capítulo

Cuando era pequeño me instalaban aquí fuera, cerca de los caballos y el mar de modo que las olas apagaban sus voces en el interior de la casa y gracias a Dios durante una hora o dos me olvidaba de ellos, mi padre junto al frigorífico con el enano de Blancanieves encima, girándolo sin verlo, mi madre preguntaba en un susurro que se llevaban los pinos y me hacía llamarlos golpeando con las manos en el ropero o destruyendo el automóvil con ruedas de madera apenas mi madre

—¿Por qué, Carlos?

y el

—¿Por qué, Carlos?

no en la sala, de árbol en árbol junto con las manchas de luz en el borrajo, el enano de Blancanieves hacia un lado y hacia el otro en el frigorífico y la pregunta de mi madre sin mi madre

—¿Por qué, Carlos?

la misma pregunta aún hoy

aún ayer

aún hoy en el hospital a lo largo de los plátanos, era mirar los troncos y la pregunta en cada rama, las sílabas claras, golpear con las manos en el ropero, no oír a las palomas, las camareras del comedor, el hombre de la unidad siguiente tumbado boca arriba en medio de un murmullo, su ombligo

ayer

hoy, he dicho hoy

No se entienden con el tiempo

—¿Por qué, Carlos?

me entiendo con el tiempo, sé ver la hora en los relojes, las seis menos cinco, las siete y veinte, las ocho y doce, qué idea la de los médicos esa de que no me entiendo con el tiempo, muéstreme la muñeca y se lo digo en vez de mandarme dibujar una familia y la persona con faldas, vestida de novia, con perlas en el pelo, mayor que el marido y el hijo, el marido junto al frigorífico, el hijo destruyendo el automóvil en la estera de rafia y la estera rasgada

—¿Por qué, Carlos?

la novia cogió el enano de Blancanieves y le impidió bailar, explicarle al psicólogo que me dio el papel y el lápiz que no se trata de una sandía ni nada parecido

—No se trata de una sandía ni nada parecido

se trata del enano de Blancanieves que la novia, colocándolo más lejos

—No muevas eso que me pones nerviosa

impedía a su marido tocarlo, éste es el marido, éste es el hijo, éste es el automóvil con ruedas de madera del hijo, tuve uno grande, si no pide a los plátanos que se callen me marcho, el ombligo del hombre en el muro, no lo golpeé, golpeé con las manos en el ropero y el enfermero como si yo tuviese a alguien y no lo herí, estaba herido aquí fuera frente a los caballos y el mar

—Suéltalo

adonde no llegan las voces, la ducha también aquí fuera y gotas toda la noche en el cemento, un charco en el que avispas en agosto, se abría el grifo y se posaba la pastilla de jabón en el pretil, o sea con mis padres la pastilla de jabón en el pretil, conmigo se aguantaba un segundo y después, como yo era un niño y no tenía autoridad, se escurría hacia el suelo, cogerlo deprisa antes de que las avispas, los domingos entraban por una brecha en la red de la ventana que cuadriculaba las olas, más allá de la pastilla de jabón mi padre

desodorante, perfume, la crema de mi madre a escondidas, acechaba y mi padre dejando de frotarlo me miraba, algo extraño en la persona del dibujo, no en él, una timidez, una vergüenza, una especie de recelo, el psicólogo un trazo oval y una flecha, crema en las nalgas, en los hombros, en el pecho

—¿Es tu padre?

uno de los vecinos, el dueño de la terraza, encaramado en la tapia, de modo que para impedir que lo viese y se lo contase a los clientes escondí el payaso con el codo y sólo yo en el ángulo de la casa acechando, los caballos trotaban debido a la fusta, uno de mis pies inacabado en el dibujo me impedía correr, coger el lápiz, fabricar un zapato, salir del dibujo por el patio, la cerca del hospital, el río

—Que le vaya bien

el río mañana al despedirme del médico, hoy el patio y la cerca, un cigarrillo, amigo, una moneda para un café, amigo, no soy un enfermo, amigo, me encarcelaron aquí, el cestito de melocotones abandonado en el plátano, el señor Couceiro me ayudó con la maleta, ropa, zapatillas, un cartel de mi padre con vestido de noche que ni siquiera recordaba haber traído conmigo

—¿Por qué, Carlos?

