capítulo

Si pudiésemos conversar no importa dónde

la casa de la playa, Anjos, Príncipe Real, el sótano

un lugar donde fuésemos no los fantasmas de ahora sino las personas de antes, fantasmas vosotros que he perdido y fantasma yo que os busco entre sombras hablándoos como hablan los muertos y respondiendo palabras mías, no vuestras, lo que espero que digan sabiendo que no lo dirían de ese modo, si pudiesen contarme lo que no conozco y tal vez prefiera no conocer, lo que sucedió antes de mi nacimiento o cuando era demasiado pequeño para entender lo que había sucedido y sólo me permito inventar, así como las cartas antiguas inventan el pasado

no me explican nada acerca de él, inventan

como tal vez el limonero del quintal inventa

—Pauliño

o invento yo por él puesto que siempre, cuando estuve en la aldea, el limonero callado, observando conmigo al farmacéutico en el cementerio que extendía un cazo al crucifijo de su hija

—Te he preparado esta sopita, Luísa

levantaba la tapa del cazo, llenaba una cuchara, soplaba la cuchara, la ofrecía

—Sopita de alubias, como a ti te gusta, Luísa

y permanecía con el brazo en alto entre manchas de sol  

—De alubias, Luísa

hasta que acababa soltando el cazo en la hierba que ahogó a los crisantemos

—Come cuando te apetezca, ahí queda  

y debía de comer cuando le apetecía, a horas en que no había nadie salvo un cordero royendo cardos a lo lejos, porque al acercarme ninguna sopa allí dentro, hablar con vosotros desde este quinto piso donde vivo y os llamo, veros llegar desde el balcón no con la edad que tendríais hoy, con la edad de la que me acuerdo de ambos, un aspa de morera aumentándoles la sonrisa

—Hijo

vernos a los tres en el ropero que supongo se habrá vendido en el momento en que vendió la casa, madre, y al preguntar a quien la compró no sabían de usted, yo en el portoncito en el que un porche nuevo

es decir, un porche, nunca tuvimos porche, un desván que tampoco tuvimos y un niño que no era yo, con una locomotora me pareció

¿o un automóvil con ruedas de madera?

apretado contra el pecho mirándome

no sólo mirándome el niño, mirándome toda la barraca

—¿Quieres algo de aquí?

no nuestra casa que extraño, otra casa, el frigorífico sin el enano de Blancanieves encima, los clavos que sostenían la genciana a la vista aunque con una enredadera desconocida que crecía con florecitas azules y que mi padre no regó, ni gaviotas ni perros, los restos del puente, una mujer no semejante a usted, más gorda, que protegía al niño

—¿Quiere algo de aquí?

no me preguntaría igualmente, responda

—¿Quieres algo de aquí?

si la visitase, madre, no ordenó al hombre que me echase, no juegue con el camafeo, responda

—Dile al hijo del marica que se vaya

mi padre sin una colcha para arrugar y alisar arrugando y alisando la falda, humedeciéndose los dedos con perfume y tocándose el cuello, se quitaba el pendiente derecho que le hacía daño en la oreja

—No lo creo, Judite

en el movimiento de hombros con el que agradecía los aplausos, la invitación de la mesa nueve que doña Amélia

—La mesa nueve, Soraia

la esposa del tío de él le quitaba los pantalones, la camisa

—Hora de bañarse, Carlos

si pudiésemos hablar no importa dónde

la esposa del tío a la que buscó para vengarse de ella muchos años más tarde

vengarme de lo que me hizo, ¿te das cuenta?, de mi temor que le pedía

Tóqueme

no soportando que me tocase y pidiéndole

Tóqueme

y al pedir

Tóqueme

y a medida que la toalla descubría mi cuerpo las palmas en mi barriga, la mueca de la boca que nunca he de olvidar, el pecho que me pesaba

no sé si me pesaba

que me pesaba en la rodilla

Esta piel, esta piel

la esposa del tío a la que buscó muchos años más tarde para vengarse de ella, pedirle

—Tóqueme

o confesarle

—Es la única mujer que permito que me toque y no la soporto por eso

la tía una mujer vieja que acechaba por el resquicio de la puerta sin soltar la cadena, buscando las gafas para ver mejor, y decidía que un mendigo, un ladrón, un vendedor ambulante

