capítulo

Me gustaba ir a Príncipe Real los domingos a causa de los sombreros, capelinas, chisteras con cintas de raso que caían espalda abajo, cascos que parecían metálicos y eran de fieltro con penachos azules, en Bico da Areia el armario con espejo cuyo reflejo se deformaba antes que nosotros, que sin ningún dolor examinábamos la rodilla porque la imagen la examinaba y la cubríamos de tintura porque ella la cubría, el armario casi vacío, unos trapos, unos cinturones, unas chaquetas de lana mientras que en casa de mi padre la ropa de mujer ocupaba la cocina, la despensa, se desparramaba en el sofá con desperezo de mangas, doña Helena, apartando las telarañas del olor a perfume, me posaba en el suelo despavorida, Rui

Rui todavía no en esa época, Luciano, Tadeu

pasaba al fondo

me pareció que desnudo

sin un buenos días, un hola, me viene a la memoria un señor con el pelo canoso que encajaba un billete bajo el pie de la lámpara mirando de reojo el teléfono, mi padre

—¿Estás seguro de que tu esposa no lo sabe?

la billetera salía de la chaqueta, dos billetes, tres billetes, mi padre serenándolo cubría el teléfono con la mano

—No lo sabe

el señor Couceiro incómodo quién sabe con qué me cogía de regreso a Anjos, me alzaba un centímetro o dos y doña Helena

Jaime

el señor de pelo canoso, fingiendo estar de visita, elaboraba diente a diente una sonrisa complicada tratando a mi padre de señora, buscando en la mejilla el rímel que le faltaba al payaso, pidiéndonos disculpas por las gotas de los ojos que resbalaban por el nudo de la corbata, el mastín del lazo le restregaba intimidades en las piernas y el señor de pelo canoso que parecía mendigar crean en mí, si no es mucho pedir hagan como que creen en mí

—Nunca me había cruzado con este animal en mi vida

en Bico da Areia, en diciembre, la lluvia se lamentaba de aquella forma en los cristales, veía las nubes llegar una a una empujadas desde el este sobre la cresta de la sierra, nubes con miedo a las compañeras, a los amigos, a las esposas

—Si no es mucho pedir hagan como que creen en mí

me acercaba a la ventana y el mar junto a las casas, cuando las olas se retiraban un caballo ahogado en la playa y un albatros que nos vigilaba desde arriba, los gitanos anudaron las patas del caballo con una cuerda, ataron la cuerda a la furgoneta y lo arrastraron al viento en dirección al pinar, mi madre se apoyaba en la puerta después de tapar los cristales con una prisa de toallas y el miedo en su cara igualmente, las piernas y los brazos que una cuerda anudaba perdiendo en la tierra las zapatillas, las medias, el caballo sepultado, mi madre sepultada y el invierno que me perseguía en el interior de la casa, si no hubiese sido por el enano de Blancanieves o uno de los muelles del colchón

—Está allí

no me habrían descubierto nunca, los muelles del lado de mi padre donde él arrugaba y alisaba la colcha, examinaba los pliegues de la camisa, creía que una mancha, protestas, alboroto y no una mancha, comprobaba el peinado con las palmas ahuecadas, todo como debe ser, padre, no se preocupe, se estudiaba de perfil en una postura de torero o de friso egipcio y ni barriga siquiera, ¿está satisfecho, padre?

¿está tranquilo?

deje de arrugar y de alisar la colcha, de regresar a la mancha estirando la tela

—Juraría que una costra

una vez sepultada mi madre quién se hace cargo de mí, me da de comer, me duerme, no mi padre siempre alisando la colcha, quitándole un pelo o una pluma invisibles, levantándolos contra la luz, la maleta fuera, en el escalón, el armario abierto, el espejo contra la pared y sin embargo nosotros

qué fastidio

en ninguna parte a no ser aquí, cuando estoy en el espejo me quedo lejos y zurdo, vivo entre objetos al revés que no me dicen nada, no me llamo Paulo, el payaso en la estación de autobuses más allá de los pinos transportando la gabardina como una cosa viva, comprobando aún la ausencia de la mancha, en Príncipe Real capelinas, chisteras con cintas de raso, boinas doradas, penachos, no Rui en esa época, Luciano, Tadeu, el hindú delgadito empleado en una joyería, inmóvil en el umbral observando cómo doña Helena devolvía el dinero al señor de pelo canoso