—No

—¿Por qué, padre?

y que el señor Couceiro dobló muy deprisa y desapareció entre las camisas, si yo

—¿Por qué, padre?

mi padre mudo, me parecía que iba a hablar y mudo

hable conmigo, dígame

despertaba en Bico da Areia y los muelles de la cama se movían a través del tabique, con los muelles la pierna de mi madre

despacito

sobre una pierna dormida, una pausa sin fin en la que los caballos

el mar

en silencio, la pierna dormida se escapó en medio de un crujido de tablas, la voz de mi padre

—No

—¿Por qué, padre?

y los caballos o el mar o ni mar ni caballos, las zapatillas de mi madre en el suelo después de moverse de vuelta, quejosos, los muelles de la cama, me di cuenta de que se lastimó en el ropero, nos lastimábamos siempre en el ropero, nuestra casa tropezaba en nosotros mismos, sorprendida primero y enfadada después, la rodilla agarrada con las dos manos, el reflejo furioso antes de nuestra boca

—Hostia

me di cuenta de que bajaba el escalón, las manos de ella en el portón dado el vaivén de los goznes, ni luna ni pinos, sólo las escamas del agua, me di cuenta de que la respiración extraña, el camisón se encogía, es decir, algo blanco que se agitaba y yo

—No llore

ni mar ni caballos, la nariz sonándose en la manga, las manos entre abrazarme y echarme

—Ve para dentro que te constipas, borrico

al final abrazándome, más meneos de camisón, el cuerpo de ella tan tibio, lágrimas que no me pertenecían convertidas en mías ahora, no llores Paulo no llores, si doña Helena me cogiese en brazos y se alejase conmigo, si el señor Couceiro me hablase de Timor, si me llenasen la boca de cucharas de dulce de guayaba, al levantar la cabeza mi padre en el postigo

trotar con los caballos

al comprender que lo vi se apartó del marco y el cristal pálido, al entrar lo vi crucificado en la pared muy detrás de mí, no en camisón, en pijama

—¿Quiere que le preste mi manga, padre?

los camisones sólo en Príncipe Real, rojos, plateados, no de algodón, de seda, si llegaba a sorprenderlo sin la peluca un gritito nervioso, deditos que me ahuyentaban

—Ay, Paulo

y sin la peluca la calvicie, las pecas, se ponía un pañuelo al acostarse, el cedro de Príncipe Real a mí

—No hay que mirar tanto a los tullidos, es feo

doña Auroriña en el vestíbulo con la bolsa de la compra, una breca, dos patatas, verduras secas, alcanzarla piso arriba

—Yo la ayudo

rumiando asombros, cada tabla al ser pisada

—¿Qué tal el padre de Paulo, doña Auroriña?

el tío de ella sargento

—Mi tío fue sargento

y en consecuencia doña Auroriña importante, pobre, si le faltaban al respeto amenazaba con el ejército

—Voy a dar parte al cuartel

se presentaba ante el centinela con la breca, las patatas, los zapatos tan gastados, alzaba el paraguas en una reverencia solemne, sacaba del bolso la fotografía de un vejete con bicornio, la limpiaba en el dobladillo de la chaqueta en actitud ceremoniosa, observaba la bandera con una familiaridad de prima

—Soy sobrina del sargento Cuaresma de Infantería Dos

segura de que los coroneles, temerosos

—Es sobrina del sargento Cuaresma, así que mucho cuidado

la sobrina del sargento Cuaresma toda la noche tosiendo, en el funeral ningún coronel, ningún centinela, ningún honor militar, unos gorriones en los cipreses pero desatentos y pocos, mi padre y yo acompañábamos el ataúd, él felizmente con pantalones y sin laca en las uñas, casi hombre salvo vestigios de payaso en las cejas, del espectáculo de la víspera, mi madre señalándoselos con el índice

teníamos una lámpara de cristal con una pantalla pintada

—Quién es ella, no mientas

palabras en el espejo antes de su boca, la lámpara en el ropero más valiosa, más bonita, el borde roto casi un adorno o un capricho, guirnaldas de flores en una orla lila, cayó en el reflejo sin ruido alguno y al despeñarse aquí, una eternidad después

—Quién es ella, no mientas

una tempestad de brillos, el tiempo coagulado a la espera, los caballos suspendidos a pesar de la fusta, una ola que ensanchaba los brazos en la playa reuniendo desechos

yo un desecho, llévame contigo, no esos cestos, no esas algas, yo

mi madre

—Apártate, Paulo

tirando los añicos en el cubo, relieves, aquella parte fruncida

pintada a mano, me dijeron

—Fue pintada a mano, no te acerques, no la toques

no tirándome a mí, mi padre se lavaba la cara en la pila, doña Helena interrumpiendo la cocina

