capítulo
Hay momentos en que creo que sí, puedo pensar lo que quiera y lo que pienso es verdad, por ejemplo que todo sigue igual, no ha ocurrido nada, estamos bien, mi padre aún vive con Rui y finge que canta a pesar de la edad, visito a mi madre en Bico da Areia, vivo con doña Helena y el señor Couceiro en Anjos o por lo menos aparezco por allí de vez en cuando
aparezco por allí de vez en cuando
pero eso, claro, son ideas mías, meras fantasías, yo tocaba el timbre de los viejos con la sonrisa de quien envuelve un regalo y lo aprieta mejor con el lazo de los labios, doña Helena se enjugaba las manos en la falda, hacía una seña a su marido
—Es Paulo
nuestro hijo como le gustaba decir, qué les queda como digo yo si es que algo tuvieron, seguía enjugándose las manos en la falda tras la puerta abierta, cogía con la yema de los dedos, mientras desenredaba la cinta de la sonrisa, un cuenco pintado que exhibía de regreso en dirección a la sala
—Fíjate en lo que me ha traído nuestro niño
donde el señor Couceiro iniciaba la operación de levantarse
viejo sentado, viejo oscilante sobre el sillón, viejo casi de pie, viejo gracias a Dios de pie que acercaba interrogante la palma a la oreja
—¿Perdón?
doña Helena colocaba el cuenco en el centro de la cómoda apartando los cuencos de sábados anteriores, me aclaraba mediante gestos que el señor Couceiro duro de entendimiento, insistía en voz más alta, con el grito de sílabas separadas puesto en el aseladero de la voz que reservamos a los sordos
—Fíjate en lo que nos ha traído Paulo
el señor Couceiro caminaba en grupo alrededor del sillón haciendo que cada centímetro fuese un pedazo independiente, dividiéndose en pasos sin rumbo, saludos, una oreja que sondea el mundo
—¿Cómo?
sin entender el regalo
perdía pasos sin darse cuenta de que los perdía, observaba el cuenco cuya asa doña Helena mantenía sujeta con miedo a que la perdiese también
—Está tan torpe, ¿sabías?
el señor Couceiro distinguía mi chaqueta, mi camisa, yo, juntándose en una persona, las facciones más o menos, las piernas así así, el remedo de los brazos, la nariz
casi nariz
contra la mía, un espacio bajo la nariz
¿la boca?
donde nadaba un pasmo vago
—Paulo
yo dubitativo
—¿Seré yo?
doña Helena toda exclamaciones exaltaba el cuenco marcando las sílabas mientras me pedía disculpas con un encogimiento que rogaba paciencia
—Nos ha regalado esto, Jaime
el señor Couceiro aturdido por la acumulación de mí y el cuenco que se le mezclaban en la cabeza y lo atontaban, dándose cuenta de que lo atontaban y cavando el espacio bajo la nariz, con disimulo
—Pues claro
mientras que una parte de él se escapaba de nosotros, percibíamos a una señora
¿su madre?
que hacía señas desde una ventanilla de vagón y el señor Couceiro con ocho años hacía señas igualmente, doña Helena lo llevaba de vuelta fastidiada con la suegra
—¿No saludas a Paulo?
el espacio bajo la nariz
—Madre
enfadado con doña Helena que se la robaba, el vagón en una curva y se acabó el vagón, quedó este cuenco sin ningún sentido, qué le importaba el cuenco
¿qué cuenco?
un hombre que sabía quién era y no sabía quién era o sea que incluso hace unos instantes sabía quién era
¿el amigo de sus padres que lo llevaba de paseo en Abrantes, un compañero de Timor?
tal vez Paulo pero qué significa Paulo, un nexo que se rompía dentro de él, las encías solas
—Paulo
la mujer que le hablaba a su esposa
—¿Cómo se llama su esposa, señor Couceiro?
