capítulo

Ahora que mi padre murió creo que he comenzado a buscarlo pero no lo sé. No lo sé. Doy vueltas y vueltas y la respuesta es no lo sé. Todo me parece tan difícil, tan complicado, tan extraño: un payaso que era al mismo tiempo hombre y mujer o unas veces hombre y otras mujer o unas veces una especie de hombre y otras una especie de mujer y yo pensando

—¿Cómo lo llamo?

En los momentos en que era mujer o una especie de mujer y no lo sé

no lo sé

me devano los sesos y no lo sé, aquellos con quienes vivía mi padre no lo sabían tampoco, ya lo trataban como un hombre que no fuese hombre ya como una mujer que no fuese mujer a pesar de pagarles la ropa, mantenerlos, cocinar para ellos con la humildad de quien pide perdón

¿perdón por qué?

se enfadaba con el remordimiento que yo representaba

—Sal de mi vista

préstenme cualquier cosa, un billete de tren, la mano de doña Helena, un caballo de Bico da Areia para salir de aquí

los dedos que parecían querer tocarme y no me tocaban, la voz de repente masculina

—¿No te he dicho que salgas de mi vista?

arrepintiéndose, plegándose en arrugas de lágrimas sin lágrimas, el perfume que llegaba antes que él y cuando mi padre se marchaba seguía en la sala, estancado, denso, acusándose a sí mismo

un caballo de Bico da Areia sirve, no un billete de tren puesto que los caballos de Bico da Areia no pasan del bosque en caso de que los gitanos no los vendan o acaben con ellos a tiros mientras que los trenes desaparecen para siempre en la noche, que bien los oía yo desaparecer más allá de las casas

yo sin ánimo de preguntar

—¿De qué se está culpando, padre?

mientras se vestía para los espectáculos con los ojos agrandados con pinturas y rayas, si grifos o un vaso en la cocina los ojos más pequeños interrogantes, la antena del cuello descifrando los sonidos

—¿Te has despertado, Rui?

bajo la lámpara de metal a la que le faltaban dos bombillas

si doña Helena me ayudase a partir, Noémia se fue, el señor Couceiro cualquier día llega al vestíbulo, alza el bastón

Adiós

y a la que hoy, al entrar en Príncipe Real, le faltaban todas las bombillas, una furgoneta en la puerta, individuos que transportaban el armario, las sillas, el paragüero con nomeolvides de esmalte, todo desmantelado en la calle, barato, pobre, con los adornos y los lazos empobreciéndolos más y casi nuevo y rico en el interior de las cortinas

tenga paciencia, doña Helena, duérmase ya, la cama también, balanceándose en las escaleras el tocador con espejo en el que creía estar viéndome y no se interesaba por mí, yo durante un instante en el cristal y después nadie, el señor Couceiro bajando el bastón

—La diabetes, chaval

arrugas y huesos fingiéndose alegres, doña Helena a la entrada de la puerta

—Jaime

el bastón subía de nuevo

—Me encuentro bien, Helena

la dignidad de los enfermos que apetece arrancar de golpe y la muerte viva por debajo, en Príncipe Real los criados con la lavadora que no funcionaba hacía años, se pulsaba el botón y un sollozo que despedía agua y polvo, el dueño del edificio

—¿Qué pretendes, chico?

reuniendo en una caja de cartón estuchitos con tubos y pinceles, a veces acompañaba a mi padre y a Rui a Fonte da Telha

y antes de Rui Mário, y antes de Mário Dino

en el sitio donde hace tres semanas los policías y el cuerpo, mi padre con sostén y pendientes, los labios tan gruesos, gestos no ásperos, curvos, los muslos estremecidos por la cera de los pelos, a mí me daban vergüenza y le aseguraba a todo el mundo o sea a los pescadores que alquitranaban los barcos

—No los conozco, no los he visto nunca

el dueño del edificio señalando la furgoneta en la que la muñeca española y la concha de las pulseras