—Guárdeselo

una voz que yo le desconocía, el labio de ella vibrante, algo en los gestos ordenando

—Cállese

me probé la capelina estirándola hacia abajo para no verla, sólo el suelo y en el suelo los tobillos del hindú descalzo, mi madre en Bico da Areia arrugando la colcha sin alisarla nunca, yendo a buscar una tijera a la cómoda para rasgarla, cada veinte minutos el autobús de Lisboa pasaba por la carretera y el revoque de la sala se despegaba más, la lámpara palidecía ofreciéndonos sombras que la tijera cortaba, la sombra de la lámpara, la sombra del enano

—Corta al enano, tijera

la lámpara crecía y el enano completo

incluso hoy, transcurridos veinte años, si yo pudiese lo rompería

en los días de gripe el señor Couceiro plegaba el periódico como un acordeón dejando caer pedacitos al suelo, mostraba la hoja y una guirnalda de seres cogidos de la mano, el reloj de la iglesia flotaba en la cortina

la cortina se mantenía fija, era el reloj quien, las agujas, los números romanos

y poco después las ocho, una desbandada de pájaros, doña Helena

—Son las cinco

fue a buscarme a Bico da Areia con el señor Couceiro, no me acuerdo del mar ni de los caballos ese día, me acuerdo del automóvil con ruedas de madera, golpear y golpear en el ropero no por hambre, que no tenía hambre, por

de mi madre ofreciendo sillas, es decir, las dos que teníamos y el sofá de lona apoyado en la escalera porque le faltaba una pata, de la casa que se volvía más modesta con la visita de ellos, o sea la asistente social, una señora fuerte y un hombre con bastón a la espera en el portón que, si se lo permitiesen, golpearía en el aparador como yo, la terraza una cabaña de tablas con ladrillos y sacos de cemento en un rincón y el balcón desierto, con espirales de vieiras que las olas rechazaron, golpear en el armario mientras mi madre sacudía una taza con una mosca dentro y la mosca

enorme

en la alfombra anunciando

—Soy una mosca

no me acuerdo del mar ni de los caballos

ninguno de ellos pardusco, todos castaños, viejos

ese día, me acuerdo de mi madre sin una colcha que pudiese arrugar y alisar

—Siéntense, siéntense

ocultar la mosca con el tacón, empujarla hacia debajo del horno y la mosca

—No voy

si al menos diciembre y lluvia, si al menos muriésemos para no morir de malestar, la asistente social firmaba papeles en el mantel de hule, la señora fuerte firmaba papeles, el nombre de mi madre nacía de la cabeza torcida, de los labios apretados para enhebrar el hilo en la aguja

Judite Claudino Baptista

mi madre Judite mi padre Carlos yo Paulo

mi madre es la señora fuerte, mi padre el hombre del bastón haciendo trazos en el arriate y borrando los trazos, si yo adivinase los muñecos de periódico, los japoneses, los árboles

el mes de julio y mariposas en el bosque, de las mariposas me acuerdo, posaban en el muro un único párpado transparente, oscilante, el capó del automóvil de madera unas tablillas y clavos

estropear lo que falta, pisar a la mosca acusándonos debajo de la cocina

—Pasan semanas sin que limpien la casa

tal vez un caballo, el manco que no acompañaba a los otros y no, era el señor Couceiro en el escalón, el párpado el bigote transparente oscilante, dentro de unos instantes el bigote volando sobre el muro

adiós

golpear el ropero con las manos 

¿Cómo se llama tu madre?