—No necesito nada

empujaba el picaporte librándose de usted y padre

¿recuerda?

padre tan cómico en el rellano, sin maquillaje, sin pendientes, ya sin laca en las uñas y las uñas cortadas

no insista que no ocurrió de esta forma, ocurrió de esta forma

la mujer vieja por el resquicio de la puerta

—No necesito nada

retrocedía de súbito veinte años

veinticinco, veintisiete años

en la mueca de la boca de antes, despojándose de la vejez

planeando sobre mí

planeando sobre mi padre enrojecida, enorme, con los brazos húmedos de jabón y agua

besando una tarde a mi tío en el patio, la misma mueca de la boca, los mismos brazos, una podadera en la mano, el vértice de la podadera contra la espalda de mi tío, ella de puntillas para llegar a su cuello

y no obstante tan grande

me vi aconsejándole

Mátelo

los brazos húmedos de jabón y agua y en lugar de

—Esta piel, esta piel

la mantita, un botón sustituido por un alfiler, un vientre blando que oscilaba

—No necesito nada

temerosa del mendigo o el ladrón o el vendedor ambulante, sin distinguir sus facciones y si las distinguiese sin preguntarse

—¿Lo conozco?

mi padre en busca de una podadera que no había, dándose cuenta de su voz

—Te mato

y sin llegar a enfadarse, minúsculo, desnudo, tumbado sobre una toalla

si pudiésemos conversar no importa dónde

con el mismo tono de voz con el que odiándola y pidiéndole

—Tóqueme

el tía cazaba palomas silvestres en la habitación, en pijama, se apoyaba con la escopeta en la almohada, disparaba en cuanto una bandada en la ventana, acomodaba la escopeta, tardaba una eternidad en encender el mechero, otra eternidad en apagarse con la primera calada y al apagarse con la primera calada no él, la lucecita del cigarrillo

—Ve a buscar a las palomas, Carlos

y mi padre

si pudiésemos con

recogiendo pañuelos de alas sucias

procurar no importa dónde

en las zarzas, en el borde de los nogales, a los pies de la madrina que regresaba con los cubos del pozo, mi padre a la mujer vieja, convencido de que la apuntaba con la escopeta que vendieron más tarde al sacristán debido a los ladrones de la iglesia, el sacristán ya verán, ya verán

—Soy Carlos

las facciones de la mujer estancadas

los brazos con agua y jabón se apartaban de la toalla déme sus brazos, tía, me cogía en peso, me levantaba de la tina ¿se acuerda?

—Basta de baño

me llevaba a la habitación de al lado y yo alisaba y arrugaba la colcha a la espera, alisaba y arrugaba la colcha hasta que mi mujer

—¿Por qué, Carlos?

hasta que usted

—Esta piel, esta piel

la mujer sin mirarme

la boca torcida, un músculo que se dilataba, el mechón que me saltaba en la nariz

—¿Carlos?

Carlos, el marica, el payaso que baila en un sótano, atiende a los clientes en las pensiones de Beato, el que vive con un muchacho de la edad de su hijo y doña Auroriña

—Dios la perdone, pobre

se acuerda de desvestirme por la noche, apagarme la luz, usted estoy seguro que me miraba desde la puerta, su risita

—Duerme bien

yéndose olvidada de mí

¿por qué olvidada de mí?

en dirección a las conversaciones y las toses de los mayores

el loco que vivía en la estación me robaba y mañana mi cadáver

lo poco que quedaba de mí en un saco, aún pidiendo socorro

la voz de la esposa del tío sabiendo que iban a matarlo y no obstante diluida en las voces de la madrina, del farmacéutico, de los primos, más acelerada, más rápida, contándoles

era evidente

—El loco de la estación va a llevarse a Carlos de su cuarto

entra por la ventana a pesar de que nadie cabe por la ventana y Carlos incapaz de gritar, fíjense en cómo lo carga en el hombro, cómo corre con él a través de las lechugas, cómo se oyen las hojas avisándonos

—Se han ido con Carlos

y nosotros con la manita al oído

—¿Cómo?

la esposa del tío al final en la sala, en un resquicio de la puerta

si pudiésemos conversar no importa dónde

la casa de la playa, Anjos, Príncipe Real, el sótano

un lugar donde fuésemos no los fantasmas de ahora sino las personas de antes, nosotros no fantasmas, personas

observando la chaqueta demasiado ancha, los pantalones demasiado largos, el chaleco casi deshabitado que insiste

—Soy Carlos

un niño perdido en una ropa de adulto deseando que no lo echasen, no lo desdeñasen, acercándose al felpudo

¿quiere que me ocupe de usted, padre, quiere que me quede con usted?