—Siete meses de alquiler sin pagar, chaval, vengo a cobrar lo que se me debe

aparecía todos los meses con el papelito del recibo y mi padre después de espiar por la ventana, hacerle una seña a Rui

o a Mário o a Dino

cambiarse de zapatos, sustituir la peluca rubia por una peluca morena

denme cualquier cosa, un billete de tren o una jeringuilla llena para salir de aquí, la camarera del comedor del hospital que me acompañó a Chelas

Me gustas, ¿sabías?

no quiero, hace daño, y yo no hace ningún daño, las personas creen que hace daño y no hace daño, prueba un poquito vas a ver, el grajo de acuerdo conmigo en el resto de la pared

—Vas a ver

¿no sientes calor? dijo ella, ¿no sientes que estás quieta y vuelas?, mejor que doña Helena, que los caballos en Bico da Areia, que un billete de tren a España o París

mi padre con peluca morena

—Entre, entre, vamos

una canción en la radio, un licor, Rui

o Mário o Dino

encerrado en el cubículo donde la tabla de planchar

—Entre, entre, vamos

y siéntese aquí a mi lado, qué es ese papel, déjeme que lo adivine, no me lo diga, apuesto a que una carta de amor, una declaración, una copla, nunca le dijeron que tiene un aire romántico, si supiese todas las cosas que una mujer es capaz de adivinar, el recibo del alquiler, qué sorpresa, pero escrito como si fuesen versos, un hombre de negocios poeta, Dios mío, todas las cualidades, me pregunto si su esposa no agradece a los ángeles la suerte que ha tenido, la voz de mi padre ora grave ora un hilo sin atinar con el tono, la rodilla al descubierto, el índice y el pulgar en el acto de quitar una mota de la solapa del casero, estudiarla enternecidos y depositarla en el cenicero con cuidados de diamante, el oído atento al cubículo no me arruines la vida, Rui

o Mário o Dino

no respires, no te muevas, en Fonte da Telha, al regresar al automóvil, insultos en el cristal

maricón

uno de los faros hecho añicos

¿no es verdad que vuelas, no es verdad que vuelas?

el guardabarros arrastrándose en las piedras, mi madre

mi padre arrugaba con afecto el recibo del alquiler y se lo metía en el bolsillo, con tantos asuntos importantes que resolver entre nosotros para qué perder tiempo hablando de dinero, coge este billete, Paulo, cómprame cigarrillos en el estanco y quédate un rato jugando en el jardín que dentro de poco te llamo

y el crepúsculo y árboles, y oscuridad y árboles, y miedo y árboles, un inicio de lluvia incipiente en los árboles, el meñique de una gota en la nuca

—Paulo

y qué respondo a la gota, el banco del cedro y yo encogido en el banco, la lámpara del techo sustituida por la de la mesita, un halo sedoso, una claridad violeta, las ramas del cedro se alargaban hacia mí en desafíos de hojas, un segundo meñique en el cuello y un tercero en la frente cegándome, el banco mojado, una rama en mi hombro

—Escapa de prisa, Paulo

mientras parábamos el coche, fijábamos el guardabarros, mi padre de rodillas

no una especie de mujer, un hombre ordenando a Rui

Suelta

reparando el guardabarros y limpiando el cristal, al llegar a la casa el dueño del edificio junto a la furgoneta donde la radio, la lámpara de la mesita, los zapatos de antaño

—Siete meses sin pagar, chaval

mi padre no un hombre, una especie de mujer acomodándole el cuello y el dueño del edificio confundido, agradecido

yo a la camarera del comedor

¿No es verdad que vuelas, no es verdad que vuelas?

la voz que atinaba finalmente con el tono, glicerina lenta que lo vestía y lo desvestía

—Nunca me imaginé que un poeta

liberando a Rui

o a Mário o a Dino

del cubículo de la tabla de planchar en que apuesto que ratones, de vez en cuando creo que patas, carreras, la camarera del comedor volando en el resto de pared y frío y calor y frío

por ahora no, por ahora calor, todo tan claro, tan sencillo, al final la vida es esto, lo comprendo todo, lo sé, no logro explicártelo pero lo sé, divertirme con el silbido del grajo, mi empleo, el hospital, el pastor alemán tres bloques antes del mío, de pequeña me cambiaba de acera siempre mirando hacia atrás cuando lo oía ladrar, mi hermano que se casó hará el día veintitrés cinco meses no corras, cuando corremos ellos muerden, el piso de Príncipe Real vacío a no ser por unas pocas revistas de moda en el suelo, un cartel de mi padre insistiendo en su hilo de glicerina con espinas de burla por dentro

