capítulo
Uno se pone a pensar y la vida tan extraña, incluso hace días
o sea hace poco
estaba internado en el hospital, el psicólogo si no dibujas una casa y una familia y un árbol se lo diré al médico y no te darán el alta nunca y de repente
sin transición alguna
heme aquí en el tendedero de Anjos empujando el émbolo de la jeringuilla hacia el interior de la piel, a medida que el émbolo se acerca a la aguja me transformo en un globo de gas pegado al techo con su cordel colgado
el mismo que usé para encontrar la vena al apretarla en el brazo
sólo que dentro de dos horas el gas comienza a escaparse y bajo hasta encontrar a doña Helena planchando, el señor Couceiro en el sillón y el psicólogo que observa la casa, la familia y el árbol, intenté la de Bico da Areia y el resultado fueron olas y una niña en triciclo, añadí los cisnes, el psicólogo qué es eso y yo cisnes que preguntan nadie sabe qué, el psicólogo me entrega otra hoja no estamos en Bellas Artes, chaval, cuando dije una casa quería decir una casa, punto final, de la misma forma que cuando digo una familia es una familia y se acabó y cuando digo un árbol es un árbol y listo, el test no incluye margaritas ni cisnes de manera que coge el lápiz y hazme la casita deprisa, así que yo me acordaba de la Avenida Almirante Reis y le devolvía un edificio de cinco pisos sin ascensor, las bocanadas de gorriones que el reloj de la iglesia nos arrojaba junto con las horas y yo volaba en el techo del tendedero con la ayuda de la jeringuilla, el psicólogo qué es eso, yo explicaba soy yo volando en el techo del tendedero con el cordel de apretar las venas colgando de la manga, el psicólogo qué cordel, yo si viene conmigo a Chelas y me presta dinero volamos ambos por encima de los plátanos mezclados con las palomas, el psicólogo se queja al médico éste hoy dice que vuela y el médico si vuela le corto las alas en un instante déjame a mí, llamó al enfermero pásese enseguida por aquí, Vivaldo, y en cuanto el señor Vivaldo ¿me buscaba, doctor?, el médico aquí al amigo que tengo enfrente le ha dado por volar, imagínese, y mientras yo observaba el grifo del lavabo del que caían gotas oxidadas que manchaban de marrón la loza el señor Vivaldo, que solía encerrarse en la sala de vendajes con la otra criada del comedor, la rubia, a través de la puerta caían cosas metálicas y ella ay esa manita atrevida, señor Vivaldo, esa manita picarona, probablemente la misma que me colocó en el hombro preguntando usted quiere que yo lo baje a la tierra, ¿no, doctor?, las gotas del grifo se redondeaban, se alargaban pegadas al borde por un hilillo de nada, subían redondeándose de nuevo, volvían a alargarse, al decidirse a caer se volvían completamente esféricas y con la lámpara del techo en miniatura dentro, el enfermero sacó la manita atrevida de mi hombro, desapareció en la caverna del pasillo donde una criada lavaba el suelo implorando esperen un minuto que se seque esperen un minuto que se seque, el médico con un tonito pensativo sin mirarme, golpeando con la pluma en la uña del pulgar, así que entonces somos pájaros muy bien muy bien, eso en el momento en que una gota más lenta que las restantes se alargaba y encogía, el psicólogo le mostró mi dibujo de la casa, el médico usted cree que tengo paciencia para muñecos, Teixeira, siguió repitiendo muy bien muy bien y puliendo algo en la uña hasta que el enfermero regresó con un comprimido en un plato
introibo ad altare Dei
blanco, grande, con una ranura en el medio, guiñó el ojo al médico, me propuso muestra la lengua, canario, exactamente el gorjeo que seguía a las cosas metálicas y a las protestas de la rubia acerca de la manita atrevida, el médico lo interrumpió muy bien muy bien mirando el comprimido con una aprobación benévola, la manita atrevida me lo encajó en la boca, la manita picarona me ofreció un jarro de agua y la cerró, el mundo
uno se pone a pensar y la vida tan insólita
