CAPÍTULO XII
LOS CLIENTES DE JACK RISTON
PETE Rice no había sido nunca negligente ni remiso en el cumplimiento de su deber, pero, hubiera dado cualquier cosa por no tener que entrevistarse con la esposa de Olin Swain.
Finalmente, resolvió pedirle a su madre que le acompañase en la visita, seguro de que la anciana sabría suavizar mejor que él la penosa situación.
Después de salir de la casa de Sam Hollins, el sheriff se fue a buscar a Sonny, al que ya se le había dado el pienso y las friegas ordenadas. La piel le brillaba como la seda, y al acercársele su dueño, relinchó de alegría.
Pete lo ensilló y le puso la brida, y a caballo ya, se dirigió a un punto a cierta distancia del centro de la Quebrada del Buitre y se detuvo delante de una casita blanca y de aspecto modesto. Se apeó de la cabalgadura y atravesó un pequeño jardín. Al llegar a la puerta, la abrió.
—¡Soy yo, mamá! —dijo.
La madre de Pete, una señora de rostro amable, cabellos grises y ojos zarcos, algo empañados por la edad, levantó la vista que tenía concentrada en su labor de costura.
—¡Pete! —exclamó—. ¿De dónde sales?
Pete se inclinó sobre ella y la besó en la frente. Los ojos de la mujer indicaban que había llorado, y ni siquiera se había fijado en el balazo que mostraba el Stetson de su hijo. Era evidente que hasta sus oídos habían llegado los rumores de lo ocurrido con Olin Swain.
Por un momento trató de evitar el tema.
—En el horno tengo va unas tortas y dentro de un minuto estará preparado el café —dijo.
Pero Pete no tenía apetito. La situación era un poco embarazosa para él y claramente revelaba su inquietud golpeando con los dedos sobre las fundas de sus Pistolas.
—Supongo que ya habrá usted sabido lo de Olin Swain, mamá —dijo.
La pobre señora no pudiendo responder, se limitó a hacer un gesto afirmativo con la cabeza.
—¿Es tan malo como dicen, Pete? —preguntó al fin.
—Así parece —contestó Pete, omitiendo deliberadamente los detalles que él conocía—. Estaba pensando —continuó—, que tal vez me convendría que usted viniese conmigo a ver a la mujer de Swain. Tengo precisión de hablar con ella.
La madre de Pete sonrió con dulzura.
—Iré contigo —le dijo—, si crees que te puedo hacer falta, pero me parece que no conoces bien a las mujeres. Estoy segura de que la esposa de Swain preferiría hablar contigo a solas, a hacerlo en presencia de otra mujer. Me da mucha pena esa pobre mujer y haré lo que pueda por ella, cuando la gente se haya olvidado del asunto. Hasta entonces no creo que tenga interés en hablar o en verse con ninguna otra mujer.
Pete comprendió la discreción de su madre. Esta se levantó de la silla y acercose a su hijo, apoyando las manos en sus hombros.
—Si hay manera de ayudar en algo a Olin —dijo la mujer—, aunque sólo sea por su esposa y por sus hijos... Tú sabes bien, Pete, que no todos nacemos con la misma sangre. A Olin hace poco tiempo que le conocemos y no sabemos de qué clase de familia viene. Si el infeliz se ha equivocado una vez y fuera posible enderezarlo de nuevo... Tú sabes, Pete, lo que quiero decir.
Pete Rice permaneció silencioso escuchando las tiernas y maternales recomendaciones, aunque sabía que el caso era desesperado, tratándose del cómplice de un criminal era empedernido y causante él mismo, con toda probabilidad, de varios asesinatos. Swain iba camino de la cárcel, cuando no del patíbulo, Pete no podía decirle esto a su madre.
Esta le dijo:
—Tú pareces creer que Olin no tiene remedio. ¡Ten un poco más de fe en él, Pete! La fe es uno de los grandes consuelos de la vida.
La buena mujer alargó la mano y cogió una manzana que había en la mesa.
