CAPÍTULO XX
LA VEREDA TRISTE
OLIN Swain había recobrado el conocimiento cuando Pete Rice llegó a la cabaña de Miller. Swain estaba sentado en su litera hablando con su guardián.
—¡Hola, Pete —dijo Swain en tono cariñoso—. ¡Hola, Teeny! Tanto gusto en veros. El supuesto bandido tendió la mano a sus visitantes que la estrecharon afectuosamente.
Pete se dirigió a Beaver.
—Supongo que no le habrás dicho a Olin la razón de haberlo traído aquí.
Miller movió la cabeza negativamente.
—No —dijo—. Yo no soy muy sociable ni comunicativo. El oficio probablemente me ha vuelto así.
Pete se volvió a Swain.
—¿Tú te acuerdas de haber venido aquí, Olin? —preguntó el sheriff.
—No del todo —fue la respuesta—. Sólo sé que las últimas noches han sido una pesadilla.
De pronto miró a Pete con ansiedad.
—¡Pete! —preguntó—. ¿Has visto a mi mujer y a mis hijos?
—No te preocupes de ellos, Olin. Están bien. No les ha pasado nada —contestó el sheriff—. Pero, dime, ¿qué te ha pasado a ti? Cuéntamelo todo desde el principio.
—Me sería mucho más fácil contarte lo que no me ha pasado —dijo Swain—. El lunes último recibí un recado para que fuera a ver a un amigo que vive cerca del pueblo, y a quien había prestado algún pequeño servicio. Mi amigo me necesitaba con urgencia. Según decía, se estaba muriendo de hambre. Monté a caballo y fui a verle.
Swain se llevó la mano a la frente.
—Estaba a buena distancia, a lo largo del camino de Summit, cuando sobre mí vinieron unos cuantos individuos a caballo. Me dieron un golpe en la cabeza y me llevaron con ellos.
“Cuando recobré el sentido, estaba en un campamento de bandidos. Me habían maniatado pero no amordazado y no tenía la menor idea de por qué me habían llevado allí. Al principio creí que me habrían secuestrado para pedir rescate, y eso me tenía preocupado, pues desde que vine a la Quebrada del Buitre no he logrado ahorrar más que unos cuantos cientos de dólares.
—¿Estaba ese campamento que dices cerca del río Bonanza? —preguntó Teeny Butler—. ¿No nos oíste a “Miserias” y a mí preguntar allí por Pete Rice?
—Sí. Estaba seguro de haber oído la voz de “Miserias” y lancé un grito, pero un mestizo me agarró por la garganta, para que no volviera a gritar y me amordazó. Después oí una tremenda batalla y pensé que tú, Pete, pudieras estar metido en ella, y eso me tenía muy preocupado.
—Yo no estaba —dijo Pete—, pero Teeny y “Miserias” se hallaban metidos hasta las orejas y se llevaron por delante varias de aquellas víboras que te tenían prisionero.
Pete se sentía gozoso. Olin Swain había sufrido, pero las heridas se curarían. Miró con ojos afectuosos al hombre que él había creído era un bandido.
—Y te llevaron a un rancho donde había sólo caballos negros, ¿no es así?
—¿Cómo sabes eso? —preguntó Swain, intrigado.
Pete se sonrió por toda respuesta. Swain siguió explicando que se le había tenido prisionero en un cuarto del rancho con las ventanas cerradas y la chimenea tapada y que dos noches antes había oído un tiro.
Sus secuestradores, Bristow el “Halcón” y unos cuantos mestizos lo habían sacado de la casa y le habían obligado, apuntándole con una pistola, descender por una escalera de mano. Bristow y uno de los mestizos lo pusieron luego a caballo y le obligaron después a acompañarlos a Hondonada Ardiente.
Pete y Teeny dejaron que Swain terminara su relación, aunque la conocían en todos sus detalles: los ciudadanos enfurecidos habían atacado a los tres jinetes. Bristow y su cómplice salieron huyendo dejándole a él solo en manos del populacho que lo quería linchar.
—Yo no sabía de lo que se trataba —continuó Swain—. Traté de explicarme, pero uno de los del grupo me dio un golpe en la cabeza, y tengo una idea muy velada de que me ataron a los rieles de la vía. Todo lo que recuerdo es que desperté en el tren y luego me encontré en esta cabaña.
La situación aparecía perfectamente clara y explicable en la mente del sheriff. ¡Alguien habla suplantado a Olin Swain!