No lo sé

Pobres, han perdido la noción de todo algunos no son capaces de reconocer el nombre la fecha de nacimiento el sitio donde se encuentran

no es verdad me encuentro en los plátanos del hospital, tiene una moneda para un café, un cigarrillo, tiene por casualidad un cigarrillo que no le haga falta, amigo

y seguir golpeando para que el hospital no, la asistente social a mi madre

—¿La tarjeta de las vacunas del niño?

el bigote del señor Couceiro en el escalón partía y regresaba, déme un cigarrillo, amigo, en el momento en el que buscan la tarjeta de las vacunas en la caja de la costura, en la lata del pan, en el sobre de las fotografías, déme un cigarrillo, amigo, que la asistente social acaba de encontrar la foto de mi padre con la gabardina en las rodillas arrugando la colcha

—No me eches

y alisándola después, mi padre en la parada de los autobuses de Lisboa, desamparado, huérfano, déme un cigarrillo, el médico a los enfermeros del hospital

—Sujétenlo

impidan que los gitanos le amarren con una cuerda los brazos y las piernas, que aten la cuerda a la furgoneta y lo arrastren al viento en dirección al pinar, plegarlo como un acordeón, dejar caer pedacitos al suelo y una guirnalda de seres cogidos de la mano, una moneda para un café, amigo, un cigarrillo, el hombre con bastón a mi espera en el escalón

mi padre no se llama Carlos así como el payaso no se llama Carlos, se llama Soraia, mi padre hasta el cuello en los arrozales de Timor, doña Helena

—No lo asustes con tus invenciones

no son invenciones

tus japoneses, tus búfalos, ¿quién lo hará callar ahora?

sabía los nombres de los árboles en latín, parecía que le daba pena mi madre mirando las olas, acercándose a la puerta, cerrándonos la puerta y al cerrarnos la puerta nunca nos conoció, nunca me conoció

¿me conoció?

qué se habrá hecho de las perlas de novia, soy capaz de describir su olor cuando me cogía en brazos, mi madre mirando las olas verdes por la mañana casi castañas por la tarde y fue la primera vez que reparé en la botella, una segunda botella detrás de la cocina, una tercera vacía en el lavadero

no, disimulada entre la hierba que sustituía a las flores, en el lavadero agua turbia y arena

no, en el lavadero agua turbia y desechos y una botella

dos

el señor Couceiro metió la tarjeta de las vacunas en la chaqueta y se acabó la casa, no la tuve, puede ser que un tejado en medio de tejados pero qué tejado, Dios mío, apuesto que mi madre no me vio porque la botella, el vaso, la cocina a oscuras o si no la tijera cortando yo qué sé qué, la colcha, muñecos de periódico, el payaso, echa al hijo del marica antes de que se nos quede ahí apoyado en el portón llamando, la parada del autobús de Lisboa avanzó a nuestro encuentro y se desvaneció entre los pinos, el médico o el mulato con navaja de niño, doña Helena a la asistente social

—Se ha dormido, pobrecito

el enfermero telefoneó a mi madre al mismo tiempo que seis palomas se balanceaban en una sola rama de muletas y ella

—Debe de haber un error, no sé quién es

bebe mucho, madre, ¿no?, ¿cuántos años hace que empezó a beber?

y la tijera cortándome, hay fotos de mi padre, hay fotos de ella, que yo sepa no hay fotos mías excepto en la cómoda de doña Helena abrazado al automóvil con ruedas de madera que el señor Couceiro arregló, mi madre se encerraba en el lavabo con el vino

—Ya va

un olor ácido en una grieta de las tablas y el movimiento del brazo, una sonrisa diferente al mirarme de nuevo, no la sonrisa de mi madre, otra que daba la impresión de tragarme y expulsarme de inmediato fuera de sí, el suelo con una inclinación inesperada, los muebles impidiéndole andar

—Apártense

el dueño de la terraza mostraba los dientes como muestran los dientes los perros si una perra, perdía su mano en las aberturas de la chaqueta de punto

cinco o seis perros la olisqueaban obstinados, feroces, siempre un perro pequeño

¿yo? 

cinco o seis perros es decir el dueño de la terraza, el electricista que vivía tres casas ruinosas después, chicos un poco más crecidos de lo que fui en esa época se arrojaban piñas, se perseguían, se tiraban al suelo

—He ganado, señora, ¿ha visto que he ganado?