—Nunca supuse que un poeta

doña Helena sin interrumpir el ganchillo recuperando un punto que había perdido al masajearse la espalda, a medida que envejecía el espinazo torcido, una joroba que crecía

—¿Nunca supusiste qué, Paulo?

por qué motivo no me deja en paz y me obliga a gritarle, el señor Couceiro que percibe mi enfado y yo

No se me meta en lo que no le importa, cállese

tal vez sigue levantándose en medio de la noche para verme dormir, se daba cuenta de que reparaba en él, retrocedía hasta la puerta y tropezaba en el umbral, le colocábamos el tenedor en la mano izquierda y el cuchillo en la derecha, le avisábamos es el cuchillo, es el tenedor, acercábamos la comida a la servilleta atada en la nuca

—Ahí tienes el pollo, Jaime

el tenedor pinchaba el mantel, el cuchillo golpeaba en el jarro, algún día al entrar en Anjos otras cómodas en la escalera, otro dueño en el edificio

—Siete meses sin pagar, chaval

y por tanto buscar a mi padre pero no sé

no sé

doy vueltas y vueltas y no sé, quedarme en el banco del cedro o con la camarera del comedor en la pared de Chelas, todos los caballos de Bico da Areia inmóviles en la playa, todos los trenes parados en la estación

—No hay billetes, chaval

el sótano donde el payaso trabajaba pegado a la Praça das Flores, una señora con bata gris que durante los espectáculos vendía a los clientes bombones, cigarrillos, perfumes, regalos para los artistas que nadie compraba encerando el suelo entre las mesas, un postigo casi en el techo filtraba un día difícil en que a veces piernas, un triciclo de verduras, la sospecha

instantánea

de un gato, el portero acomodaba botellas de falso champán en el estante de la barra, la bola con reflejos que giraba en el techo anunciaba quién sabe qué sin que nadie la oyese, la señora cogió una camelia aplastada y la tiró en un cubo, mi padre atravesó la sala con pasitos de tango

—Hola, Paulo

una corriente de aire venida de alguna parte hinchó una cortina que se sacudió y enmudeció, nunca hola, hijo, siempre hola, Paulo, si me presentaba a las compañeras

—Mi sobrino

o

—Mi primo

y ahora que la señora con bata gris comenzaba a encerar la cortina por él, con una pirueta de terciopelo que yo no imaginaba tan usada

—Hola, Paulo

—Hola, sobrino

—Hola, primo

en el otoño de la gripe me visitó a disgusto en Anjos acompañado por un individuo de bigote que presentó a doña Helena con un gesto barroco

—Un amigo ingeniero

y en el cual reconocía al empleado que manipulaba los focos del sótano, miró con desdén los muebles sin dorados ni lentejuelas ni cintas, una puerta condenada que el armario disimulaba y por detrás del armario el vecino

—Cecília

el señor Couceiro le ofreció una cuchara de mi jarabe, se dio cuenta del error con un saltito nervioso

—No sé dónde tengo la cabeza, qué tontería, disculpe

mi padre en un ángulo del colchón después de comprobar desconfiado la resistencia de la cama y una vaharada de agua de colonia me embalsamó la nariz, los ojos de él

tan crueles

hacían resaltar la edad de las cosas y los defectos del revoque, el vecino

—Cecília

más agudo, más próximo, el reloj de la iglesia desarticuló el silencio arrojando sus gorriones a los cristales, mi padre alisaba y arrugaba la colcha como en Bico da Areia aunque yo en Lisboa, no hay caballos, no hay playa, no hay gitanos, alguien en lo que no podía ser un portón puesto que un cuarto piso antiguo

—Doña Judite

y mi madre dormida a mi lado, alguien

—Traigo el dinero, doña Judite, yo pago

me pareció que doña Helena con la mano ahuecada en la oreja para oír mejor sin llegar a oír, el señor Couceiro con la cuchara de jarabe, intrigado 