—¿Tirarte, hijo?

me ha llamado hijo, ¿veis que me ha llamado hijo?

olía a rehogado, a goma, a bondad, podía adormilarse en el pecho de ella, el señor Couceiro se atrevía después de muchas vueltas a ponerme un dedo en la frente, el bastón picoteando al azar

—¿Tiene fiebre?

el ropero de ellos no me lastimó nunca, un espejo grande, benigno, con la habitación entera dentro, el espejo del tocador enfrente y doña Helena tres, yo tres, el señor Couceiro tres cabos en los arrozales de Timor, deje el dedo en mi frente, no me molesta, me gusta, doña Helena

—No lo asustes, cuidado

permitía que le quitase los pendientes, le cambiase de posición las horquillas del pelo, al internarme el médico al señor Couceiro mientras los enfermeros me aflojaban las muñecas, los cólicos de la falta de heroína, mi padre muerto y no obstante risas

risas

explicar que si no riese, no continuase riéndome

—Necesito tanto reírme, ¿comprende que necesite reírme, doctor?

el médico al señor Couceiro

—¿Es su nieto?

Paulo apoyado en el ataúd de su propio padre qué horror en el ataúd de su propio padre con las manos entre abrazarlo y expuls

la lámpara se encendía en el techo de la ambulancia de modo que un tremolar de pared a pared

—Paulo

robé el dinero a doña Helena y doña Helena no se quejó de mí, rompí el cofre con las cadenas del Miño y ni un aro, horquillas y limaduras para que se oyese si alguien lo cogía, pedir prestado en su nombre en la tienda de comestibles, en la carnicería, el tendero empuñando el escobón

no me pegó

—Vete de mi vista, ratero

hacerle más agujeros al cinturón porque los pantalones son muy anchos y doña Helena sopa, vino quinado, jarabes

—Toma el reconstituyente, Paulo

póngame el dedo en la frente, señor Couceiro, mientras lo mantiene en la frente se atenúan los cólicos, tantas marcas de aguja en los brazos, las venas duras, negras, no son brazos, son ramas, soy un arbusto, doña Helena, las encías se disuelven, oculto con el labio los dientes que faltan, el cenicero del escritorio del médico, desesperado, ansioso

—Rómpeme ya

siempre que la lámpara de la ambulancia lo obligaba a existir, vendí el reloj de pared y doña Helena ni mu, el señor Couceiro

¿Es su nieto?

ni mu, el clavo solitario acusándome, un segundo clavo a la izquierda, el bastón hizo ademán de moverse ni siquiera furioso

por favor enfádese, grite, enfurézcase conmigo

doña Helena deteniéndolo con los ojos

—Jaime

Jaime Couceiro Marques

arrancar el clavo, impedirle que me acusase, plantarme frente a ellos a la hora de cenar, el señor Couceiro en el sillón, doña Helena en la silla de velludillo debido a la columna, a veces la encontraba en la cocina poniendo la tirita de una sonrisa sobre la mueca de dolor

—Ya se pasará

la sonrisa menor que la mueca de manera que las comisuras de los labios a la vista, cuando supuso que me había ido la sonrisa se esfumó, avanzó apoyada en la encimera

el tostador para llevar también, la picadora de carne, plantarme frente a ellos señalando el clavo

—No he sido yo

no

claveles en el búcaro intacto, esterlicias

—He sido yo, échenme a la calle, he sido yo

dos tulipanes

no, una indignación fingida, la mano abierta de inocencia

—Hoy no estuve en casa, ¿cómo podía ser yo?

dos tulipanes y geranios, no respondan, por favor no discutan conmigo, el señor Couceiro sabía el nombre de los árboles en latín, les pellizcaba el tronco y respondían, el clavo inmenso, si pidiese de vuelta el reloj al caboverdiano

—Présteme el reloj por una semana, se lo devolveré

la navaja de niño abriéndose y cerrándose, la sandalia que me empujaba

—¿Sigues ahí?

un laberinto de travesías y ninguna salida, muros viejos, ventanucos rajados, dónde queda la ciudad, se veía un busto pero qué busto y en qué plaza, por la noche mi padre con peluca en busca de Rui, el payaso con tacones altos y vestido de baile que lo levantaba de las piedras, yo no existo siquiera

