capítulo

A mí me gustaría tener un negocio propio, un pequeño local en el barrio que no me obligase a levantarme muerta de sueño a las seis y media de la mañana con este frío todo el invierno y ninguna luz fuera, comenzar a vestirme a oscuras bajo la manta sin salir de la cama, abrocharme acostada, ponerme la falda apoyándome en los talones y en los hombros, pensar sigo durmiendo, pensar me ponen falta, pensar pierdo el trabajo, palpar el suelo con el pie derecho aterido, encontrar el zapato del pie izquierdo y asustarme porque he cambiado de forma durante la noche, si cierro los ojos un ratito recupero mi cuerpo pero no tengo tiempo de recuperar mi cuerpo debido a que Paulo no trabaja, encontrar el segundo zapato junto a la pared donde no me acordaba de haberlo dejado y que al final me sirve o si no me he alterado mientras me despertaba, recogerme el pelo con el elástico que dejo siempre en la muñeca antes de que le dé la manía de escapárseme también, retirar la gabardina del gancho con tanta fuerza

las manos comienzan a volverse mis manos y no son aún mis manos

que se rasga la cintita de la que cuelga, la prueba de que hay una parte de cosa en mis dedos es que el paraguas se me cae, Paulo no sé bien dónde ya que he perdido la ubicación de la cama

—¿Ya no se puede descansar, Gabriela?

al mismo tiempo en mi oído porque me sobresalto y lejísimos porque me quedo indiferente

a pesar de ser más yo ahora persisten fragmentos de no yo por ahí, por ejemplo este hombro, por ejemplo el corazón que no late, comienza a trabajar, falla, desiste, ora en el pecho ora en la barriga sin encontrar su sitio hasta alojarse en las costillas, calmarse y listo, yo por fin yo, brazos, cansancio, piernas, ganas de tumbarme en el suelo, de morir, distinguía la habitación, distinguía el armario, distinguía el picaporte helado de la puerta hace poco imposible y ahora tan fácil de girar, una claridad pardusca con restos de marzo flotando en el rellano por causa del ventanuco del tejado empañado de palomas

no sólo manchas de heces, plumas también, una nube persiguiendo a la noche sin lograr alcanzarla

la certeza, mientras bajo los escalones, de que me he quedado encima, pesadísima, ausente, la mitad de los dientes aplastados contra la almohada, un ojo ciego, el ojo que queda escudriña en las tinieblas, se vuelve del revés y se ciega igualmente en el momento en que en la pared, a lápiz, Marina y Diogo con el Diogo tachado con una cruz y sustituido por Jaime, el Jaime más grande que el Diogo y sin embargo incapaz de anularlo, Jaime vivía con Marina en el sótano, a Diogo nunca lo vi en el edificio de manera que más abajo Marina y Jaime y nosotros, sin prestar atención a Jaime, en busca de Diogo, perturbados por su ausencia

—¿Dónde estará Diogo?

con ganas de trazar una cruz en Jaime y ofrecerle Diogo a Marina que trabajaba en el Ayuntamiento, un Marina y Jaime en la planta baja en la que alguien había comenzado a borrar a Jaime, cada semana Jaime más diluido y Diogo, a pesar de ausente, ocupando su espacio, una tarde me encontré con Marina inclinada ante la piedra caliza frotando la manga en Jaime, la propietaria me contó que Diogo

—Abusó de la inocente, siempre fue una tonta

se le esfumó con los ahorros en Australia, me mostró un Diogo pequeñito en el interior de un corazón a lápiz, pegado en los buzones con la esperanza de una carta y a pesar de la experiencia ninguna carta nunca, todos los días la llavecita ansiosa, buscar a Diogo en un aluvión de propagandas de supermercado, promociones de electrodomésticos, anuncios de videntes espiritualistas africanos con gorro y gafas oscuras

Profesor Isaías, Profesor Claudecir

que acercaban y alejaban a personas, en el caso de Diogo una neutralidad mediúmnica que sublevaba a Marina, al salir a la calle la nube que perseguía a la noche un halo rosado al final de la cuadra, no Marina, Jaime sin afeitar calándose la gorra en la parada del autobús, yo

—No sé por qué me conmueves

decidida a subrayar su nombre en la planta baja justo por la tarde

o mejor sé por qué, sus dedos se asemejaban a los de mi padre a lo largo de las teclas

¿Te apetece una musiquita, hija?

y yo enfadada no debería haber muerto ¿ha oído?