los veía bajar hacia el mar detrás de mi madre, las gaviotas inmóviles cabeza arriba y bailando cabeza abajo en la lámina del agua, el dueño de la terraza ladraba y el electricista y los perros refugiados en el esqueleto de la trainera, un compartimiento con motores donde los pasos con una amplitud de plomo, el perro pequeño

—Madre

no en la trainera, en el patio cerca del barreño de baquelita o del paraguas hecho jirones, unas leves ondas a duras penas olas, escamas, al coger una caña mi madre desnuda y los silbidos de los perros, se enderezaba conversando con el dueño de la terraza y vestida otra vez y los perros callados, la seguían hasta casa amenazándose y mordiéndose en una carrerilla urgente, el electricista con una llaga en el lomo investigaba hierbas, me parecía que un aullido y un estremecerse de jauría en el campamento de los gitanos, delgados, oscuros, ladrando en el pinar, mi madre les compraba camisetas y se demoraba un buen rato en la tienda, todo silencioso salvo la mata de las retamas, el antiguo almacén de pólvora, el Alto do Galo, la mata de las retamas

—Tu madre una

yo tapándome los oídos

No me interesa

mi madre doña Helena mi padre señor Couceiro, no Judite y Carlos, no un payaso y una

tapándome los oídos

—No me interesa

los perros sin arrojarme piñas ni tirarme al suelo, el electricista con el rabo alerta en busca de un rastro que se le escapaba

—¿Dónde se han metido la tipa esa y el gordo?

si yo muriese en el mar los huesos saldrían a la superficie nadando sin peso, opacos de tiza, puede ser que el señor Couceiro se preocupase por mí, mi madre

—Debe de haber un error, no sé quién es

mi abuela ciega leyendo los huesos con los dedos

—No tengo nietos, señores

no encendía la luz, respiraba en las tinieblas con un silbido de tetera, al llegar al muro los perros encaramados en el borde y el pequeño a su alrededor, tan cómico

Rui a mí, que le impedía empeñar una gargantilla que seguramente no valía nada

Eres tan ridículo, ¿sabías que eres ridículo?, tú y tu viejo tan ridículos, si yo se la pido me la da

entrábamos en los montepíos y los montepíos como no la veían en el escenario

¿Se están burlando de mí?

Si la viesen en el escenario, con las luces y la música, la aceptarían, llamarían a los empleados con un orgullo de reliquia

¿Habéis visto lo que tenemos aquí?

no una dosis en los caboverdianos, cinco o seis dosis, de cinco o seis dosis nada, diez dosis, veinte dosis, cincuenta dosis como mínimo

el de la navaja de niño

Caballeros

no nos pegaba, no nos echaba, nos admiraba

Caballeros

nos limpiaba el resto de la pared con una escobita deferente

el perro pequeño impedía que Rui cogiese la gargantilla, la gargantilla no, no vale nada, y Rui a mí

—Eres tan ridículo, ¿sabías que eres ridículo?, tú y tu viejo tan ridículos, si yo se la pido me la da

el dueño de la terraza en el escalón alcanzándole una botella a mi madre, una bandada de garzas cruzó el bosque de la Cova do Vapor a Caparica, una de ellas cayó como una servilleta y el electricista corrió a hincarle el diente, el payaso escondía los anillos en Príncipe Real, se levantaba el ángulo de la alfombra, se desclavaba una tabla y una bolsita de joyas que el embajador

—Mi homenaje, Soraia

las hebras estiradas una a una a partir de la oreja

Dibuja a tu familia una calle un árbol

Se han olvidado de la familia no sienten nada es inútil hablarles

para disimular la falta de pelo pero haciéndola así más evidente, apretaba las manos de mi padre con un fervor prolongado

—No es Soraia, es Carlos, es un payaso, ¿no lo ve?

mi padre presentándole a Rui

—Un amigo

presentándome a mí

—Mi sobrino

un disfrazado de Carnaval, ¿comprende?, un fantoche divertido, se depilaba, se acomodaba la peluca pero estuvo en el ejército, me hizo, el dueño de la terraza ahuyentaba a los perros, en el espacio entre el suéter y los pantalones un segmento de barriga estrangulado con el cinturón