—Rui

Rui en el suelo de barro

—Maricón de mierda

y el payaso, mi padre, limpiándole una herida, ensuciándose el echarpe, be

¿digo besándolo, madre?

besándolo, los dos

disculpe

en la misma cama, mi padre con un pañuelo en la cabeza, yo no existo siquiera, acostaba a Rui en el automóvil, le acomodaba la manta, los faros entrechocándose en los desniveles de la tierra, yo en Chelas solo,

no ves que lo has asustado, quién lo calmará ahora, la navaja de niño cambiando de voz, interesada

—¿Ese maricón de mierda es tu padre?

en Príncipe Real el lago a oscuras, los árboles de los que el señor Couceiro sabía el nombre y yo no, la llave en la cerradura que me impedía entrar, los camiones de la basura recogían cajones con una lámpara

dos

en el techo también

amarillas, no azules

que me destacaban y me escondían, se iban y volvían

y yo me iba y volvía

la bolsa de la compra de doña Auroriña con las patatas, que ella difunta en el cementerio no cocinaba sin duda, sofocada por la bronquitis, la claridad en el rellano de Anjos antes de que yo llegase al felpudo, doña Helena tropezando en el insomnio, aliviada, contenta

—Hijo

yo que pensaba odiándola que podía robar la aspiradora, el tintero de bronce, las alianzas de los suegros en un cojín de algodón, coger la caja de las herramientas

—¿No se da cuenta de que me aburre, me da asco, la detesto?

y martillar la radio del rosario donde acompañaba al cura sin interrumpir el ganchillo y rezaba por mí, el señor Couceiro desde el tendedero en el que emanaciones de tila

—¿Es el chaval, Helena?

que yo no oiga el bastón, ay de él si el bastón, por suerte únicamente las pantuflas en el suelo y el carraspeo de los viejos, tirar la tetera

quemarlo todo, estropearlo todo, doña Helena

—Paulo

no hijo

—Paulo

no soy su hijo, nunca fui su hijo, la llave en la cerradura de la puerta de mi padre impidiéndome entrar, chinchillas sintéticas en una percha de alambre, muselinas, abanicos, Rui y el payaso que no se fijan en mí jugando a las damas, si doña Helena se atreve a

—Hijo

destrozo enseguida la sopera

—Usted no es mi madre

al principio calor, después frío, después ganas de destrozarme a mí, no sé qué significa morir pero desembarácenme del cuerpo, diálogos que se me escapan, espantajos con bata que me encajaban una palangana contra la tabla del pecho

—Vomita

cuando yo era un grajo incapaz de volar, un pájaro enfermo, un envoltorio atado por un cordel de nervios pidiendo una jeringuilla, un limón, una goma para ayudar a la aguja, cuando yo era un fardo húmedo que se inclinaba y caía, los japoneses del señor Couceiro o enfermeros o médicos me sumergían a gritos en el arrozal de Timor, los búfalos a la deriva me prohibían respirar, observen las cabezas con los ojos muertos, vacíos, pedir el reloj prestado para venderlo de nuevo, si yo recito la tabla del siete o los afluentes del Guadiana mejoro, el criado del hospital

—Has vuelto al cole, panoli

en una ocasión me ofrecí para acompañar a doña Auroriña transportándole la breca, las patatas, las hortalizas moribundas, una botellita de aceite que goteaba lágrimas verdes, nosotros uno tras otro quietos en los escalones, ella sólo piedras descoyuntadas de bronquitis, yo con los caboverdianos en la cabeza

—No te me mueras ahora

las piedras se reunían a duras penas, un estremecimiento, un derrumbe y más bronquitis, me parecía que se le soltaban de la carne unos tornillos mal ajustados, el cuello tan fino, los cartílagos de insecto, de vez en cuando la pregunta bajo la forma de un soplido

—¿No estás cansado, chaval?

no una pregunta, una esperanza

—Si estás cansado, apóyate en el revoque que yo espero

y junto con la invitación varios tornillos en un túnel de cinc, la claraboya cada vez más lejos, el pasamanos eterno, el monedero lustroso de viejo con una cremallera cromada

—¿Cuántas monedas, vieja?