los edificios

iguales a mí con la blusa y la falda hace diez minutos

se vestían de ventanas y balcones sin encender la luz, los percibía a sacudidas debajo de las sábanas de las fachadas, este grabado aquí, este frutero allá, Jaime metió las manos en los bolsillos y lo detesté por perder a mi padre a la mesa del comedor con el acordeón en las rodillas, la sonrisita que irritaba a mi madre y me alegraba a mí, el instrumento más soplos que notas, una tos enferma y no hacía daño, a mí me gustaba, incluso hoy cuando me siento aburrida lo oigo tocar y mejoro, si él supiese lo que me ha ocurrido, dónde trabajo, cómo vivo, que el enfermero

esa manita atrevida, señor Vivaldo, esa manita picarona

me llamaba a la sala de los vendajes los días en que la rubia faltaba, ¿no podrías haber conseguido un hombre con un empleo en condiciones, Gabriela, en lugar de un internado, un muchacho como es debido que cuide de ti?, mi padre olvidado de los botones y las teclas, preocupado, con pena

—Siempre has sido tan delgadita

un solecito temeroso teñía las manchas

—Tan débil

de la lluvia, el autobús se inmovilizó en un suspiro concordando con él, Jaime a la espera de que yo entrase tal vez con Diogo dibujado a carbón en alguna parte de la chamarra

buscar sin que él se diese cuenta y limpiarlo, el propietario lo despreciaba, ese imbécil, ese cabrón, no me acuerdo de Marina conversando con él, el día se organizaba, Lisboa había ido disponiendo a lo largo del trayecto plazoletas, árboles, los guindastes del Tajo en los lugares en los que existía un vacío profundo de sombras y la rodilla de Paulo en mi barriga dos o tres horas antes en el momento en que ninguno de nosotros era ninguno de nosotros, creía

es un suponer

ver las copas en la ventana tapiada y sin embargo me pregunto si eran las copas en la ventana tapiada o el mar de Peniche hace muchos años cuando visitamos a mi abuelo en el fuerte

yo pequeñísima

pasillos y pasillos y las olas no vistas, sentidas, sacudiendo la piedra, mi abuelo

—No me han hecho daño

es decir, no me acuerdo de su cara, me acuerdo de su voz

—No me han hecho daño

mi madre sacaba algo de la falda y lo entregaba, uno de los policías a mi madre

el mar de Peniche con tanta fuerza ahora

—Tú ahí

tanta fuerza ahora que ni se oyó el ruidito en el suelo, empujaron a mi abuelo, el guardia levantó el brazo, me miró y el brazo quieto a la espera, me acuerdo de las cabañas de los pescadores

me dijeron después que eran cabañas de pescadores

encontraron a mi abuelo con papeles contra no sé quién en los bolsillos y se lo llevaron por cuestiones de política, abrieron el paquetito, cigarrillos, almendras, mantequilla, una tarjeta con un esquema y unas frases en el interior de la mantequilla, el guardia llamó a otro guardia y el otro guardia a mi madre

—¿Qué es esto?

en el momento en que yo entraba en el hospital y de inmediato los plátanos a mi encuentro sacudiendo ramas y hojas y saltando a mi alrededor con la alegría de los pollos

—No traigo maíz, atrás

los ojos del portero en la jaula de cristal se salían de su cara para pegárseme al cuerpo, goteando humedad que me quedaba en la ropa, me gustaría un negocio que me perteneciese, un local en el barrio, una lavandería, las amigas del padre de Paulo

de la tía de Paulo

habrían de traerme los vestidos con los que bailaban en el teatro y las clientas respetuosas conmigo

—No nos figurábamos que conociese a artistas, doña Gabriela

no sólo a mi abuelo, empujaron a mi madre

—¿Qué es esto?

le registraron el bolso, le registraron la blusa, comunista, comunista, si mi padre con el acordeón nos habrían dejado en paz

—Toque una musiquita, padre

y mi padre

fue la única ocasión en la que no me dio el gusto

ordenándome

—Cállate

no con la boca, con una arruga de la frente, ordenando a mi hermana

—No llores

y mi hermana ensanchaba la garganta y se tragaba a sí misma, se quedó la boca abierta con ella acongojada allí dentro, unas semanas después recibimos una postal del fuerte y mi abuelo en una caja cerrada que no dejaron abrir, los guardias asistieron al entierro con nosotros, nos impidieron grabar su nombre en la lápida

ni lápida había

prohibieron a los compañeros de mi abuela entrar en el cementerio, tres o cuatro viejos con corbata no de luto, roja

—Sólo la familia, señores

hace unos meses pasé por Peniche y allí estaban las olas sacudiendo la piedra, después del funeral la policía a nuestra puerta, los compañeros con corbata roja en la acera y nosotros cuatro en la sala con los zapatos de domingo y el mantel de encaje, los compañeros acabaron yéndose uno a uno, la policía tocó el timbre para advertirnos  

un negocio que me perteneciese

—Cuidado con lo que dicen

ni un crucifijo, ni un cura, ni un sacristán rezando, mi madre nos sirvió un chupito de vino a mi hermana y a mí, una gota se escurrió por la etiqueta, siguió bajando, sujétenla con la servilleta, no permitan que se caiga, mi hermana consigo misma en el estómago y antes de que mi padre retorciese uno en otro los trapos de las manos