comenzó a empequeñecerse, fíjate, el universo una gota de grifo que contenía todo, la casa, las margaritas, la niña del triciclo que al final no era Dália, era la prima, pedaleando a la vez que secreteándose, llamándose, fingiendo no verme
—No te vemos, no sabemos quién eres
de vez en cuando una mirada de indiferencia y bajo la indiferencia la alegría de un público, circulaban junto a mí con el mentón levantado y en una ocasión, tengo la certeza
tengo la certeza
—Que estés bien
la casa, la familia, es decir, yo solo, el árbol que aspiraría a cedro y sólo un ovillo de rayas aunque no importase puesto que no estamos en Bellas Artes, chaval, el enfermero se acabaron los paseos por el aire eres una babosa ahora, la del pasillo volvía a limpiar el suelo mientras me arrastraban de la sala a la cama no podrías haber esperado a que las baldosas se secasen, el médico satisfecho el canario se ha quedado, agité los brazos una vez más y se acabó, ni me estremecí en el colchón, la rubia al enfermero lo mató ¿no, señor Vivaldo?, un plátano vino a observarme desde la ventana y se escapó
tan insólita la vida
antes de dormirme me pareció que mi padre
—Baila, Paulo
de manera que avancé un paso hacia la derecha, el suelo me faltó y tropecé con la pared, la rubia un chillido de sorpresa me da la impresión de que no ha muerto, señor Vivaldo, me acuerdo de cuando pregunté al lado opuesto del Tajo
—¿Ocurría esto con el vino, madre, ocurría esto con el vino?
mi madre respondía que sí apretando contra su chaquetilla de punto la botella vacía, el médico con el ceño fruncido observaba la uña, la comparaba con las demás con los deditos extendidos, frente a la pluma lejanísimo muy bien muy bien, doña Helena
—Hola, doña Helena, ¿se ha fijado en cómo vuelo?
surgiendo de la plancha y descubriéndome en el techo entre las manchas del tiempo, no sólo las fotos envejecen, los tendederos también, cuando llegué aquí de niño el parapeto allí arriba y el balcón hoy desgastado, los azulejos descoloridos tal como la ropa y las caras
amarillas, amarillos, mi padre amarillo
—Alcánzame la peluca antes de que venga Rui
no un payaso, un espantajo, el esqueleto de cañas y la cabeza de trapo con los ojos y la boca con minio, qué ocurrió con sus dientes tan reales, tan parejitos, los metí en el bolsillo con la manita atrevida, ay esa manita, señor Paulo
—Ya no le hacen falta
y como los mulatos aún mastican venderlos en Chelas, en cuanto unas gafas oscuras en la tiniebla del postigo hurgar en el bolsillo, presentar las encías con la manita picarona, ¿no le han enseñado a estarse quieto, señor Vivaldo? y enseguida los objetos metálicos en la sala de vendajes, el pestillo de la ventana se cierra y nosotros a oscuras, ¿no?, si mi jefe tropieza, muebles desplazados, una protesta que se debilita no me abrace de esa manera que me hace daño en las costillas, lo que se me antojó
muy bien muy bien
una batahola de palomas a las que les rasgaban las alas, el enfermero respiraba con los tambaleos de quien transporta un piano y solicitando al piano qué manía la tuya, no te rías, espera, una pausa en medio del transporte y al final de la pausa una lentitud intrigada, qué ha pasado, señor Vivaldo, nueva batahola de palomas pero afligido, pero breve, sin rasgar nada, todas las alas intactas, un chasquido de encendedor ¿no se siente bien, señor Vivaldo, quiere que abra la ventana?, el psicólogo que muestra la página qué demonios de árbol es éste y yo un cedro
el cedro de las noches en que llovía en Príncipe Real y yo en el banco a la espera de que mi padre me llamase
—Sal un minuto que tengo que resolver unas cosas con este amigo mío
el enfermero o el piano o pasos irritados no consigues quedarte callada joder, un resentimiento, una desilusión
muy bien muy bien
suelas de acá para allá en el linóleo si hablas de lo que sucedió te mato, a cada gota de grifo una bocanada de gorriones en el despacho del médico, un mulato con gafas oscuras observó los dientes que en Chelas, no sé por qué, no sonreían, ningún bolero, ningún hola al público
—¿Son tuyos?