—Soy Carlos

olvidándose de la podadera, de la escopeta, de las palomas que llevaba al tío y el tío con los ojos cerrados en la cama

—Hoy no me interesan los pájaros, desaparece

mi padre desistía, bajaba las escaleras, le parecía que

—¿Carlos?

pero tal vez no la mujer vieja, su esperanza de que la mujer vieja

—¿Carlos?

quitase la cadena de la puerta, lo invitase

—Entra

una tina en la cocina, Vânia ayudando a la esposa del tío

—Deja que te descalce, Soraia

el gerente hacia el techo en el que el técnico de las luces

—El foco verde ahora

un segundo foco en el público, el señor Couceiro, Gabriela, mi madre, el padre de la camarera del comedor desplegaba el acordeón a lo largo de los brazos

—¿Te apetece una musiquita, muchacho?

los perros tirándose piñas en la playa

y las piñas que te tiraban encima, añade las piñas que te tiraban encima

los caballos de los gitanos a quienes doña Amélia ordenaba que galopasen en el escenario, la esposa del tío que repetía sola

—¿Carlos?

y fue en ese instante cuando usted falleció, padre, no después, no cuando el médico con pena de usted porque a fin de cuentas nadie las quiere, una vida difícil, pobrecitas

—Comenzamos el tratamiento mañana

fue al saber que estaba muerto en ella, siempre había estado muerto en ella, no tocó a mi madre ni a otra mujer por ella

convencido de que un día en Bico da Areia, en Príncipe Real, en los hostales donde lo aceptaban otra vez la mujer vieja inclinándose hacia usted, cogiéndolo de las muñecas

—Hora de bañarse, Carlos

—Hora de dormir, Carlos

—Hora de que me toques, Carlos

si pudiésemos conversar no importa dónde

o prefería pensar que le diría eso porque el decirle eso mi padre no es un marica, un payaso, es un chiquillo en busca de palomas heridas en las zarzas y el tío en pijama volvía la escopeta hacia él, disparaba y en vez del ruido que era de esperar, en vez del silencio, del dolor que seguramente vendría, nada, la música interrumpida, las luces apagadas, los caballos de los gitanos en medio de su trote, la misma ola eternamente curva en la playa de antaño y el mismo puente donde yo a caballito sobre usted me deslizaba desde arriba, las mesas del sótano desiertas, la bandeja de doña Amélia en la barra, la primera luz que bajaba del postigo oculto por un pedazo de percal y si digo que bajaba digo aclarando el tablado al que llamaban escenario o sea un óvalo de tablas con telones alrededor, las chaquetas de los camareros en el guardarropa del público, nadie excepto usted

padre

ensayando un paso, otro paso, desapareciendo tras el abanico y naciendo del abanico al tiempo que imitaba una canción que no suena, fíjese, los carteles que anuncian

Soraia

qué Soraia anuncian, el nerviosismo de Micaela

—No le hagas daño, Paulo

y al volverme hacia Micaela una estela de agua de colonia o ni siquiera una estela, una ausencia, era la ausencia quien

—No le hagas daño, Paulo

un marica apenado por otro marica, qué gracioso, padre, un payaso apenado por otro payaso, qué divertido, padre, si íbamos al circo aumentaban la boca pintada con vuestro pintalabios en un aullido sin fin y yo creía en ellos tal como creía en usted, tal como mi madre creía en usted, en su trabajo por la noche, en sus disculpas, en su silencio

—Carlos

preguntándose frente al ropero qué tengo, qué es lo que he hecho, comprando blusas nuevas, sandalias nuevas, el collar que pagaba a plazos a escondidas de mi padre y el joyero

—Hay más formas de pagar, señorita

yo sentado en el suelo y mi madre a mí delante del joyero

si pudiésemos conversar, si al menos pudiésemos conversar, si conversase con doña Helena ella me escucharía

—Incordio

el joyero detrás del cigarro que era toda la cara excepto la invitación bajo el cigarro

—Hay otras formas de pagar, señorita

suspendía la mano con la que me acariciaba la cabeza para agradarla

había una alfombra de rafia en la cocina, ¿se acuerda?

