capítulo

Cuando pienso en mí pienso en aquellos artistas vestidos de chinos que colocan una mesa en el centro de la pista, en el tablero de la mesa varios tallos de bambú, en el extremo de cada tallo un plato que gira, es decir, ocho o nueve

El cliente de la mesa nueve, Soraia

ocho o nueve platos que giran, primero horizontales y rápidos y después cada vez más lentos y torcidos, a punto de caerse y salvados de caerse por el hombrecillo que corretea de un lado al otro y los impulsa de nuevo agitando el bambú, siempre uno o dos platos desequilibrados, uno o dos platos que se deslizan, uno o dos platos que uno imagina en pedazos en el suelo y sin embargo reanudan su movimiento, a salvo por unos segundos y que se inclinan y vacilan y siguen bailando, cuando pienso en mí pienso en el hombrecillo que corretea a lo largo de la mesa con su bata oriental falsa y en sus bigotes de mandarín que comienzan a soltarse pegados con cola a la nariz, que se apresura a derecha o izquierda luchando para mantener en danza todas aquellas lágrimas, cada plato una lágrima a la que se vuelve necesario impedir caerse y por tanto impulsar un tallo, otro tallo, el de la punta que ninguna sonrisa logra sostener, ayer me pareció ver a mi padre sabiendo que no podía ser mi padre, mi padre muerto, con Sissi que no podía ser Sissi, Sissi en España o acaso hombre otra vez

y de nuevo la cansera de los platos en los tallos de bambú, de nuevo yo a derecha o izquierda acudiendo a las lágrimas, soplando el bigote de mandarín que entra en mi boca, impedirles que caigan al suelo

—No me hagan esto, no se rompan

o si no

—Sissi

o si no

—Padre

él desapareciendo en una transversal de garajes en los que me pareció que Rui y Rui en el cementerio también o con una jeringuilla en Chelas viéndome sin verme

—Ahora no, Paulo

y ese plato, el último, cuidado con el último, sacudir el tallo hasta recuperar pedacitos, fragmentos, episodios sin nexo que la memoria unía formando por ejemplo una tarde en la playa con Vânia

—Ven aquí deprisa, Rui

y a mí, si yo me acercaba con él, agazapándose en la camisa

—No quiero hablar contigo

el plátano del hospital en el que el señor Vivaldo sin tocar el suelo, la camarera del comedor en el silencio de la habitación

—¿No tienes sueño, Paulo?

doña Helena frente a la bicicleta del tendedero no persona, sólo pañuelo, todo remolineando de lado a lado en la mesa, ayer mi padre con Sissi sin reconocerme y cómo podrían reconocerme si he cambiado en estos años, yo con la esperanza de que mi tío

—Tu padre va a trabajar conmigo, ¿sabías?

la certeza de que si los platos se desplazasen en sentido contrario

si fuese capaz de desplazarlos en sentido contrario

una vida diferente, lo he inventado todo, qué tontería, mira qué vamos a buscar, pensé que vivía con una pareja de viejos

que no eran capaces siquiera de valerse por sí mismos

que se hicieron cargo de mí y mi esposa desde la cocina

he de tener una esposa

—¿Palabra?

sólo voz y asombro, una pausa en la vajilla y en la pausa los bambúes girando más rápidos, un chillido de payasos o la carcajada de un beso de carmín requiriéndome en la sala

—Qué vamos a buscar

ninguna pista, ningún mandarín preocupado por unos cuantos

ocho o nueve

El cliente de la mesa nueve, Soraia

platos, visitar a mi padre sin entender por qué a pesar de doña Helena y del señor Couceiro que me reñían sin reñirme, un movimiento del bastón significaba

—Te prohíbo

o ni siquiera te prohíbo, una petición

—No vayas

mi padre abría la puerta a disgusto y miraba por encima del hombro algo que desaparecía en la habitación, escondía no sé qué cogido de la alfombra, una perla, una horquilla

que era todo él

en el bolsillo

—Entra

el deseo que se notaba enseguida de yo no estuviese allí acusándolo

no lo acusaba

reprendiéndolo

no lo reprendía

mi hijo o el que se creía mi hijo

si al menos pudiese anunciarle

No eres mi hijo

y él sin creerlo

creyendo

él sin creerlo

Padre

yo que no puedo, me apetecería poder pero no puedo, la mujer antes de Judite apretaba mi mano contra su pecho