—Gentuza

el electricista arrastró la garza hasta el portón del patio, construían el nido entre los barrotes del puente, quien tocase los huevos enfermaba de los pulmones, dos o tres primos de mi madre

me aseguró ella

fallecieron así, uno iba por la mañana a despertarlos por ser la hora del colegio y difuntos, no te imaginas lo que padecen los muertos, Paulo, prueba a mirarlos y yo apoyado en el ataúd de mi padre riendo, el electricista se esfumó en la playa con la mitad de la garza, la mitad que quedaba sucia de tierra allí, los perros dejaron de arrojar piñas al tejado para arrojármelas a mí, una de ellas me dio en el hombro, otra en la cadera, tal vez huir a gatas por el hueco del muro, fragmentos de ladrillo y una piña en el muslo

No sienten nada no existimos para ellos no piensan dibuja a tu familia si es que tienes familia

no tengo familia

Nunca tienen familia dibuja una calle un árbol

el banco donde nadie se sentaba, tu padre no ha muerto todavía y sin embargo tú afligido, a gatas en el cemento mojado de la ducha, tú ni siquiera garza

No lo asustes, Jaime, lo has asustado

mitad de una garza, el pico, un jirón de ala

Ha dibujado un pájaro, fíjese, en lugar de la familia ha dibujado un pájaro

y los perros atraídos por una llamada cualquiera

un caballo de los gitanos moribundo, un ratón que la crecida

provocándose a través de las olas, y la aguja de la heroína tentando y desviándose, apreté la goma en el brazo y frío, calor, frío, un diente de arriba gimiendo, insignificante y gimiendo, gemían y después dejaban de molestarme, se desvanecían, Rui

—No esa vena, aquélla, esa vena se ha secado

Rui al final amigo de mi padre pues mi padre al embajador

—Un amigo

un amigo, madre, un amigo avanzando en el escritorio o sea la pluma, la alianza

—Voy a darte el alta mañana

me he equivocado, el médico o el plátano, el plátano

—Voy a darte el alta mañana

y como voy a tener el alta mañana si yo de pie en Bico da Areia, en la trasera de la casa, margaritas en el arriate

yo al psicólogo corrigiendo un pétalo, redondeándolo mejor, mostrando el cuaderno

Las margaritas

margaritas y una genciana sujeta con alambres y clavos, los tallos iguales a mis venas

Esa vena se ha secado

hoy sólo los alambres y los clavos, una ramita a lo sumo

yo de pie en Bico da Areia en la trasera de la casa pisaba las margaritas que dibujé, se abría la puerta sin candado y hola y cómo estáis, antes de trabajar en la discoteca por la noche mi padre

—Hola

mi padre

—¿Cómo estáis?

animándose con los perros de las piñas, huyendo con ellos a lo largo del mar, abrí la puerta

el psicólogo sin dar crédito al cuaderno

Te he pedido que dibujes a tu familia y me dibujas perros: ¿tu familia son perros?

mi familia son perros, yo un perro hoy adulto con los caboverdianos en Chelas, quintas, talleres, la fábrica de galletas con los cristales rotos, el que mandaba al de la navaja de niño, con los rizos planchados

—¿Sigues ahí, perro?

si abría la chaqueta se veía el estuche de la pistola, más allá de lo que fueron chimeneas sólo limoneros diminutos, un grupo de chinos que se arrugaban en vez de hablar asando lechuzas en una vara, el día en que tu padre me despida

mi padre no te despide, no despide a nadie, sois vosotros los que se despiden

—Adiós, mariquita

y el payaso sin acordarse de cubrirse la calva con el pañuelo

cojo mis petates y me mudo a la fábrica de galletas, Paulo

el payaso tropezando en un zapato y acariciando el zapato, al verme

tenga modales, padre

sus ojos cambiaban

¿Qué muñeco es ése ahora?