una mulata surgió de la sombra con una tetera de esmalte, se los puso en la boca y se desvaneció en una sombra mayor en la que vasos, llamas a estos garabatos un cedro, le plantas una margarita encima y llamas a este triángulo una casa, no te vamos a dar el alta, no vas a salir de aquí, Jorge
Paulo
Paulo o Jorge, no me interesa, no vas a salir de aquí, la ventana de la sala de vendajes abierta, el enfermero en el pasillo abrochándose los botones abrochados, la rubia bajando las escaleras como si no lo conociese, yo al mulato de las gafas oscuras su madre se ha quedado con mis dientes y el mulato tú se los regalaste te acuerdas
muy bien muy bien
vete de la tienda, el grajo en mi espalda y un segundo mulato quieres robar a una señora ladrón de modo que yo bajando del techo del tendedero y doña Helena
—¿Dónde estabas, Paulo?
Paulo o Jorge qué interesa, dónde estabas, Paulo, la rubia ya lejos no puede señor Vivaldo y el enfermero puta, empujar el émbolo de la jeringuilla y ni un malestar, ni un dolor, hasta luego doña Helena ya vuelvo, al dibujar la familia puse a mi madre y a mi padre juntos y el hijo batía alas volando, la rubia señalando al enfermero al sirviente, el sirviente al enfermero
—¿Es verdad?
y el enfermero
yo tan alto ahora, no se ve Anjos
—¿Te fías de una zorra?
tal vez aquella iglesia de allí, aquel cuadradito de césped, aquel barrio y en el barrio el señor Couceiro que mira la pared no tengo sueño, Helena, pedía que apagasen la luz y se volvía cosa, un estante, un armario interrumpido por crujidos de madera, Noémia se liberaba de la foto y deambulaba por las habitaciones, el enfermero dejó de preguntarme con un gorjeo has comido, canario, en cuanto la rubia llegaba con las bandejas de la comida se atropellaba en dirección a las palomas y se apoyaba en un tronco con la manita picarona sin atinar con el encendedor, apuesto que la misma con la que amarró la cuerda al plátano durante el turno de noche, con la que acomodó la caja, con la que probó el lazo, no oímos la caja caerse o si oímos un gato, ya se sabe que los gatos, por la mañana el calcetín mostraba la pierna, el encendedor en la hierba que uno de nosotros cogió para el cigarrillo que me diesen, amigo, encontramos una moneda en la bata para un café, amigo, el señor Couceiro en contrapartida ni una moneda siquiera, miraba la pared mientras un búfalo iba cruzando la sala bajo la niebla de mayo, el sirviente trepó al cajón con una tijera, nos advirtió sujeten ahí
me pareció que la rubia se ocultaba tras la manga
y la bata y el calcetín en la hierba donde había estado el encendedor, no sé qué enfermo
¿yo?
llevaba una sábana, cuando se mueran mi padre y el señor Couceiro llevaré una sábana también, les pido a Rui y a doña Helena sujeten ahí, dibújenme un árbol, una casa, el enfermero que sustituyó al señor Vivaldo chitón, el émbolo se acercaba a la piel y yo tan tranquilo, contento, llevaron
llevamos
la manita atrevida y la manita picarona a la sala de vendajes, un peine se le deslizó de los pantalones y uno de nosotros esa tarde se peinó con él
yo me hacía bien la raya y me peinaba con él
lo dejamos en el tendedero revirándose con el cuello torcido, cerré el pestillo de la ventana, tiré unos metales por aquí y por allí, informé a la rubia a la que servían un vaso de tinto y qué es eso y serena
—El señor Vivaldo la está esperando, señorita
a fin de que una batahola de palomas, la respiración de quien transporta un piano
—No te rías ahora
y el día en orden de nuevo, no ha ocurrido nada, este peine no es de él, este encendedor no es de él, nos lo dio el de las muletas cuando su yerno se lo llevó, nos reunió en la habitación y esta pluma para ti, esta brocha de afeitar para ti, este cepillo para ti no lo pierdas, nos quedamos viéndolo irse con la pierna esmirriada balanceándose en medio de un revoloteo de palomas, la estiraba hacia delante y se unía a ella con un impulso del cuerpo, sacudió el brazo en lo que supongo un adiós, entró por partes en el taxi
el pecho, las botas, las muletas por fin, alzadas desde dentro con un esfuerzo de remos, el hijastro con la prisa de quien amontona equipaje
—Acomódese
y con los cristales subidos dejó de existir, arrimaba el tablero de las damas al espejo, se desafiaba a sí mismo
—¿Piensas que me engañas?