No te cortes, Carlos

o sea

Hora de bañarse, Carlos

o sea yo

Tóqueme

y mi tío apuntaba a las palomas silvestres, jirones de alas en las zarzas, corazones diminutos latiendo después de la sangre que huía, la mujer me separaba los dedos uno a uno y mis dedos

No

sintiendo la tibieza pegajosa de la sangre, yo pensando no me obligue, no quiero y ella

Siénteme, Carlos

como si no existiese nada más salvo las palomas silvestres, el baño, la mujer, es decir, la esposa de mi tío sacudiéndose debajo de la manta vas a matarme, chico, estás matándome, chico

Siénteme, Carlos

mi hijo acusándome, reprendiéndome, yo el perro de mi tío

Ve a buscar las palomas, Carlos

que me llamó un domingo sujetando el perdiguero por el collar en la linde de la viña del juez

Fíjate en lo que les hago a los perros que no obedecen, Carlos

el juez en mangas de camisa viéndolo

Fíjate en lo que les hago a los perros que no obedecen, Carlos

un macho de dos años que huyó con una tórtola, mi tío introducía un cartucho sin soltar el collar, me ordenaba

Empuña la culata, Carlos

el informante de la policía desdoblaba las plumas sucias de los brazos, agitaba las alitas

—No soy fascista, soy vuestro amigo, compañeros

un muchacho con martillo y no obstante una pistola primero

Empuña la culata, Carlos

el cartucho desaparecía con un chasquido, el juez en la escalera con el cesto de las naranjas, el perdiguero se rozaba en nosotros, nos mordisqueaba, nos lamía, sollozaba de placer, mi tío le dio un tirón del collar y una especie de gemido de susto, la mandíbula caída nos buscaba, el juez estrujaba una naranja, su boca casi

Alberto

y sólo la naranja aplastándose en la mano, un hilito de orina en el zapato de mi tío y mi tío que ajustaba más la correa

Cabrón

me ordenaba

Apoya la culata en el hombro, Carlos

es decir, me empujaba la culata contra el hombro, giraba el cañón hacia la oreja del perro que comenzaba a entender, que entendía

me acuerdo del pomar, me acuerdo tan bien del pomar

la cara del informante de la policía sólo cejas, sólo encías en el momento en que la pistola

—Compañeros

amontonándose en el suelo y reuniendo las piedras con la nariz, rompiéndolas con las uñas

—Compañeros

el cuello doblado y la pistola en el cuello, el martillo que aguardaba

—¿Y?

mi tío aplicaba la mira en la oreja del perdiguero y el rumor de los árboles tan fuerte que nadie oiría el disparo, nadie oyó el disparo así como nadie, ni siquiera yo, oyó

El gatillo

una lengüeta que no cuesta mover, se quita el huelgo, es decir, se curva el índice, se mira más allá del juez oscurecido por las copas, no por el estampido, no se ha notado el estampido, se ha notado el hombro saltando, mi tío soltó el collar y el perdiguero inerte, manchas castañas y blancas

ni una mancha roja

manchas castañas y blancas, un restito de orina, un diente en el espacio entre los labios, el juez se quitó la gorra, la esposa de mi tío separándome los dedos uno a uno y mis dedos no quiero

Siénteme, Carlos

No te cortes, Carlos

Siénteme, Carlos

mi tío se inclinó ante el perdiguero como el muchacho de la pistola ante el informante de la policía que seguía estrujando la naranja

una piedra

en la mano, ni una mancha roja

No soy fascista, soy amigo, compañeros

una sandalia en una posición extraña, el muchacho del martillo le quitó el reloj de pulsera o el corazón diminuto de las palomas, es un error, compañeros, pregunten en el Gobierno Civil si no es un error, un reloj cuadrado, trazos en vez de números, el muchacho del martillo al muchacho de la pistola

no, a todo el mundo

no, a sí mismo

Ya no le sirve, ¿no?