Un payaso con un zapato

Un payaso con un zapato, ¿lo han oído?, ¿lo han oído?, el mundo interior se desestructura, quién sabe lo que piensan

hasta encontrar a un nuevo amigo en la salita con él, el carmín más rojo, las blusas más ajustadas, las cejas más finas, sólo pestañas y meñiques en argolla titilando alegrías, gracias a Dios soy feliz, Paulo, ¿no te das cuenta de lo feliz que soy?, aumentaba las caderas y el pecho con un líquido espeso, redondeaba los pómulos, el embajador

—Soraia

en una sola sílaba, Soraia una sola sílaba, mi padre agradecía su suerte en la iglesia, con pendientes de coral, hasta que el sacristán lo exiliaba con susurros indignados, no se comprendían las palabras, se comprendía la hopa que ondeaba con un zumbido de escándalo y el índice apuntando a la placita, entré en Bico da Areia con el gozne inferior atormentando la chapa, una pequeña faringe en el interior de la bisagra

—Paulo

siempre pensé que el gozne sufría, volvía a probar y el gozne callado

—Es gracioso, me equivoqué, no sufres

el depósito del agua soldado dos veces y aun así gotas o la misma gota eternamente, no sé, caía y regresaba al principio, despaciosa, oscura, cansada del viaje, en el hospital nos duchamos los sábados, no una toalla para secarse, la sábana, cajas de cerillas que servían de ceniceros, instalaban a un interno con silla de ruedas en un trípode bajo la ducha y los enfermeros

—Deprisa

por tanto entrar deprisa en Bico da Areia no dándole tiempo al gozne de

—Paulo

y el dueño de la terraza se abrochaba la camisa mirando al enano

—Tu madre se ha dormido, no la despiertes

una botella en la almohada, no ella

—¿Ya ha amanecido, Carlos?

la mano surgía de la almohada buscando a nadie, supongo que el olor de las mimosas en el patio de mi abuela

—Si hubieses vivido con el olor de las mimosas, Paulo

cuando íbamos al norte paraba a la entrada del pueblo justo después de la estación donde no olía otra cosa que hulla y polvo, me apretaba los dedos preguntando

—¿No las notas, Paulo?

yo sólo humos de locomotora, sueño, cansancio, bayas de eucalipto en el suelo sin que vislumbrase eucaliptos, apenas un ciclamor solitario y la mudez de las cosas, pienso que hasta hoy son las mimosas las que le interesan, las mimosas o el olor de las mimosas, no los hombres, no el mar, no el vino, no yo

yo no le intereso

las mimosas

—¿No las notas, Paulo?

buscaba en el pinar, en el lugar de los gitanos, en los caballos llegados no se sabía de dónde, la veía regresar indiferente a los perros, al electricista, a las espinas de las pitas que le enganchaban la falda, el dueño de la terraza se demoró un momento mirando, acomodó al enano, se marchó, la esposa colocaba las mesas sin enfadarse con nosotros, me quedé en la habitación ante la cama y en esto me dio la impresión de que mimosas, le pellizqué el hombro

—Levántese, madre, las mimosas

estoy seguro de que mimosas o si no mi miedo a estar solo en casa, en el hospital, sobre la iglesia de los Anjos y sus horas cambiadas, el reloj marca las ocho y son las cinco, marca las siete y son las tres, doña Helena

—¿Adónde vas, hijo?

No soy su hijo

Rui con los caboverdianos en Chelas

—Tengo aquí un dinerito de tu padre

subíamos la colina y retamas, no mimosas, robles, lo que habría sido un chalé o un convento

¿una vivienda?

los primeros dolores, las primeras cabañas, la botella en la almohada

—¿Ya ha amanecido, Carlos?

no soy su marido, madre, no soy marica, no ha amanecido, aún es de noche, a estas alturas, si estuviese vivo, el payaso maquillándose, perfumándose

no con mimosas, con un frasquito francés

cambiando la peluca rubia por una peluca pelirroja, cosiendo el vestido que se rompió en la sisa pero haz cuenta de que mi padre no ha muerto, de que Rui no se ha suicidado, de que no hay ningún policía señalándome el cadáver

—¿Lo conoces?

y Rui tumbado en la playa

—Me he muerto, ¿no ves que me he muerto? ¿Qué les vas a decir?