—No llores

ir a buscar la escalera a la cocina, cruzar el apartamento con la escalera enredándose en los muebles, colocarla delante del armario de la habitación, subir los peldaños pensando soy una gota de vino, sujétenme con la servilleta, no permitan que me caiga, se me antojó que mi padre

—Como un perro, exactamente como un perro

pero tan bajito que puedo haberme equivocado, traer el acordeón que gemía a viva voz respirándome en el regazo

—Toque una musiquita, padre

mi madre corrió hacia la ventana donde los hombros para arriba y para abajo, mi padre imitaba a mi hermana tragándose también, el acordeón se extendió en el suelo y enmudeció relucientes sus adornos de plata, los pulmones deshinchados, difunto, mi madre, sólo espalda, estrujaba la cortina sin mirarnos, cuando el padre

cuando la tía, la madrina, la prima de Paulo falleció ninguna piedra se estremeció en el fuerte, ningún acordeón en el suelo, las compañeras en Príncipe Real disputándole las plumas de avestruz que tal vez no fuesen de avestruz, Paulo apoyado en la radio riéndose mientras el mastín con el lazo le lamía las punteras, doña Amélia buscaba dinero

no fue así

porque tiene que haber dinero, tiene que haber dejado dinero  

en los cajones, en el baúl, en la bolsa del pan, Rui

Rui no podía ser, Rui a esa hora en Fonte da Telha el pobre y por tanto el mastín también, todo se confunde en mi cabeza  

Rui a doña Amélia

no fue así

—No vale la pena husmear en sus pertenencias, era sólo un payaso, ¿sabe?

Paulo riéndose atento, riéndose y viéndolo todo, se desprendió de Marlene

una cantante no muy joven mejor vestida que las otras y bonita

bajó las escaleras sin oírme

—Paulo

caminó por el jardín sin hacer caso a nada desabrochándose la chaqueta que le prestó doña Helena, los pies como en arena de playa, los codos apartando al que me pareció que era el señor Couceiro y después racimos de genciana que yo adivinaba, no veía, si montase un negocio, un local en el barrio, Paulo siempre riendo hasta que llegamos a Chelas

un ratón asomaba por el cadáver de un gallo del que quedaban unos cartílagos, unos huesos

¿cartílagos o huesos?

riéndose ante los caboverdianos que no entendían su alegría, se sentaba en la hierba

pensé que un acordeón difunto no lograría tocar y sin embargo mi padre

por un segundo los ojos diferentes como si tristeza o algo así, gracias a Dios que poco después la felicidad de nuevo, los caboverdianos a nosotros

y una hoja de navaja, creo yo

no les vendemos nada, váyanse, como si Paulo los asustase, tan insignificante, tan sosegado, pensé que un acordeón difunto no lograría tocar y sin embargo un domingo por la mañana, ya iba al colegio, me sobresalté al oírlo hasta que mi madre

—Ruben

cuando bajamos a Príncipe Real el piso de la tía, de la madrina, de la prima

para qué fingir, del padre de Paulo

vacío

ni siquiera era artista, hacía que cantaba, a pesar de los ensayos ante el espejo, de las repeticiones, de los esfuerzos, los labios no acompañaban a los violines, se colocaba otra vez ante el espejo, extendía la mano para agarrar los sonidos ora lentos ora rápidos, dispuestos a humillarlo, se desplomaba en el sofá, pedía el abanico

—El abanico, ten paciencia

mi abuelo padre de mi madre en Peniche, si le preguntaba por él a mi madre siempre pendiente de los vecinos, pasos, vajilla, su pánico estrangulado

Cállate

sujetaba el abanico impidiéndole salir volando y en vez del abanico era su cara cuyas cejas aleteaban más allá de las varillas

—No soy capaz

de mi abuela nada sé, creo que no tuve

¿La mujer del abuelo, madre?

y mi madre sigilosa porque pasos, porque vajilla, porque oídos del otro lado del tabique

Se murió

ni una fotografía, una carta, los compañeros de mi abuelo cambiaban de acera al vernos, de vez en cuando una explosión, un barco hundido y las fotografías de ellos, ésas sí, en el periódico, mi padre las desplegaba sobre la mesa y en cuanto las fotografías mi mano señalaba la página

Quema eso, Ruben

una llamita y las fotos se arrugaban en el lavabo, se alzaban desde las letras intentando permanecer vivas, y después amarillas y después negras y después grises y después el grifo haciéndolas girar en el desagüe, el agua seguía corriendo ya sin nadie para llevarse consigo, en una ocasión, antes de Peniche, golpearon la puerta, mi madre ocultó el resquicio con el cuerpo en un susurro de furia destinado al rellano vacío

No me arruine la vida, padre, váyase

en mi opinión no había nadie en el felpudo pero no siempre se atina porque ella se apoyó en el picaporte mirándonos aterrada por nosotros, se inclinó en el alféizar, volvió al picaporte, una de las rodillas andaba sola