—La fe es más poderosa que la razón, hijo mío. La razón no puede decirnos por qué una de las manzanas es dulce y la otra agria. No puede decirnos por qué un buey, por ejemplo, al levantarse del suelo se apoya sobre las patas de delante en tanto que el caballo se apoya sobre las patas de atrás, como tampoco nos explica la causa de que la savia de un árbol sea dulce como el azúcar, y la de otro, amarga como el acíbar. Donde la razón se muere en las tinieblas, la fe nos presenta todo con claridad.
La mujer acarició a su hijo.
—Ya veo que te es muy violento ir a ver a esa pobre mujer —dijo—. Además, estás muerto de sueño. Acuéstate un rato en ese sofá, pues, ante todo, necesitas descansar.
Pete Rice asintió. Su madre tenía razón en lo que decía, no tenía el menor deseo de ver a la esposa de Olin y los párpados le pesaban como si fueran de plomo. Se tumbó sobre el sofá y en unos pocos minutos quedó dormido.
Cuando se despertó, atardecía. Se lavó, tomó un ligero refrigerio, besó a su madre y guió a Sonny hacia la morada de Swain, situada en la parte norte de la población.
Era ya tarde cuando llegó frente a la casa. La esposa de Swain lo había visto llegar a través de la ventana de la sala, e inmediatamente salió a recibirlo. La mujer era de mediana edad, pero no exenta de atractivos, aunque los surcos de la cara revelaban la aflicción que la sobrecogía en aquellos momentos. Los ojos estaban enrojecidos por el llanto. Al entrar el sheriff, se arrojó en sus brazos, llorando.
Pete Rice había comido varias veces en casa de Swain y era un amigo de la familia. Pero el sheriff desconocía en absoluto el arte de consolar a una mujer afligida, y antes que contemplar los ojos entristecidos de aquella mujer, hubiera preferido enfrentarse con un par de Winchesters. Aquel representante de la Ley, que era una fiera cuando se trataba de perseguir el crimen, en aquellos momentos era un cordero desvalido.
Pete no supo qué decir y se limitó a tomar el brazo de la mujer, para acompañarla a la sala.
Los tres hijos de Swain acababan de sentarse a la mesa. Parecían tan contentos como de costumbre, pues no tenían la menor idea de lo que ocurría. Pero Pete se dio cuenta de que no tardarían en saberlo todo. Los chicos de la Quebrada del Buitre se encargarían de decírselo y de mofarse, además, de ellos con esa crueldad inconsciente en la infancia.
Pete se sentó en la sala y comenzó a acariciar uno de los perros de Swain.
En aquella embarazosa situación, miró alrededor.
El hogar de Swain era un prodigio de confort, dentro de su modestia. La casa estaba limpia como una patena. Junto a la chimenea había un par de cómodos sillones. En la mesa de la sala se veía un canastillo de costura, y a uno y otro lado de la chimenea había varios estantes llenos de libros. En un rincón estaban cuidadosamente recogidos los juguetes de los niños.
Pete sintió un profundo dolor al pensar que aquel hogar, donde tenía derecho a reinar la felicidad, había sido destruido.
La esposa de Swain, con la boca apretada, trataba de reprimir el llanto. Finalmente, sobreponiéndose al dolor que la embargaba, cerró la puerta entre la sala y el comedor y se sentó enfrente del sheriff.
—¡Eso que dice Sam Hollins de Olin no es verdad, Pete! —exclamó temerosa de escuchar una respuesta afirmativa—. ¡No puede ser verdad! ¡Nadie que conozca a Olin, como yo lo conozco, podría creerlo! Nunca en mi vida le he visto cometer un acto del que tuviera que avergonzarse. Su mayor felicidad —continuo, rompiendo en llanto—, ha consistido siempre en hacernos felices, dándonos todo lo que ha podido, honradamente.
Pete Rice se esforzaba por encontrar algo que decirle. El pobre sheriff había venido a prestar ayuda a una casa en donde no había ayuda posible.
—Señora, no se aflija usted —balbuceó luego. Pensó decirle que tal vez las cosas tendrían mejor aspecto algún día, pero no se atrevió siquiera a aventurar tal profecía.