la pregunta despertaba ecos polvorientos, la hija lo llamaba, una peluca rubia que comenzaba a bailar, doña Helena respondiendo por él, celosa de un lugar en aquel desierto opaco
—Se llama Helena
el señor Couceiro satisfecho por aprovechar la información
—Se llama Helena
aunque una información sin sentido, qué significa Helena, en qué consiste Helena, en esto apareció su madre haciéndole señas, avistó el vagón, sintió el olor a carbón y en cuanto comenzó a hacer señas a su vez el vagón desapareció, un hueco repentino y su nariz contra la mía, los ojos ciertos por fin, la palma en mi hombro con la fuerza de antes, la cara de antes
—Paulo
capaz de recitar los nombres de los árboles en latín sin un error siquiera, mi esposa Helena, mi hija Noémia, mi ahijado Paulo, el bastón, explicativo
—Hay momentos en que la memoria
nuestro niño, Paulo, evidentemente Paulo, qué tontería la mía, la voz de doña Helena en un aseladero menos alto
—Nos ha traído un regalo, fíjate
el señor Couceiro cambió el bastón de mano y cogió el regalo, algunos de los dedos muertos pero uno o dos interesados, sin hacer caso a las falanges difuntas, no os necesitamos para nada
—Sí, señores, sí, señores
la boca un instante con labios, dientes, una lengua como las nuestras
—Sí, señores, sí, señores
y en esto adiós boca, fragmentos que se desprendían, cabellos, frente, mejillas a la deriva en la sala, creo que su madre hacía señas, un rumor de locomotora desviaba la alfombra, el espacio bajo la nariz masticando sorpresas
—¿He dicho sí, señores?
mi madre haciendo señas a estos extraños que conozco
no conozco
que me afirman que los conozco y yo ignoro quiénes son, ella trae un plato y una servilleta por la noche, sumerge la cuchara en el plato y la adelanta hacia mí dejando caer gotas de loza y me pide que las trague
—Si se enfría, ya no sabe tan bien
no sopa, no legumbres, no arroz, sólo los dibujos del plato que ella exige que yo trague después de soplar en ellos porque hay vapor en los dibujos
—Si se enfría, ya no sabe tan bien
mi madre, no ésta, la que deja caer gotas de piel
—Ya me has hecho llorar
no me trataba así, me hacía señas desde el vagón con el paraguas cerrado, un caballero con bombín
mi padrastro
—Tanta sensiblería, Isabel
Isabel se marchó, es decir el faro trasero del tren moría en un puente y yo a Isabel
—Hasta la próxima, madre
por tanto y recapitulando las cosas despacio que despacio no me pierdo, existía Isabel, mi padrastro, la estación, existía el plato y la servilleta y la extraña que me exigía comer
—Si se enfría, ya no sabe tan bien
el que me aseguran que es Paulo mirándome con pena y por qué pena si yo
y por qué pena si yo bien, el tren que desaparezca, han de hacerse cargo de mí, mi cuñado se hizo cargo de mí
—Vas a trabajar en la tienda
por qué pena por tanto, la extraña conversaba con Paulo dejando caer gotas de piel
yo conozco a Paulo, vivió conmigo, lo conozco
—Tan inteligente como era, da pena, ¿no?
también conozco a la extraña, mi esposa, ella
Helena, obviamente Helena, recapitulando despacio
yo tenía la certeza, fui inteligente, ¿o no?
las cosas se componen, están compuestas, perfectas o sea, por orden, el piso de Anjos, Helena, Paulo, tuve una hija, Noémia
tengo una hija
despacio he dicho, di tuve una hija
tuve una hija, Noémia, la impresión de haber dejado caer en cierto momento gotas de piel por ella así como
supongo
dejé caer gotas de piel por ése, mi cuñado en la tienda acomodando cajas unas encima de las otras, furioso con las cajas como si cada caja fuese mi madre
—deja de lloriquear, bobo
Paulo que me conduce al sofá, me entrega el bastón, me tranquiliza cogiendo el cuenco y entregándoselo a
—Soy tu esposa, Helena
¿Helena?