ninguna pulsera, ningún anillo, el paraguas que no valía un pimiento, si al menos fueses rica, vieja, cubiertos de plata, acuarelas, cristales, en lugar de las acuarelas y los cristales tiestos de flores en el rellano, sólo tiestos, no flores, es decir, arena sucia que apestaba a gato, una tórtola en la claraboya o un grajo que caminaba sobre el vidrio

apostaría que era un grajo que caminaba sobre el vidrio

la llave que asomaba con difíciles maniobras

otro tornillo que caía

de las profundidades de la falda con una risita lodosa que la empapaba de júbilo, la comisura izquierda de la boca se deslizaba mentón abajo

¿si reventases a quién le importaría?

la llave tanteaba la ranura y desconchaba la pintura

—Los ladrones no pueden con ella, chaval

las bisagras con un desgarrón de herida como si una navaja y el cerrojo que saltaba, el mismo olor intrigante a gato dado que no había gato, doña Auroriña flotando no sé dónde, la presencia de los muebles adivinada en la oscuridad, yo con las manos frente a los ojos con temor a que una cómoda o un aparador me atacasen, si hablase conmigo, si me cogiese en brazos

antes me cogía en brazos

—Chaval

no la robo, ayúdeme, el enfermero del hospital en un empujón condolido

—al panoli le ha dado por pedir socorro

grajos no sólo en la claraboya, en el cedro de Príncipe Real, en los árboles que el señor Couceiro conocía, grajos no llores, grajos vete adentro que te constipas idiota, grajos olas, grajos caballos, grajos enfermeros al panoli le ha dado por pedir socorro, grajos médicos ordenando que me sujetasen a la cama

—¿Es su nieto?

el bastón del señor Couceiro al principio en un arabesco vago y después enfrentándose a los japoneses

—No es mi nieto es mi

si me llama hijo le destrozo enseguida la sopera

grajos cuatro veces siete, cinco veces siete, seis veces siete, has vuelto al cole panoli, cólicos, vómitos, ese frío en la barriga, una cuchara, la cerilla, no me den medicinas y no destruyo el coche con ruedas de madera, no es mi abuelo es mi padre, quién lo hace callar ahora, mi padre, el payaso

¿Por qué, Carlos?

con peluca con el carmín fuera de los labios, los tirantes del vestido no en los hombros, en los brazos, por una rendija de la ventana

la cortina, la lámpara, un armazón de estaño y los casquillos en círculo, tres de ellos encendidos

¿cuánto es siete veces tres?

los restantes en la sombra

—Vuelve con doña Helena, no despiertes a los vecinos

una voz tan diferente de las canciones del espectáculo, aderezos que sin los focos no conseguían brillar, no había bañera, un lavabo de marmolina y perfume español en vez del olor a gato, se calentaba el agua en cacerolas, se tambaleaba en medio del humo con una agarradera en cada asa derramando vapores, el payaso

—Me he quemado

Rui tumbado alcanzando el periódico

—¿Te has quemado, querida?

una mancha roja con burbujas, mi padre en busca de la crema de la playa y lavanda, acetonas, fotos de él pelirroja, de él rubia, de él sevillana con una exageración de castañuelas y velos, Rui entre dos páginas comprobando el cigarrillo

—¿No encuentras la crema, querida?

en la tapa de la cocina un ramillete de nomeolvides de lana, doña Auroriña ilocalizable, una presencia tenue en pasados distantes como la añoranza de los muertos, las piedras de la bronquitis se desmoronaban en alguna parte, una garra raquítica las juntó a duras penas

—Ven aquí

la persiana apareció con un crujido de huesos y descubrió una jaula vacía que aprisionaba un sello, que alguien me aclare si los sellos cantan

¿cuánto vale un sello?

un baulito abierto para mí

gracias, baúl

con una o dos postales en las que unas manchas de grasa disolvían las letras

Se orita Auroriña creáme que aunque viva il años no olvi aré aquel sábado, suyo para iempre Rosendo

el novio muerto hace muchos años de una enfermedad indefinida, crepúsculos de julio en los que adelgazaba

suavemente

en el balneario bebiendo copas de agua carbonatada a medida que unos músicos brujuleaban valses en un templete de bambú

Se orita Auroriña esta noche la fiebre ha bajado y ya o escupo sangre

mensajes lilas, nardos en libros, declaraciones de amor, una frase completa que los caboverdianos no me cambiarían por nada

—¿Para qué quiero esto?