haz cuenta de que traigo un limón en el bolsillo para cortar la droga, frío y calor y frío antes del postigo en el que se entregaban los billetes, no soy marica, no, no me dan miedo las agujas, diluyo el polvo mientras la música comienza, ¿quiere ver a papá bailando, madre?, ¿quiere verlo apoyada conmigo en el resto de pared?, no se preocupe por su vestido barato, es la esposa del artista, madre, los clientes comprenden, nada de avergonzarse por traer la botella, todo el mundo ve a papá bailar con una botella al lado, acomódese a mi lado para reírse de él, para aplaudirle, las personas se ríen de él y le aplauden, se ríen de él en la calle, en el cine, en las compras, la boca de mi padre que pedía bajo la mudez del carmín

—No dejes que me humillen, Paulo

claro que no dejo que lo humillen, es mucho más que ellos, un bailarín, un cantante, un artista y a cambio apriéteme esta goma hasta que se vean las venas, mantenga la 

jeringuilla, ayúdeme a que no me dé diarrea ni cólicos, fíjese en este sosiego, en esta luz de la tarde, todo en paz, nosotros en Bico da Areia sin que necesitemos de nadie, el año que viene ampliamos la casa, un piso sobre este piso, un salón más grande, un porche, cisnes de escayola en los pilares del portón y mimosas, en el espacio de las margaritas mimosas, la asistente social

qué falsedad

jurándole al señor Couceiro que me abandonaron, mentira, no se ocupaban de mí, mentira, que mi madre el alcohol, que mi padre un

mentira, basta fijarse en este sosiego, esta luz de la tarde, todo en paz, nosotros en Bico da Areia sin que necesitemos de nadie, no merece la pena que me entregue a doña Helena porque ustedes dos se hacen cargo, basta con apretarme la goma hasta que se vean las venas, colocaron mi chaqueta en esa piedra para apoyar la cabeza y sí, mimosas, pellizcar el hombro de mi madre

—Despierte, madre, las mimosas

los mechones cambiando de posición en la almohada, el puente con limos en los barrotes donde las garzas ocultaban los huevos, si me acercaba se espantaban entre gritos, devoraban desperdicios, restos del Tajo, basura, las manchas que las nubes van destiñendo en las olas, me acuerdo de una culebra de agua, cortada, retorciéndose, mañana en cuanto salga del hospital las visito, en una ocasión poco antes de doña Helena y el señor Couceiro y la asistente social

—Ven aquí

y yo, como si no oyese, destruyendo el automóvil con ruedas de madera en el suelo, encontré a mi padre oculto en una duna acechándolas con un lunar en la mejilla y las pestañas enormes, los perros a su alrededor más las piñas y mi padre a mí

—Vete

pensé van a hincarle el diente, a desgarrarlo, a escaparse con él entre ladridos de victoria hacia el bosque, ocho perros, nueve perros, diez perros, el electricista también con su llaga en el lomo, ignoro si mi padre acechaba a las garzas o nos acechaba a nosotros desplazándose del puente hacia Bico da Areia para evitar el barrio, la terraza, a mi madre

para evitar a mi madre, las figuritas de la tarta de bodas, las perlas que tal vez comprasen en Chelas, muéstreme las perlas, madre, que mañana se las traigo, el vestido de boda guardado en el arcón, al probárselo ante el ropero

—Fíjate en esto, Paulo

un quejido de seda y uno de los riñones al aire, probablemente sólo en el espejo, no en ella

no en mí, no en mí, dame la botella, Paulo, he sido elegante, ¿no?, he sido guapa, ¿no?, la velita de su voz

—¿Por qué?

y la pregunta molestándome entre el espejo y yo, no me agobies, pregunta, seguro que no se trata más que de una impureza en el cristal, de una mota en los ojos

lágrimas ni pensarlo, ¿qué razón hay para las lágrimas?

puede ser que una lágrima redonda que no va a caer, que no cae, engordando el mundo, si mi abuela deslizase en su cara

si mi madre ciega deslizase en mi cara los dedos interrogativos, lentos

—¿Qué ha pasado, hija?