—No se preocupe por el regalo, señor Couceiro
mi madre se llamaba Isabel Lopes Martins, el padre de mi madre Abel Lopes Martins, la madre de mi madre Maria da Soledade, el guante que me hizo una caricia al subir al vagón tenía un relieve en la muñeca, Paulo a doña Helena cubriéndome las rodillas con una manta
para él no Helena, doña Helena
—Da pena, ¿no?
y yo riéndome
—¿Pena?
Yo riéndome y mi cuñado caja tras caja, cada caja mi madre a la que él aplastaba
—deja de lloriquear, bobo
cajas de zapatos con mi madre dentro haciendo señas, aún hoy hace señas y Paulo sujetándome el brazo
—Ya no me voy, señor Couceiro, no se despida de mí
creo que me entristeció que mi madre
yo el hijo de ellos como a ella le gusta decir, qué les queda digo yo si es que algo tuvieron, animando a doña Helena
—En la próxima visita le traeré un cuenco más grande
si es que algo tuvieron más allá de árboles en latín y la tumba en el cementerio frente a la cual siempre aspiraban un poco de aire de los laureles
si yo pudiese aplastar todas las cajas de zapatos, aplastarla a usted, madre, aplastarla
y se distraían de la Avenida Almirante Reis donde todo envejece con ellos incluso los gorriones de la iglesia cojeando entre el reloj y el balcón, casi ni gorriones, hojas secas al azar, ramitas de patas, cedillas de alas tal como probablemente yo
no, yo todavía no
y no obstante hay momentos en que creo que sí, puedo pensar lo que quiera y lo que piense es verdad, por ejemplo que todo sigue igual, no ha ocurrido nada, estamos bien, pero eso, claro, son ideas mías, meras fantasías, Príncipe Real sin estos edificios de empresas estadounidenses y compañías de seguros que construyeron después, allí está el aparcacoches con una gorra militar encontrada en la basura de la mañana
Dios mío si un día yo hablase de los desperdicios de la noche que se amontonan en las aceras, botas, cacerolas, estatuillas de santos, incluso enciclopedias, incluso lavadoras, incluso tocadores, vidas enteras allí y sin embargo sin gente que las anime, solamente su ausencia como un pliegue en las cosas o las voces que quedaron a través de marcas de dedos, una suela impresa en una funda, una llave que si gira abre puertas en el vacío y después de las puertas, apostaría, yo, a qué hora la noche nos expulsa, nos echa, nos deposita en la calle
el mendigo con gorra militar perfilándose en reverencias erradas
—Fui alférez
mostrando la pierna que decía tullida sin ninguna cicatriz, sólo las hinchazones del vino, un mármol de varices que descubre el calcetín
—Una balita traicionera, amigo
y dado que puedo pensar lo que quiera y lo que piense es verdad he ahí a doña Auroriña con la bolsita de plástico de las compras revolviendo botas, cacerolas, estatuillas de santos
—Nunca se sabe, Paulo
¿nunca se sabe qué?
—¿Nunca se sabe qué, doña Auroriña?
y ella hurgando en restos donde tintineaban latas que antaño té, granos, almendras, antaño tiestos de trébol para los conejos en el pretil del lavadero, doña Auroriña refiriéndose al universo entero o a la radiografía de la columna que el médico aún no le ha mostrado, manchas blancas que crepitan en un sobre enorme
—Nunca se sabe, Paulo
el mendigo alférez, doña Auroriña que desiste de los desechos e intenta alcanzar la casa, la señora con abrigo de astracán, en su banco
hace meses que no me acordaba de ella
arrojando cortezas a las palomas y si me tomo el trabajo de seguir a doña Auroriña mi padre en la planta baja, desde la que crecí, soy capaz de golpear directamente los cristales
puedo pensar lo que quiero y lo que piense es verdad así que el número doce está aquí
la pintura que falta en la madera de los marcos de los que se desprende la masilla
golpear directamente los cristales y en los cristales una lámpara que ha ido perdiendo caireles, la herida abierta
supurando piedra caliza
de la lámpara anterior, ideas mías, cosas que uno inventa y sin embargo cómo será mi padre pasados quince años
quince una mera fantasía, dieciséis, diecisiete
pasados quince años, el cedro idéntico, el lago del que un empleado iba extrayendo limos después de echar a los peces en un cubo
cuando el agua bajaba saltaban en el cemento, un motorcito de agallas mientras en el cubo sólo cuchillos quietos, de vez en cuando un menear de hoja y filo
golpear en los cristales y
como antaño
una mudez, una distancia, la herida de la lámpara anterior con un gancho en forma de anzuelo, el respaldo del sofá que una servilleta protegía y en la servilleta un estuche de gafas sin tapa y una taza que derramaba cebada, doña Auroriña
hace siglos en los cipreses
combatiendo con el picaporte de latón al que le faltaban tornillos
—¿No entras, pequeño?