mi tío al juez que debido a un problema de aguas desterró a mi abuelo a África y limpiaba el forro de la gorra con un paño

Entiérrelo usted

si mi madre hablaba con la cuñada en la era aquí distinguíamos sus palabras, la charla de las personas llega más lejos que el viento, la escopeta encontrándose con el juez que desterró a mi abuelo a África

Traiga una pala y entiérrelo no en mi viña, en la suya

atravesó la cerca derribando uno de los postes, esparció las naranjas con el zapato, mi abuelo volvió de Angola con malaria, el reloj del informante de la policía seguía funcionando, Judite contaba que el rey muy amigo de holgar partía en bateles de Almada o sea las traineras adornadas en el río, la escopeta iba siguiendo al juez mientras la pala cavaba, ¿se ha fijado en lo que les hago a los perros que no obedecen, doctor?, el juez limpiando la gorra, mi tío sentado conmigo en una roca

Descansa aquí, Carlos

atento a la emoción del pomar, los tordos imitaban a comas desordenando la hierba, esto marcha o no marcha, vecino, me dio a probar una naranja, la probó él, la tiró, ni la fruta se aprovecha, doctor, la naranja dio en las piernas del juez y se perdió, siénteme, Carlos, ahí no, en este lado en el que soy más yo, no tengas miedo, siénteme, huesecillos de paloma, la tibieza pegajosa de la sangre, no me obligue, no quiero

el juez acabó de distribuir la tierra sobre el perdiguero

¿Me permites que me vaya, Alberto?

la gorra que no se atrevía a regresar a la cabeza y el paño seguía limpiando, el brillo de las naranjas en una claridad ácida, mi abuelo resurgía de la malaria de África

Alberto

me acuerdo de un par de individuos

¿mi abuelo y otro?

jugando a las damas en la pérgola pero cómo mi abuelo si mi abuelo enfermo

Alberto

me acuerdo de un pabilo de aceite entre sombras, de que le refrescamos la frente, la esposa de mi tío echaba agua en la tina hora de bañarse, Carlos, la mesa nueve, Soraia, y yo desdeñando vermús como si el gerente mi criado y el gerente obsequioso, pidiendo una botella de champán francés, por favor, brazos que me desenvolvían quitando la toalla

No me imaginaba que tú

mi hijo enderezando platos de lágrimas

Sissi

mi hijo

Padre

el juez

¿Me permites que me vaya, Alberto?

la escopeta de mi tío subió de su barriga a su cabeza y regresó a la barriga

el brillo de las naranjas en una claridad ácida mientras el ataúd de mi abuelo se acomodaba como los bateles del rey en la carreta de las mulas, mi tío se levantó de la roca llamándome

Carlos

cruzó hacia nuestro lado la cerca de alambre derribando otro poste, ni una mirada de soslayo a la gorra que vivía sola en la residencia grande

Váyase a la mierda, juez

y mientras caminábamos hacia casa acompañados por el crepitar de los árboles me di cuenta de que iba dejando de existir para él, mi madre mirándonos, mi hermano menor poseído con la azada

Me has lastimado

de modo que me detuve a observar a las hormigas en una grieta de ladrillo

mi padre abrió la puerta a disgusto mirando por encima del hombro algo que desaparecía en la habitación, me recibió escondiendo no sé qué cogido de la alfombra

una perla, una horquilla

que era todo él, en el bolsillo

—Entra

el deseo que se comprendía enseguida de que yo no estuviese allí acusándolo

reprendiéndolo

no lo reprendía

no lo reprendo, padre, que también tiene sus tallos de bambú, sus platos que giran primero horizontales y rápidos y después

justo después más lentos y torcidos, a punto de caerse y usted impulsándolos de nuevo, siempre uno o dos casi resbalando, uno los imagina en pedazos en el suelo y sin embargo a salvo por unas décimas de segundo

—¿Quién está en la habitación, padre?

los tallos de bambú deprisa deprisa

—Nadie

de la misma forma que nadie muerto en Almada, una furgoneta se lo llevó en el momento en que el teniente del ejército

—Lo han engañado, señor teniente, ningún informante aquí

—¿Quién está en la habitación, padre?