únicamente la rodilla, el muslo y el tobillo quietos

No se quedó tranquilo hasta que no mató a mi madre con la política y ahora no se quedará tranquilo hasta que no me mate a mí

y sin embargo, a pesar de que mi abuelo quería arruinarle la vida, había una tabla suelta en la despensa donde cuadernos, paquetes, tubos envueltos con un hule y cordeles, mi madre nos mandaba a la habitación antes de levantar la tabla

Esperad ahí un ratito

un crujido de madera, un rumor ahogado, mi padre en las escaleras dejando la sopa por la mitad, la rodilla a nosotros con una congoja que nos impedía hablar

Fue a comprar cigarrillos

mi padre que no fumaba, detestaba el tabaco, volvía y se instalaba a la mesa con los bolsillos vacíos, cogía la cuchara y la cuchara se le escurría, su rodilla se sobresaltaba también, el pañuelo sin atinar con la nariz

Ya está

uno de los compañeros de mi abuelo

¿No es el del periódico, madre?

y mi madre

¿Qué periódico?

sacaba lo que fuese del contenedor de la basura, el acordeón sin musiquita alguna, la casa me parecía que rodillas también, es decir, el calendario, los tubos, mi madre a la casa, atenta a los vecinos

Qué poco ruido, qué lata

hasta que transcurridas unas noches una bomba en una fábrica de armas, quema eso, quema eso, unos

el abanico se cerraba como si la vida acabase, el padre de Paulo asomaba por detrás de las varillas con un chillido de gorrión

—No soy capaz, Rui

aviones destruidos, quema eso, las olas de Peniche rascaban la pared, mi madre al felpudo con un sigilo que todo el mundo oía

Esta vez se acabó, qué me importa la dictadura, no los

la planta baja de Príncipe Real vacía, hasta la lámpara, imagínese

ayudo más

la casa que se había serenado un poco se agitaba de nuevo, no me imaginaba que las tazas en el armario saltasen así, mi padre no intentó decir nada y a pesar de no intentar decir nada mi madre dirigiéndose a la puerta

Soy yo quien habla con el tonto de mi viejo, ¿te enteras?

en la planta baja de Príncipe Real un tubo sin tapa enrollándose en el tocador aplastado por dedos

mi abuelo

el tonto del viejo

remaba en el Tajo derechito hasta la fragata, los compañeros conocían por dónde debíamos ir, los bajíos, las corrientes

pinturas de mujer y ropa de mujer que yo no me atrevería a usar, tal vez no era hombre, Paulo me ha gastado una broma, me ha mentido, no podía ser un hombre, si no es tu tía ni tu madrina, es tu padre, ¿tu madre quién es?, muéstrame a tu madre, estabas bromeando, ¿no?, era una mentira, ¿no?, ¿cómo puede ser tu padre?

no me digas embustes

si vive con su marido, le dicen Soraia, ¿conoces a algún hombre que se llame Soraia?, y además las amigas, doña Micaela, la señorita Sissi, aquellos señores que las visitan, el ingeniero, el doctor

los compañeros conocían los bajíos, las corrientes, los lugares en los que los contrabandistas o las lanchas de la Marina

Paulo me mostraba la jeringuilla, la cuchara, me ataba las muñecas a la cama sin fuerzas para atarme las muñecas a la cama

—¿Dónde has conseguido la heroína, Gabriela?

—¿De qué estás hablando, Gabriela?

—¿Qué historia es ésa de mi padre, de tu abuelo, cuánto hace que estás así, Gabriela?

incapaz de entender que la tía de él

—No soy capaz

que mi abuelo y yo remábamos en un barco, me prohibía remar

—No desgarres las sábanas

no permito que me prohíbas, nadie puede prohibirme, si tu tía es tu padre muéstrame a tu madre, atrévete, y él

—Gabriela

incapaz de soportar que yo sin náuseas, sin dolores, tal vez un poco de frío pero todo el mundo sabe que el Tajo en febrero, no te eches encima de mí, no me tapes la boca, no llores

—No estoy llorando

no merece la pena que llores porque los compañeros conocen los bajíos, las corrientes, y mi foto en el periódico mañana, en febrero paseaba con mi padre por la muralla del río y mi padre me abrigaba el cuello con la bufanda, no me apretaba como tú me aprietas

—No estoy apretándote, sólo quiero que descanses, ¿quién te ha apretado, Gabriela?

me abrigaba el cuello con la bufanda sin necesidad de hablar, nunca necesitábamos hablar ni siquiera frente a la caja cerrada que los policías nos prohibieron abrir, no un ataúd, una caja sin crucifijo ni argollas, con las bisagras a la vista, con un número a tiza en la madera y mi madre con las rodillas fijas, duras

—¿Quién me prueba que traen a mi padre ahí dentro?

tranquila, sin disgusto, sin enfado

—¿Quién me prueba que traen a mi padre ahí dentro?