Alguien tenía interés en capturar a Swain cuando éste se dirigía a socorrer a un amigo, alguien había despojado a Swain de su caballo, se había vestido como Swain y se había dejado ver en diferentes ocasiones, para dar la impresión de que Swain era quien cometía todos aquellos desmanes.
Pero ¿para qué? Además, ¿quién había por allí que se pareciera tanto a Swain, aun visto en la oscuridad?
Sam Hollins creía a pies juntillas que el individuo que le había dado el golpe en la cabeza era Olin Swain, y el propio Pete creyó haberlo reconocido cuando estaba encaramado en un árbol la noche que trataron de robar el Banco. Bristow el “Halcón” lo había llamado por su nombre de “Swain”.
¿Por qué? Porque había interés en desacreditar a Swain; en enviarlo al patíbulo; en quitárselo de en medio. No sólo esto, sino que entre los bandidos se había hecho circular la especia de que Swain era el nombre del jefe que los mandaba.
Poco a poco se iba reconstruyendo en la mente de Pete el plan de aquella conspiración. Ahora sabía por qué aquel bandido de la cicatriz en la rara se le había acercado a rastras para cortarle las ligaduras cuando estaba prisionero en el campamento del Bonanza.
El bandido, le había dicho que Swain había ordenado que le cortasen las ligaduras y que el falso Olin Swain quería que Pete Rice se escapase, con la idea de que el sheriff regresase a la Quebrada del Buitre creyendo que Swain era un bandido y un asesino. De este modo, se lograría que Swain desapareciese del mapa a manos del sheriff o a manos del verdugo.
Esa era la razón igualmente de que el falso Swain le desviara el brazo a Bristow cuando iba a disparar contra Pete, pues era preferible que éste regresase con vida a la población y organizara una posse para capturar al verdadero Olin Swain.
Pero más tarde, aquel mismo individuo que había suplantado a Swain quería matar a Pete Rice, para que éste no pudiera jamás descubrir aquel infame fraude. Mas todavía quedaban algunos puntos por aclarar en la mente del sheriff. ¿Por qué no habían matado los bandidos a Swain? ¿Quién podía ser el que suplantaba a Swain? ¿Y por qué?
Pete se puso de pie, pues había oído el galope de unos caballos en el camino. Era “Miserias” que llegaba.
Pete se despidió de Swain con un afectuoso apretón de manos.
—Tú quédate aquí, Swain —dijo—. Tengo varias cosas que decirte, pero no ahora hasta que te sientas mejor. Estaré de vuelta lo antes posible.
Pete se fue hacia la puerta.
—¡Adiós, Olin! ¡Adiós, Miller!
El sheriff desapareció por la puerta y montó en su alazán. Se sentía feliz.
Uno de sus amigos había sido salvado de una muerte afrentosa.
—¡Vamos, muchachos! —ordenó, dirigiéndose a Teeny y a “Miserias”—. Vamos a coger al individuo que ha suplantado a Olin Swain. Y no se hable de volver a casa hasta que hayamos dado con ese coyote, a no ser que él nos lleve la delantera.
El sheriff y sus comisarios emprendieron la marcha, sin hablar apenas. Los tres jinetes se sentían satisfechos de su labor, y en esta última expedición iban a poner las cosas en claro. El punto de partida en sus pesquisas era, naturalmente, el campamento de los mineros, que los bandidos habían asaltado la noche anterior. Desde allí podían seguir la pista.
Avanzaron los tres por un terreno accidentado, hasta que llegaron a un altonazo, desde donde se divisaba el arroyo que daba nombre al campamento minero y que se tendía perezosamente, como una gigantesca culebra al calor del sol. Unos minutos después estaban en el campamento.
Allí no invirtieron más que unos minutos, transcurridos los cuales siguieron la pista de los bandidos. Los tres viajeros marchaban a todo galope. A los experimentados ojos de Pete Rice no le fue difícil seguir las huellas de sus enemigos.
Estos se habían dirigido hacia las montañas, en lugar de marcharse, hacía el Sur, pues sabían que se los tenía embotellados en la frontera. La partida, seguramente, permanecería oculta, durante algún tiempo, hasta que se les presentara ocasión más propicia para emprender la huída.
El camino era muy desagradable, con el terreno cortado de continuo por traicioneras quebradas y desfiladeros. Los caballos, sin embargo, estaban acostumbrados a aquel terreno.