las llaves de los desperdicios de la noche, por el contrario, giran tan fácilmente en el aire
la cabecita de ella, lo que había sido un cuerpo, las zapatillas de raso de una juventud en la que bandas municipales de saxófonos y tambores iniciaban conciertos
—He tenido muchos pretendientes jóvenes
e individuos con cuello de terciopelo, no muchos, tres o cuatro, allí conmigo viéndola
la lámpara encendida en el apartamento de mi padre encrespando el felpudo
—Soy yo, padre
y una respiración
ideas mías, meras fantasías
no exclamaciones disgustadas, no pasos, un motorcito de agallas o un cuchillo en un cubo
se ha convertido en un pez, padre
que comprueba la peluca, la bata o sin bata ni peluca, esos pijamas para pasar los domingos dormitando en las sillas y el pijama con vergüenza de encontrarlo en los desperdicios de la noche, por casualidad uno de los focos del escenario, por casualidad doña Amélia con la bandeja de bombones y cigarrillos medio oculta en un aparador
no quiero que mi hijo me vea entre los desperdicios de la noche
la respiración a mí
—No tengo tiempo, vete
ya no debía bailar, la grasa, la edad, paseaba por el sótano en los intermedios de las canciones con una bandeja también, llamaba a Vânia o a Sissi agitando la invitación de un cliente y el gerente es necesario aceptar porque tiene un puesto importante, porque champán, porque amigos que conseguían que la policía mirase hacia otro lado
—La mesa nueve, chicas
Rui lejos hace muchos años
ideas mías, cosas que uno inventa
el mastín con lazo dentro de una bolsa en la acera, ya no veía, pobre, tropezaba con los muebles, le arrimábamos el cazo de la comida al hocico, de vez en cuando mi padre un
(y la respiración echándome
—No tengo tiempo, vete)
un cliente antiguo con quien hablar de achaques y de glorias, se acuerda, señor João, de aquel número argentino, yo de cantante de tangos y el señor João
—De cantante de tangos, no tengo ni idea, Soraia
en realidad más que un cliente una compañía, hojeaban nombres, Alcides, Micaela, Marlene, la otra
—¿Cómo era la que perdió la pierna en un accidente?
y los dos a la búsqueda, radiantes de encontrar
—Samanta
compartían un poco de licor de huevo en una copa y en un vaso dado que hablando de copas
—¿Le gusta el licor, señor João?
nunca he visto nada más frágil, un beso en la mejilla, un billete en el cenicero
—Entrégaselo al párroco y reza una misa por mí
una despedida con recomendaciones mutuas de abrigos y calcio para los huesos, en cuanto se quedaba solo mi padre repetía el licor que le servía de cena porque la tostadora estaba averiada
—Hablando de tostadoras nunca he visto nada más frágil
si al marcharme lo observaba desde el cedro él me observaba desde la cortina, no la peluca rubia, una calva en la que se reproducía la lámpara en puntitos dorados
(cosas que uno inventa o tal vez ni invento)
y yo desde el cedro
—Adiós, padre
cosas que invento o tal vez ni invento, si no hubiese muerto sería así más o menos, Rui con Vânia, mi padre una parte de la tarde en el jardín, no me cuesta suponer que la palmadita furtiva a la salida del trabajo, no me cuesta suponer que las telefonistas
—Tenga
(siempre fue un payaso y habría de acabar como un payaso, ¿no?)