"Lo que ocurre, señora —continuó—, es que a veces la cabeza es una mala consejera, y no podría decirse que Olin tuviera la culpa de hacer cosas que no debiera haber hecho.
La mujer siguió sollozando.
—¿Quiere usted decir que Olin se ha vuelto loco? —preguntó, mientras se enjugaba las lágrimas.
Pete comprendió entonces que su madre sabía de lo que hablaba cuando le dijo que él no entendía a las mujeres. El sheriff se daba ahora cuenta de lo difícil que era.
—No. No es eso precisamente lo que quiero decir —interpuso—. Siempre me acuerdo —añadió—, de un hombre que era más bueno que el pan, pero que sin poderlo evitar, obedecía a la influencia hipnótica de un narcótico que le suministraban unos bandidos, y hacía cosas que nunca hubiera pensado hacer estando en su sano juicio. Ese hombre era Tiburcio Estrada3, el hombre más honrado de la tierra.
El sheriff se esforzaba por suavizar la situación, pero no sabía cómo, aparte de que a él no le constaba que Olin Swain estuviese bajo la influencia de ninguna de esas bebidas. Y todo lo que sabía era que el empleado de banco era una persona discreta y juiciosa.
Pete, finalmente, abordó el asunto que había motivado la visita.
—Dígame, señora —preguntó con toda la dulzura de que fue capaz—. ¿Ha observado usted algo extraño en la conducta de Olin en los últimos días? ¿Notó usted si estaba preocupado o pesaroso?
La mujer hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Sí —dijo—. Olin no ha sido el mismo durante varios meses. Venía a casa y se sentaba junto al fuego, sin apartar los ojos de las brasas, y cuando yo le decía algo, me contestaba con amabilidad, como siempre, pero como si tuviera el pensamiento a una legua de aquí.
Pete se barrenaba el cerebro buscando algo que decir y pensando que, aunque Swain se hubiera vuelto loco con alguna preocupación, ello siempre sería mejor que si se hubiese lanzado espontáneamente al crimen.
Estaba el sheriff meditando lo que iba a responder, cuando unas descargas de revólver rompieron el silencio que invadía la casa. Los disparos llegaban un poco apagados por la distancia, pero no por eso eran menos alarmantes.
Pete se puso de pie de un salto. Él y sus comisarios habían barrido el elemento criminal del distrito de Trinchera, y un tiro en la Quebrada del Buitre era una novedad. ¿Tendrían aquellos disparos algo que ver con Swain?
La mujer de éste se llevó la mano a la garganta, al mismo tiempo que palidecía intensamente. La mujer parecía comprender el pensamiento del sheriff.
—¿Cree usted —dijo con tono vacilante—, que esos tiros tienen algo que ver con Olin?
—Tal vez no —contestó Pete, acercándose a la puerta—. Y no se preocupe señora. Ahora dispénseme, pues tengo que marcharme.
El sheriff ganó la puerta de un salto. Un par de disparos más le indicó el lugar de donde procedía el fuego. Pete saltó sobre la silla e hizo girar la cabeza de en alazán. Este salió a todo galope sobre la llanura cubierta de artemisas, como si fuera un ciervo. Saltó un arroyo, salvó una colina y penetró luego en una extensión abundante en hierba. Al salir de allí, se hundió en la selva de las montañas.
El ruido de los disparos continuaba, aunque con más largas intermitencias. De pronto, desde la cima de una colina, observó un caballo ensillado, pero sin jinete. Un sudor frío le inundó de repente. El caballo era el de Hicks “Miserias”.
Un momento después oyó la retadora voz de su minúsculo comisario. El grito procedía de una arboleda, a unas cuantas yardas de distancia. Hicks “Miserias” lanzaba toda suerte de improperios contra sus enemigos, que le enviaban una lluvia de plomo.
“Miserias” contestó al fuego de sus adversarios. Las balas rebotaban en la maleza. Pete se dio enseguida cuenta de que el comisario se encontraba en un apuro, aunque el intrépido barberillo no lo hubiera confesado nunca ante nadie, ni siquiera ante sí mismo.