—También yo tengo un incordio, no se preocupe

la mano se desviaba hacia ella con el pretexto de acomodar el collar y la garganta de mi madre no viva, inerte como cuando el dueño de la terraza, los perros, como cuando yo la buscaba y el cuerpo retrocedía de inmediato, asqueado de mí

—Qué pegajoso, señores

creyendo que mi padre la despreciaba por haberme tenido con un hombre que tal vez no supiese qué hombre, hombres con quienes dormía para dormir con usted, padre, cerrar los ojos y tener la certeza de que era usted, llamarlos por su nombre, imaginarlo con ella, oír sus pasos en el patio, sus dedos en las margaritas, su palma arrugándole y alisándole los muslos, las ramas de la genciana que se le doblaban y doblaban en los huesos, la curvaban, la dormían, la despertaban y al despertarla mi madre

—Carlos

y

—Carlos

y

—Carlos  

porque ningún otro nombre tenía sentido, era usted, ¿entiende?, usted aquellos jadeos, aquellos besos, aquellas palabras sin destino y en consecuencia usted mi padre, no el dueño de la terraza, el electricista, uno de los gitanos si ocurría que una yegua se demoraba alrededor del patio y ser mi padre lo asustaba por no tener derecho a ser padre, la esposa de su tío

una mujer vieja en un resquicio de puerta

mirándolo con una especie de felicidad o sorpresa

—No me imaginaba que tú

fue así, ¿no, padre?, confirme que fue así, la esposa de su tío que no le ordenó

—Hora de bañarse, Carlos

no lo cogió siquiera

y la bomba del pozo con una respiración de hombre, no exactamente respiración de hombre, esa agonía antes de la laxitud, de la tristeza

la camarera del comedor a mí

¿Con quién estás hablando, Paulo?

y yo de espaldas

no has de verme la cara

lo más tranquilo que pude

Con nadie, duerme, fue un coche allí abajo que te despertó, no estoy hablando con nadie

y de hecho no hablaba con nadie salvo fantasmas que he perdido y yo un fantasma igualmente que los busca entre sombras, duerme, mi abuela ciega recorría contornos de huesos, sospechándose, levantándose, marchándose callada

un coche allí abajo que te despertó, duerme

mi abuela en dirección a la cocina, desvaneciéndose en la leña donde el reloj invisible sonaba

y yo de espaldas

Duerme

un corazón pacífico de gordo

la esposa de su tío lo miraba con una especie de felicidad o sorpresa como si usted

—No me imaginaba que tú

como se mira a un adulto, sin ordenarle

—Hora de bañarse, Carlos

sin cogerlo siquiera, posando la mano en su propia barriga y mirándolo mientras la escopeta se desvanecía en el humo

—Ve a buscar a las palomas, Carlos

pañuelos de alas sucias en las zarzas, al borde de los nogales, a los pies de la madrina que regresaba con los cubos del pozo, en el corral de los corderos que temblaban del susto y usted la miraba a su vez exigiendo

—Tóqueme

no una súplica, una urgencia que lo sorprendía

—Tóqueme

las bandadas de gansos y los sapos del pantano de repente allí, la máquina del tren de las siete que aplastaba los baúles al irrumpir en la casa, alguien que no veía

—Carlos

y la esposa del tío se escapaba hacia el lado de la era como si un espasmo o un vómito o un malestar o algo así, usted se desvestía sin ayuda, se daba un baño sin ayuda, se acostaba sin ayuda, evitaba a mi madre

—Disculpa

no, sólo años más tarde evitaba a mi madre

—Disculpa

se acostaba sin ayuda en la habitación inmersa en una vastedad de castaños y desagües, así como después en el mar

todavía no exactamente mar, en el Tajo

así como después en el punto donde el Tajo se transforma en mar en Bico da Areia, con mi madre a su lado y las flores que lo perseguían sin descanso recordándole

—La esposa de tu tío, acuérdate de la esposa de tu tío

las flores o el pinar o el bosque o las nubes de Trafaria donde comienza el otoño o el tobillo de mi madre que disminuía en el suyo

la camarera del comedor a mí

¿Con quién estás hablando, Paulo?