mi padre arrugando y alisando el cojín del sofá a falta de una gorra que pudiese limpiar

—¿Qué habitación?

mantener en un remolino todas aquellas lágrimas

lo que mi hijo llama todas aquellas lágrimas

por ejemplo la de la camarera del comedor

—¿Te vas realmente, Paulo?

no impidiéndome, no enfadándose, la ventana ya no tapiada y en la ventana una pequeña colina con una cresta de coles, además de la cresta de coles el cementerio judío, es decir, tumbas de mármol sin nombres ni flores, una estrella de seis puntas en el portón vigilando a los finados, la blusa de las anclas me ayudó a doblar la ropa con dos rayas paralelas

dos platos caídos de los bambúes

en las mejillas, en el mentón, en el abrigo al que no le cosió el dobladillo

—¿Te vas realmente, Paulo?

ayer me pareció ver a mi padre como a veces me parece encontrar a Gabriela, es decir, Gabriela sin duda a lo lejos, la manera de andar, la inclinación de la cabeza, Gabriela si acaso cuando unos pasos más cerca, ha engordado un poquito, se oscureció los mechones y unos segundos después la falda burdeos en lugar de escarlata, la nariz que se transforma, aguzada, larga, Gabriela, una extraña pasmada ante mi mano extendida, visitarte en el comedor del hospital, verte sin que me veas

Dios mío, haz que no me veas

con el carrito de las ollas, de los cazos, confundirte con la compañera rubia o desear que fuese la compañera rubia y percibir que eres tú, el modo de transportar el carrito, hacerle señas a un enfermero

—¿Te vas realmente, Paulo?

ningún labio vibrante mostrando aquel remiendo en el incisivo de abajo, la puntita de la lengua tan preocupada conteniendo disgustos de la misma manera que orientaba el cuchillo si cortabas el pan, la hoja en la tabla y la lengua atenta, dando órdenes, tú de vuelta al comedor reparando en mí

no repares en mí

dic

—Hola, Paulo

ni sufrimiento ni trazos paralelos ni sorpresa siquiera

estás fingiendo, no lo creo, tienes que estar fingiendo

un compañerismo risueño, la naturalidad que me lastima

—Hola, Paulo

y no fingiendo, sincera, yo difunto en ti qué injusticia, explícame cómo se olvida tan deprisa, cómo ese compañerismo, esa naturalidad, ese no te he tratado mal, ¿no?

—Hola, Paulo

cuando incluso hace unos meses

¿seis, siete, menos de siete?

impidiéndome que te vea la cara, la almohada cuchicheando no digas nada que estoy bien, descansa, nunca había reparado en tu lunar ni en la luz del pelo, dónde conseguiste esa luz en el pelo, el lunar tal vez, al principio, que uno pierde esas cosas pero la luz en el pelo, y ahora que la luz en el pelo me desdeñas, la desenvoltura de los ricos dejando caer las gotas de su limosna mientras

no sé a quién

—Un momento, ya voy

tu limosna

—Hola, Paulo

mirándome apresurada, sin almohada, ruborizándote ante un enfermero

—Carmindo

las arruguitas de los párpados no a mí, a él, tú, llena en la bata, vaciándote conmigo

—Hace ya tanto tiempo, ¿no?

caminas un paso, dos pasos, disimulas esto aquí en la garganta, intentar un gesto alegre que no viene, llamarte antes de que dejes de oírme, insistir en que yo, asegurarte que yo, que los dos, que el lunar, que la luz en el pelo, cuatro pasos, cinco pasos, el tronco donde el señor Vivaldo repicó toda la noche, graciosa la manera en que los zapatos vacíos sin estarlo, siete pasos, no he de olvidarme

ocho pasos e imposible, listo, el agujero en la suela del señor Vivaldo y en el agujero el calcetín, hablarte del agujero

del agujero no

hablarte de lo que sea, once pasos, doce pasos, que te obligue a renunciar al enfermero y a quedarte, puede ser que siga en la habitación, mi maleta quepa aún en el armario, que junto al buzón y en la pared de la escalera Marina y Diogo, sustituir el Marina y Diogo por Gabriela y Paulo, ¿no te gusta Gabriela y Paulo?, ¿no te parece mejor que Gabriela y Carmindo?, Gabriela y Carmindo suena extraño, ¿no?, no queda bien, no pega, el carrito veinte pasos y adiós entrando en el comedor haciendo sonar aluminios, quién está en la habitación, padre, y mi padre alisando y arrugando el sofá a falta de una gorra que pudiese limpiar, a falta de una colcha

