshice las bobinas, tiré todo aquello que me mentía
Soraia no
sobre la alfombra puesta a secar en la trasera de Príncipe Real donde no me miraron desde la empresa de oficinas al otro lado de la calle en la que una mecanógrafa me sonreía a veces
o yo inventaba que me sonreía a veces, una rubia delgadita quién sabe por qué triste y las rubias tristes dan más pena que las morenas puesto que no lloran, se destiñen, habiendo la enfermera de 2ª
(segunda)
clase Maria Alice Nunes Garcia oído ese sonido uniforme y monótono
no monótono como las olas que se interrumpen y recomienzan
el sonido monótono y continuo de las llamadas cortadas, ante lo cual, cumplida mi obligación de comunicar el fallecimiento del enfermo y teniendo en cuenta la cama que urgía cambiar y la burocracia inherente a un óbito que me correspondía resolver, llamar al médico, los camilleros, dar parte a la contabilidad, identificar el cadáver con la placa obligatoria y el sello de la unidad en la frente, colgué, habiendo a la mañana siguiente tomado conocimiento del fatal desenlace del cohabitante del enfermo, que se presentaba de modo abusivo declarando ser su esposo, refiriéndose a dicho enfermo como persona del sexo femenino lo que de modo comprobado no era, habiendo tomado conocimiento del fatal desenlace por las noticias del periódico, y ya que estamos aquí y para que quede claro en esa cabeza dura
disculpe si lo ofendo
no tengo tiempo ni ganas de almorzar con usted, señor agente, que para colmo lleva alianza, dígame en qué parte firmo que tengo que ocuparme de mis cosas
tiré todo aquello que me mentía
Soraia no
sobre la alfombra puesta a secar, me acuerdo apenas de haber levantado el ladrillo en el que escondía la heroína, no me acuerdo de silbar al mastín aunque acepte que tal vez lo haya hecho porque a Soraia, tierna como era y deseosa de que nos llevásemos bien
—Te ocupas del animalito, ¿no? Prométeme que te ocupas del animalito
le habría gustado, sin duda, puesto que la conozco, que el animal se quedase conmigo, conservo una imagen difusa del autobús a Fonte da Telha, sobre todo de una señora de edad instalada a mi lado que me solicitó
—¿Puedo hacerle una caricia?
al mismo tiempo que me aturdía con el episodio lleno de ramificaciones y minucias de un basset que le desapareció en la iglesia de São Domingos, supongo que robado por un mártir cualquiera, encaramado en el altar con una expresión inocente entre velas y flores y la señora, sumergiendo los dedos en el pelo del mastín, déjeme que lo coja en brazos para matar la nostalgia aunque sea cinco minutos, yo que sentía alguna felicidad en el hecho de que existiesen personas aún más solas que yo, felicidad que sin duda me estimuló a extender la toalla en la arena, a calentar en la cuchara las dosis de heroína
no once, corrija once, diez, recogiéndolas una a una en la jeringuilla sin importarme que reparasen en mí y no puedo asegurar que los pescadores o los habitantes de las cabañas no reparasen en mí puesto que tal vez yo con dinero, tal vez mi camisa o mis zapatillas o algún anillo que el drogadicto por casualidad usase y que compraban sin duda en Barreiro o en Almada, sentía la esperanza de ellos y la esperanza de ellos me ayudó a no darme cuenta casi de la goma en el brazo, de la aguja, de nada, ¿entiende?, a no darme cuenta casi de nada que no fuese el mar.