Marina y Diogo, Marina y Diogo, si escribes nuestros nombres

no me voy a consumir en este susurro contigo

te mato

te dejé como un ladrón de gallineros y hoy pienso que

usted en esa época no podía darse cuenta, se quedó a la espera de que los brazos húmedos de jabón y agua, de que la esposa de su tío

—Ve a buscar a las palomas, Carlos

flotando sobre usted, una de las palomas sin cabeza, otra paloma un montoncito embarrado de plumas, otra paloma cartílagos que se le deshacían entre los dedos, la esposa de su tío en el hospital en Lamego

no la encontró en la cena y le dijeron que en el hospital en Lamego, ésta es una casa grande en la que ruidos de aluminio y un individuo ordenando

—Silencio

a pesar del silencio un ventilador, grifos, una mujer a una persona invisible

—No me imaginaba que él

corrientes de aire, ecos, el tío sin escopeta con los codos en las rodillas, intentando una sonrisa que no se desprendía de su cara

—La semana que viene sin falta te daré más palomas, Carlos

y la sonrisa oscilante aceptando que la madrina lo acompañase al patio donde la médica

—Con este aborto y la operación del útero se ahorra el trabajo de tener más hijos, ¿no?

una fuente de piedra, un hindú en una silla de ruedas anunciando la rodilla no me engaña, mañana habrá lluvia

cuando fallecen les masajean los intestinos para que entren limpios en la tierra, la esposa de su tío casi un mes sin hablar con nadie mirando los campos por la ventana de la enfermería, es decir, algunos edificios, el Ayuntamiento con el mástil de la bandera sin bandera, una fila de olmos, cuando lo llevaban a visitarla no reparó en usted

y fue entonces cuando comenzó a no existir, padre, fue entonces

no después, pero sólo pasados muchos años habría de darse cuenta

cuando comenzó a morir, al ir a buscarla el hijo del hindú de la silla de ruedas masajeaba los intestinos del padre, por la ventanilla del autobús más campos, el molino en el que una niña, desnuda de la cintura para abajo

—Esta piel, esta piel

se despedía con los traqueteos iguales a los de los juguetes mecánicos, las palomas que su tío no había tenido tiempo de matar ocupado en acomodar la almohada de la cama, la esposa de su tío observando el patio, el gallinero, los muebles, al menos con este aborto y la operación del útero se ahorra el trabajo de tener más hijos, ¿no?, y usted, padre

—¿De más hijos?

que sólo al saber que yo nacía entendió

un hijo otra vez, un hijo otra vez

la esposa de su tío acompañaba a las cuñadas, con los traqueteos iguales a los de los juguetes mecánicos, desplumaba a las aves, planchaba, bordaba, por su causa limpió los intestinos sin precisar ayuda hasta que hueca, vacía

—Carlos

Carlos, el marica, el payaso bailando en un sótano, atendiendo a clientes en las pensiones de Beato, el que vive con un muchacho de la edad de su hijo y doña Auroriña

—Dios la perdone, pobre

si mencionasen su nombre la esposa de su tío abandonando la escoba y observándolo no a usted sino los pañuelos de alas sucias que le mandaban traer

—Ve a buscar a las palomas, Carlos

del borde de los nogales, los pechos aplastados, las cabezas pendientes de un hilo de tendón y la esposa de su tío

—Carlos

puesto que ocurrió de este modo, ¿no, padre?, un hijo con ella, un hijo, la esposa de su tío

—Carlos

y sin embargo si pudiésemos conversar no importa dónde

la casa de la playa, Anjos, Príncipe Real, el sótano

estaría de acuerdo conmigo

y sin embargo

—Ahora no, Judite

sin embargo

—El sábado que no trabajo, Judite

hasta que admitiendo, aceptando, usted bajito con una voz infantil que lo sorprendía y donde