—No soy como los otros, doña Judite, yo no me voy sin pagar

mi fiebre o lo que tal vez olas, o la marea que subía, lo que se dirían pinos y aun así qué pinos en Lisboa y qué viento del este en septiembre, a lo sumo un claxon de automóvil, el altavoz del sorteo de los ciegos, mi padre con peluca rubia extendiéndome los bombones que la señora iba vendiendo en el sótano

—Hola, sobrino

las compañeras del payaso, en un friso de plumas, cambiaban de pierna entre carcajadas de carmín sobre el nerviosismo de las bocas, una pausa sin gaviotas ni piñas en el tejado y en la pausa

—Cecília

bombones con los nombres de las artistas en corazones que sangraban Bárbara Alexandra Nini, rezongos de camerino a propósito de clientes y muérdete la lengua que el pequeño puede escuchar, cambios de ropa y cuidado Samanta, un niño

¿yo?

golpeando el ropero con las manos, mi madre en el patio

—Carlos

el revoloteo de las garzas en los barrotes del puente o en el apartamento contiguo y mi padre repugnándole besarme

—Hola, Paulo

—Hola, sobrino

—Hola, primo

buscarlo pero no sé

no sé

bombones, cigarrillos, frasquitos de perfume, doña Helena oliendo el frasco por educación, el señor Couceiro rehusando el tabaco

—No fumo

el del bigote pasmado ante los zuequitos de porcelana que una prima de doña Helena mandó de Rotterdam y servían de disfraz a un tubo de la pared

—Mira qué horror, Soraia

la niebla de la gripe, puesto que yo no podía hablar, corrigiendo por mí

—No es Soraia, es Carlos

el portero lavaba vasos en la barra, su chaqueta con galones en la percha, en el postigo junto al techo una tarde grasienta, cuajada, como el Alto do Galo en la época en que las golondrinas sobresaltaban el bosque y sólo después la brisa que desesperaba a mi madre y la obligaba a beber, mi padre con miedo a los truenos

—Judite

guardando en el bolso los perfumes y los cigarrillos, avanzando los dedos hacia mí, arrepintiéndose, depositándolos en el bolsillo de la blusa, llamando al ingeniero que había pasado de los zuecos a una tapa enmarcada de caja de bombones con un burrito y una noria

—Adiós, Paulo

el bastón del señor Couceiro en el pasillo detrás de ellos ora pesado ora leve, en medio de los caballos aquella yegua coja, la neblina de la gripe

todo tan difícil, tan extraño, la camarera del comedor al final la vida es esto, no me pidas que te explique, no consigo explicarte pero sé

—¿Tu padre?

la de la bata gris con un cansancio hastiado

y el crepúsculo del postigo, un cambio en la tarde

—¿Ha venido a reparar la cafetera?

los focos con hojas de celofán sujetas con pinzas de la ropa se perdían en un rincón entre una maraña de cables, un abrigo en el perchero movía las solapas exigiendo que lo vistiesen

¿No es verdad que vuelas, no es verdad que vuelas?

—Es el sobrino de Soraia, ¿no?, he guardado las cosas de su tía en el despacho

denme lo que sea, un billete de tren o una jeringuilla llena para salir de aquí, una puerta que anunciaba Privado a la derecha de la puerta con un niño meando en un orinal y a la izquierda de esa puerta una niña con trenzas en un segundo orinal, la señora frotándose las manos para liberarse de pedacitos de cera subió unos escalones verticales y allí arriba, a mi espera, Dios

no, y allí arriba una puerta más sin orinales ni niños que decía Gerencia, el último cielo del día

con nubes maquilladas de color de rosa

insistía en el balcón su azul distante, creí que árboles próximos por la tonalidad del aire, la foto de los hijos del gerente

uno de ellos con gafas

la bolsa con los cosméticos de mi padre ablandándose al fondo, el hijo con gafas, ya con expresión de empresario, interesándose por mí, fotografías de payasos que sobresalían de un álbum, el portero se estiraba los tirantes en el umbral