y ganaba al reflejo, si la hija lo visitaba no respondía siquiera, entonces padre y él mudo, cómo se siente y él ni mu, en el caso del yerno
—Señor Pompílio
una mirada de soslayo sorprendida
—¿Usted me conoce de algún lado?
la hija frente a las lágrimas conversaba con el sirviente y el sirviente
—No haga caso
el señor Pompílio nos llamaba aparte y aclaraba señalando a su propia imagen
—Aquel estúpido es su padre, yo no le soporto a sus parientes
conversaba con el señor Couceiro de Timor porque en sus tiempos de la marina su barco a veces, se interrumpía de repente, hacía una seña al señor Couceiro que esperase y se pellizcaba la cara
—No paras de mentir, embustero
le servían dos platos en las comidas
—Para usted y para su amigo, señor Pompílio
el señor Pompílio furioso, rechazando uno de los platos
—¿Mi amigo ese idiota?
bufando de desprecio hacia una silla vacía, se negaba a acostarse en la cama para no dormir acompañado
—¿Soy marica o qué?
y una batalla bajo la manta, un grito al enfermero
—Sáquemelo de aquí que este bestia me ha pegado
ruidos de establo en las habitaciones vecinas, las gotas del grifo que manchaban de marrón la loza, el yerno al médico
—¿Por qué diablos he de llevar quién sabe a quién a casa?
dibújame una casa
y dejar a mi suegro en los espejos y de hecho, después de irse el taxi, daba la impresión al afeitarme de que alguien con muletas al otro lado del cristal, una silueta preparaba un jaque y movía las piezas, el plato y la silla del otro, en el comedor, a la espera, la rubia se liberaba de un salto de los cubiertos solitarios sacudiendo no se entendía qué
—Ay la manita atrevida, señor Pompílio, la manita picarona
una tarde respondí a una jugada y me ganó
empujar con toda la fuerza el émbolo de la jeringuilla hacia el interior de la piel
la hija en el cuarto de baño del hospital
—Salga del espejo ya
en cuanto comenzaba a volar muchos caballos galopaban en la playa
no, muchos payasos bailaban en el escenario
no, una niña en triciclo
no, Gabriela conmigo en el resto de la pared tengo miedo, no me ates el brazo
no, dónde estoy ahora
hasta que por fin
tardé tanto tiempo
en el tiovivo con mis padres montado en el hipopótamo, en la cebra, en el antílope, feliz y con miedo hasta que la palma de mi padre en mi hombro y entonces sólo feliz
lámparas de feria en los árboles
dibújame un árbol
y a lo largo del río, las lámparas en el río también bailaban con el barro, a veces una ola y las lámparas astilladas, después ninguna ola y las lámparas enteras, una región de tinieblas en el terreno baldío a la derecha
pero no mires, no mires
donde un hombre en una cama y un ropero vacío
región de tinieblas de qué, región de tinieblas un cuerno, las lámparas coloridas, el hindú que marchaba sobre cristales, bebía petróleo, apuntaba la nariz a la luna y expulsaba llamaradas, la vieja de los destinos hacía sonar conchas en una bolsa
—Vas a ser teniente, pequeño
y sobre todo el tiovivo en un asma de tablas, el dueño accionaba una palanca y los hipopótamos, los antílopes, las cebras sacudían arranques, cada vez que pasaba por el lado del baldío el hombre aquel en la cama pedía no sé qué o no pedía nada, sólo tumbado en la cama con un pavor sin palabras pero no mires, no mires, afortunadamente poco después el hindú, la vieja, las lámparas que estallaban en el Tajo perfectas en los árboles
—¿Qué demonios de árbol es ése?