—Tóqueme

usted asombrado con el

—Tóqueme

pensando no es verdad, no creo que la verdad sea verdad, usted alisando y arrugando la colcha

o una toalla

la colcha

—No puedo, Judite

mi abuela, aún no ciega, llevaba a su marido desde la taberna hacia casa en una carretilla

Infeliz

usted sacaba la maleta de lo alto del ropero

—No puedo, Judite

y mientras la abría en la cama en la que ninguna toalla, ninguna mujer con los brazos húmedos de jabón y agua, ninguna boca torcida, mi madre se interponía entre usted y la maleta y usted cogía la gabardina, llegaba a la puerta, me apartaba con el pie como si yo también, rehuía a la genciana como si la genciana también, usted a la genciana o a mí

a la genciana que intentaba impedirle llegar al portón, usted rompía una rama y un racimo giraba y giraba en su memoria

—No puedo, Judite

del mismo modo que los caballos y las gaviotas y los perros y las olas giraban a su alrededor, voy a masajearle los intestinos para entrar limpio en la tierra ahora que podemos conversar, soy capaz de conversar, el mar sereno, fíjese, el puente tranquilo, el pinar en reposo, ahora que yo frente a ustedes en Cova do Vapor o en el tiovivo o en la aldea, yo conversando con ustedes que no han fallecido todavía ni se han marchado, la prueba es que dedos en mis mejillas, en las orejas, en la boca

—Eres Paulo, ¿no?

sus olores, sus pasos, sus voces, la tina en la que me bañaban que mi padre transformó en un tiesto de begonias, me ocurría sorprenderlo al cuidarlas en el caso de imaginar que mi madre y yo en la terraza o en la carnicería o admirándonos por Dália, que se iba a casar con un doctor, pedaleando en el patio, cuidar las begonias como a un chiquillo que no lográbamos ver al que anunciaba

—Hora de bañarse, Carlos

lavaba su cuerpo, lo alzaba de la tina, lo acostaba en el tiesto adornado con cristales de colores, aquel donde las margaritas seguían a la luz en una rotación perezosa antes de inclinar los párpados más blancos que amarillos

—Esta piel, esta piel

hacia el vientre de la tierra y una vez acostado envolverlo en una toalla invisible, no como la esposa de su tío

—No me imaginaba que tú

es decir, el ombligo aumentaba y algo que

no como la esposa de su tío

—Hora de dormir, Carlos

ayudándolo a subir al colchón, interrumpiéndose para una oración porque un búho en la acacia y por tanto un alma que imploraba sosiego, terminaba la oración y entonces el búho muy quieto y en consecuencia el alma

—Gracias, señora

elegía una manta, dos mantas, apagaba la luz y la ventana presente, nada existía

ni la cama sin la habitación

más allá de la ventana, los cristales en los que se apoyaba la reverencia de una rama

—Hola, Carlos, buenas noches

además de la rama más ramas, naranjas, el farmacéutico extendía su cacito al crucifijo de la hija

—Te he preparado esta sopita, Luísa

la viuda del doctor

doña Susete

fumaba en el cine sin que el dueño del cine se atreviese con la linterna entre las filas

—Tenga paciencia, señora

la ventana a la que una carretilla se iba acercando, un fantasma cargando a otro fantasma

fantasmas vosotros que moristeis o perdí y fantasma yo que os busco entre sombras, que os digo, os afirmo

os aseguro que una carretilla se iba acercando, mi padre, empujándose a sí mismo hasta el gallinero, buscaba el gancho de la puerta de red en el aura de las cebollas redondas de lágrimas, expulsaba a las gallinas del aseladero, se inclinaba en la piedra caliza

—ahí te quedas, infeliz

condenándose a despertar junto con la lluvia entre escudillas de maíz y pedazos de pan, llamando a mi madre

—Judite

llamándome

—Hijo

y al llamarme

—Hijo

me sacaba de las begonias de la tina, húmedo de agua, de jabón, de membranas, de grasa, de sangre, dándose cuenta de que yo, encogido, resbaladizo, indefenso, al borde de un grito e incapaz de un grito, comenzaba a nacer.