no en nuestra casa, en la capilla del cementerio, a la entrada unos arriates y un individuo cuidándolos con la calma de quien adorna un patio, no había cura, había dos guardias y la caja en el suelo de baldosas

mi hermana asegura que más de dos guardias

tanto da

había dos guardias

o tres o cuatro o cinco

con un impreso que teníamos que firmar, mi padre con un crespón en la manga, mi madre de luto, mi hermana y yo no lo recuerdo, no teníamos vestidos negros así que tal vez con un crespón en la manga también, sujeto al brazo con una pincita y yo orgullosa del crespón

—Soy mayor

los guardias pusieron el impreso sobre la caja

hombres vulgares, sin uniforme, si los encontrase en la calle ni me fijaría en ellos, mi madre sin coger la pluma

—¿Quién me asegura que traen a mi padre ahí?, quiero verlo primero

y los guardias no tenemos tiempo, no nos lo ponga difícil, mire el sello blanco, la estampilla del director de la cárcel de modo que mi padre firmó, no deprisa, letra a letra aprendiendo las palabras, recibí de la Dirección General de Seguridad, se interrumpía observando la caja y el número de guardias que aumentaba, ahora siete, ahora diez, ahora doce

mi abuelo no difunto, remando en un barco del Tajo hacia la fragata anclada

una capilla con un tablado y en el tablado una mesa que servía de altar, la vidriera que arreglaron con un trozo de cinta, el crespón se me deslizó hasta el puño, se lo mostré a mi madre que ajustó mejor la pinza y debe de haber sido una de las pocas ocasiones en que sentí sus manos, no se oían las olas sacudiendo la piedra, los guardias le quitaron el impreso a mi padre

—Con esa firma ya basta

dije que no se oían las olas sacudiendo la piedra ni cerraduras ni goznes ni el barco acercándose a la fragata ni al padre

ni a la tía, la madrina, la prima de Paulo

—Tengo que hacerme cargo de él, qué remedio, tan pequeño  

intentando librarse de la angustia con el abanico

—No soy capaz

se oía el carro en la vereda del cementerio, mi madre iba a besar la caja, mi padre le impidió inclinarse

no me ates a la cama, no me tapes la boca, he renunciado a volar

uno de los guardias la ayudó en son de burla

—Bese la cajita, amiga

y pensar que a mi madre no le gustaba su padre como a ti no te gusta tu padre, por qué le iba a gustar su padre si le arruinó la vida

¿tu padre no te arruinó la vida, Paulo?

una vereda junto al muro, no sólo el frío de febrero en el Tajo, la lluvia de febrero, se ajusta el detonador, se coge el envoltorio de hule

Tu padre te arruinó la vida, Paulo, no me vengas con la historia de que tu padre no te arruinó la vida, tu madre las margaritas Bico da Areia Dália ni se fijan en ti

mantenemos el equilibrio en el barco, extendemos el envoltorio y un imán lo sujeta al casco, creo que me ayudaron a caminar en el cementerio porque me dolían las piernas, creo que me cogieron en brazos, creo que mi padre me cogió en brazos, Paulo

le pegabas en la frente, en los hombros, en las orejas

No deje de galopar, no se apoye en el barrote del puente, le prohíbo que se apoye en el barrote

y las gaviotas, ¿no es verdad?, las detestaba y no obstante no olvidaste a las gaviotas, la forma en que devoraban el pescado, esos gritos de niño por la tarde

y entonces ni tumbas ni querubines, una fosa ya lista después de las sepulturas, no entre ellas, un rastrillo que me rogaba

—Por favor, Gabriela

pidiendo qué, deseando qué, mi madre se distraía un momento de la caja

—No lo oigas, Gabriela

y tal vez por distraerse de la caja los empleados del cementerio la metieron en el hoyo con algo que sonaba en su interior

esas latas de bizcochos que creemos vacías y al cogerlas sentimos que aún un bizcocho

esta vez no era la rodilla, era el labio de mi madre y los dientes visibles, aumentando de tamaño al comenzar con la tierra, los labios de ella dientes, las facciones de ella dientes, el cuerpo de ella dientes, mi padre insistía

—Como un perro, exactamente como un perro

pero tan bajo que puedo haberme equivocado, es decir, no me equivoqué porque uno de los guardias, el del impreso

—¿Tiene alguna duda de que su suegro era un perro?

y los dientes de mi madre desaparecían uno tras otro

era un perro, era un perro, el señor guardia tiene razón, era un perro, un perro que remaba en el Tajo derechito hacia la fragata y los brazos de Paulo sujetándome los brazos, la palma que me tapaba la boca