coronada por un borrón en estrella

En cuanto me cure y si me acepta nos casamos

y al final no se curó, el vals inaudible, médicos de sombrero de copa recetaban ventosas, pollo cocido, siestas

Con el reposo me siento casi fuerte y di un pa eo esta tarde, l beso las manos Rosendo

doña Auroriña se daba prisa con el ajuar entrelazando iniciales, convenciendo al tío sargento de que la acompañase a Luso, trenes más lentos que carros de bueyes, tilos, nieblas, chalés, sujetos sólo ojos y boca envueltos en las mantas en mecedoras de mimbre y los crujidos del mimbre nos impedían comprender quién se quejaba, no un Rosendo, diez o quince Rosendos en el desamparo de la barba, en las botas sin inquilino, en la blandura del asma, la fuente de agua carbonatada sollozaba en el bosque, los milanos se suspendían del cielo en un columpio de cables, diez o quince Rosendos

Si usted, señorita Auroriña, se imaginase cuánto la quiero, mi adrino me prometió que sería ocio en el establecimiento y una parte de la casa en Arroios

que la reconocían, se olvidaban de ella, la reconocían de nuevo, exultantes

—Señorita

el tren de regreso averiado en Coimbra, el tío sargento en el andén consultando horarios con los milanos colgados del cielo en la mente y ninguna delicada pasión más, ninguna postal más, el de la navaja de niño burlándose de mí

—¿Qué hago con esto?

qué hago con aunque viva mil años jamás olvi aré aquel sábado acepte i home aje sincero Rosendo, qué hago con franca ente alegre le comunico que estoy casi recuperado sólo he erdido medio kilo en la última se ana y voy al comedor con la ayuda del enfermero, qué hago yo con un bonito día oy en el balneario acordándome de cierto inolvidable domin o en Algés durante el cual

le juro

la quise como nunca, yo discutiendo con los caboverdianos mientras el frío, el calor, una comezón que me obligaba a rascarme todo el tiempo, a arrancarme la piel con las uñas, a arrancarme de mí, a liberarme de esta imposibilidad de estar quieto, de este apartamento a oscuras, de este olor a gato sin gato, de estos muebles invisibles que me observan, me amenazan, me atacan, fíjense bien son postales carísimas, montones de coleccionistas darían una fortuna por ellas, se venden como pan en esas tiendas de los ricos y doña Auroriña tosiendo en las escaleras con su breca, sus dos patatas, sus esqueletos de hortalizas y tornillos y roscas

—¿No estás cansado, chaval?

tan amable conmigo, tan atenta siempre

—Si estás cansado, apóyate en el revoque que yo espero

Rosendo que la acompañaba por los escalones con su ceremonia, la discreción de su enfermedad y su caligrafía primorosa, mi padre tuvo una pluma así, se cogía por el mango y escribía sola, sin errores

Si me permite la osada expresión de mi atrevimiento la adoro

la profesora exigía los nombres de los reyes de la primera dinastía y la pluma

si me permite la osada expresión de mi atrevimiento la adoro

el cuaderno mostrado en círculo a los compañeros

—Fijaos en esto

Ricardo deletreaba siguiendo las sílabas con la yema del dedo,

si me permite la osada expresión de mi atrevimiento la adoro, el mulato atormentaba el oído luchando con las espinas de las consonantes la adoro, bajó de la postal hacia mí

cuántas dosis en su bolsillo, cuánta paz, el resto de pared, la jeringuilla, la goma que despertaba a las venas, una piedra donde doblar la gabardina a pesar de la lluvia y descansar la cabeza

—¿Qué hago yo con esto?

vuelvo a colocarlos en el baúl, no los coloco en el baúl, cajones y en los cajones no ropa, una última postal

Ahora que me despido de usted estoy cansad

exactamente como digo

Ahora que me despido de usted estoy cansad

del otro lado una señora y un caballero con los labios pintados como el payaso, sonrisas de doncella, mejillas demasiado rosadas, si le pusiese una peluca

—Buenos días, papá

la señora y el caballero con un recato casto, enmarcados en un corazón de flores, ahora que me despido de usted estoy cansad

un silbato de cerámica más, un billete de tranvía más, paseos los festivos a Belém y a Graça, el caballero con mejillas demasiado rosadas