—¿Qué habitación?

la pelirroja a tu espera para ayudarte con la vajilla, se distinguían ataúdes, cofias, el aura de un horno, se adivinaba nítidamente a tiza, a carbón, a lápiz, juraría que con mi sangre también, qué estupidez si fui yo quien acabó, no ella, yo que me cansé de ti, se notaba en cada plátano, incluso en el del señor Vivaldo, Gabriela y Carmindo y casi apuesto que Gabriela y Carmindo mientras nosotros dos juntos, las mentiras de las mujeres, las pequeñas traiciones de las mujeres, ya me pongo bien, tranquilo, qué estupidez, no digas nada qué teatro, tan crédulo, tan tonto, Gabriela a la puerta del comedor

demasiados pasos, se acabó

—Me ha gustado verte, Paulo

así a lo lejos no Gabriela, otra, no sé bien cuál pero otra, una desconocida puesto que sólo una desconocida

—Me ha gustado verte, Paulo

Gabriela no, Gabriela a mi espera

claro

y yo vaciaba la maleta, accedía por debilidad, por pena, no por debilidad, por pena

me instalaba en la silla frente a la ventana en la que la pequeña colina con su cresta de coles, las tumbas de mármol del cementerio judío, te oía deambular por la habitación con una fregona o un cubo, montar la tabla de planchar en sus piernas cojas y Gabriela y Paulo, por indulgencia de mi parte Gabriela y Paulo, el farol de petróleo lanzando rezongos que podrían ser los míos

—¿Quién está en la habitación, padre?

es decir

—¿Quién está en la habitación, Gabriela?

Gabriela admirada a mí, los tallos de bambú

deprisa, deprisa

disimulando

—Nadie

como mi padre

—Nadie

los ojos de él muy fáciles de entender

—Ten pena de mí, Paulo

iguales a los ojos del juez al enterrar el perdiguero en la claridad de las naranjas, desvió el agua de mi bisabuelo hacia su pomar, su maíz, mi bisabuelo le prendió fuego al granero, cenaba cuando lo fueron a buscar

¿ya existiría el pomar?

el tío de mi padre, por aquel entonces pequeño, enmudecido en un rincón y doce años de Zemza do Itombe de los que quedaba un muñeco de marfil amarillo del tiempo, es decir, una negra con un negrito a cuestas, al desenvolverlo el tío de mi padre, entonces casi un hombre, enmudecido en un rincón, el médico ocupado con la malaria

ya existía el pomar

añadiendo inyecciones, un pabilo de aceite entre sombras, primos que jugaban a las damas en la pérgola a la espera, con el traje de los domingos que servía de luto

—¿Se murió?

el juez sin descubrirse la gorra asistiendo al funeral desde el balcón

Gabriela y Carmindo, la maleta de Carmindo en el sitio de la mía, una sirena de latón que adornaba la radio

a la mañana siguiente el tío de mi padre

—Ve a buscar las palomas, Carlos

yo a mi padre señalándole la puerta de la habitación que no daba a Príncipe Real, daba a la Travessa do Abarracamento de Peniche, un edificio de oficinas en el que escritorios, ficheros, teléfonos

—Vaya a buscar la paloma, padre

cada vez que la paloma se desplazaba incluso conteniendo la tos, incluso de puntillas, una tabla del suelo me advertía

—Está allí

si yo esperase a Gabriela y la siguiese y sin embargo no esperé a Gabriela, no la seguí, pasé por la noche desde la calle, vi la ventana de Marina iluminada y la nuestra apagada, al subir a la pequeña colina de las coles sólo un viejo que calentaba una cafetera en el tercero izquierda y cada vez que la tabla del suelo los ojos de mi padre