así como no me cuesta suponer que rondaba el sótano por la noche, con los trapos que le quedaban flotando a su alrededor y unas pinceladas de maquillaje al azar
(realmente un payaso)
en la mira del portero, congregando a compañeras
—¿Aún sabes bailar?
y mi padre
(–Que le vaya bien, no me interesa verlo, gracias)
convencido de que las lámparas se volvían rojas, amarillas, púrpuras, buscándolo en el tablado del asfalto, convencido de que ponían la música
la trepidación de los magnetófonos antes de que en la cinta sonase
una balada, un pasodoble, un fado, el portero entre señas a los amigos
—¿Entonces, Soraia?
(—¿No le he dicho que no me interesaba verlo?)
y mi padre allí zapateaba alegrías, trotaba, se detenía, completaba un giro
por momentos casi una mujer, casi joven, los trapos un vestido auténtico, las pinceladas de maquillaje una base perfecta
y he dicho por momentos porque mi padre a la espera de los aplausos, el portero llamando al gerente
—Soraia ha vuelto
el vestido trapos, la base pinceladas, el gerente que no llegaba, llegó el portero enfadado cuadrándose ante un taxi
—Buenas noches, ingeniero
susurrándole a mi padre
—Ya has mostrado tus habilidades, pírate
carteles de la imbécil de Vânia, de una mulata grosera, de otras que no eran nada en mi tiempo, una de ellas creo que el chico de los recados que su madre iba a llevar y buscar antes de que Alcides, sensible al arte, se ocupase del asunto, la madre agradecida estrechaba la mano de Alcides con las manos juntas, Alcides bastante más viejo pero con su generosidad intacta
—Tenemos que ser los unos para los otros, señora, he sido hecho para ayudar a los jóvenes
el mismo pañuelo al cuello, el anillo en el meñique cuyo engaste era una libra sujeta al aro por tres dientes de plata, el chico de los recados fotografiado en diagonal
la bella Cristiana
con los hombros al aire sonriendo
—El ingeniero de la mesa nueve, Cristiana
si me dejasen sentarme un ratito en la platea, si me dejasen ver, no interrumpo, no me porto mal, si mi hijo
—Un payaso
finjo no oírlo, no respondo, me callo
—No tengo tiempo, vete
y él en el cedro observándome mientras que yo lo observaba desde la cortina
me faltan las fuerzas para llevarlo a caballito desde el patio hasta el puente, él dándome con los talones en el pecho ajeno al
—Ya has mostrado tus habilidades, vete
señalándome las gaviotas y los perros que nos tiraban piñas, exigiendo
—Al galope
cuando yo sólo me oía a mí mismo, el corazón, los pulmones, la arena que me hacía perder el equilibrio, enderezarme más adelante, seguir corriendo
si aquello era correr
yo sin fuerzas
—No puedo
como no puedo bailar si me lo piden, el cuerpo desacostumbrado, sin ritmo, la certeza de que mi boca no acompaña las frases formando las palabras cuando las palabras han pasado y sólo saxófonos, violines, la certeza de que el gerente entre bastidores multiplica señas furioso conmigo, el de las luces desvía el foco de mí, Vânia con plumas que yo compré, fueron mías
—¿No se lo dije, no se lo dije?
o sería mi mujer quien
—¿No te lo dije, no te lo dije?
el día en que me esperó a la entrada del sótano, más guapa que mi recuerdo de ella, más alta, y con mi mujer gencianas en las fachadas, piar de garzas, el viento del pinar que traía los cascos de las yeguas, ganas de preguntar por Paulo y en vez de preguntar
—¿Paulo?