—Está todo ahí, si quiere comprobarlo

y calor y frío y calor, este malestar, esta cosa en el pecho de modo que un limoncito, amigo, una aguja, amigo, una cerilla para calentar el polvo, si el señor Couceiro me llevase la bolsa descansando en cada esquina de la diabetes, de la urea

—Ahí están todas las cosas de su tía, compruébelo

yo no allí, yo con la camarera del comedor en Chelas indignándome con la burla del grajo o el mulato con navaja de niño que abría y cerraba la hoja buscándonos en el barrio, las fotografías de los payasos

Bárbara Alexandra Nini, otra más vieja que no bebía con los clientes, no hablaba, ataba al perrito al picaporte del camerino, se iba en un automóvil sin pintura

Carole

un parentesco con mi madre al mirarse en el ropero de Bico da Areia con la misma incomprensión y el mismo rencor, una noche no fue a trabajar y nosotros la esperábamos, el patrón, el portero, yo ya con la bandeja de los bombones, de los cigarrillos, de los perfumes, era conmigo con quien ella conversaba a veces, no exactamente conversación, mi nombre

—Amélia

tres o cuatro palabras además del nombre

—Un día te lo cuento, Amélia

mientras ajustaba la ropa con muecas y pinzas, se volvía a colocar una uña, se atrasaba en la entrada indiferente a la música, el gerente arrastrándola hacia el escenario

—¿Te has dormido, Carole?

El perrito ladraba de angustia todo el tiempo atado al picaporte, el gerente

—A ver quién mata a ese perro

y ella a mí regresando de su número que nadie aplaudió salvo uno o dos viejos que la conocían de hacía años

—Un día te lo cuento, Amélia

dejando caer las plumas y los adornos al suelo, saliendo por la trasera y arrastrando al animal casi sin fijarse en él como los niños con un muñeco aplastado del que ya se hartaron en el extremo de una cuerda, la voz sin falsetes ni gorjeos, una voz de hombre exhausto

—Un día te lo cuento, Amélia

o tampoco exhausto, en un lugar cualquiera al que me prohibía el acceso

—Un día te lo cuento, Amélia

tenía una hija en Francia, trabajaba en los barcos, era prima del gerente que la aceptaba por caridad, los chicos lo perseguían por la calle con una saña de cuervos

Ay, Carole

imitaban su andar, sus ademanes, iba de habitación en habitación por no poder pagarlas, le pedían el dinero y las manos vacías

Tome

de forma que cada vez más suburbio y más lejos del río, cuatro maletas al principio, una maleta después, una mochila después, la cadena vendida, la alianza vendida, tardes en la ventana a la espera no sé de qué, un recuerdo de paquebotes, Amsterdam o Hamburgo pero los barcos tan antiguos pudriéndose en Seixal, en Montijo, en Amora, compartir con el perrito unas sobras de pescado y el gerente

—Has perdido peso, Carole

cómo disimular estas arrugas, cubrir esta garganta, esconder estos muslos, no disimulaba, no cubría, no escondía, un parentesco con mi madre mirándose después del vino en el ropero de Bico da Areia con la misma incomprensión y con el mismo rencor, una noche

—Un día te lo cuento, Amélia

no apareció en el sótano, no atendió el teléfono, no respondió a una carta con la rescisión del contrato, la descubrimos después de una semana de buscas y preguntas, acreedores que nos mostraban recibos, facturas, una postal de Francia

Puteaux

en la que faltaba tinta y sobraba desprecio, después de lo que nos hizo a mi madre y a mí no se atreva a escribirme, una semana en los edificios de mala muerte del norte de la ciudad, personas con temor a la policía, gallinas en los basureros, informaciones en un portugués con errores que llevaban a placitas inexistentes y a terrenos baldíos con basura, otra postal de Francia

Creil

que dilataba el enfado, y todavía tiene el valor y un gesto sin mano

—Un día te lo cuento, Amélia

de pedirme dinero y finalmente después de una dirección a lápiz en una hoja de agenda