—Vas a despertar a todo el edificio, Gabriela

pasando el muro casas deshabitadas, árboles de la China, cancelas, el aire como si hirviese de abejas, una mujercita ahuyentaba a un pavo con una vara, el del impreso a mi madre y se ha puesto usted luto por un perro, amiga, dígame si vale la pena ponerse luto por los perros, nos muerden, nos traicionan, tenemos la perrera llena a rebosar en Peniche, cuando no encuentran personas que morder ladran contra el gobierno y se muerden a sí mismos, se lo aseguro, la sombra de una nube

no una nube, la sombra de una nube, Paulo, pasó a través de nosotros, la mancha oscureció por un momento querubines de escayola, vírgenes, la estatua demasiado blanca de una niña de mi altura

un poco más grande

Eterna Añoranza

y la estampa de la niña de la estatua en un óvalo de cobre

rezando en una losa, la estatua, no la estampa, la niña admirada de que la hubieran puesto allí

—¿Ha ocurrido algo conmigo?

no se veía en el esmalte el índice en el pecho comentando no puedo ser yo, es un error, extrañada de que la pegasen en el mármol sobre Querida Hija, el nombre y dos fechas doradas, mirando a su alrededor, inquietándose

—Aclárenme si ha ocurrido algo conmigo

y qué se responde, Paulo, dímelo tú, le mostraba el búcaro con florecitas secas, la verja a la que le faltaba una lanza, le confesaba

—No lo sé

por sentirme incapaz de desilusionarla, ¿comprende?, incluso se me pasó por la cabeza interesarme ¿dónde está tu madre, tu padre?, asegurarle que la madre y el padre volvían a buscarla y no tardarían casi nada

y la sombra de una segunda nube casi junto a nosotros, era mirar el cielo y no redonda, estirada, con los bordes dorados, si yo consiguiese leer la llamaría por su nombre o si no avisaría al padre, a la madre

—Ella está esperándolos aquí, no la olviden

fueron a dar un paseo, no te asustes que volverán a buscarte, tienen dinero, duermen con la luz apagada, son mayores y la niña del óvalo de cobre sosegada, contenta, componiéndose en los adornos, adoptando el aspecto responsable y serio de los difuntos, no mienten nunca, puede confiárseles un secreto que no se lo cuentan a nadie, hacen lo que prometen, en una ocasión robé una moneda a mis padres, frente a la fotografía de mi tío mi madre

—¿Has sido tú, Gabriela?

y mi tío mudo, tal vez no me lo aprobó pero mudo, mi hermana aunque me lo aprobase

la tercera o cuarta vez que mi madre

—¿Has sido tú, Gabriela?

no se contenía y bufaba, mi tío por el contrario a mi lado, no vestido como mi padre y los restantes adultos, con un uniforme de bombero y una condecoración

tío Firmino

si se quitase el casco seguro que se le vería la calva por debajo, así que no se lo quitaba nunca, los empleados del cementerio terminaban de cubrir la fosa sin atender al rastrillo que

—Por favor

no a mi hermana, a mí y yo dándoles a entender que aún servía

—Aún sirves, palabra

aunque si cogía dos de cada cinco hojas era una suerte, en cuanto los empleados del cementerio depositaron las palmas en la carretilla los guardias a mi madre

no dos, varios, Paulo, mi hermana tenía razón

burlándose con los empleados fíjese en cómo los idiotas tienen miedo de nosotros que no hacemos daño a quien no se mete con el Estado, no nos agradece que hayamos resuelto el problema de su perro, amiga, no le ladra a sus piernas, no la molesta, no la incordia por la noche dando golpecitos en la puerta y usted aterrada por los vecinos que pueden telefonearnos, escribirnos una carta, denunciarla, el perro ladrando a sus oídos escóndeme esto, Isabel, y usted en una cárcel de mujeres, usted durante unos cuantos años haciendo artesanía en la prisión, asas de cacerola, cestos, ganchillos mientras la encargada le enseña a amar a la patria

—Ama a la patria, Isabel

varios guardias, Paulo, puedes soltarme los brazos que no me escapo, esta heroína tan cortada con talco, varios guardias acompañándonos y mi abuelo cerca de la estatua demasiado blanca cuyos padres, mayores, capaces de dormir con la luz apagada, volverían a buscarla, la llevarían a casa, le darían de cenar, la acostarían y se acabaron los cementerios, las rejas, los búcaros

—No te ha ocurrido nada, ¿ves cómo no te ha ocurrido nada?

como tampoco a mí me ha ocurrido nada, no me sirvas una infusión de manzanilla, no me calientes los pies, no ha ocurrido nada, por más que el señor Vivaldo sugiera lo contrario no ha ocurrido nada, Paulo, los compañeros de mi abuela en la plaza del cementerio y los guardias