—Un cedro, doctor, y yo en el banco bajo la lluvia hasta que la seña en el telón
te he dicho que no mires, no te lo he dicho acaso, no me alteres, no mires
el hindú vestido como nosotros comiendo un bocadillo de chorizo sin llamaradas en el esófago, se limpiaba el betún de la cara y se volvía blanco, mi madre se protegía el peinado y yo me encontraba con su nuca tan lisa, el vestido tan verde, lo usó en la boda de una prima y al año siguiente se transformó en cortina y al año siguiente en rollos para cubrir la ventana y al año siguiente los rollos desaparecieron, el dueño del tiovivo movió la palanca, los animales y las tablas frenaron con un chillido, es decir, sobresaltos de animales que así quietos no asustaban a nadie, se salía por una escalera de hierro tambaleando a cada paso, mi madre tanteaba los escalones con la cautela con la que el dedo en casa
—Dibújame una casa en serio, ¿qué demonios de casa es ésa?
—Margaritas un enano de barro al que le falta el pico botellas en la pila de lavar la ropa del patio
si le hablase de las piñas, si le dijese que traigo el dinero, doña Judite, yo pago
con la cautela con la que el dedo en casa probaba la sopa, en cuanto acabábamos de salir el río, la pequeña muralla que nos separaba del agua, inclinarme y encontrar a mi padre y a mi madre en las lámparas hechas añicos, mi padre con peluca rubia y mi madre recibiendo al dueño de la terraza, buscar las lámparas verdaderas y claro que no, mi padre conmigo en brazos y mi madre recogiéndose el peinado, dormir en el autobús a Bico da Areia y la certeza de no envejecer nunca, o sea no exactamente dormir, acuclillado en el resto de pared en Chelas y en el resto de pared el hindú, la vieja a quien le impresionaban los militares, si te portas como es debido vas a ser teniente, niño, voy a ser teniente y a dirigir a un montón de personas, Gabriela, a través del remolino del tiovivo el motor del autobús y los desniveles de la carretera, garajes, talleres, el cámping con hornillos en las tiendas, el halo de una cruz de farmacia
añorado padre añorado esposo
que orientaba en la oscuridad las traineras de las toses, cuando la falta de aire llegaba de madrugada me envolvían en una manta, mi padre
—Pesa un montón
y la cruz siempre huía de nosotros, no esta esquina, la esquina de allá, no la esquina de allá, la rotonda de la fábrica, contar los pasos ayuda, trescientos noventa y ocho, trescientos noventa y nueve, cuatrocientos, un macho cabrío perdido como nosotros que pasta en un talud
mi mujer
—¿Paulo se va a morir, Carlos?
antes de la farmacia tubos a la intemperie, una negrura de tubos y raíces que no pueden beberme y sobre la cual vuelo, madre, mi padre colgado del timbre despierta sonidos alrededor, protestas, estores, un llanto de niño y tal vez el acordeonista que no había
– ¿Te apetece una musiquita, Gabriela?
dedos deformados que modulan el aire, Noémia en bicicleta un domingo de Pascua
no, Noémia enferma que palidece en la cama antes de palidecer en la foto
no mires, eres feliz, no mires
hasta que el cascar de nueces de una cerradura y con el cascar de nueces el farmacéutico en camiseta, el macho cabrío pelos opacos, sucios, que no pueden alcanzarte y sobre los cuales vuelas, Paulo, ni el grajo te duele, mi mujer lo encaramó en un rincón de la barra, no mi hijo, el hijo del dueño de la terraza o de uno de los perros o
no mi hijo porque no soy hombre, no me interesa ser hombre, nunca me sentí hombre, siempre que Judite me besaba yo
mi hijo con cuatro o cinco años, cuatro años, la semana antes de cumplir cinco años su madre
quería a su madre
Judite
cómo me habría gustado ser capaz
mi hijo
he dicho mi hijo
que no se lamentaba, no lloraba, no pedía ayuda, me acuerdo
—¿Paulo se va a morir, señor farmacéutico?