impacientarme
—No tengo tiempo, vete
mientras la camioneta de las mudanzas fuera y un jorobado que transportaba mis trastos
—Ocho meses sin pagar el alquiler, se te ha acabado el crédito, chica
los patos del lago, el cedro, la mujer con abrigo de piel se apartó en el banco para dejarme un lugar a su lado y nos quedamos las dos toda la tarde, sin necesidad de conversaciones, observando a las palomas
por tanto aunque pueda pensar lo que quiera y lo que piense sea verdad, por ejemplo que todo sigue igual, no ha ocurrido nada, estamos bien
(ideas mías, meras fantasías)
no era mi padre del otro lado de los goznes quien comprobaba de prisa la peluca, la bata, mi padre probablemente entre los desperdicios de la noche amontonado en la acera, botas, cacerolas, estatuillas de santos, incluso enciclopedias, incluso lavadoras, incluso tocadores, una llave que si gira abre puertas en el vacío y tras las puertas él no en el hospital, no en el cementerio, en qué sitio, dónde
—Padrecito
con Micaela, Marlene, en la cocina en la que la esposa del tío le desabrocha la ropa
—Hora de bañarse, Carlos
mi padre en los periódicos de otro tiempo cuyas fotografías al perder nitidez se ennegrecen en el cajón, se distingue una chistera, un bastón, una rodilla, Marlene de perfil
con bigotes de alambre y orejas de conejo
enviando un beso a los lectores, páginas que me dejan a Soraia bajo la forma de carbón en los dedos y la parte aún no transformada en carbón
si es que alguna parte no transformada en carbón después de tantos años bajo una lápida
creo
(puedo pensar lo que quiero y lo que pienso es verdad)
que en alguna parte también Micaela al otro lado del río, São João da Caparica, Trafaria, Alto do Galo, acercándome despacio, sin darme cuenta
¿sin darme cuenta?
a Bico da Areia o a una aldehuela de provincias en la que las mimosas bajaban de la sierra
no, a Bico da Areia solamente, el patiecito, el muro, mi padre y Micaela en la casa que mi madre dejó
(cosas que uno inventa, meras fantasías)
dos payasos pasmados ante las olas y yo comprendiendo que en Bico da Areia no ellos, yo, duplicado en el ropero casi arrimado a la cama
arrimado a la cama
interrogándome
—¿Por qué?
y ansiando que me respondiese a mí mismo, la sospecha de que la camarera del comedor si le
—¿Por qué, Gabriela?
nerviosa por los celos de Carmindo
—No te ocupo más que un momentito, disculpa
la protección de un plátano a fin de que no notase que me conmovía
no exactamente conmoción, curiosidad
—¿Por qué?
Gabriela se acomodaba la cofia puesto que hay ocasiones en las que acomodándose la cofia el cerebro se aclara, pidiéndome
—Sujeta la bandeja
para cambiarse una horquilla del pelo, recuperaba la bandeja, decidía alejándose de mí
—No tengo ni idea
mientras yo me columpiaba en un tronco como el señor Vivaldo, un gato gris, todo ojos, deslizándose líquido y sólido
sólido quieto y líquido al escaparse
en el interior de los arbustos, la pelirroja encendía pecas hacia Gabriela
—Éste no es el
se rascaba una rodilla, se distraía de mí, la convicción de que ni mi sombra quedaba buscando nombres y personas igualmente sin sombra
nombres o el recuerdo de nombres, las personas disueltas en un pliegue del tiempo
el nombre de un payaso, o de una mujer en busca de botellas en la cocina, el perro vagabundo de mi amor por ellos que me sigue de lejos, si me acerco se escapa de un saltito, si lo olvido regresa insistiendo
—Tu padre, tu padre
hasta demorarse en un tronco o en un neumático, descubrir que falta el perro, volver atrás y lo he perdido, festones plateados alrededor de las artistas, dentro de poco doña Amélia
la que sustituye a doña Amélia
el gerente
no sustituyeron al gerente
si yo espero en este café he de verlo, elegir la mesa desde donde se ve la calle y en cuanto baje por el callejón lo distingo, seis y cuarto en el reloj de pared que imita a un timón de bacaladero, adivinar el número de envases de leche en la barra, el tiempo que el individuo a la izquierda tardaba en fumar el cigarrillo
lo apagó demasiado pronto rezongando, tres minutos
un niño saltaba a la pata coja en el umbral y cada cinco veces nos miraba con orgullo y cambiaba de pie, la muchacha que servía a los clientes irritada con los saltitos
—Leandro
Leandro con pulsera de mostacillas y marcas de acuarela en la frente recomenzó los saltos con las manos en la cintura y una obstinación de jefe indio
—Soy más fuerte que tú
desde mi lugar el número de envases veinticinco, al levantarme para comprobarlo treinta y uno, me equivoqué, el individuo del cigarrillo me observaba contarlos con el índice estirado, Leandro a mí interrumpiendo los desafíos de piel roja
—¿Tú cómo te llamas?