—Ten pena de mí, Paulo

como si yo tuviese pena de él y no la tengo, yo sujetando a un perdiguero por el collar lámeme los pantalones, anda, solloza de placer, anda, fíjese en lo que les hago a los perros que no obedecen, doctor, los ojos de mi padre

—Se gana poco en el sótano

y en qué me afecta a mí que se gane poco en el sótano, dígame, no retroceda, no se mee, no me salpique las piernas

cuídese de salpicarme las piernas

empujar la culata contra el hombro, volver el cañón hacia usted que comenzaba a entender, que entendía, que intentaba desprenderse con un gemido

—Paulo

no esperé a Gabriela, no la seguí, regresé al hospital un mes después

no, una semana después

no, tres días después

el servicio de psicología, urgencias, un cigarrillo, amigo, una moneda para un café, amigo, los plátanos en los que Carmindo no se ahorcaba, por qué si el señor Vivaldo, más importante, se ahorcó, el carrito de las ollas, de los cazos, me permites que te ayude, me permites que lo lleve y en lugar de

—Hola, Paulo

un gesto de enfado, un enfermo durmiendo en un arriate con papeles que se le deslizaban de los bolsillos, la pelirroja solidaria contigo

—Qué has venido a husmear aquí, tonto, vete

yo oscilante en este plátano y en mis zapatos vacíos el agujero de la suela

mi padre en Príncipe Real como en la roca con el tío mientras el juez sepultaba al perdiguero, no un miembro de tribunal con su autoridad y su capa negra, un campesino de gorra con miedo a nosotros y eso se le notaba en el mentón que murmuraba pavores, los terrones en los que la pala resbalaba

—¿Le apetece una negra de marfil, juez?

su guardés más adelante, olvidado de reparar el tractor mirándolos

—Porque ha de ser también una negra, juez, una estatua de marfil que presida el almuerzo

mi padre sin peluca rubia pero con pestañas postizas

no, mi padre con pantalones cortos con una venda sobre una rodilla porque le gustaban las vendas, cuando pienso en mí pienso en aquellos artistas que colocan una mesa en el centro de la pista

—¿Qué se ha hecho de la venda, padre?

y las pestañas postizas agitadas de sorpresa, abrir el estuche del polvo de arroz y retocar con el meñique el ángulo del párpado, puede asombrarse, padre, ya no caen

—¿La venda?

la salita intacta en mi memoria, manchas de ceniza en el sofá amarillo, el contestador en el que nunca había mensajes, el principio de una respiración y el sonido de colgar, el cliente disculpándose los periodistas reconocen las voces, Soraia, y calcula menudo regalo que les hacía por nada, no es que desconfíe de ti pero ponte en mi lugar, no te exaltes

los carteles, las botellas casi siempre al final

una de ellas sin tapón

el bote donde se dejaba el dinero, los billetes sacados despacio de la billetera, la saliva en el dedo porque me parecía que dos y al final sólo uno, el mismo precio, ¿no?, regalitos miserables, llaveros, agendas, pendientes peruanos que no valían un pimiento

—Fíjate en el trabajo de la plata, todo hecho a mano con un escoplo, éste es un dios de los incas

las cortinas sujetas por cordones con borlas en ganchos dorados, la marca de cigarrillo que una arruga aumentaba en lugar de ocultar, la persa a la que los tacones y el mastín con lazo le iban deshilachando los flecos

—¿Quién está en la habitación, padre?

y a pesar de la tos y de la tabla del suelo mi padre que me cerraba el paso en el corredor

—No vayas allí dentro que lo excitas aún más, es el mastín

límpiese con un paño como el juez, padre, no se acobarde, la salita intacta en mi memoria, cada fisura, cada grieta, cada huella de tabaco, el lago de la plaza que hinchaba sombras así como el Tajo en Bico da Areia, mi madre con la edad a la que jugaba a la rayuela suspendida al verlo, casi una piedrita en la mano, casi olvidada de las rayas con tiza, cogiéndome en brazos, acercando los dedos y la sombra en los dedos

—Mira, Paulo

(el plato de mi idea de ella que gira horizontal, no se vuelve lento, no cae)

cogiéndome de la mano y la sombra en mi mano igualmente, la aparté y la mano blanca, viva, mi madre