de los pies en un único calcetín de lana mío, del cuello que adelgazaba y engordaba
exactamente como usted en Príncipe Real, exactamente como usted ahora
el macho cabrío nos acechaba desde la vitrina al colocarle el oxígeno
—Tal vez no se muera
en la boca, la cruz de la farmacia en el Tajo junto con las lámparas de la feria e hipopótamos, cebras, antílopes, el hindú que bebía petróleo con clavos que le atravesaban las orejas, los rulos en la cabeza de la esposa del farmacéutico vamos a mejorar, pequeño, el acuario
con un pez abriendo y cerrando los labios que recitaba las tablas en silencio y yo con él ocho por cinco, ocho por seis, ocho por siete, ocho por ocho, cada pupila una perlita sonámbula con una grano rojo dentro, mi mujer
—Paulo
espere, padre, no se canse, las palabras tan penosas, ¿no?, no se quede en la cama conversando con el cedro
dibújame un árbol, qué demonios de árbol es ése
y yo le caliento la sopa, le preparo un té, corto la manzana en pedacitos o la deshago con un tenedor, mi madre
—¿Vas a morir, Paulo?
con el medallón en el cuello, una tarde después de que mi padre se fuese quise clavarlo en la camisa, el alfiler rasgó la tela y me pinchó en el hombro, mi madre apareció desde la cocina con algo en la mano que en ese momento no distinguí como una botella
—Suelta eso, estúpido
me acuerdo de un hombre al que no volví a ver en el escalón de la entrada, tal vez el caboverdiano abriendo y cerrando la navaja de niño, tal vez el policía en Fonte da Telha bajo los faros de los jeeps
—¿Lo conoces?
tal vez un gitano o el dueño de la terraza
—Si no tienes dinero no merece la pena que entres
un hombre que no volví a ver
¿quién?
a la espera de que la botella se cayese al suelo, que mi madre me arrancase el medallón de la camisa rasgándola más
—Suelta eso, estúpido
que el espejo del ropero desierto y yo en el patio donde la genciana iba desapareciendo rama a rama en los soportes de alambre y con ella mi padre y la palma en mi hombro, quedaban las grapas y el puente de las gaviotas en el que gritos y huevos, quedaban los ladrillos del resto de pared que se deshacían al sol, un viejo con muletas cojeando en un patio, yo dibujando casas, familias y árboles, una persona
¿cuál?
llamando
—Paulo
así como mis padres
—Paulo
en la farmacia
y aunque las caras próximas a la mía no es a mí a quien se dirigen, no es conmigo con quien hablan, me acostaban en un diván separado de ellos por una colcha hecha jirones, en el cristal más allá de la colcha el bosque que se confundía con los ruidos de la cama, mi madre un brazo que en busca de un cuerpo encontraba sábanas puesto que mi padre en la mesa de la cocina
—No puedo, no puedo
dos rayas paralelas le bajaban por la cara, las manos que protegían los ojos, la curiosidad de saber mostrando al electricista, un profesor del colegio y el pánico a que mi madre le respondiese
—¿Cuál de ellos es el padre de Paulo, Judite?
hipopótamos, cebras y antílopes en el tiovivo con luces baratas al mismo tiempo que un payaso con peluca rubia bailaba para los clientes que le arrojaban bombones, cigarrillos, camelias
—¿Cuál de ellos es el padre de Paulo, Judite?
y yo Judite en Bico da Areia mientras mi hijo volaba y ningún hombre conmigo, una piedrita en una losa y puede ser que el olor de las mimosas
puede ser que con suerte el olor de las mimosas
respondiendo
—No lo sé
los días tan iguales y los hombres tan iguales que no lo sé, hubo otro niño después
¿cuántos años después?
durante once días solamente, oculto en mi colchón, casi bajo mi cuerpo, al cual impedía que lo oyesen llorar con mi pecho, mi leche, el ruido de mis pasos en el suelo, una muchacha once días apenas, sin nombre, casi sin vida, que separé de mí, alimenté, escondí, cuando me visitaban la cubría con la bata y
—¿Qué es eso, Judite?
o
—¿Qué es eso, doña Judite?
o simplemente
—¿Qué es eso?