Pete creía que los enemigos de “Miserias” no se habían dado cuenta de su presencia, y así, se apeó del caballo, lo puso a cubierto de las balas y él mismo avanzó, agachado por la espesura, en busca de un árbol, tras el cual poder guarecerse y ayudar allí a su compañero “Miserias”, que llevaba las de perder en aquel encuentro, como claramente lo indicaba la lluvia de balas que caía a su alrededor.
Pete divisó a un individuo de fiera catadura que corría por la orilla de un arroyo, hacia donde estaba “Miserias”. El sheriff volvió al sitio en que había dejado a Sonny y cogió el lazo que colgaba de la silla. Lo hizo girar sobre su cabeza y largó la cuerda que cruzó volando el arroyo. El lazo se enroscó en los hombros de aquel individuo y le hizo caer de bruces, sin lanzar ni un quejido. Inmediatamente, en la caída había perdido el conocimiento.
Pete soltó la cuerda y volvió a su parapeto detrás del árbol. Allí escuchó un grito de dolor. No era la voz de “Miserias”, lo que indicaba que éste acababa de hacer blanco en uno de sus adversarios.
Estos gritaban que se rindiese. Hablaban en español y en inglés y Pete experimentó una satisfacción. Ninguna de las voces que oía era la de Olin Swain.
Pete dibujó en sus labios una mueca de contento al avanzar en socorro de “Miserias” y observar que la ruta que seguía lo llevaba directamente a la retaguardia de los bandidos, de manera que podía sorprenderlos por detrás y hacerse con ellos sin necesidad de disparar un solo tiro. Al mismo tiempo, se enteraría de lo que allí había ocurrido.
El sheriff poseía la astucia de un indio. Sin embargo, se hallaba tan obsesionado en la ejecución de su plan, que no pensó, ni por un instante, en el peligro que pudiera correr al ejecutarlo. Había alcanzado ya el árbol que le servía de parapeto y estaba a punto de levantarse para explorar el terreno cuando oyó una especie de zumbido a muy poca distancia.
Le fue imposible retroceder, por impedírselo el árbol mismo que lo guarecía y pronto vio una serpiente de cascabel que lo acechaba con ojos irritados y dispuesta a morderle.
Pete dio un salto y con la mano que le quedaba libre se agarró a la rama más baja del árbol. La cabeza de la serpiente al descargar el golpe, alcanzó a Pete solamente en la pierna izquierda, que llevaba protegida por la bota de montar, y así, se libró providencialmente de aquella terrible amenaza. Sin embargo el salto que habla dado para esquivar a la serpiente lo había descubierto a los enemigos que él trataba de sorprender y que rompieron el fuego.
Las balas llovían a su alrededor y una de ellas rozó la cara de Pete y éste se estremeció, moviendo las ramas del árbol, pero con toda la calma enfundó el revólver para encaramarse en el árbol.
Desde la altura distinguió a los bandidos que estaban parapetados detrás de unas rocas. Eran cuatro y habían concentrado el fuego en el sheriff. Este puso a uno de ellos fuera de combate; a otro, le metió una bala en el hombro y los otros dos escaparon lo más deprisa que pudieron.
De entre la maleza surgió una menuda pero musculosa figura, que hacía girar unas boleadoras. Estas cruzaron el espacio e inmediatamente uno de los fugitivos daba con su cuerpo en tierra. Una bala del 45 de “Miserias” derribó al único bandido que quedaba en pie y las hostilidades se dieron por terminadas.
“Miserias” avanzó hacia el terreno enemigo y desarmó a los bandidos que habían quedado heridos en el encuentro. Pete descendió del árbol, corrió hacia el arroyo y ató de pies y manos al bandolero que allí yacía, sin haber recobrado aún el conocimiento. El sheriff se dirigió a “Miserias”.
—¿Qué pasa por aquí, “Miserias”? —preguntó.