ocho guardias, definitivamente ocho guardias

se ha fijado en esos perros, fíjese en esos perros que dentro de muy poco habrá una caja para cada uno y se acabó la rabia, el comunismo, la irreverencia con la iglesia, su marido tirando paquetes en los contenedores de basura, amiga, qué suerte tan mala, qué miseria de olor, su pánico a que le arruinen la vida, la tablita del suelo finalmente en paz, el barco de remos arrimado a la fragata, esas luces en el agua que ni luces son, reflejos pero de qué si ni siquiera la luna, deja que me siente un ratito, Paulo, déjame respirar, ya no siento nada, fíjate, no grito, no intento pegarte, estoy bien, hace mucho tiempo que no me sentía tan bien, mira cómo llevo las bandejas al comedor sin que una cuchara se estremezca, los perros en la plaza del cementerio en jauría, furtivos, ha visto qué cobardes son, les tiramos una piedra y huyen, su padre no era diferente, amiga, se le tiraba una piedra y huía, cómo se los puede enterrar si no es en cajas que no valen un pimiento, la bomba no se pega bien, ayúdame, el adhesivo de la bomba no pega bien y ahora, intenta un poco más allá, donde falta pintura, ahí en la pared de la habitación entre la cama y la ventana, aprovecha el balanceo del río, tiene que pegar, caramba, cuando dentro de poco la pared de la habitación podemos olvidar todo esto, Príncipe Real, Anjos, Chelas y dormir en paz, los guardias con nosotros del cementerio a casa para protegerlos de los malos encuentros, amigos, con mi madre haciendo señas de que sí, mi hermana aferrada a las piernas de ella y los dedos de mi padre tocando el acordeón en el chaleco, le anuncié a la niña del óvalo de cobre

—Enseguida voy

y la tonta me creyó, la engañé, no volveré del mismo modo que otras veces si me miras de esa forma pienso que no vas a venir, Paulo, los guardias se despidieron de nosotros en el rellano de la entrada no nos obliguen a ponernos a mal con ustedes, amigos, le extendieron la mano a mi padre y mi padre la apretó, le extendieron la mano a mi madre y mi madre quieta mirándolos, no les parece suficiente, no nos dejan en paz, la lámpara del techo nos mezclaba a todos y aun así la niña me reconocía, me tiraba del vestido

—¿Vienes realmente, Gabriela?

y yo que ni sabía dónde quedaba el cementerio quédate tranquila que ya voy, qué pregunta más tonta, ¿alguna vez te he mentido?, mi madre cerraba la puerta ya me han atormentado lo suficiente, no me molesten más, los oíamos conferenciar en el rellano, bajar las escaleras, desaparecer en la calle, trajimos de la despensa el vino, las galletas y los higos del luto y ningún vecino con nosotros homenajeando al difunto, aterrados de que los invitásemos a la cena del muerto, aproveché el balanceo del río y pegué la mina en la pared, puse en hora el reloj, lo conecté al mecanismo con un par de cablecitos, media hora, Paulo, veintinueve minutos, veintiocho, veintisiete, dentro de veintisiete minutos si el despertador funciona como es debido y funciona, si los compañeros de mi abuelo tienen razón y la tienen, habremos de saber al cabo de tantos meses qué hay por detrás de la ventana tapiada, si el mar de Peniche, si doña Micaela bailando, si el señor Vivaldo en la sala de vendajes con la manita atrevida apartándose de los comprimidos de la cena

—Estás cada día más apetecible, pequeña

cuando no teníamos dinero Paulo a los caboverdianos de Chelas observándolos a ellos y a mí, decidiéndose

veintisiete minutos

—Si se quedan un rato con mi novia, ¿me dan una dosis a cambio?

permanecía sentado en un tronco dibujando en el suelo con un palito, al entregarle la heroína seguía dibujando, si lo besaba

—Suéltame

si le decía

—Paulo

borraba lo que había dibujado volviendo la cara hacia otro lado

—No hables conmigo, puta, puta

si me ponía frente a él no los he oído, Paulo, no los conozco, no me acuerdo de ellos

—Desaparece de mi vida, vete

veinticinco minutos

con el tono de quien suplica no desaparezcas de mi vida, no te vayas y el grajo invisible que se burlaba de nosotros, si la niña del óvalo de cobre habituada a que

veinte minutos

la engañasen

—¿Me prometes que vendrás, Gabriela?

tuve que ajustar mejor uno de los cables del reloj, es decir, había un tornillo que se enroscaba y listo, la manecilla no se movía a saltos, se deslizaba por los números, se pensaba que veinte minutos, estaban allí veinte minutos y en esto, de repente, diecinueve, dieciocho

Paulo a pesar de los cólicos, de los dolores, de aquel malestar en el hígado

—A la mierda con tu droga, inyéctala toda, jódete

si tuviese un negocio mío, un local en el barrio, una lavandería, un quiosco, tal vez fuese feliz, me acuerdo de la niña y me dan remordimientos en serio, pero cómo hacer sitio para ella en la habitación donde no cabe ni un diván, tenemos la mesita de noche, la maleta de la ropa, comemos sentados en la cama, al día siguiente tiro los platos de papel en el cubo y al tirar los platos en el cubo me ocurre encontrarme con mi padre escondiendo el paquete de los comunistas, suponía que había fallecido y no