y yo
—Nada
ellos un paso intrigado hacia la bata puesto que movimientos, soplidos, yo protegiendo a mi hija e impidiendo que la descubriesen, mayor de lo que alguna vez fui en la época en que llevaba muñecas al cementerio e inventaba casas en el interior de las tumbas, mayor de lo que soy
—Nada
permitiendo que se sirviesen de mí sin encontrarla a ella, abrazándola en el espejo después de que se marchasen y tranquilizándola con mi calor, mi vientre, tranquilizándome a mí con un cuartillo, dos cuartillos, tres cuartillos hasta que los labios sin temblar, hasta que los dedos firmes
—Ya se han marchado, tranquila
los perros en los cristales, el electricista
empujar el émbolo de la jeringuilla, aunque agua y ninguna espiral de sangre en el cristal empujar el émbolo de la jeringuilla hacia el interior de la piel
encendiendo una fogata en el bosque y la sombra en lo rojo de los troncos puesto que invierno y lluvia y media cabaña que perdió el tejado, el dueño de la terraza fingiendo que se preocupaba por mí él que no se preocupaba por nadie, con las mujeres nunca se sabe y los clientes que asentían
—Con las mujeres nunca se sabe
sobre todo las rameras, señor Figueira, con las mujeres nunca se sabe, la esposa como si no oyese, en una ocasión nosotras dos frente al vendedor de hortalizas y ella al marcharse
—Me das pena
uno se pone a pensar y la vida tan extraña
el dueño de la terraza vacilando en entrar
—Has adelgazado, estás muy flaca, ¿estás enferma, Judite?
la impresión de un llanto diferente, una queja diferente, un sosiego diferente porque mi hija dormía de manera que debe de estar equivocado, no he perdido ni siquiera un kilo, no estoy enferma, señor, y la puerta cerrada, mi espalda en la puerta oyendo el sosiego, uno de los perros llamándome desde el muro, la silla encajada en el picaporte de la puerta para que
no mires, Paulo, no mires
—Traigo el dinero, doña Judite
no pudiesen entrar, levantar la manta de la cama, no comprender el silencio de mi hija, comprender el silencio, pensar que al enterrar niños las campanas toda la mañana en la aldea, el pequeño ataúd descubierto a través de la calle, tantos nardos, mi madre y las vecinas en medio de la charanga, el sacristán con la tapa del ataúd con precauciones de bandeja
no mires, Judite, no mires, el vestidito color rosa, los dedos con un nardo demasiado grande, vas a soñar toda la noche con cadáveres, Judite, vas a despertar sin valor para preguntarte
—¿Estoy viva?
no mires mis riñones contra la puerta y el pequeño ataúd hacia la derecha y hacia la izquierda en la plaza, el ciego de Cardal adelantando la nariz sin que le respondiesen no hay nubes, claro que no, las acacias que se juntan en lo alto, el dueño de la terraza
—Judite
allí fuera
—Ay de ti si enfermo por tu culpa, Judite
no comprender el silencio de mi hija, comprender el silencio, no levantar la sábana de la cama, levantar la sábana de la cama, las campanas una tras otra ahuyentando a los pinzones, la charanga ensordeciéndome, mi madre suspendiendo la cabeza y reparando en mí, haciéndome señas para que me quedase en casa, el empleado de correos
con pinzas de la ropa en los pantalones
que paraba la bicicleta, se quitaba la gorra, se volvía más viejo y yo sin imaginar que fuese calvo, tirar la piedrita y saltar todos los cuadrados de tiza sin pisar las rayas, buscar un mantel lavado para mi hija, el que nos regalaron cuando nos casamos, con adornos de encaje y mi nombre con hilo azul en un ángulo, sentarme a la espera en la cama, llevar las botellas de la pila, dibújame la pila, dibújame a tu hija, tener hambre y no tener hambre, tener sueño y no tener sueño, no comer, no acostarme, esperar a que apaguen los balcones con manitas atrevidas, los postigos con manitas picaronas, el electricista por quien nadie se interesaba contemplando las olas
ay
y en cuanto los gitanos se callaron en el bosque caminar en diagonal con un pasito de zorro hacia el lugar de la playa en el que sauces llorones y cañas
incluso hace días o sea hace unos minutos estaba internado en el hospital y ahora aquí con ella, apártese, madre, yo abro la tumba en la arena, vuelva a casa
nunca me dibujó una casa, ¿por qué razón nunca me dibujó una casa?