yo que al sentarme dejé de interesarle, ocupado en dar la vuelta al establecimiento sin pisar las junturas de los ladrillos, al acabar la vuelta levantó el cesto de los papeles en el que servilletas y cáscaras, hizo ademán de lanzárselo a la muchacha, la muchacha hizo ademán de abandonar la cortadora de fiambre
—¿Quieres que te sacuda, Leandro?
equivocándose con una loncha, a punto de cortarse el meñique, chupándose el meñique con los ojos bañados en lágrimas
—En cuanto lleguemos a casa se lo digo a mamá, Leandro
narices idénticas, la forma de la boca, la verruguita en el mentón, la muchacha quince, dieciséis años, diecisiete a lo sumo, casi una niña también y no obstante bocadillos, cervezas, las vueltas del dinero, su padre al final del día escribiendo cifras en un papel
—Aquí falta dinero, Matilde
siete menos veinte, siete menos veintiuno, la manecilla de los segundos iba a pararse y el mecanismo, irritado
—No admito perezas
Leandro que despreciaba meñiques
—Ridícula
hurtaba un sobrecito de azúcar y se lo echaba a la boca, algunos de los cristales rodaron brillando por la camisa, hizo una bola con el sobrecito, me lo tiró sin acertar
—¿Cuántos años tienes?
la manecilla de los segundos fingía que giraba y no giraba puesto que siete menos veintiuno hace ya tiempo, descolgar el reloj del clavo por si es el caso de que alguna pieza se niegue a funcionar, la pieza que reacciona y las siete menos veintidós de inmediato, uno de los cristales de azúcar me cayó en la mesa, lo cogí con el pulgar y no sabía a nada
—¿También te chupas como mi hermana?
con la ausencia de sol y la cercanía de la noche
no la noche, las nubes que la anuncian
los paneles de azulejos se agrisaban uno a uno, doña Helena y yo en el tendedero con las nubes doradas y castañas del lado de la iglesia, si se acercasen más doña Helena cogería la aguja de ganchillo y las transformaría en orlas de sábana o tapetes de sofá, así desaparecerían en el barrio aguzando las chimeneas, los desvanes, el señor Couceiro que no hacía caso a las nubes golpeaba el suelo con el bastón pidiendo la medicina, doña Helena
siete menos diez
soltaba las nubes sin ganas
—¿Has visto el jarabe, Paulo?
una medicina emparentada con Leandro siempre cambiando de sitio, nosotros seguros de que encima del frutero y al fin entre los cacharros de aluminio de la cocina, doña Helena
—¿Estás viva?
el envase pegajoso, la cuchara que costaba separar del prospecto con restos impresos pegados al mango, las nubes fuera del alcance de la aguja se deslizaban sobre los desvanes lejos de nosotros, el cristal de azúcar de una estrella a medio camino entre la basílica y un edificio en chaflán
—¿No la coge, doña Helena?