27, Jardins Boieldieu

cubierta con dos trazos de rímel, un manojo de construcciones en una cuesta de Pontinha, emigrantes bosnios asando un conejo

o un topo

una entrada de edificio en la que nidos de cigüeñas y los picos de cigüeñas parejas de tablas airadas, una planta baja remendada

Puteaux, Creil, Jardins Boieldieu tal vez lo mismo, tal vez como aquí, ucranianos, negros, rumanos, un conejo o un topo, después de lo que nos hizo a mi madre y a mí no se atreva a escribirme y luego el olor, comprende usted, que asocié a la pobreza

cójame en brazos, doña Helena, soy ligero, cójame en brazos ya

la mochila abierta, un sello francés en el monedero que le recordaba a su hija como si fuese un retrato, un esbozo de carta firmada António, Carole en la única silla y divirtiéndose con la gente

mi madre frente al ropero con una incomprensión rencorosa

el perrito por primera vez sin ladrar echado en las rodillas, ambos con un golpe en el cuello y ni siquiera mucha sangre, casi nada de sangre, dos rayitas, nada, debe de haber pinos por aquí, debe de haber piñas por aquí en Alverca

o Massamá o Loures

por aquí en Pontinha, caballos y olas y gaviotas y piñas, tirarlas desde fuera hacia el tejado

—Doña Carole

o

—Doña Judite

—Aquí traigo el dinero, doña Carole

—No me escapo como los otros, doña Carole, yo pago

doña Carole levantándose de la silla y abriéndome el portón

doña Carole sin mirarme siquiera, la carta para la hija firmada António

Cuando recibas ésta

que nunca llegará a Puteaux ni a Creil, 27 Jardins Boieldieu, después de lo que nos hizo a mi madre y a mí, ese padre mío arrugaba la colcha y alisaba la colcha, no se justificaba, no pedía perdón, cogió el autobús, se marchó, prefería a la mujer horrible que vendía bombones en el sótano

—Un día te lo cuento, Amélia

los bombones de este lado, los cigarrillos en el centro, el perfume allá, bombones de licor, cigarrillos americanos, perfumes españoles más alcohol que perfume, uno de los bosnios en el umbral con el sombrero en la mano, el perrito en un espetón o en una cacerola oscura, un hornillo caído, un abanico

Al recibir ésta tu padre

Carole con pantalones de hombre, pies de hombre, ninguna botella de vino, ningún enano de Blancanieves, ningún frigorífico, la imagen en el ropero aplastada antes que nosotros y nosotros

—¿Por qué?

la palma que masajeaba al mismo tiempo que la imagen

¿o antes que la imagen?

dos palmas idénticas con movimientos idénticos, el gerente limpiándose de la sorpresa en la manga, no

—Un día te lo cuento, Amélia

un susurro inquieto

—Llama a la policía, Amélia

y los picos de las cigüeñas golpeando tablas allá arriba, una camelia en el tablado y Carole acariciando la camelia, sólo la boca formando la palabra, no la voz

—Gracias

o ni siquiera la boca, el telón cerrado, un intervalo en el sótano a oscuras, el encargado de la música que se equivocaba con la canción siguiente, el bosnio pidió el perrito señor antes que la policía

una moneda para un café, amigo

la policía y horas de espera y el médico y horas de espera y los enfermeros y Carole tranquila, horas de espera y la camilla, ninguna luz en las calles, llamitas de leña en cualquier punto de las tinieblas, un tren que partía sin mí hacia España, la lámpara de los enfermeros en la cara del gerente, en la mía, en la de la bata gris

en la de Carole no

el golpe en el cuello, los pantalones de hombre, los pies de hombre con una de las uñas pintada, no estamos en carnaval, qué es esto, las manos del gerente en una disculpa afectada, una colaboradora, señores, por así decir una artista, la sábana sobre la camilla envolviendo al artista

si yo te contase, Amélia, en Amsterdam, en la Coruña, en Hamburgo, nunca tuve oportunidad de ir a Francia pero antes de morir Puteaux, Creil, los Jardins Boieldieu, el número veintisiete y mi hija