no mire
el pecho que le arde de no sacarle la leche, los zapatos antes anchos con los que le cuesta andar, los tobillos hinchados, cubrir con restos de crecida el mantel que acecha, un soplido aquí mismo y no se asuste, es el río, saque una botella de la cocina, siéntese ante el espejo del armario para no beber sola, alégrese con el olor de las mimosas, madre, haga como si siguiese usando el medallón en el cuello y dentro de poco el sueño, su brazo sobre la frente como los cuellos de los cisnes que preguntan
¿preguntan?
y madre no oye las preguntas, va bajando al interior de sí misma, va olvidando, ¿no?, le parece que un individuo disfrazado de payaso canta y no, su sangre en reposo, el balanceo del cedro
yo en el banco
el pequeño ataúd abierto, Noémia en el nicho del cementerio con sus flores deshojadas, era golpear y nadie al otro lado, el señor Couceiro tocaba con el bastón y hueco y vacío, Noémia en bicicleta sin interesarse por ustedes, fíjense en el flequillo, en las piernas flacuchas, en su rechazo a vivir en medio de estos trastos, el bastón insistente o la pluma del médico en la uña muy bien muy bien
—Noémia no está aquí, Helena
como yo no estoy, madre, no la observo desde el portón, no corro alrededor del muro entre los perros, empujo el émbolo y vuelo, deje el mantel, señora, no se quede de rodillas arañando la arena y atolondrándose entre las cañas, consigo una cucharita para usted, la caliento con el encendedor del señor Vivaldo, la ayudo a apretar el elástico y entonces, palabra de honor, la madre
en cuanto los gitanos se callaron en el bosque caminé en diagonal en dirección a la playa según decía mi tío como los zorros, sólo nos los encontrábamos cuando la red del gallinero levantada y unas pocas plumas en tierra, el mantel que las compañeras del colegio nos regalaron cuando nos casamos y peso ninguno y silencio, un mantel tan caro que no nos atrevíamos a extenderlo sobre la mesa, orientarme por la claridad del Tajo y pasado el barrio, donde vaciaban un barreño invisible, los sauces llorones, las cañas, lo que se suponía que era el puente a través de los suspiros de las garzas, a veces los sábados yo sentada en el barrote y traineras, hoy yo sentada en el barrote con mi hija en brazos, una hija que no era hija, el mantel con remates de encaje y mi nombre en letras primorosas
Judite
abrir un hoyo en la arena y enterrarla para qué si no había qué enterrar salvo un lloriqueo blando, un lamento, deshacerme del mantel para qué si podría cambiarlo por vino en el caso de que el dueño de la terraza no se interesase por mí, la esposa evaluase la calidad de la tela, el bordado, el modo de descoser mi nombre del revés del lino
—Te doy dos cuartillos por esto
o un cuartillo o medio cuartillo o el mantel devuelto con el desprendimiento de quien rechaza un trapo
—¿Qué me importa esto?
la boca no a mí, sino más lejos
no sabe quién soy, no existo
comprobar las manchas y guardarlo en el cajón, cerrar el cajón, hoy los sauces llorones, las cañas, un barrote del puente donde mi hija y yo
donde el mantel y yo, donde no nos encontraban, poco a poco en la oscuridad los nidos de las gaviotas, el rumoreo de alcancía del agua, monedas que cualquier mano
¿qué mano?
desparramaba y reunía, me pareció que las tres, las cuatro, las cinco, que en breve
¿en breve?
mañana, tuve la certeza de que en breve mañana una última lechuza, las lámparas de Lisboa apagadas, edificios que se distinguían apenas en su envoltorio de niebla, lo que se me antojó una colina, lo que se me antojaron árboles
—¿Qué demonios de árbol es éste?
—Un cedro y yo en el banco a la espera
enseguida las tiendas de los gitanos, una muchacha soltando los caballos, el grifo de la fuente abierto, en breve las gaviotas indignadas conmigo, el electricista o los perros en círculos en la playa que me observan mientras acuno al mantel vacío, me señalan ladrando, se provocan unos a otros, piden
—Doña Judite
y yo los recibo satisfecha, acomodando el medallón con orladura de cobre y sonriendo como sonrío siempre que se interesan por mí.