se humedece el pulgar, se lleva a la boca y listo
las manecillas
vaya
siete y catorce, Leandro de repente sosegado con la llegada de la madre, es decir, ensayó una nueva vuelta por el café sin pisar las junturas de las baldosas y con tres de intervalo, levantó la zapatilla casi a la altura de la cara, la madre
—Leandro
y el jefe indio, humillado por la tiranía de los blancos, se acomodó crepitando resentimientos al fondo, en el que, enfurruñado, ocultaba una linterna que encendía y apagaba
la linterna en la palma ora rosada ora blanca, la madre abrió la caja registradora calculando los beneficios y volvió a cerrarla, una mirada aguda de soslayo fulminante
ocho menos diecinueve
la hija
—¿Lo has puesto todo aquí, Matilde?
arrugas incrédulas en las comisuras de la boca y mi padre sin venir, él antes tan preocupado por los atrasos
—Apriétame el corchete, deprisa
Sissi con el peinado en una redecilla, Samanta escoltada por la protección de Alcides torpe pero caballero, ninguna nube de muestra, unos cristales de azúcar pero perdidos en otras mesas a las que no llegaba el pulgar, mi madre no sujeta nada salvo las manecillas lentísimas que se burlan de mí, treinta y un envases de leche
no, treinta, la muchacha vertía uno de ellos en un vaso, treinta envases de leche, veintiséis botellas en el estante, diecinueve al frente y las restantes de lado, ocho menos diez justas, un ratito más, casi las ocho menos nueve
ocho menos nueve
un par de payasos desconocidos, ya con las ropas de escena, a los que el portero besaba entre efusiones, uno de ellos se descalzó para observarse el tacón y lo enderezó en la reja, doña Helena con la cuchara de jarabe en el tendedero
—¿Qué es de las nubes, Paulo?
me gustaría tanto ofrecerle una nube, doña Helena
—Tome
y no obstante
¿lo ve?
no tengo, una bonita, redonda, para adornar la cómoda, si los tejados la rasgasen usted le daría una puntada, ha dado centenares de puntadas a mis bufandas, a mis jerséis
—Presta atención a los clavos, no lo estropees otra vez
tranquila que presto atención, doña Helena, evito los clavos, no lo estropeo otra vez ni permito que mi padre me rehúya, el payaso probaba el tacón en una marcha prudente y sonreía al portero, entrar en casa con una nube por el cumpleaños y doña Helena, mostrándosela al señor Couceiro, la cogía suavemente para que no lloviese
—Fíjate, nuestro niño ha traído una nube
vacilando entre el respaldo del sillón y la habitación de Noémia
—¿No crees que queda bien con
el puente de Bico da Areia, donde duermen las garzas, invisible en las tinieblas, la madre de Leandro colocando las contraventanas?
—Vamos a cerrar
Leandro extendido en la silla frente a la mía cayéndose de sueño, su hermana lavaba las jarras de cerveza, barría las baldosas, aparecía con una fregona y me pedía que levantase los zapatos
—Permiso
y el suelo brillante de reflejos debajo de mí, el reloj en el suelo diez menos veintidós e inclinándome para verlo
mientras que la madre de Leandro cerraba el ventanuco del contador del agua
mis hombros, mi cuello, mi cara abajo, estas orejas, esta boca
diez menos veinte
las diez
¿el búcaro encima?
el señor Couceiro sopesaba, se adelantaba y doña Helena
—Cuidado
cuidado con las bufandas, cuidado con las nubes porque hay tantos clavos traicioneros, Dios mío, el cartel del sótano iluminado
color de rosa
la claridad que ganaba fuerza en las volutas de los tubos, la pantalla de las lámparas se desequilibraba por una bombilla fundida, tropezaba hacia delante y seguía girando
—Con tantas luces fundidas, un día de éstos no habrá en esta casa lámparas que alcancen
el tendedero iluminado, la cocina iluminada, diez y veinte
estos ojos, esta mano que toca el mentón
no, la mejilla
no, el lóbulo
no, más allá del lóbulo, esta mano que acomoda una peluca rubia y permanece en el aire, encogiéndose y estirándose, saludando hola, Paulo.