—Tú

perdonándome, si tuviese una camelia me lanzaría la camelia, volvería al escenario sorprendida, contenta, el encargado de la música haciendo girar la cinta al revés y mi número de nuevo, fingir que canto, que bailo mientras la camilla en dirección a Lisboa, una mesa de piedra en la que me desnudan, me pesan, me examinan el hígado y después de desnudarme, pesarme y examinarme el hígado me meten allá abajo en el frigorífico entre seres helados, una noticia en el periódico o ni siquiera una noticia, a quién le importo yo en Puteaux o en Creil, no bebía con los clientes, me iba sola, ningún Mário, ningún Dino, ningún Rui, el automóvil sin pintura bajando la Praça das Flores camino de São Bento y pasado São Bento si te contase Amélia tú que nos viste llegar, nos ayudaste con los cinturones, mi hija

después de lo que nos hizo a mi madre y a mí aún tiene el valor

el atrevimiento

la desvergüenza

la busqué un martes

no la buscó, doña Carole, no mienta que es pecado

la busqué un martes, hace tanto tiempo, en julio, claro que no vestido así, no me afeité durante una semana, me descuidé las cejas, caminé entre la gente con un paraguas bajo el brazo

dándome cuenta de que un paraguas en julio

y a pesar del paraguas sin que se fijasen en mí ni reparasen siquiera una mujer mirándome y no me miraba por qué, me miraba interesada, palabras

o imagino que palabras

no imaginé que palabras, no me equivoqué, palabras y la claridad de las seis dorando los cristales, de niña en verano me acurrucaba en la cocina a ver pasar la luz, después de enviudar mi tía conmigo, mi padre

—¿Qué pasa, Aura?

y mi tía

—Es la luz

antes del quiosco me volví y mi tía y la mujer viendo pasar la luz, no me reconocieron en el quiosco a pesar de no haber cambiado tanto

¿ocho años, nueve años?

un poquito más gordo, media docena de pecas

menos

un poquito más gordo, tres o cuatro pecas pero el pelo igual, me peiné como antes, la raya, las patillas, la brillantina de Tomás que afortunadamente no estaba en casa y se enfadaría conmigo

—¿Quieres ser hombre, Carole?

le aplasté el volumen en la calle antes de la nuestra

los distinguí enseguida y una alegría extraña

los vecinos de antaño, doña Eunice, Álvaro, Fernanda, el hermano de Fernanda que no recuerda mi nombre, Álvaro mirándome fugazmente y sacudiendo la cabeza

—No puede ser, me he equivocado

naves de aluminio en lugar de la madera, un desván en el veintitrés donde no había desván, una muchacha vestida de señora con pendientes de argolla que debo de haber conocido de niña

¿cuántos años exactamente?

no la conocí

la conocí

que conocí de niña, las escalerillas que separan esta calle de la próxima donde viví contigo y tras un tercio de los escalones las farolas encendidas, siempre me gustó el momento en que las farolas se encienden, a mi tía

no comprendo el motivo

le parecía triste y a mí no, insistía en que el encenderse las farolas le recordaba a los muertos, los murciélagos en torno que me decían que gritan y yo no oía gritos, un sonido de fieltro o de lona al rozar los tejados, al final de las escalerillas el restaurante inalterado también, anuncios de corridas en Alcochete y en Évora, el matador de escayola en la peana de nogal, el dueño

ése está consumido, pobre

cerrando los menús con un cuidado de misal, mi esposa en la ventana

¿cuántos años, Ivete?

limpiando de hojas secas los tiestos, acercarme buscando una frase, componiendo un abrazo, te vas a enfadar conmigo por no traer un regalo, una cajita de alpaca, una gargantilla de seda, tal vez en la mercería que cierra a las ocho los viernes, contar el dinero en el bolsillo y alcanza, debe alcanzar de manera que vuelvo hacia atrás, vuelvo deprisa hacia atrás y sin embargo mi esposa fijándose en mí, viéndome creo yo como la mujer de la cabina telefónica aunque sea difícil, con las farolas encendidas, comprobar si sonríe

sonríe, seguro que sonríe

sonríe aunque sea difícil comprobar si sonríe así como es difícil comprobar si la ventana cerrada de un golpe fue mi esposa o el viento de julio que se levanta casi siempre con la llegada de la noche.