—Señorita

y en esto aunque la casa fuese idéntica a la nuestra, es decir, los mismos cuartos minúsculos, el mismo pasillo estrecho al que le faltaban tablas, doña Auroriña desde zonas remotas en las que burbujeaban condimentos

no, hierbecitas insulsas, restos de vinagre, lo que quedaba de los cilantros, los caboverdianos aceptarían cilantros, una dosis de heroína por un puñado de cilantros, aceptarían un billete de tranvía, un festivo, un corazón de flores, aceptarían esta bronquitis, estos tornillos, este chirrido solícito

—¿Te apetece una sopa, chaval?

buscar en la habitación y en la habitación un jergón sin sábanas, un muñeco de trapo sólo con la pierna izquierda y en el interior del muñeco lo que me pareció una pitillera labrada, un medallón de plata, un oro que

Señorita Auroriña le solicito que me haga el obsequio de conservar como prenda de afecto y genuino home aje este sencillo recuer o de mi difunta madre

los compañeros pasmados con la sorpresa, la profesora que exhibía a la clase mi cuaderno donde la pluma

Señorita Auroriña le solicito que me haga el obsequio de conservar como prenda de afecto y genuino home aje este sencillo recuer o de mi difunda madre

—Leed

el nogal en el patio al que nunca vi dar frutos, bayas del tamaño de guisantes que apenas nacían se desprendían de las ramas y un montón de moscardones en un agujero del tronco, te apetece una sopa chaval y apuesto que la breca, resucitada, navegaba en la olla, el ojo que el tenedor de mi tío me ofrecía

—¿No te gustan los ojos, Paulo?

de modo que

—¿Tiene un tenedor que me preste, doña Auroriña?

sacarlo de un tirón del fregadero

del escurridor de rejilla sobre la pila donde una taza, un jarro, el bote de guisantes que servía de vaso, de cacerola, de cafetera, Suyo para siempre Rosendo, mejillas demasiado rosadas, melenas demasiado negras, el anular en arco

—Maricón de mierda

para besar con elegancia la frente de la señora en el interior de su corazón de flores o la frente de mi madre en Bico da Areia disculpándose por el resto de carmín o del trazo en las cejas y ella persiguiéndolo hasta el frigorífico

el enano de Blancanieves osciló y enmudeció

—No te voy a perdonar, Carlos, ni lo sueñes, haz la maleta enseguida

los caballos trotaban en el pinar y con el ímpetu de los cascos no se oía el mar, se oía a quien no era yo

era yo

sonándose en la manga en el portón y para evitar que fuese yo sonándose rasgué el muñeco de doña Auroriña así como destruí el automóvil con ruedas de madera aplastándolo en el suelo, en el relleno del muñeco paja, serrín, déme la cigarrera labrada, el medallón de plata, el oro, anoche me bajó la temperatura y no tuve sudores, en cuanto esté curado, me aseguraron que quince días tres semanas a lo sumo, fijaremos el día de la boda, dígnese recibir con indul encia mis saludos Rosendo, doña Auroriña en la puerta de la habitación con la lata oliendo a sopa

a gato

a sopa

la boca de ella

—Paulo

sin pronunciar

—Paulo

la blusa más raída que el delantal de mi madre en Bico da Areia

—No te voy a perdonar, Carlos

colgado en la percha de los hombros, nos quedamos viéndolo partir en el autobús de Lisboa, el trazo de las cejas, las mejillas rosadas, lo que se me antojó una chaqueta de mujer en el brazo

—¿Por qué, Carlos?

destruir el automóvil con ruedas de madera, rasgar el muñeco con el tenedor y al final paja, serrín que se me disolvía entre los dedos, dónde guardas el dinero, vieja, confiesa dónde guardas el dinero, no inventes que solamente basura, un silbato de cerámica, no te quedes callada, no me perdones, no me toques

quiere decir quédese callada, perdone, toque a su fantoche, a su payaso, a su marica muerto, sienta este frío en mí, este calor, estos cólicos

Señorita Auro iña si por fortuna y con la intervención de Dios mis pulmones

quiere decir doña Auroriña no puedo, ayúdeme

quiere decir doña Auroriña aun así de vieja, aun así de enferma, aun así de incapaz de moverse déjeme sentarme un ratito en este resto de pared, sentarme un ratito en el suelo, encender la lamparilla, encontrar la aguja, ayúdeme a apretar la goma en el brazo, a empujar el émbolo y después, si no le importa, quédese un rato conmigo hasta que yo

disculpe

me duerma.