—Qué marica, señores

creyendo en el

—Qué marica

y callándose de repente

no, no callándose, apretándome contra ella huyendo de la genciana

—Disculpa

como si la genciana

(el plato de ella una lágrima)

una enfermedad, un veneno, los medicamentos que se guardaban en los anaqueles altos, la botella de la lejía, el líquido de las cucarachas con la calavera en la etiqueta, mi made salía al patio con la tijera del pescado y le cortaba las ramas, las hojas, arrancaba las raíces, la insultaba

—Marica

los racimos se coagulaban en el aire alzándose y bajando, un remolino de pétalos se le posaba en los hombros, mi madre sacudiéndose

—Marica

me veía en el escalón, soltaba la tijera, me abrazaba de nuevo

(el plato de ella debe de haberse caído del tallo de bambú dado que mi mejilla mojada)

las olas de la crecida más intensas con la tarde alcanzaban el frigorífico, al enano, el líquido de la calavera, mi madre miraba el líquido de la calavera, me soltaba en las baldosas, acercaba un banco, desistía, corría hacia la cama donde la almohada por encima de la cabeza la escondía, mi madre sin cabeza y aunque sin cabeza

—Marica, marica

mi madre dos tobillos golpeando el colchón, descalzándose solos

—Marica

seguían golpeando, hablarle de las mimosas al levantar la almohada

—¿Quiere las mimosas, madre?

pero en Bico da Areia sólo el bosque, los pinos, cañas junto al puente, voy a buscarle las cañas

—¿Quiere las cañas, madre?

las sombras del Tajo se calmaban con la noche, mi padre en el trabajo, los dos solos, quien dice las cañas dice dibujar yo el juego de la rayuela, cinco cuadrados hacia delante, un par de cuadrados horizontales encima, un semicírculo sobre los cuadrados horizontales

—¿Qué es eso?

sin comprender al principio, comprendiendo después y dos ojos, la cara, toda ella en el ropero desarrugándose el vestido, desapareciendo del ropero y yo en sus brazos, lo que se parecía a una sonrisa

lo que era una sonrisa

(el plato de ella cual lágrima, entero en el tallo, horizontal, seguro, girando feliz)

lo que era una sonrisa

—No ha ocurrido nada, Paulo

y aunque casi noche y nos costase vernos, aunque los gitanos, las yeguas, las amenazas del crepúsculo, rodear el lavadero hacia la trasera del patio, trazar con la tijera del pescado las líneas de la rayuela a pesar del tronco del melocotonero que abatimos hace años, aquel charco con avispas que resistía al verano, cinco cuadrados hacia delante, un par de cuadrados horizontales, el semicírculo sobre los cuadrados horizontales donde nos damos la vuelta de un salto, lanzar el tejo hacia el cuadrado más lejano para elegir quién comienza, ojalá yo falle y ella acierte, ojalá comience ella, mi tejo fuera, el suyo junto al lavadero

—Comienzas tú, Paulo

juntar los pies antes de la marca

—Tiene que ser con los pies juntos

de manera que junté los pies, creo que me equivoqué en las marcas pero seguramente no me equivoqué

¿no me equivoqué?

porque mi madre aplaudió, me di la vuelta en un salto perfecto, cogí el tejo sin tocar el suelo con los dedos, le gané, una lechuza se lanzó desde los gitanos sobre nuestro tejado y desapareció en la terraza, no se oía el río, no se oían las yeguas, uno de los perros tal vez llamando a los compañeros del puente o puede ser que no uno de los perros, puede ser que las mimosas

las cañas

no he hablado de cañas, he dicho puede ser que las mimosas

estoy seguro de que las mimosas llegando de la sierra, saludando

—Judite

y el plato de mi madre firme, el único plato que giraba, ni mi padre, ni el señor Couceiro, ni doña Helena, ni la camarera del comedor

sobre todo no la camarera del comedor, no me molestes

Gabriela

el plato de mi madre solo en el centro de la pista, reluciente, tranquilo, sin necesitar bambú y el mundo entero a su alrededor, caído, a oscuras.