—Buenos días, padre

nervioso hasta reconocerme y al reconocerme desplazando los brazos hacia fuera y hacia dentro, moviendo los dedos en un acordeón que no hay

—Voy a tocarte nuestra musiquita, hija

nosotros que no teníamos musiquita alguna, qué mentira la suya, padre, nunca habló de una musiquita que nos perteneciese a los dos, nunca me anunció

—Ésta nos pertenece, hija

nunca escribió a lápiz en el rellano Gabriela y Papá, yo llegaba del comedor o del colegio

del comedor

miraba por casualidad el revoque, me topaba en medio de tantas rayas, tantas grietas, tantos ladrillos a la vista con nosotros en el buzón o donde los escalones se curvan Gabriela y Papá, qué va, siempre Marina y Diogo, nunca

doce minutos

nosotros, probé el tornillo y el cable y debían de estar bien puestos porque el reloj funcionaba, una vibración continua en el interior de la bomba, fuese lo que fuese se dilataba despacio de la misma forma que me dilato despacio en mí, si yo te confesase el palito dibujando en el suelo

—¿Cuál de los negros te dejó preñada, Gabriela?

una puta como las yeguas de los gitanos que no eligen a los machos, mi madre por ejemplo dado que mi padre me miraba preguntándome cuál de ellos, el dueño de la terraza, el electricista, los perros

—Si me lo dices no me enfado, Judite

o sea bajaba al patio a ocuparse de la genciana

ocho minutos

se disgustaba, tan poco tiempo para alejar el barco, ocho minutos, mis padres, mi hermana y yo, nosotros cuatro en la sala con los zapatos de los domingos y el mantel de encaje, una gota que pasa por la etiqueta y siguió bajando, cójala con la servilleta, madre, antes de que el acordeón se extienda en el suelo, enmudezca relucientes sus adornos de plata, los pulmones deshinchados, difunto, la madre de Paulo sin responder al padre o respondiendo

—Es sólo mío

dos minutos y no voy a tener tiempo, no puedo, si te quedas en mitad de la frase no llegas a saber, Paulo, sólo me gustaba que tú y yo, sólo deseaba que

sólo me apetecía que

no te disgustes conmigo, sólo me apetecía tanto que

nosotros cuatro en la sala con los zapatos de los domingos, la ropa de los domingos, las galletas, los higos, por primera vez ningún sonido de vecinos aterrados con la policía, los comunistas

—Aquéllos son comunistas

y las olas abajo

un minuto y once

sacudiendo y sacudiendo la piedra del fuerte

ni tubos ni grifos ni voces, el edificio desierto y menos mal que el edificio desierto porque cuando dentro de un minuto y once

cuando dentro de un minuto, cuando dentro de cincuenta y tres segundos solamente nosotros cuatro en el barrio, solamente nosotros dos en esta habitación a la espera de que por fin la ventana tapiada y en el momento en que la ventana tapiada se descubra la orquesta comienza, un foco amarillo y un foco plateado giran entre los espectadores iluminando collares, copas de champán, doña Amélia con la bandeja de cigarrillos, bombones y perfumes franceses, los focos muestran un telón de terciopelo a medida que el sonido aumenta, el gerente le hace una seña a Micaela, a Marlene, a Soraia

a Soraia

a Vânia, a Sissi, un tobillo asoma tras el telón, una pierna, un guante largo, yo exprimo el limón en la cuchara, caliento la cuchara, me detengo porque la niña del óvalo de cobre

—Gabriela

—Hace más de quince años que te espero, Gabriela

—Ya no te acuerdas, ¿no, Gabriela?

la estatua, el búcaro, la orla de la lápida, si no me acordase me acordaría hoy

dieciséis segundos, vistos de lado se asemejan a dieciséis segundos y sin embargo son menos, Paulo con la cabeza gacha dibujando en la sábana

—No me hables

convencido de que yo hablaba con él y no hablaba con él, cómo podía hablar con él si me dirigía a la lápida asegurándole a la niña

—No ha ocurrido nada

tranquilizando a la niña

—Tus padres se fueron a dar un paseo, no te asustes que no se olvidarán de ti

y la sombra de una nube casi bajando sobre nosotros, era mirar el cielo y no redonda, estirada, con los bordes dorados, ahora que sé leer el nombre sobre las fechas la fecha de mi nacimiento, la fecha de hoy y por encima Gabriela

Gabriela Matos Henriques

el búcaro con flores secas igual al búcaro de mis padres, mi nombre

Gabriela

sonreír a la niña

—Soy yo

y seguir sonriendo cuando la manecilla en el cero viendo el barco de mi abuelo meneándose en el Tajo, un resplandor descolorido, la ventana tapiada gracias a Dios abierta y en la ventana un señor que interrumpe el acordeón, lo pone sobre el sofá y me lleva consigo

yo tan sin peso

sobre los árboles del cementerio que por más que se esforzaban, así de feos, así de oscuros, no podían detenerme.