El sheriff y sus colegas marchaban ahora por una zona cubierta de eminencias rocosas que daban la sensación de un pueblo en ruinas. La vereda los llevaba a través de impotentes gargantas y de formidables precipicios. Por encima de ellos se remontaban audaces pináculos que parecían tocar el cielo.
Los caballos se deslizaban por pizarrosas laderas y escalaban un momento más tarde alturas en que el águila y otros animales salvajes tenían su habitación. Por fin penetraron en un valle que se extendía por una distancia de varias millas, pobladas de pinos y abetos.
Los tres viajeros marchaban en silencio, dispuestos a seguir las huellas de los bandidos hasta donde fuese necesario. El propio “Miserias” de ordinario tan comunicativo, se había sellado los labios. Los tres atravesaban un pinar de suelo acolchado por la vegetación, que apagaba el ruido de las herraduras de los caballos.
Caía ya el sol cuando Pete sospechó que se hallaban cerca de la guarida de los bandoleros. Pete había tenido la vista fija en las orejas de Sonny, las cuales, cuando se levantaban, indicaban que se avecinaba el peligro. Y Sonny iba ahora con las orejas enhiestas. El caballo movió la cabeza y se detuvo. Los comisarios pararon sus caballos también.
Escucharon un momento. En todo aquel contorno no se oía más ruido que el susurro del viento al acariciar los pinares. Luego se percibió el relincho de un caballo. Más tarde llegó a sus oídos una estruendosa blasfemia en español, a la que siguió el agonizante resoplido de un caballo y el sonido apagado de las pisadas del animal.
El sheriff interpretó todos aquellos sonidos. Alguien había descubierto su presencia y trataba de escapar antes de ser sorprendido. El relincho del caballo, al notar la proximidad de otros animales, había traicionado al fugitivo. Encolerizado y temeroso, éste había clavado despiadadamente las espuelas en los ijares del animal y trataba de escapar a todo galope.
Pete sacó su alazán ligeramente con la espuela. Esto era todo lo que Sonny necesitaba. El animal salió a galope tendido detrás del fugitivo. Por entre los árboles el sheriff divisó un sombrero de anchas alas. Sacó el revólver de la funda, pero no disparó.
Aquel individuo era probablemente un centinela y, el disparo, alarmaría a los demás. La sorpresa era el aliado preferido de Pete Rice, pero en aquella ocasión no era posible sorprender a los forajidos. El bandido se agitaba en la silla y disparó dos tiros contra sus perseguidores.
El silbido de la bala no afectó a Pete como el sonido del disparo. No había razón para continuar silenciosos. Aquel tiro había dado la alarma. Pete envió una bala a través de aquel sombrero. El bandido lanzó un alarido de terror y puso las manos en alto.
¡Bang! Una pistola dejó escapar un llamarazo enfrente mismo del amedrentado jinete, que se desplomó de la montura. Pete contempló la cara del bandido cubierta de sangre. Este era el premio que recibía por su cobardía.
El sheriff y sus comisarios echaron pie a tierra. Por entre los árboles asomaban los rifles y las pistolas. Pete y sus compañeros pusieron a sus caballos a cubierto de unas rocas, en tanto que ellos se guarecían detrás de un corpulento pino. Desde su baluarte disparaban sin cesar contra los bandidos.
—¡Preparaos, muchachos! —ordenó Pete—. Uno a cada lado, y yo me quedaré en el centro. ¡Vamos a darles a esos coyotes todo el plomo que se merecen!
—¡Y un poco más tal vez —exclamó “Miserias”.
El sheriff no tenía idea del número de bandidos en la partida, pero el empleo de la estrategia india, de avanzar de un árbol a otro, les daba una ventaja relativa sobre sus rivales.
Teeny y “Miserias” sabían bien su oficio, así como el riesgo que corrían. Eran ambos veteranos de muchas batallas, pero nunca habían deseado ganar ninguna tanto como la que en aquel momento libraban. El sheriff no cesaba de hacer fuego y en los primeros disparos había herido a dos de los bandidos.
Teeny y “Miserias” no daban tregua tampoco a sus 45. Los bandidos que no esperaban aquella rociada de plomo, salieron huyendo. Una voz en español les hizo detenerse. Pete Rice experimentó una sacudida. ¡Aquella voz era la de Bristow el “Halcón”!