no ha pasado nada, es usted la que no entiende, ¿se acuerda de que nos echaba arroz cuando bajábamos de la iglesia, del gorro con una pluma torcida que me prestó una vecina?, no ha pasado nada, soy yo, no soy yo, qué soy yo, quién soy yo, quién no soy yo siendo yo, no hable, cállese, pétalos de rosa, arroz, el fotógrafo sonrían, júntense para que salgan los padrinos, sonrían, gente que no sé quién es, ese primo, ese tío, mi marido desplazándose del puente a Bico da Areia a pesar del electricista, de los perros, de las piñas

—¿Hueles el aroma de las mimosas, Carlos?

aunque no lo creas y me parece que no lo crees, nunca lo has creído

—Eres tan lindo

y mi padre quería verte, Judite, quería saber de nosotros, mirarte, tu adorno de perlas, tu blusa burdeos, salí de la discoteca sin quitarme la peluca, limpiarme el maquillaje, cambiarme de ropa, esperé en la plataforma de los barcos el autobús de conexión hasta aquí, el mismo en el que hace dos años me echaste, el mismo en el que hace dos años no querías que me fuese, el mismo en el que desde hace dos años en cuanto tú

—Carlos

regreso a visitarte, rodeo la casa, no me atrevo a golpear, te observo por un rincón de la cortina y tú sola a la mesa, soy una grieta en el techo, una teja rota, el frasco de aceite que te espera en el armario, eso en tu vientre que ningún perro sofoca, préstame el pañuelo para quitarme el carmín, llena la palangana para desmaquillarme, dime un sitio donde dejar la peluca, no te preocupes si ya ha amanecido, no va a amanecer mientras estoy contigo, después del fotógrafo a la salida de la iglesia, júntense todos para que quepan los padrinos, después del almuerzo, de la tarta, de las conmociones de tu madre, la pensión de Beato en la que durante el noviazgo, el empleado con la llave del trece porque el trece da suerte, la herradura en un gancho para dar suerte también

—¿Es por dos horas o por toda la noche?

reparando en las alianzas, descontando el diez por ciento, dándonos un apretón de manos, diciéndole a la patrona que nos dejase pasar

—Es por toda la noche, ¿no?

y yo incapaz de abrazarte por amor a ti, tan penoso abrazarte por amor a ti, no repugnancia, no lo que tú familia rumoreaba, amor, yo en la puntita de las sábanas deseándote, pidiéndote, y a fuerza de desear no desear ni pedir, hay ocasiones en que pienso si Paulo

disculpa

es obvio que Paulo, es evidente que Paulo, hay sorpresas, ¿no?, hay misterios, ¿no?, es obvio que Paulo mis manos, es evidente que Paulo mi manera de andar, esta marca en la muñeca, mi madre Judite y mi padre Carlos y listo, Paulo al médico en el hospital mi padre Carlos ¿sabe?, tan difícil abrazarte y el mi padre Carlos ¿sabe?, los niños no mienten, descubren, saben, conocen, lo cogía en brazos si llamaba por hambre, metía el pulgar en la azucarera y toma el pulgar, estos pasos soy yo, este roce en el pasillo soy yo, este

—Judite

soy yo, no el dueño de la terraza, no el electricista, no los perros con los bolsillos deformados por las piñas

—Doña Judite

soy yo, el afán de ellos, la timidez

—¿Me quito la ropa, señora?

las piernas trabadas en los pantalones, tú guiándoles la aflicción, divertida, con pena

—Esperen

y no pude ver más porque mi hijo

mi hijo

golpeaba el armario, destruía el automóvil con ruedas de madera, comenzaba a gritar y el médico

—Rápido

los enfermeros le sujetaron los tobillos, hundieron su cabeza en el cojín y al sumergir su cabeza en el cojín me apartaron de ti, la llamada de las garzas en el puente me impedía oír, creo que olas, caballos, el viento del este en los pinos, creo que la marea subiendo por las rodillas, la cintura, el cuello, creo que ha amanecido, que el arriate de las margaritas trepa por el muro, que a la genciana le crecen racimos de nuevo, que tú aquel domingo en Lisboa

—Eres tan lindo

y después se acabó, yo en la parada del autobús con la gabardina y la maleta y una última piña que no me acertó siquiera, una última burla que dura hasta hoy y antes de que Paulo despierte y me vea en la habitación préstame tu pañuelo para quitarme el carmín.