—Casi nada —contestó el pequeño comisario—. En toda la partida no había más que uno que supiera tener una pistola en la mano. Este era Lobo Barrios, y tú le has dado un tiro en mitad de la frente. ¡Míralo, ahí está!
Hicks apuntó con el dedo hacia un cuerpo que yacía inerte, tendido de espaldas junto a una roca. Pete miró al muerto. Lobo Barrios era un bandido de notoriedad que había operado durante varios años en la frontera, juntamente con otro proscrito, un tal Lou Weaver, un norteamericano, cuyo padre se había casado con una mestiza.
—Tal vez Weaver era uno de los heridos —dijo Pete.
Efectivamente, a los pocos minutos descubrieron a Weaver, que era el que “Miserias” había derribado de un tiro en la pierna. Hicks andaba ocupado recogiendo a los heridos, y enjugándose de vez en cuando la sangre que le salía de una herida superficial en la frente.
—Jack Riston me avisó de que en su hacienda merodeaban unos cuantos sospechosos —le dijo a Pete.
Este asintió. Riston era un modesto ranchero, que vivía al norte de la Quebrada del Buitre, con sólo un trabajador para ayudarle.
—Riston se encerró en la casa y mandó al trabajador al pueblo —continuó “Miserias”—. Teeny se había ido a la cárcel y no lo quise molestar, pues estaba echando un sueño. Además, yo creía que podía entendérmelas con esta gente, sin necesidad de ayuda.
Este era Hicks “Miserias”: el hombre que se metía en toda clase de enredos sin saber nunca cómo iba a salir de ellos. El comisario explicó luego que había sorprendido a los bandidos el salir de la finca de Riston y que los había atacado. Una bala le hirió de refilón en la cabeza y lo derribó del caballo, pero el golpe de la caída le había hecho volver en sí, y la emprendió a tiros con toda aquella gente. A pesar de toda la confianza de “Miserias”, Pete sabía que probablemente no hubiera escapado en aquella ocasión, si él no hubiese venido en su ayuda. Pete, sin embargo, no le reprochó su conducta, en primer lugar, porque era inútil el predicarle a “Miserias”.
Pete estaba intrigado por saber la razón de que Barrios y Weaver hubieran venido a operar a tanta distancia de la frontera. La siniestra pareja había merodeado cerca del distrito de Trinchera durante los últimos meses, pero sin penetrar nunca en él, temerosos de enfrentarse con Pete y sus comisarios.
Weaver lió un cigarrillo con la mano izquierda. Parecía completamente tranquilo y miraba a Pete con un gesto de superioridad desdeñosa.
—¿A qué habéis venido tú y Barrios por estos andurriales, Weaver? —preguntó Pete.
—A mí no tiene de qué acusarme, sheriff —fue la respuesta—. Por lo menos, a mí, pues yo fui, aunque usted no lo crea, quien disuadió a Barrios para que lo dejara tranquilo. A Riston no le hemos hecho ningún daño.
—Tanto mejor para vosotros, si no le hicisteis daño —Pete observó—, pero de cualquier manera, debe haber alguna razón para que hayáis venido a Trinchera. Y no me digas que no, pues tú sabes bien que este clima no es muy saludable para gente de tu calaña.
—Eso es verdad —dijo Weaver—, y aun le diré que había una razón para que viniésemos aquí. Hemos venido contratados por un señor trabajando a jornal, podría decirse.
—¿Y quién es ese señor, Weaver? —preguntó Pete, aunque no dejaba de sospechar quién era, y hasta tenía miedo de comprobar sus sospechas.
Weaver lanzó una bocanada de humo antes de contestar.
—¿Ha oído usted hablar de un hombre que se llama Olin Swain, sheriff? Una excelente persona que paga bien y trata a sus hombres decentemente.
¡Otra vez el nombre de Olin Swain! El empleado de Banco había ciertamente preparado sus planes con todo cuidado. Pete quedó ahora convencido de que el caso de Olin Swain no tenía remedio, y profundamente preocupado con las revelaciones de Weaver, se volvió hacia la Quebrada del Buitre con sus prisioneros.